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Capítulo I

La lucha del materialismo contra el idealismo y la religión en torno al problema del origen de la vida

¿Qué es la vida, cuál es su origen? ¿Cómo han surgido los seres vivos que nos rodean? La respuesta a estas preguntas constituye uno de los problemas más grandes de las ciencias naturales. Consciente o inconsciente, todos los hombres, cualquiera que sea el nivel de su desarrollo, se plantean estas preguntas y, mal o bien, les dan una respuesta. Sin responder a estas preguntas no puede haber ninguna concepción del mundo, ni siquiera la más primitiva.

El problema del origen de la vida viene preocupando el pensamiento humano desde tiempos inmemoriales. No hay sistema filosófico ni pensador famoso que no haya concedido a este problema la mayor atención. En las distintas épocas y en los diferentes grados del desarrollo cultural, al problema del origen de la vida se le daban soluciones diversas, pero siempre se ha entablado en torno a él una encarnizada lucha ideológica entre los dos campos filosóficos irreconciliables: el materialismo y el idealismo.

Al observar la naturaleza que nos rodea, solemos dividirla en mundo de los seres vivos y mundo inanimado o inorgánico. El mundo de los seres vivos está representado por una variedad enorme de especies animales y vegetales. Mas, a pesar de esa variedad, todos los seres vivos, desde el hombre hasta el microbio más minúsculo, tienen algo de común, algo que los hace afines y que, a la vez, distingue hasta la bacteria más simple de los objetos del mundo inorgánico. Ese «algo» es lo que denominamos vida, en el sentido más sencillo y elemental de esta palabra. Pero, ¿qué es la vida? ¿Es de naturaleza material, como todo el mundo restante, o su esencia reside en un principio espiritual inaccesible al conocimiento basado en la experiencia?

Si la vida es de naturaleza material, estudiando las leyes que la rigen podemos y debemos modificar o transformar conscientemente y en el sentido deseado a los seres vivos. Ahora bien, si todo lo vivo ha sido creado por un principio espiritual, cuya esencia es incognoscible, deberemos limitarnos a contemplar pasivamente la naturaleza viva, impotentes ante fenómenos que se suponen inaccesibles a nuestro conocimiento y a los que se atribuye un origen sobrenatural.

Los idealistas siempre han considerado y siguen considerando la vida como manifestación de un principio espiritual supremo, inmaterial, al que dan el nombre de «alma», «espíritu universal», «fuerza vital», «razón divina», etcétera. Considerada desde este punto de vista, la materia en sí es algo inanimado e inerte. No sirve más que de materia para la estructuración de los seres vivos, pero estos sólo pueden originarse y existir cuando el alma inculca vida a ese material y le da la forma y la armonía de su estructura.

Este concepto idealista de la vida constituye la base de todas las religiones del mundo. A pesar de su diversidad, todas ellas están de acuerdo en afirmar que un ser supremo (Dios) proporcionó un alma viva a la carne inanimada y perecedera, y que precisamente esa partícula eterna del ser divino es lo vivo, lo que mueve y mantiene a los seres vivos. Cuando se desprende, no queda más que la envoltura material vacía, un cadáver que se pudre y descompone. La vida es una manifestación del ser divino, y por eso el hombre no puede conocer la esencia de la vida ni, mucho menos, aprender a regularla. Tal es la conclusión fundamental de todas las religiones sobre la naturaleza de la vida, y no se concibe ninguna doctrina religiosa que no llegue a esa conclusión.

El problema de la esencia de la vida es abordado en forma totalmente distinta por el materialismo, según el cual la vida, como todo el mundo restante, es de naturaleza material y no necesita para su explicación el reconocimiento de ningún principio espiritual supramaterial. La vida no es más que una forma especial de existencia de la materia, que se origina y se destruye de acuerdo con determinadas leyes. La práctica, la experiencia objetiva y la observación de la naturaleza viva constituyen el camino seguro que nos conduce al conocimiento de la vida.

Toda la historia de la ciencia de la vida –la biología– nos muestra lo fecundo que es el camino materialista en el estudio de la naturaleza viva sobre la base de la observación objetiva, de la experiencia y de la práctica social histórica; de qué modo tan completo nos descubre ese camino la esencia de la vida y cómo nos permite dominar la naturaleza viva, modificarla conscientemente en el sentido deseado y transformarla en beneficio de los hombres que construyen el comunismo.

La historia de la biología nos ofrece una sucesión ininterrumpida de victorias de la ciencia, que demuestran la plena cognoscibilidad de la vida, y una sucesión ininterrumpida de derrotas del idealismo. Sin embargo, durante mucho tiempo ha existido un problema al que no se había podido dar una solución materialista, constituyendo, por esa razón, un buen refugio para las elucubraciones idealistas de todo género. Ese problema era el origen de la vida.

A diario observamos que los seres vivos nacen de otros semejantes. El ser humano nace de otro ser humano; la ternera, de una vaca; el polluelo sale del huevo puesto por una gallina; los peces nacen de las huevas puestas por otros peces análogos; las plantas salen de semillas que han madurado en plantas semejantes. Pero no siempre ha debido de ser así. Nuestro planeta, la Tierra, tiene un origen, tiene que haberse formado en cierto periodo. ¿Cómo aparecieron en ella los primeros antepasados de todos los animales y de todas las plantas?

De acuerdo con las ideas religiosas, todos los seres vivos habrían sido creados originariamente por Dios. Este acto creador del ser divino habría hecho aparecer en la Tierra, de golpe y en forma acabada, los primeros antepasados de todos los animales y de todas las plantas que pueblan actualmente nuestro planeta. Un acto creador especial habría dado origen al primer hombre, del que descenderían todos los seres humanos de la Tierra.

Así, según la Biblia, el libro sagrado de los judíos y de los cristianos, Dios habría creado el mundo en seis días, con la particularidad de que al tercer día formó las plantas, al quinto los peces y las aves, y al sexto las fieras y, por último, los seres humanos, primero al hombre y después a la mujer. El primer hombre, Adán, habría sido hecho por Dios, de un material inanimado, de barro; después le habría dado un alma, convirtiéndolo así en un ser vivo.

El estudio de la historia de la religión demuestra que estos cuentos inocentes acerca del origen repentino de los animales y de las plantas, que aparecen hechos y derechos, como seres organizados, descansan en la ignorancia y en una interpretación simplista de la observación superficial de la naturaleza que nos rodea.

Esta fue la razón de que durante muchos siglos se creyese que la Tierra era plana y se mantenía inmóvil, que el Sol giraba en torno a ella, levantándose por el oriente y ocultándose tras el mar o las montañas, por el occidente. Esa misma observación superficial, muchas veces, hacía creer a los hombres que distintos seres vivos, como, por ejemplo, los insectos, los gusanos, e incluso los peces, las aves y los ratones, no sólo podían nacer de otros animales semejantes, sino también surgir directamente, generarse de un modo espontáneo a partir del fango, del estiércol, de la tierra y de otros materiales inanimados. Siempre que el hombre tropezaba con la generación repentina y masiva de seres vivos, los consideraba como una prueba de la generación espontánea de la vida. Y aún ahora, cierta gente inculta está convencida de que los gusanos se engendran en el estiércol y en la carne podrida y que diversos parásitos caseros surgen espontáneamente a partir de los desperdicios, las basuras y todo género de inmundicias.

Su observación superficial no percibe que los desperdicios y las basuras no son sino el lugar, el nido donde los parásitos depositan sus huevos, que más tarde dan origen a nuevas generaciones de seres vivos.

Antiguas teorías de India, Babilonia y Egipto nos hablan de esa generación repentina de gusanos, moscas y escarabajos que nacen del estiércol y de la basura; de piojos que se engendran en el sudor humano; de ranas, serpientes, ratones y cocodrilos procreados por el fango del Nilo, de luciérnagas que se consumen. Estas fantasías acerca de la generación espontánea se relacionaban en tales teorías con las leyendas y tradiciones religiosas. Las apariciones repentinas de seres vivos eran interpretadas únicamente como manifestaciones parciales de la voluntad creadora de los dioses o de los demonios.

En la antigua Grecia, muchos filósofos materialistas negaban ya esa explicación religiosa del origen de los seres vivos. Sin embargo, el curso de la historia hizo que en los siglos siguientes se desarrollase y llegase a predominar una concepción enemiga del materialismo: la concepción idealista de Platón, filósofo de la antigua Grecia.

Según las ideas de este filósofo, la materia vegetal y animal, por sí sola, carece de vida, y sólo puede vivificarse cuando el alma inmortal, la «psique», se aloja en ella. Esta idea de Platón desempeñó un gran papel negativo en el desarrollo ulterior del problema que estamos examinando. Hasta cierto punto, se reflejó también en la doctrina de otro filósofo de la antigua Grecia, Aristóteles, convertida más tarde en base de la cultura medieval y que dominó en el pensamiento de los pueblos durante casi dos mil años.

En sus obras, Aristóteles no se limitó a describir numerosos casos de seres vivos que, según le parecían a él, surgían espontáneamente, sino que, además, dio a este fenómeno cierta base teórica. Este filósofo consideraba que los seres vivos, lo mismo que todos los demás objetos concretos, se formaban por la conjugación de cierto principio pasivo, la materia, con un principio activo, la forma. Esta última sería para los seres vivos la «entelequia del cuerpo», el alma. Ella era la que daba forma al cuerpo y la que lo movía. Resulta, por consiguiente, que la materia carece de vida, pero es abarcada por esta, se forma armoniosamente y se organiza con ayuda de la fuerza anímica, que inculca vida a la materia y la mantiene viva.

Las ideas aristotélicas ejercieron gran influencia sobre toda la historia ulterior del problema del origen de la vida. Todas las escuelas filosóficas posteriores, tanto las griegas como las romanas, compartieron plenamente esta idea de Aristóteles acerca de la generación repentina de los seres vivos. A la vez, con el transcurso del tiempo, la fundamentación teórica de la generación espontánea y repentina fue adquiriendo un carácter cada vez más idealista y hasta místico.

Este último carácter lo adquirió, en particular, a comienzos de nuestra era, entre los neoplatónicos. Plotino, jefe de esta escuela filosófica, muy difundida en aquella época, enseñaba que los seres vivos habían surgido en el pasado y surgían aun cuando la materia se animaba por el espíritu vivificador.

Parece ser que fue Plotino el primero en formular la idea de la «fuerza vital», que pervive aún hoy en las doctrinas reaccionarias de los vitalistas contemporáneos.

Para explicar el origen de la vida, el cristianismo primitivo se basaba en la Biblia, la cual, a su vez, lo había copiado de las leyendas místicas de Egipto y Babilonia. Las autoridades de la teología de fines del siglo IV y principios del V, los llamados padres de la Iglesia, fundieron estas leyendas con las doctrinas de los neoplatónicos, elaborando sobre esta base su propia concepción mística del origen de la vida, íntegramente mantenida hasta nuestros días por todas las doctrinas cristianas.

Basilio de Cesárea, obispo que vivió a mediados del siglo IV de nuestra era, en sus prédicas acerca de que el mundo había sido creado en seis días, decía que, por voluntad divina, la Tierra había engendrado de su propio seno las distintas hierbas, raíces y árboles, así como también las langostas, los insectos, las ranas y las serpientes, los ratones, las aves y las águilas. «Esta voluntad divina –dice Basilio– sigue manifestándose hoy día con fuerza indeclinable».

El «beato» Agustín, contemporáneo de Basilio y una de las autoridades más influyentes de la Iglesia católica, trató de fundamentar en sus obras, desde el punto de vista de la concepción cristiana del mundo, la generación espontánea de los seres vivos.

Agustín consideraba que la generación espontánea de los seres vivos era una manifestación del arbitrio divino, un acto mediante el cual el «espíritu vivificador», las «invisibles semillas espirituales» daban vida a la materia inanimada. Así fue como Agustín sentó la plena correspondencia de la teoría de la generación espontánea con los dogmas de la Iglesia cristiana.

La Edad Media añadió muy poco a esta concepción anticientífica. En el medioevo, las ideas filosóficas, cualquiera que fuese su carácter, sólo podían subsistir si iban envueltas en una capa teológica, si se cubrían con el manto de tal o cual doctrina de la Iglesia. Los problemas de las ciencias naturales quedaron relegados a segundo plano. Para poder juzgar la naturaleza circundante, no se recurría a la observación ni a la experiencia, sino a la Biblia y a los textos teológicos. Procedentes de Oriente, llegaban a Europa solamente escasas noticias sobre problemas de las matemáticas, de la astronomía y de la medicina.

Del mismo modo, y a través de traducciones a menudo muy desfiguradas, llegaron a los pueblos europeos las obras de Aristóteles. Al principio, su doctrina pareció peligrosa, pero luego, cuando la Iglesia comprendió que podía utilizarla con provecho para muchos de sus fines, elevó a Aristóteles a la categoría de «precursor de Cristo en los problemas de las ciencias naturales». Y según la acertada expresión de Lenin, «la escolástica y el clericalismo no tomaron de Aristóteles lo vivo, sino lo muerto»[1]. Por lo que toca en particular al problema del origen de la vida, se había desarrollado ampliamente la teoría de la generación espontánea de los organismos, cuya esencia residía, a juicio de los teólogos cristianos, en la vivificación de la materia inanimada por el «eterno espíritu divino».

A título de ejemplo, podríamos citar a Tomás de Aquino, uno de los teólogos más famosos de la Edad Media, cuyas doctrinas siguen siendo hoy día para la Iglesia católica la única filosofía verdadera. En sus obras, Tomás de Aquino enseña que los seres vivos surgen al ser animada la materia inerte. Así se originan, en particular, al pudrirse el fango marino y la tierra abonada con estiércol, las ranas, las serpientes y los peces. Hasta los gusanos que en el infierno torturan a los pecadores surgen allí, según Tomás de Aquino, a consecuencia de la putrefacción de los pecados. Tomás de Aquino fue siempre un defensor y propagandista de la demonología militante. Para él, el diablo existe en la realidad y es jefe de todo un tropel de demonios. Por eso aseguraba que la aparición de parásitos dañinos para el hombre no sólo podía producirse obedeciendo a la voluntad divina, sino también por las artimañas del diablo y de las fuerza del mal a él sometidas. La expresión práctica de estas ideas la constituyeron los numerosos procesos incoados en la Edad Media contra las «brujas», a las que se acusaba de lanzar contra los campos ratones y otros animales nocivos que destruían las cosechas.

La iglesia cristiana occidental tomó de la doctrina reaccionaria de Tomás de Aquino, convirtiéndolo en dogma, el principio de la generación espontánea y repentina de los organismos, según el cual los seres vivos se originarían de la materia inerte, al ser esta animada por un principio espiritual.

Este era también el punto de vista de las autoridades teológicas de la iglesia oriental. Así, Demetrio, obispo de Rostov, que vivió en tiempos de Pedro I, defendía en sus obras el principio de la generación espontánea, en forma por demás curiosa para nuestras ideas actuales. Según él, durante el diluvio universal, Noé no habría embarcado en su arca ratones, sapos, escorpiones, cucarachas ni mosquitos, es decir, ninguno de esos animales que «nacen del cieno y de la podredumbre… y en el rocío se engendran». Todos estos seres vivos perecieron con el diluvio y «después del diluvio volvieron a engendrarse de esas mismas sustancias».

La religión cristiana, lo mismo que todas las demás religiones del mundo, sigue sosteniendo hoy día que los seres vivos han surgido y surgen de golpe y enteramente formados, por generación espontánea, a consecuencia de un acto creador del ser divino, sin ninguna relación con el desarrollo de la materia. Sin embargo, al profundizar en el estudio de la naturaleza viva, los hombres de ciencia han podido establecer que esa generación espontánea y repentina de seres vivos no se produce en ningún lugar del mundo que nos rodea. Esto quedó demostrado ya a mediados del siglo XVII para los organismos con cierto grado de desarrollo, en particular para los gusanos, los insectos, los reptiles y los anfibios. Investigaciones posteriores confirmaron también este aserto en lo que respecta a seres vivos de organización más simple, e incluso a los microorganismos más sencillos que, a pesar de no ser perceptibles a simple vista, nos rodean por todas partes, poblando la tierra, el agua y el aire.

Vemos, pues, que el «hecho» mismo de la generación repentina de seres vivos, que teólogos de distintas religiones trataban de explicar como un acto en que el espíritu vivificador daba vida a la materia inanimada y que constituía la base de todas las teorías religiosas del origen de la vida, resultó ser un «hecho» inexistente, fantasmagórico, asentado en observaciones falsas y en la ignorancia de sus interpretadores.

En el siglo XIX se asestó otro golpe demoledor a las ideas religiosas acerca del origen de la vida: C. Darwin y, posteriormente, otros hombres de ciencia, entre ellos los investigadores rusos K. Timiriazev, los hermanos A. y V. Kovalevski, I. Mechnikov y otros, demostraron que, a diferencia de lo que enseñan las sagradas escrituras, nuestro planeta no había estado poblado siempre por los animales y las plantas que nos rodean en la actualidad. Las plantas y los animales superiores, comprendido el hombre, no surgieron de golpe, al mismo tiempo que la Tierra, sino en épocas posteriores de nuestro planeta y a consecuencia del desarrollo progresivo de seres vivos más simples. Estos, a su vez, tuvieron su origen en otros organismos, aún más simples y que vivieron en épocas anteriores. Y así sucesivamente hasta llegar a los seres vivos más sencillos.

Estudiando los restos fósiles de los animales y de las plantas que poblaron la Tierra hace muchos millones de años, podemos convencernos en forma bien patente de que en aquellos tiempos la población viva de la Tierra era distinta a la actual, y de que cuanto más avanzamos en la profundidad de los siglos vemos que esa población es cada vez más simple y menos diversa.

Descendiendo gradualmente, de escalón en escalón, y estudiando la vida cada vez en formas más antiguas, llegamos a fin de cuentas a los seres vivos más simples, muy semejantes a los microorganismos de nuestros días, y que en la antigüedad eran los únicos que poblaban la Tierra. Pero, a la vez, surge inevitablemente la cuestión del origen de las manifestaciones más simples y más primitivas de la naturaleza viva, de las que arrancan todos los seres vivos que pueblan la Tierra.

Las ciencias naturales, a la vez que refutan la posibilidad de que lo vivo se engendrase independientemente de las condiciones concretas del desarrollo del mundo material, debían explicar el tránsito de la materia inanimada a la vida, es decir, explicar el origen de la vida.

En los geniales trabajos de F. Engels –Anti-Dühring y Dialéctica de la naturaleza–, en sus notables generalizaciones de los adelantos de las ciencias naturales, se ofrece el único planteamiento acertado y científico del problema del origen de la vida. Engels señaló también el camino que habrían de seguir en lo sucesivo las investigaciones en este terreno, camino por el que avanza con todo éxito la biología soviética.

Engels rechazó por anticientífica la opinión de que lo vivo puede originarse independientemente de las condiciones en que se desarrolla la naturaleza y patentizó la unidad existente entre la naturaleza viva y la naturaleza inanimada. Basándose en pruebas científicas, Engels consideraba la vida como un producto del desarrollo, como una transformación cualitativa de la materia, preparada en el periodo que precedió a la aparición de la vida por una serie de cambios graduales operados en la naturaleza y condicionados por el desarrollo histórico.

El gran mérito de la teoría darwinista consistió en haber dado una explicación científica, una explicación materialista a la aparición de los animales y plantas superiores mediante el desarrollo progresivo del mundo vivo y el haber recurrido al método histórico para resolver los problemas biológicos. Sin embargo, en el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas siguen manteniendo, aun después de Darwin, el viejo método metafísico de abordar este problema. El mendelismo-morganismo, muy extendido en los medios científicos de América y de Europa Occidental, sostiene el principio de que los portadores de la herencia, lo mismo que de todas las demás propiedades de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial concentrada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían surgido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando prácticamente invariable su estructura determinante de la vida, a lo largo de todo el desarrollo de esta; vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista de los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se reduce a saber cómo pudo surgir repentinamente esa partícula de sustancia especial, dotada de todas las propiedades de la vida.

La mayoría de los autores extranjeros que abordan esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica) lo hacen en forma por demás simplista. Según ellos, la molécula del gen surge en forma puramente casual, gracias a una «feliz» conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo, los cuales se combinan «solos», para formar una molécula extraordinariamente compleja de esa sustancia especial, que posee desde el primer momento todos los atributos de la vida.

Ahora bien, esa «circunstancia feliz» es tan excepcional e inusitada que únicamente podría haberse dado una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese momento sólo se produce una constante multiplicación del gen, de esa sustancia especial que ha surgido una sola vez y que es eterna e inmutable.

Está claro que esa «explicación» no explica nada en absoluto. Lo que distingue a todos los seres vivos sin excepción es que su organización interna se halla extraordinariamente adaptada, podríamos decir que perfectamente adaptada al cumplimiento de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la multiplicación en las condiciones de existencia dadas: ¿Cómo ha podido surgir, mediante un acto puramente casual, esa adaptación interna, tan característica para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?

Los que mantienen ese punto de vista niegan en forma anticientífica la regularidad del proceso que da origen a la vida; consideran que este acontecimiento, el más importante de la vida de nuestro planeta, es puramente casual, y, en consecuencia, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta planteada, cayendo inevitablemente en las concepciones más idealistas y místicas, que afirman la existencia de una voluntad creadora primitiva de origen divino y de un plan determinado de creación de la vida.

Así, en el libro de Shrodinger, ¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?, publicado recientemente; en el libro del biólogo norteamericano Alexander, La vida, su naturaleza y su origen, y en otras varias obras de autores extranjeros, se afirma claramente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. El mendelismo-morganismo se esfuerza por desarmar en el terreno ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, tratando de demostrar que el problema del origen de la vida –el más importante de los problemas ideológicos– no puede ser resuelto si se mantiene una posición materialista.

Sin embargo, esa afirmación es totalmente falsa y se puede refutar con facilidad si abordamos el problema que nos ocupa manteniendo el punto de vista de la única filosofía acertada y científica: el materialismo dialéctico.

Según el materialismo dialéctico, la vida es de naturaleza material. Sin embargo, la vida no es una propiedad inherente a toda la materia en general. Al contrario, la vida sólo es inherente a los seres vivos, careciendo de ella los objetos y materiales del mundo inorgánico. La vida es una forma especial del movimiento de la materia. Pero esta forma no ha existido eternamente ni está separada de la materia inorgánica por un abismo infranqueable, sino que, por el contrario, surgió de esa misma materia, en el proceso del desarrollo del mundo, como una nueva cualidad.

El materialismo dialéctico nos enseña que la materia nunca permanece en reposo, sino que se mueve constantemente, se desarrolla, y en su desarrollo se eleva a peldaños cada vez más altos, adquiriendo formas de movimiento cada vez más complejas y más perfectas. Al elevarse de un peldaño inferior a otro superior, la materia adquiere nuevas cualidades, que antes no tenía. La vida es, pues, una nueva cualidad, que surge como una etapa determinada, como determinado peldaño del desarrollo histórico de la materia. Por lo expuesto se ve claramente que el camino fundamental que nos conduce con seguridad a la solución de problema del origen de la vida es el estudio del desarrollo histórico de la materia, de ese desarrollo que condujo a la aparición de una nueva cualidad, a la aparición de la vida.

Ahora bien, la vida no surgió de golpe, como trataban de demostrar los partidarios de la generación espontánea y repentina. Hasta los seres vivos más simples tienen una estructura tan compleja que no pudieron surgir de golpe, pero sí pudieron y debieron formarse mediante transformaciones sucesivas y sumamente prolongadas de las sustancias que los integran. Estas transformaciones se produjeron hace mucho tiempo, cuando la Tierra todavía se estaba formando y en los periodos iniciales de su existencia. De aquí que para resolver acertadamente el problema del origen de la vida haya que recurrir al estudio de esas transformaciones, a la historia de la formación y del desarrollo de nuestro planeta.

En las obras de Lenin hallamos una idea muy profunda acerca del origen evolutivo de la vida. «Las ciencias naturales –decía Lenin– afirman positivamente que la Tierra existió en un estado tal que ni el hombre ni ningún otro ser viviente la habitaban ni podían habitarla. La materia orgánica es un fenómeno posterior, fruto de un desarrollo muy prolongado»[2].

A principios del siglo, al exponer en su obra ¿Anarquismo o socialismo? los fundamentos de la teoría materialista, Stalin señaló muy concretamente que el origen de la vida había seguido un camino evolutivo. «Nosotros sabemos, por ejemplo –decía Stalin–, que en un tiempo la Tierra era una masa ígnea incandescente; después se fue enfriando poco a poco, más tarde aparecieron los vegetales y los animales, al desarrollo del mundo animal sucedió la aparición de una determinada variedad de monos, y luego, a todo ello, siguió la aparición del hombre. Así se ha operado, en líneas generales, el desarrollo de la naturaleza»[3].

Merece destacarse el hecho de que el camino evolutivo fue señalado por J. Stalin en una época en que todavía no había sido publicada la Dialéctica de la naturaleza de Engels y cuando en el problema del origen de la vida dominaba entre los naturalistas (incluso entre los avanzados) el principio mecanicista. Es tan sólo en el segundo decenio del siglo XX cuando la aplicación del principio evolutivo al estudio del problema que nos ocupa comienza a adquirir gran desarrollo en las ciencias naturales. A este respecto podemos citar, en particular, la opinión de nuestro célebre compatriota K. Timiriazev. En su artículo «De los anales científicos de 1912», y refiriéndose al problema del origen de la vida, dice: «[…] nos vemos obligados a admitir que la materia viva ha seguido el mismo camino que los demás procesos materiales, es decir, el camino de la evolución. La hipótesis de la evolución, que ahora se extiende no sólo a la biología, sino también a las demás ciencias de la naturaleza –a la astronomía, a la geología, a la química y a la física– nos persuade de que este proceso también se produjo probablemente al verificarse el paso del mundo inorgánico al orgánico».

Entre los trabajos aparecidos en la Unión Soviética, merece destacarse especialmente el libro del académico V. Komarov, Origen de las plantas. Komarov analiza y rechaza la teoría de la eternidad de la vida y la suposición de que los seres vivos llegaron a la Tierra procedentes de los espacios interplanetarios, y añade: «La única teoría científica es la teoría bioquímica del origen de la vida, el profundo convencimiento de que su aparición no fue sino una de las etapas sucesivas de la evolución general de la materia, de esa complicación cada vez mayor de la larga serie de compuestos carbonados del nitrógeno».

En nuestros días, el principio del desarrollo evolutivo de la materia es aceptado ya por muchos naturalistas, no sólo en la Unión Soviética, sino también en otros países. Aunque la mayoría de los investigadores de los países capitalistas únicamente hace extensivo este principio al periodo de la evolución de la materia que precede a la aparición de los seres vivos. Pero cuando se trata de esta etapa, la más importante de la historia del desarrollo de la materia, estos investigadores se deslizan inevitablemente hacia las viejas posiciones mecanicistas, invocan la «feliz casualidad» o buscan la explicación en inescrutables fuerzas físicas.

En el problema del origen de la vida, las modernas ciencias naturales tienen planteada la tarea de trazar un cuadro acertado de la evolución sucesiva de la materia que ha conducido a la aparición de los primitivos seres vivos, de analizar, sobre la base de los datos proporcionados por la ciencia, las distintas etapas del desarrollo histórico de la materia y descubrir las leyes que han ido surgiendo sucesivamente en el proceso de la evolución y que han determinado el devenir de la vida.

[1] V. I. Lenin, Cuadernos filosóficos, Editorial del Estado de Literatura Política, 1947, p. 304.

[2] V. I. Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, Moscú, 1948, p. 71. Ed. en español.

[3] J. Stalin, Obras completas, t. I, Moscú, 1953, p. 318. Ed. en español.

El origen de la vida

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