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PRESENTACIÓN

Si bien la Visión de Anáhuac, escrita en 1915 cuando Alfonso Reyes tenía 27 años, pertenece a la primera época del autor, desde el punto de vis­ta artístico es ya una obra definitiva: su estruc­­tura es orgánica, acabada. Ese texto –anterior a sus más conocidos ensayos– demuestra que Reyes ya dominaba la forma literaria, que ya tenía una gran conciencia de estilo y que la armo­nía era uno de sus principales móviles. Al mis­mo tiempo el texto revela que no des­preciaba la erudición, elemento que, aunque presente, no predomina. Años más tarde don Alfonso habría de decir:

No todo ha de ser descubrimiento de datos, preo­cupación por la “materia prima” propia de la era industrial en que vivimos. No sea el historiador como el alfarero que se vuelve esclavo de su propia arcilla. Hay otra novedad, o cualidad mejor dicho, más profunda, y ella está en la inteligencia, en el entendimiento de los asuntos.

En 1910 Reyes había publicado “Los poemas rústicos de Manuel José Othón” y “El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”. En ambos predomina la técnica del erudito. Ésa es la gran diferencia entre esos dos estudios, en los que Reyes trata de definir el paisaje mexicano, y la Visión de Anáhuac, “intento –según el autor– por definir el paisaje de nuestra mese­ta central”. Pero la obra es mucho más que eso: es, en verdad, una contemplación estética del paisaje, una recreación del valle de Anáhuac según lo vieron los primeros españoles en 1519. Para Jorge Mañach es:

un ensayo evocador del México prehispánico […] una de sus pequeñas obras maestras [en la cual] poesía y saber se fundieron ya en él para integrar un dechado de documentación iluminada, de apología lírica y descriptiva a la vez.

He ahí la esencia de la Visión de Anáhuac: poesía y saber unificados a través de un acercamiento basado en la reminiscencia y la evocación. No se rechaza ni la poesía ni la docu­mentación que, se­­gún Reyes, son “dos órdenes distintos de feli­cidad igualmente aguda en ambos casos. Beatos sean los que sepan disfrutar de tales pla­ceres. Ya pueden jactarse de que encuentran compañía en su soledad y consuelo siempre”. La erudición, el saber que aflora en la Visión de Anáhuac es la esencia que nos da Reyes de las crónicas, historia, documentos y hasta poemas en los que se describe el valle de México. A través del ensayo el lector se encuentra con los nombres de numerosos cronistas e historiadores y, en contrapunto, los de poetas de ambos hemisferios: Bunyan, Keats, Darío.

¿De qué magia se valió Reyes para poder integrar esos dos elementos tan dispares, la erudición y la poesía? El secreto creemos encontrarlo en la estructura de la obra. La forma de la sonata, forma clásica, ha sido utilizada con gran maestría para dar expresión al tema y sus variantes, el tema de la emoción del ser humano ante el paisaje. En las cuatro partes en que está dividida la obra desarrolla Reyes el tema: la región más transparente del aire, el valle de Anáhuac; describe cuatro aspectos del paisaje mexicano: las plantas (representadas a la vez por cuatro especies: la biznaga, el maguey, los órganos y el nopal), los lagos, la meseta mexicana (opuesta, en contrapunto, a la selva) y el mundo de los aztecas. El ensayo se abre con una descripción del libro de Ramusio, Delle navigationi et viaggi (Venecia, 1550). Deléitase Reyes describiendo las ilustraciones de los tres volúmenes y proporcionándonos de cuando en cuando algún dato erudito: Solís leyó alguna carta de Cortés en Ramusio; la pintura de Eolo que indica el mundo de los vientos le hace pensar en Ulises; la imaginación del ilustrador es comparada con la del novelista inglés Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro. Finalmente, las estampas describen la flora de Anáhuac y Reyes exclama: “Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza”: la biznaga, “tímido puerco espín”; el maguey, “lanzando a los aires su plumero”; los ór­­g­anos paralelos, “unidos como las cañas de la flauta” y el nopal, “semejanza del candelabro”. Estas cuatro plantas se conjugan “en una super­posición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos parece como una flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo”. Hace notar Reyes que todas éstas son plantas protegidas de púas; de esa observación llega a la conclusión de que esa naturaleza se distingue de la del sur o las costas por carecer de jugos y vahos nutritivos, resultado de la desecación de los lagos y la devastación de los bosques en el valle de Anáhuac: “en la tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la seca”.

Desarrolla el tema de la desecación con gran erudición, haciendo gala de sus conocimientos de la historia del valle. La obra de desecación, empezada en 1449, no se termina sino hasta 1900. En ella han trabajado tres razas, tres ci­­vili­­za­cio­nes, tres regímenes monárquicos: de Net­­­za­hual­cóyotl a Porfirio Díaz, pasando por don Luis de Velasco. No olvida citar a Ruiz de Alar­­cón, cu­ya única referencia a México (en El semeja­n­te a sí mismo) trata precisamente del desagüe del va­lle de México: “Cuando los creadores del de­sier­to acaban su obra, irrumpe el espacio social”. El paisaje de Anáhuac es el más propio de la natu­ra­leza mexicana: “allí la vegetación aris­ca y he­rál­­­dica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada nitidez”.

De la descripción del paisaje pasa Reyes a recrear el mito de la fundación de México: el águila y la serpiente, “compendio feliz de nuestro campo”, las siete cuevas, Moctezuma el doliente; y fue entonces cuando llegaron los hom­bres de Cortés a contemplar con asombro aquel espejismo de cristales y a escuchar la queja de la chirimía y “el latido del salvaje tambor”. Así, con imágenes auditivas, en crescendo, termina el primer movimiento de la Visión de Anáhuac, que se inicia con la ya famosa y reverberante cita: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”.

En las otras tres partes de la obra Reyes introduce variantes sobre el mismo tema. En la segunda parte hace una magistral descripción de la vida de los aztecas; su lengua, sus trajes, sus templos, su mercado, en general todo aquello que Bernal Díaz describe como “cosas de encantamiento”. En la tercera parte desarrolla Reyes un motivo característico de la cultura azteca, la flor: la flor en el arte azteca, la flor en la poesía náhuatl, la flor como tema del poema azteca “Ninoyolnonotza” y la imagen de la flor. Para terminar, en un breve final, ofrece una interpretación del significado del paisaje sobre la sensibilidad humana. Reyes ve en el paisaje el elemento unificador de la cultura mexicana:

nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de una sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común.

Así, vemos que para Reyes el paisaje determina la reacción estética en el ser humano y el artista la refleja en su literatura. En México nadie como él ha sabido captar esa emoción ante el paisaje y darle forma artística. En la Visión de Anáhuac, más que en ninguna otra de sus obras, Reyes ha sabido conjugar tema y forma con absoluta maestría. El resultado es una de las obras maestras de la literatura his­pa­noamericana, aunque sea tan criticada por lo fa­­­rragoso de su contenido. Reyes ofrece en la Visión de Anáhuac uno de los mejores ejem­plos del artista que ha sabido ceñirse al desa­rro­llo del tema en una forma original, bien elaborada, bien integrada, digna del mejor orfebre.

Luis Leal

I

Viajero: has llegado a la región

más transparente del aire.

En la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias extraordinarias y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a descubrir nuevos mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho político cede el puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de civilizaciones. Los historiadores del siglo XVI fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a veces. El diligente Giovanni Battista Ra­musio publica su peregrina recopilación Delle navigationi et viaggi en Venecia y en el año de 1550. Consta la obra de tres volúmenes infolio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y está ilustrada con profusión y encanto. De su utilidad no puede dudarse: los cronistas de In­dias del seiscientos (Solís al menos) leyeron todavía alguna carta de Cortés en las traducciones italianas que ella contiene.

En sus estampas, finas y candorosas, según la elegancia del tiempo, se aprecia la progresiva conquista de los litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya que cruza el mar; en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un monstruo marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica. Desde el seno de una nube esquemática, sopla un Eolo mofletudo, indicando el rumbo de los vientos –constante cuidado de los hijos de Ulises–. Ven­se pasos de la vida africana, bajo la tradicional palmera y junto al cono pajizo de la choza, siempre humeante; hombre y fieras de otros climas, minuciosos panoramas, plantas exóticas y soñadas islas. Y en las costas de la Nueva Francia, grupos de naturales entregados a los usos de la caza y la pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una imaginación como la de Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro an­te una cartografía infantil, hubiera tramado, so­bre las estampas del Ramusio, mil y un rego­cijos para nuestros días nublados.

Finalmente, las estampas describen la vege­tación del Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.

La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel desco­nocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana –imagen del tímido puerco espín–, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su plumero; los “órganos” paralelos, unidos como las ca­ñas de la flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal –semejanza del candelabro–, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una flora em­blemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin color que turbe su nitidez.

Esas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al valle su carácter propio y terrible: en la tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la seca.

Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones –que poco hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta–. Tres regímenes monár­quicos, divididos por paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las mismas amenazas de la na­turaleza y la misma tierra que cavar. De Net­­za­­hualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró to­da­vía echando la última palada y abriendo la última zanja.

Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo escé­nico. Ruiz de Alarcón lo había presentido va­ga­mente en su comedia El semejante a sí mis­mo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por vi­rrey y arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los tajos. Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alon­so Arias y los dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.

Visión de Anáhuac

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