Читать книгу El retrato de Mikaela o la triste historia del pintor ruso - Alexandra Campos Hanon - Страница 7

UNO

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Hace mucho tiempo, en una ciudad al otro lado del mundo, vivió un joven pintor. La ciudad se llamaba Samara. El pintor, Nikolai.


Samara fue conocida como una de las regiones más hermosas de toda Rusia. Era famosa por sus calles empedradas, sus casas de madera y su río de aguas profundas. La ciudad estaba rodeada por extensas planicies floreadas, bosques de abedules y montañas azules. Aunque su clima era frío todo el año, aun cuando había nieve, era soleado.

Como es natural, a la gente de Samara le gustaba presumir sus paisajes. No una presunción soberbia, simplemente estaban orgullosos de su tierra. Tan orgullosos que, para exportar estos paisajes a países lejanos, dieron a la pintura un lugar primordial. Los artistas samaritas destacaron como paisajistas rusos e incluso, algunas de sus pinturas cobraron relevancia en el resto del mundo.


Se cuenta que, a raíz de las obras realizadas y la fama de sus pintores, las familias rusas más adineradas hicieron cuantiosas aportaciones económicas para fundar ahí, en el centro de lo que podríamos llamar la capital del arte, una institución digna de sus ricos herederos: KRASOTA, ESCUELA DE PINTURA.

Cada año llegaban jóvenes aristócratas muy bien ataviados y llenos de baúles. Se instalaban en Samara, pagaban cuotas extraordinarias a cambio de pasar el día en los patios de Krasota, y derrochaban otro tanto durante la noche en alguna de las modestas tabernas del vecindario. Cada año, también, la gran mayoría de estos jóvenes abandonaba el oficio. Ni la escuela ni los padres le daban importancia. Al final, todos sabían que los alumnos declinaban no por falta de técnica o instrucción, sino por falta de inspiración.


Y es que la pintura, se justificaban los grandes maestros, es mucho más que hacer una buena réplica de algo hermoso. Más que color o estética. Sí… decían, la pintura es más. Pero nadie, ni siquiera los eruditos de Krasota, sabía decir qué era ese más.

Nikolai, que empezó su vida adolescente como pastor, no era alumno de Krasota. A decir verdad, no era alumno de ninguna escuela. Siendo huérfano, tuvo que trabajar desde la infancia para pagar su alojamiento en casa de una partera. La misma partera que lo había traído al mundo y en manos de quien había muerto Valenka, su madre.

A los diecisiete años, el muchacho apenas tenía dinero para comer y pagar otros gastos impuestos por su casera.


No obstante las carencias, el pastor se las arreglaba para juntar lo suficiente y, una o dos veces al año, comprar papel y carbones para dibujar. A pesar de ser poco instruido en este arte, Nikolai amaba la pintura. A diferencia de los jóvenes académicos, los trazos le salían de forma natural porque tenía facilidad, y había contemplado hasta memorizar los paisajes más bellos e inverosímiles de Samara.



Nikolai estaba complacido con la vida. Amaba su trabajo y, aunque no tenía ninguna riqueza, tampoco necesitaba mucho más que una bella madrugada o un anochecer en las montañas. Pudo ser feliz durante más tiempo, pero una tarde en la que se hubiera conformado con los verdes abedules, encontró un nuevo verdor en los ojos de Mikaela.


El retrato de Mikaela o la triste historia del pintor ruso

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