Читать книгу El buen destierro - Alfredo Staffolani - Страница 5
Segunda parte/
Saturno se devora a sí mismo
ОглавлениеLa misma casa de retiro, ahora en el más profundo silencio.
I.
La nueva Orden.
/
Aldo observa a Manuel, que está echado boca a bajo en uno de los escalones del altar de la Capilla. Manuel no advierte la presencia de Aldo hasta que, como si despertara subrepticiamente de un sueño, lo percibe, y se pone de pie avergonzado.
ALDO EL GRANDE: Quédese. Puede quedarse si quiere.
MANUEL: No, No. Yo/
Perdón/
ALDO EL GRANDE: Manuel/
MANUEL: Sí.
ALDO EL GRANDE: Tiene un mapa en el cuerpo trazado por cicatrices.
MANUEL: Pero no me duele.
ALDO EL GRANDE: ¿No/
MANUEL: Le pido perdón por haberme tumbado en su/
ALDO EL GRANDE: No es mío el altar, Manuel.
MANUEL: Oh, claro, si/
ALDO EL GRANDE: Encontró su lugar cerca de Dios. Eso me entusiasma.
MANUEL: Pero esta es la casa de/
ALDO EL GRANDE: Y la suya también.
MANUEL: No creo ser digno de tanta misericordia.
ALDO EL GRANDE: No exagere. Este es su refugio. Y si así lo siente, también será el de cada uno de nosotros.
MANUEL: Dios conserve en su cuerpo tanta sabiduría.
ALDO EL GRANDE: No sea zalamero. Solamente deje que mi blablá sea una forma de música que ingrese en su interior.
MANUEL: Hubo también otras cosas que sonaban a mi alrededor y ahora las borré: los barcos cuando se salen del puerto, el silbido de las chimeneas, la respiración de los gatos antes de morirse de hambre, las carrocerías a medida que se van aplastando, o el portazo de mi mamá el día que/
ALDO EL GRANDE: ¿Ella lo busca?
MANUEL: No quería tener hijos. Ella dijo que una luz la persiguió y se le metió adentro de los pantalones. Incluso supe que la tía Isabel la había perforado con una percha para sacarle la cosa y no hubo caso. Toda lastimada fue al hospital y el médico vio que yo estaba sano y ella sin un solo rasguño. ¡Nada de sangre! Papá la encerró en el baño hasta el momento del parto. Y así nací. Ella abierta de par a par abrazada al inodoro, la tía Isabel sacándome con una sopapa, y un vecino custodiando la puerta para que nadie se asustara. Mamá me dejó todo anotado en un cuaderno el día que se fue. Que no se haga el místico ese mierda que es tu padre, decía. Y como papá no sabe ni leer ni escribir, recién me contaron la historia unos años después. Por suerte ya no soy de mi madre. Ahora soy de todos ustedes. Acá descubrí la música de la Nueva Orden y así me tiene, capturado por completo.
ALDO EL GRANDE: Veo que se entusiasmó con el (le hace un gesto de auriculares) chiqui chiqui.
MANUEL: Pero Roberto me pidió que se los devolviera. Todavía tengo algunos compases en el cuerpo. Cierro los ojos y puedo escuchar los latidos de mi corazón como si fuera la introducción de “Blue Monday”. Aunque no sé por cuánto tiempo.
ALDO EL GRANDE: Le pedí yo que se lo sacara.
MANUEL: …
ALDO EL GRANDE: Manuel/
MANUEL: (Bajando la mirada). Roberto me dijo que quería hablar conmigo.
ALDO EL GRANDE: No tenga miedo. Intento conocerlo un poco más para poder ayudarlo.
MANUEL: Ya me ayudaron un montón.
ALDO EL GRANDE: Manuel/
MANUEL: Sí/
ALDO EL GRANDE: Recién dormía con la frente sobre el presbiterio.
MANUEL: Ah, sí. Apretaba las retinas. Dormir no puedo. Llevo casi veinte días despierto/
Tomé un poco de vino que me quedaba en la damajuana/
Parecía vinagre/
Me acerqué al altar y contemplé la figura magra de Cristo sobre el reflejo que ingresaba desde uno de los ventanales: cada costilla era inyectada por luz blanca, el eco de mis latidos creaban una base y pensé, en este sótano podría pasar cualquier cosa/
ALDO EL GRANDE: ¿Qué sótano, Manuel?
MANUEL: Empecé a temblar, tuve piel de gallina y no pude disimular la erección. Me volteé sobre el presbiterio aplastando con todo mi peso mi pelvis inflada, apoyé una palma sobre la otra y la frente sobre las dos. Estoy muy avergonzado. Perdón.
ALDO EL GRANDE: No me pida perdón. ¿Todavía sigue/
MANUEL: No.
ALDO EL GRANDE: Qué curioso cómo el cuerpo empieza a dar señales.
MANUEL: Ya empiezo a conocer los efectos de la medicina de Cristo.
ALDO EL GRANDE: A todos nos pasó alguna vez, Manuel.
MANUEL: ¿Qué?
ALDO EL GRANDE: Acá todos nos conocemos bastante.
MANUEL: ¿Qué?
ALDO EL GRANDE: Y sepa que yo también soy su amigo.
MANUEL: Lo sé. Gracias. Yo lo siento así.
ALDO EL GRANDE: Y estas cosas nos pasan entre hombres. Más aún sabiendo que empezó a descubrir el techno. Manuel/
MANUEL: Sí.
ALDO EL GRANDE: Todo puede ser más fácil si dejamos que El Padre hable por nosotros.
MANUEL: ¿Qué?
ALDO EL GRANDE: Que desde que llegó fui el primero en celebrar su libertad, su sensibilidad por la música y la naturaleza, el modo en que entregó su corazón a este misterio que es/
MANUEL: Cristo nuestr/
ALDO EL GRANDE: Aleluya.
MANUEL: Alabad/
ALDO EL GRANDE: Am/
MANUEL: Amén.
ALDO EL GRANDE: Pero en mi afán por seguir dándole cobijo, es que quisiera estar un poco más próximo a su causa/
MANUEL: La tiene entre sus manos, mi señor.
Pausita.
ALDO EL GRANDE: Acérquese, Manuel.
Manuel se acerca.
ALDO EL GRANDE: ¿Está agitado/
MANUEL: No.
ALDO EL GRANDE: Está temblando.
MANUEL: No.
ALDO EL GRANDE: ¿No?
MANUEL: No.
ALDO EL GRANDE: Mire, Manuel.
Aldo baja la mirada hacia su propia bragueta.
ALDO EL GRANDE: Mire.
MANUEL: …
ALDO EL GRANDE: Siéntame.
MANUEL: …
ALDO EL GRANDE: Mi dolor es el mismo que el suyo.
MANUEL: …
ALDO EL GRANDE: ¿Lo nota?
Manuel se encoge de hombros.
ALDO EL GRANDE: Confíe en mí, Manuel/
MANUEL: Sí.
ALDO EL GRANDE: Tiene miedo.
MANUEL: No.
ALDO EL GRANDE: Sea sincero.
MANUEL: Lo soy, amigo. Pero no hay para mí ningún signo de dolor en el relieve de su túnica. Al contrario. Yo creo que es la dicha de nuestra sangre corriendo a toda velocidad desde que nos encontramos. El hierro se afila con el hierro, y el hombre en el trato con el hombre1/
ALDO EL GRANDE: (Resignado). Sí, sí. Es palabra de Dios/
MANUEL: No hay temor, mi señor. Hay sólo agradecimiento.
ALDO EL GRANDE: Manuel, podría yo pedirle algo.
MANUEL: Lo que sea.
ALDO EL GRANDE: ¿Alguna vez imaginó mi cuerpo desnudo?
MANUEL: No, señor.
ALDO EL GRANDE: Y si yo se lo pidiera/
Manuel se encoge de hombros. Aldo le tapa los ojos.
MANUEL: Ya está.
ALDO EL GRANDE: (Con un nudo en la garganta, sigue sosteniéndole la mano sobre los ojos). ¿Qué imaginó?
MANUEL: Un Dios arrugado en las axilas y en el vientre. Todo su torso sostenido por la columna vertebral como si fuera un crucifijo. Las tetillas rosadas como las de una perra amamantando. Los genitales, un racimo de uvas recién cortadas. Frescas. Un Dios sin pies, que de tan bondadoso, levita, flota.
ALDO EL GRANDE: …Y si yo le diera permiso a establecer contacto con ese cuerpo, ¿Qué haría, Manuel?
MANUEL: Le pediría perdón por haberme dejado contemplarlo en silencio/
ALDO EL GRANDE: No, pero/
MANUEL: Sáqueme la mano de los ojos, por favor.
Aldo le saca la mano. Manuel se aleja.
ALDO EL GRANDE: Me refería a otro tipo de contac/
Manuel se angustia. Se golpea la cabeza con la mano.
ALDO EL GRANDE: ¿Está bien, Manuel?
MANUEL: Le pido perdón. Pero no me vuelva a tapar los ojos, por favor.
ALDO EL GRANDE: Dígame, Manuel, ¿qué vino a buscar acá?
MANUEL: No lo sé.
ALDO EL GRANDE: ¿Quién lo manda, Manuel?
MANUEL: Supongo que soy una encomienda de Cristo/
ALDO EL GRANDE: ¿Cómo dice?
MANUEL: Perdón. Yo/
ALDO EL GRANDE: ¿No lo sabe?
MANUEL: (Muy perturbado). No. No debería haber estado en la capilla fuera del horario de Misa.
Manuel se aleja. Aldo lo toma del brazo con violencia.
ALDO EL GRANDE: Quisiera que me explicara lo de las tetillas y la perra/
MANUEL: Con permiso. Señor. Necesito ir a mi habitación.
ALDO EL GRANDE: Manuel/
Manuel se deshace del brazo de Aldo, y sale corriendo. Aldo se queda inquieto. Refunfuñe.
ALDO EL GRANDE: (Casi para sí). Si existe castigo, Cristo misericordioso, que caiga sobre el lomo de este enigma que llegó hacia nosotros como una peste negra. ¡Usar metáforas para nombrar un cuerpo maduro no merece otro fin que una muerte dolorosa! Te pido –te ruego– que toda la fiebre que despierta en cada uno de nosotros retorne hacia sus células como un virus agudo que lo termine matando, y que cada una de las heridas que esconde se derramen sobre su pecho lampiño hasta infectar la tierra fértil que le facilitó el alimento.
II.
La suerte de un pájaro. Tercer Lamento
/
EL PADRE: La pesadilla de escuchar su voz, andar como un sonámbulo y creer que se acerca o que se aleja. Pero sigo camino, descubro un auto que me levanta y me lleva hasta el cementerio. Tengo en la bolsa solamente mis frazadas y un pájaro de alimento. Me dejan sobre el portón, y caigo a los pies de la tumba de un señor llamado Rainer. Te recuerdan tu mujer, tu marido, tus hijos y tus deudos. La viuda le pone flores, lo llora, le reza. Otra mujer la espera cortando los yuyitos. Busco a mi hijo, les digo. Pero ni la viuda que lloraba, ni la otra dejaron de atender a Rainer, el muerto. Entonces salí camino a una Iglesia para pedir un poco de agua fresca, mientras enumeraba todo lo que recuerdo del día en que mi hijo empezó a quererme menos:
Había puesto unos menudos de pollo a cocinar, lo líquido para sopa, y todo lo demás al banquete. Pero después de unos días sin comer, uno se vuelve insaciable. Yo festejaba la comida cuando aparecía, y todavía más el vino. Ay, Dios mío, qué felicidad. Me paré encima de un lavarropas enclenque, y le grité Manuel, la mesa. (Burlándose de sí). ¡La mesa! Fah, metió la cabeza encima de la olla como si estuviera dándose vapor. Mirarlo comer me daba cada vez más ganas de tomar vino, y así empezó la euforia. Cuando terminó la sopa yo le dije papá se quedó con hambre, y él que corre, pero trastabilla, y yo, que lo conozco, sé que primero tengo que taparle los ojos con la mano para que no me mire. Así es como más me gusta, cuando él no puede distinguir qué hago sino a través de mi propia fuerza. Después le mordí los brazos y las piernas saladas. Me enloquecí con el hueco que se le armaba entre la cadera y el nacimiento de las costillas y lo mastiqué hasta dejarlo violeta. Como una tiara de novia de cada lado, la huella de mis dientes amarillos y él con los ojitos húmedos y dados vuelta, temblaba como un motorcito. Me pongo así cuando tengo hambre, hijo. Tengo hambre porque sos vos el origen de mi miseria. Y yo pude convertir mi miseria en amor. Ya te vas a acordar de mí cuando hayas podido criar a tus hijos, o manejar una fábrica, o convertirte en rey, que sería mi sueño máximo. Yo no tengo oficio ni tengo ambición. Imagino para vos. A la mañana me doy cuenta de que respiro cuando abro los ojos y te veo trepado a un árbol. Para mí no queda otra cosa que tu cuerpo. Yo soy nada más que tu papá/
Y mientras llego a la iglesia muerto de sed y un poco descompuesto –cruzo juncos, pastizales, percibo el olor a cura mientras uno grita desde adentro: ¡Jesús me mantiene en celo! ¿Alguien conoce a mi hijo? Si le miran la pantorrilla van a ver que, como el basto de la baraja española, está mordida. Una parte, le falta. Cicatrizó pronto, porque así es mi hijo de fuerte, que cada fibra se le junta a la otra y entre todas lo mantienen en pie.
III.
La fiesta del Corpus Domini no comenzó.
/
Aldo y Roberto, arrojan fruta y restos a El Padre, que está del otro lado del paredón, y les devuelve la comida.
ALDO EL GRANDE: ¡Cúbrase Roberto! Que se vaya. Esta es la casa de Dios/
ROBERTO: y de Cristo, su hijo directo/
ALDO EL GRANDE: Acá no recibimos gente. Esto no es un Ministerio/
“No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente y/
ROBERTO: Es palabra de Dios, pero ahora ¡qué remedio!
ALDO EL GRANDE: ¡Casi me pega en la cara con una manzana verde!
ROBERTO: ¡Sea pobre, pero digno! Siempre todo, con respeto/
ALDO EL GRANDE: Su incultura no me asusta/
ROBERTO: Ni su olor a perro muerto/
ALDO EL GRANDE: Váyase/
ROBERTO: ¡Fuera!/
EL PADRE: ¡Devuélvanme a Manuel!
ALDO EL GRANDE: Ya le dije que acá no lo tenemos. Esto no es una pensión de estudiantes, señor. No se deje llevar ni por la fachada ni por lo juvenil de nuestro aspecto.
ROBERTO: Mire mi caso/
ALDO EL GRANDE: Mire el caso de Roberto: místico, rengo, sin volumen en los músculos/
ROBERTO: Sólo con mis pensamientos/
EL PADRE: (Desde afuera). ¡Voy a romper la puerta!
ROBERTO: Fuera le digo, señor. Si no le gustan las manzanas, le tiramos unos huevos/
“Recuerde que el que coma de este pan, vivirá para siempre.
EL PADRE: ¡Tengo el cuchillo afilado!
ALDO EL GRANDE: Acá por la fuerza no, que le tiro un Evangelio.
Golpes a la puerta.
ROBERTO: Hermano, esta es la casa de Dios.
ALDO EL GRANDE: Un lugar de poco ruido, y casi nada para hacer. Dígale, Roberto, qué sensibles somos todos.
ROBERTO: Queremos morir como curas, gordos, tristes, tontos, rengos/
Silencio. Roberto para la oreja.
ALDO EL GRANDE: Parece que relajó.
ROBERTO: ¿Reclamar así a Manuel?
ALDO EL GRANDE: Asociados en el crimen, matando cuanto animal se les cruzara por delante. Y como de todos ellos este chico debe ser el más civilizado/
EL PADRE: (Sollozando, sin fuerza, desesperado). Se los pido por favor.
ROBERTO: ¡Otra vez! No hay fruta que calle al cerdo.
ALDO EL GRANDE: Esto ya me cansó. Hay que evaluar a Manuel. Si es una versión de Cristo, que se quede así eterno y saquémosle provecho.
ROBERTO: ¿Y si no?
ALDO EL GRANDE: Lo tiramos del otro lado, y sanseacabó.
ROBERTO: Tampoco puedo revelar qué dicen sus cuadernos.
ALDO EL GRANDE: Hay dibujos, frases sueltas. ¿Un poema?
ROBERTO: Son símbolos, símbolos.
ALDO EL GRANDE: ¿Y qué querrán decir?
ROBERTO: No sé.
ALDO EL GRANDE: ¡Cierre sentido, Roberto!
ROBERTO: Pone flechas, circulitos, un sol con cara de Indio.
ALDO EL GRANDE: ¿Quizás sea un alfabeto?
ROBERTO: Quizás juega al tatetí.
ALDO EL GRANDE: ¡O quizás sea una manifestación de San Jerónimo! Recuerde Roberto que Jerónimo, padre de la lingüística bíblica, ya había traducido el Antiguo Testamento directamente del hebreo trescientos años después de Cristo. ¡Un santo de élite, reconocido por el Catolicismo, los ortodoxos, la iglesia luterana y la Iglesia anglicana! Si es así, no hay que dejar que este se nos escape. Qué fantasía, Roberto, usted y yo, amotinados en la Santa Sede, con una variedad insondable de vinilos, sin la necesidad de Vangelis loopeado, entre columnas doradas, y durmiendo en una de esas camas con cortinas de voile e inscripciones de oro, plata/
ROBERTO: ¿Pero usted de verdad cree que esos cuadern/
ALDO EL GRANDE: En unos años podrían estar enmarcados en esta casa como Patrimonio de la/
ROBERTO: Claro, señor. Entonces voy a intentar algo más.
ALDO EL GRANDE: ¡No perdamos el tiempo!
IV.
La pietá.
/
Roberto está sentado con una máscara de cuero negra. Manuel –con otra máscara– sobre su cuerpo boca abajo. Roberto le levanta con delicadeza la túnica a Manuel, y le baja los pantalones. Descubre sus nalgas blancas y cómo va tensando cada parte de su cuerpo sólo por el contacto con la punta de sus dedos.
ROBERTO: Sabrás, Manuel, que mucho antes de empezar a renunciar a casi todo, deberíamos rascar cada gota de tristeza que te quedara en el cuerpo. Y es por eso que/
MANUEL: ¿Podría rotar la cabeza hacia afuera? La posibilidad de ver la nieve caer me va a mantener la sonrisa/
ROBERTO: A esta altura del año va a ser prácticamente imposible, a menos que nos fuéramos a la montaña.
MANUEL: ¿Y qué es lo que viene ahora?
ROBERTO: Los días son un poco más largos.
MANUEL: ¿Más todavía?
ROBERTO: Ya va a dejar de oscurecer apenas cae la tarde
MANUEL: Empezaba a acostumbrarme a una noche interminable.
ROBERTO: ¿Estás listo?
MANUEL: Más que nunca, amigo.
ROBERTO: Quiero que sepas que esto es un acuerdo. Y para seguir adelante, deberías/
MANUEL: Sigo el camino de Cristo a través de tus manos.
ROBERTO: Por cada nalgada quisiera que respondieras a cada una de mis preguntas. Pero es importante que siempre puedas responder.
MANUEL: Así lo voy a hacer.
Roberto le da la primera nalgada. Manuel está inmóvil.
ROBERTO: ¿Qué es lo que te mantiene despierto, Manuel?
Una nalgada. Manuel no contesta.
ROBERTO: ¿De qué te refugias?
Una nalgada mayor. Manuel permanece en silencio.
ROBERTO: ¿Qué misión de Cristo trajiste a esta casa?
MANUEL: No lo sé.
ROBERTO: Todos nosotros lo sabemos, Manuel. No hace falta que seas muy preciso. Ni Jesús lo fue/
MANUEL: Pero de verdad no lo sé.
ROBERTO: Manuel, voy a verme obligado a pedirte que te vayas con los tuyos/
MANUEL: ¿Quiénes?
ROBERTO: Ese hombre que te reclama del otro lado del muro. Grita como un condenando/
¿Por qué te busca?
Roberto le da una nalgada.
ROBERTO: ¿Sigo?
MANUEL: Siento la prótesis de tu cadera haciendo presión sobre mi cadera.
ROBERTO: Espero que puedas liberar sobre mi cuerpo todas tus preguntas/
MANUEL: Seguí. Pegame más fuerte. Estoy descubriendo algo.
Roberto empieza a pegarle una y otra vez. Cada vez con más violencia. Manuel está vibrante. Roberto se detiene. Está agotado. Manuel se deja caer al piso, algo enclenque.
MANUEL: (Mientras se saca la máscara, y se acomoda la ropa). Necesitaría escribir algunas cosas en mi cuaderno, ahora.
Cae un trueno fuertísimo que hace temblar a la casa de retiro entera.
MANUEL: Necesito fumar/
ROBERTO: Siento pena de no poder ayudarte, amigo. Quise ser tu consejero, y tu pastor. Me encomendé a tu tristeza como un ciervo, pero/
Vas a tener que irte. Aldo quiere saber si te buscan por asesino o si tenés algún vínculo directo con el altísimo/
MANUEL: Yo no quiero irme ahora. Te pido que me ayudes.
ROBERTO: Recién el linyera nos amenazó con un cuchillo.
Otro trueno. Comienza a llover sobre ellos.
MANUEL: Pareciera que el mundo se fuera a caer encima de mí.
ROBERTO: ¿Quién es ese hombre, Manuel?
MANUEL: Un padre que llora a su hijo.
ROBERTO: ¿Y ese hijo dónde está?
MANUEL: Delante de tus ojos, Roberto.
Pausita.
MANUEL: A veces extraño las cosas de mi papá: el modo de ponerse el pelo detrás de la oreja, agacharse para cagar en el medio del monte, robar un durazno del cajón. Teníamos buenas rutinas hasta que –como hace un segundo– un trueno cayó. La luna era de color azul: alrededor los árboles secos se movían muy despacio. Corría viento, habíamos hecho una tortilla. Yo tenía nueve años. Estábamos hablando sin parar cuando ese trueno iluminó un eucalipto y vi todo blanco por primera vez. Me preguntó ¿quién dará la orden para que empiece a llover? Yo, le dije. Puedo mover el cielo con mis ojos, papá. Y puedo provocar catástrofes e incendios. Cuando crezca voy a cruzar el campo y voy a quemar toda la maleza. Yo mentía para asustarlo, sabiendo que él no le tenía miedo a nada. Pero ese día me agarró del brazo y me dijo Pará de hablarme así. Me hacés mal. Vas a quedarte siempre conmigo, hijo. Me volviste un hombre enfermo. Y mientras me clavaba las uñas y la sangre se le iba a la cabeza, otro trueno hizo temblar las chapas del desarmadero. Con la mano libre, me cubrió los ojos. Antes de que el agua avanzara por encima de nosotros, tuve todo su cuerpo encima. ¡La piel! encima de la mía, no mi ropa, la piel. No había a dónde mirar. La mano sucia encima de los ojos y todo el peso de su cuerpo moviéndose sobre el mío como un motor descompuesto.
Un trueno fatal, la lluvia es cada vez más intensa.
MANUEL: No dejes que ese hombre me encuentre, amigo.
Entra Aldo algo desesperado con unas lonas en la mano.
ALDO EL GRANDE: ¡Chorrea agua por todas partes! Hay que cubrir los techos, vamos a flotar en cualquier momento. Tome. (Le da las lonas a Roberto).
ROBERTO: Un chaparrón, señor mío/
ALDO EL GRANDE: La puerta de entrada se abrió: el linyera se escurría por la alcantarilla como una cáscara de banana hasta que se aferró a un poste. Alrededor todo crujía: las ventanas, los pájaros, los autos giraban en torno a sí/
Hay que trabar cada puerta y cerrar los postigos/
ROBERTO: Las pinturas, las vitrinas con los santos, los almanaques con la estampa de/
MANUEL: Las cajas de música funcional/
ALDO EL GRANDE: Manuel, necesito que salga y le diga a su gente que esto no es la Cruz Roja. Lejos los quiero.
MANUEL: …
ALDO EL GRANDE: Se acabó el misterio, Manuel. Sabemos que la banda de mugrientos de ahí afuera lo reclama. Hoy nos vimos con Roberto prácticamente al filo de una tragedia cuando uno de ellos lo reclamó con la hombría del personaje más trágico de una saga. Le pido –le imploro– revele su identidad ante/
ROBERTO: (Algo incómodo). Señor mío, el hombre que está afuera es El Padre de Manuel.
ALDO EL GRANDE: ¿Entonces su visita no intenta ser otra cosa que una reunión familiar?
ROBERTO: Ni tanto ni tan poco.
ALDO EL GRANDE: ¿Y los cuadernos?
ROBERTO: Le dije que eran dibujitos.
ALDO EL GRANDE: ¡Ah, no! De ninguna manera. ¡Se va! Yo no puedo sostener un parásito sólo por querer independizarse del lazo paterno. Ora y Elabora, ya lo dijo San Benito. Contemplar y Contemplarse en la acción. Váyase a trabajar, Manuel.
ROBERTO: Pero señor/
MANUEL: Tiene razón. No te preocupes, Roberto. Creo que es hora de que lo enfrente. Les pido perdón. Estoy tan avergonzado/
ROBERTO: Si se me concede la palabra/
MANUEL: No hace falta. Voy a intentarlo, amigo.
Cae un trueno. Cada vez llueve más fuerte.
ALDO EL GRANDE: Espere a que cese la tormenta, Manuel. Tampoco le vamos a propiciar que se vaya como un mártir en canoa. Sáquese la ropa mojada y espere/
Manuel se saca toda la ropa, se sienta a un costado. Roberto y Aldo lo observan mientras el mundo se viene abajo.
ALDO EL GRANDE: ¡No tiene que ser tan literal, Manuel!
MANUEL: Perdón.
ROBERTO: Andá a tu cuarto.
MANUEL: Me privaron de él. Pasé las últimas semanas sentado en un banco de la capilla.
ALDO EL GRANDE: Entonces vuelva a la capi/
ROBERTO: Pero no entre desnudo, Manuel. Ya con ese Cristo en toalla es suficiente.
MANUEL: ¿Podrían darme ropa seca?
Roberto le da las lonas que tenía entre los brazos. Le arma un manto como puede. Parece la figura de una estampa religiosa.
ROBERTO: Cubrite.
ALDO EL GRANDE: Ni bien pare un poco, se va y se lleva a todos esos/
MANUEL: Sí, amigos.
Manuel comienza a irse. Pausa. Aldo, que lo venía mirando con detenimiento, lo detiene.
ALDO EL GRANDE: Manuel/
¿Usted alguna vez había visto llover de este modo?
ROBERTO: Claro. ¡Pudo invocar! Manuel se manifestó durante nuestra sesión de Spanking.
ALDO EL GRANDE: Espere, Roberto. ¿Entonces usted dice que llamaba a la tormenta y la tormenta venía durante las nalgadas?
ROBERTO: (Mirándolo a Manuel en un gesto para que no intervenga). Sí, señor. Él llamaba a Cristo y Cristo acudió a su llamado.
ALDO EL GRANDE: Eeeesteeee… quizás no sea hoy el día en que tengamos que despedir a Manuel. Después de todo no hay urgencia. A menos que quiera reencontrarse con su padre. ¿Usted quiere, Manuel?
MANUEL: Preferiría no hacerlo, señor.
ALDO EL GRANDE: Busque de mi habitación una canasta con pan y désela mientras usted asegura las puertas.
ROBERTO: (Algo dudoso). Lo que ordene.
MANUEL: Gracias, señor.
ALDO EL GRANDE: Le queda muy bien ese traje, Manuel.
MANUEL: Voy a poner mi ropa lejos del agua y/
ALDO EL GRANDE Vaya usted solo a mi habitación. Tome la canasta con pan y coma hasta que las mandíbulas le duelan. Cuando termine, puede acostarse en mi cama y descansar. Roberto y yo nos vamos a ocupar de proteger la casa.
MANUEL: Dios lo ilumine, señor. (Y sale).
ALDO EL GRANDE: ¿Usted está seguro de que él ordenó la tormenta?
ROBERTO: Así pareciera, señor.
ALDO EL GRANDE: Entonces conecta tal cual lo habíamos sospechado.
ROBERTO: Señor/
ALDO EL GRANDE: Sígalo de cerca, Roberto. Tiene que volver a manifestarse.
V/
Diario Segundo de Manuel.
/
MANUEL: A la noche sigo teniendo miedo como cuando era un chico. No puedo soltar todo mi peso sobre la cama, y mientras mantengo los ojos cerrados lo único que me serena es la promesa del día por venir. No hay minuto que no esté cubierto por algún pensamiento del pasado. Los buenos y los malos. El día que quise quemar la casa y lo conseguí. Otro día que quise irme y no supe cómo. Alguien me dicta lo que escribo. Es un Dios repatriado. Un vagabundo que trata de descubrir cómo se construye una casa. Un extranjero de sí. Hubiera querido alguna vez morirme, así como hubiera querido aprender a andar a caballo, así como no hubiera querido pasar algunas noches dentro de un pozo para protegerme del frío. Pero fue acá donde un sonido se fue acomodando con el otro, y desde mis oídos puedo reconstruir cada parte de mi cuerpo todavía herido por el tuyo, papá. Mientras intento dormir, planeo enterrarte y hacer crecer un mandarino sobre tus pies. Y con cada fruto de la planta, va a germinar uno nuevo y así hasta no reconocer el paisaje más allá de la línea de mis ojos, que son iguales a los tuyos. Un tiempo después voy a construir una ciudad donde podamos bañarnos desnudos todos juntos en un río. Una ciudad con un aparato de música funcional desde una frontera hacia la otra. Una ciudad que nos mantenga siempre bailando. Todos juntos bailando adentro del río verde, incluso en invierno. Quiero una ciudad donde se perciba el amor, pero no se lo nombre. Una ciudad que prometa el buen destierro. El lugar de los expulsados, todos juntos. Una manera forzosa del exilio que trace una ciudad sobre mi cuerpo. Cada parte, un límite, y cada órgano una nación. Quiero ver cómo sobre mí se desatan nuevos pensamientos sobre la amistad. Una ciudad donde no haya interpretación. Solamente las cosas. La forma de las cosas tal cual puedan dibujarse. Por cada dibujo una palabra y por cada palabra una nueva forma de Dios.
VI.
El Cimiento Eterno.
/
Prácticamente no hay luz. Aldo y Roberto, iluminados por unas velas. Sigue lloviendo.
ALDO EL GRANDE: ¿Usted vio cómo transformó Manuel esa lona podrida en un manto sagrado? ¡Tiene llegada! (Hace un gesto con las manos). Lanzado hacia esta casa bajo la figura de San Jerónimo, el lingüista. Adorado por mí en la pintura Anthony van Dyck, viejo, cansado, pero con el abdomen magro y firme todavía. Un ángel detrás le dicta con pluma cada frase en latín del Viejo Testamento. Leones duermen sobre sus pies. Sobre cada dedo del pie, un manojo de pelos.
ROBERTO: Pero Señor/
Manuel reveló haber sido abusado por su padre.
ALDO EL GRANDE: Como la mayoría de nosotros. ¿O me va decir que la misión del ora y elabora de San Benito no es también una forma de abuso? No le dé importancia.
ROBERTO: Pero señor/
Habló de acceso carnal. Siendo todavía un chico/
ALDO EL GRANDE: ¿No lo habrá manipulado a usted sólo para conmoverlo?
ROBERTO: No lo creo, señor.
ALDO EL GRANDE: Pero lo conmovió.
ROBERTO: Por completo.
ALDO EL GRANDE: Alguna responsabilidad habrá tenido, Roberto. Fíjese cómo se pasea desnudo, sin ningún pudor delante de todos nosotros. Manuel debe parecer un hombre desde mucho antes de haberlo sido. Esa rusticidad, esa incógnita en el modo en que dice exactamente lo que le pasa como si fuera una epifanía. (Confidente). A mí me tiene caliente como una herradura. No hay que darle importancia. Además, ¿cuál es la ley que impide que el padre encuentre en/
Justamente. ¡Nosotros no somos ejemplo, Roberto! Una vida de renunciamiento, aceptando la pobreza, la castidad, la obediencia y la oración sólo para sostener la historia de nuestro padre. Eso no le parece abuso/
ROBERTO: No, señor. Nosotros lo elegimos.
ALDO EL GRANDE: En la época que llegamos acá no sabíamos ni quiénes éramos/
ROBERTO: Manuel está un poco avergonzado/
ALDO EL GRANDE: Hace bien/
ROBERTO: Y no quiere ver a su padre/
ALDO EL GRANDE: Un pobre viejo que se va a morir en cualquier momento. Absuélvalo de pecado, Roberto.
ROBERTO: ¿A Manuel?
ALDO EL GRANDE: Si finalmente hubo acceso, es porque alguien abrió la puerta. Sea un niño o un enfermo/
ROBERTO: Pero señor/
ALDO EL GRANDE: Si Manuel finalmente es un místico habrá que traer la luz y capitalizar todo ese dolor. Quizás estemos frente a un nuevo mártir, más contemporáneo. Después de todo el padre habrá hecho lo que pudo. No estamos aquí para juzgar sino en nombre de Dios. Y si Dios los quiso fornicando yo no lo voy a juzgar.
ROBERTO: (Levantando la voz). ¡Mi señor, es absurdo!
ALDO EL GRANDE: Serénese, Roberto. Y no me levante la voz. Arriesgo un diezmo a que ese misterio carnal que nos puso tan vibrantes es su conexión con el santísimo. Hágame caso: desde siempre nos ocupamos de negar el dolor ajeno. Esta no va a ser la excepción. El padre, incluso, debe estar arrepentido, y debemos concederle el perdón. Demasiado con mantenerlo al chico entre nosotros, y no haber puesto en duda su palabra, siendo que tenemos todas las herramientas para no creerle.
ROBERTO: ¿Y entonces con el Padre qué hacemos?
ALDO EL GRANDE: No creo que aguante mucho tiempo más debajo del agua y sin comida. Ya se apagará solo/
Rescato que Manuel finalmente haya contado su historia/
Por más que tenga poderes no creo que pueda alcanzar la pedantería de Cristo en las escrituras. Qué manía de hablar de así: YO SOY la puerta de las ovejas, YO SOY la resurrección y la vida, YO SOY el hijo de Dios.
Cae un trueno fuertísimo muy cerca de ellos. Los dos miran al cielo.
ALDO EL GRANDE: (Juntando las manos, como pidiendo perdón). YO SOY LA LUZ DEL MUNDO, claro, claro.
ROBERTO: ¿Entonces podrá quedarse un tiempo más con nosotros?
ALDO EL GRANDE: Dejemos que se recupere y pongámoslo a prueba.
ROBERTO: ¿Más pruebas, señor? Durante la sesión de Spanking le quedó el culo rojo como el corazón del santísimo sacramento. Puede resistir cualquier cosa.
ALDO EL GRANDE: Tiene que manifestarse de manera más concreta, un hecho monumental. Verificamos que conecta y llamamos a la Santa Sede. Si se produce el prodigio en esta casa de retiro, pasamos a la historia. ¡Rápido! Ocúpese de él y yo tengo que mantener en pie este antro de la fe.
VII/
El misterioso Jinete del Caballo Blanco.
/
En el medio de la tormenta.
Las cruces caídas, las imágenes religiosas en el suelo, charcos de agua en toda la casa de retiro, que está hecha un desastre.
ROBERTO: Vamos a tener que poner todo en bolsas y guardarlo en un depósito.
MANUEL: En el comedor flotaban las papas de los cajones, y las botellas de vino se tumbaron. La heladera abierta de par a par: cada pan que había sido horneado se infló/
ROBERTO: Habría que atrincherarse en la sacristía, que es el único lugar donde el agua no accede.
MANUEL: Yo podría construir una casa sobre las copas de los árboles. Una choza. Un nuevo refugio donde pudiéramos vivir juntos.
ROBERTO: No romantice la pobreza, Manuel.
MANUEL: Y si me lleva la tormenta, cuando esté ante los brazos de Cristo, Roberto, quiero decirte que fuiste un buen amigo/
ROBERTO: Si, si/
MANUEL: Y si la eternidad existe, el cuerpo que me traiga de regreso a la tierra también busca/
Un trueno fatal. Cae un pedazo de chapa. Roberto y Manuel se cubren la cara. Entra Aldo algo inquieto con una bolsa.
ALDO EL GRANDE: Hemos perdido todo prácticamente. Aquí traje algunas cosas que quedaban en su habitación, Roberto: encontré unas revistas de fisicoculturismo, este póster y unos números de la Men’s and Health. ¿Son suyas?/
ROBERTO: (Disimulando, las agarra y las cubre para disimular el contenido de las revistas). Cuidé cada número de la publicación pentecostal como un álbum de figuritas.
ALDO EL GRANDE: El aparato de música funcional está completamente arruinado, mis sintetizadores y el Casio todavía los tengo en la sacristía. Nos vamos a quedar ahí hast/
Me pregunto qué pasará con mi vida cuando ya no pueda escuchar a New Order.
MANUEL: ¿Y el walkman?
ROBERTO: Flota.
Se escuchan golpes en el portón. Es El Padre que grita: “¡Hijo! ¡Hijoooo! ¡Soy tu padre!”.
ALDO EL GRANDE: ¡Otra vez! Ahora sí, Roberto. Apersónese y dígale que se vaya. Manuel, acompáñelo.
MANUEL: Le pido que no, señor. Preferiría intentar reunir todas las vírgenes desparramadas por el patio. Hay una que tiene el rostro tal cual me dijeron que era mi madre.
ALDO EL GRANDE: (Conmovido). ¿Podría indicarme cuál de todas?
MANUEL: Esa que está ahí.
ROBERTO: (Con resignación). Esa es Madonna.
ALDO EL GRANDE: ¿La Madonna Santa de Caravaggio?
ROBERTO: (Muy avergonzado). No exactamente.
ALDO EL GRANDE: Vaya, Roberto le pido. Pídale a ese hombre que no vuelva. Manuel, si no quiere ir/
Un trueno peor. Oscuridad casi completa. Electricidad. Roberto grita.
ALDO EL GRANDE: ¿Manuel, usted está seguro de que usted pidió a Cristo que iniciara la tormenta?
MANUEL: ¿Yo?
ROBERTO: (Tratando de disimular). Usted dijo que/
MANUEL: Solamente compartí con Roberto que era una idea que tenía de chico para/
ALDO EL GRANDE: Espere. Ya que prácticamente vamos camino al hundimiento, usted podría intentar comunicarse con/
ROBERTO: En oración, Manuel. Si usted puede llegar, digamos, a la base del cerro/
MANUEL: …
ALDO EL GRANDE: Al jefe máximo, Manuel.
MANUEL: Tanto como ustedes, soy su esclavo en oración.
ALDO EL GRANDE: Invoque, Manuel, invoque.
MANUEL: (Mientras se encoje de hombros). Podría intentarlo. ¿Podrían decir unas palabras antes?
ALDO EL GRANDE: ¡No me haga improvisar, Manuel!
ROBERTO: Proverbios 1/27. “Cuando venga como tormenta lo que temen, y vuestra calamidad sobrevenga como torbellino/
MANUEL: No decía un salmo. Quizás algo de New Order.
ALDO EL GRANDE: ¡Invoque, Manuel!
Manuel aprieta los ojos fuerte durante un segundo. Aldo y Roberto improvisan una base de beatbox y Roberto recita el principio de “Blue Monday” como si fuera un salmo:
Cómo se siente/ ¿Tratarme como tú?/ Cuando me pusiste las manos encima/ ¿Y me dijiste quién eres?/ Pensé que estaba equivocado/ Creí escuchar tus palabras/ Dime cómo me siento/ Dime ahora, ¿cómo me siento?
Luego Manuel sube los brazos y empieza a temblar. Se interrumpe con nuevos golpes en la puerta, con menos fuerza. Cortan el beatbox. Un golpe más y la puerta se abre de pronto. Con el empujón, cae El Padre desplomado, envuelto en una bolsa. Queda tirado en el piso. Para de llover de pronto. Roberto y Aldo están desconcertados.
ROBERTO: La tormenta paró.
ALDO EL GRANDE: Dios nos conserve el techno. Que el mundo vuelva a empezar. Béseme, Roberto.
Roberto y Aldo se besan apasionadamente. Manuel, todavía algo impresionado por el fin de la tormenta –y mientras el agua empieza a escurrirse– enfila hacia la puerta de salida que dejó a su padre quieto como un pescado muerto.
MANUEL: Amigos, chau. Ahora voy a preparar un lugar. Y cuando estén fuertes los cimientos, voy a volver a buscarlos para llevarlos conmigo. Un sótano con algunas columnas, sin pintura, como un garaje. Parlantes que suenen a todo volumen en mono y en estéreo. Sobre el final, un pasillo, y sobre el pasillo, un altar en forma de cabina comandado por Dios. Él será quien maniobre los destinos de nuestros corazones a través de los sintetizadores. Ahora van a sentir mi ausencia, pero cuando descubran mi reino, nadie les va a quitar la alegría. Ese va a ser el momento en que ya no me pregunten nada más. Crean en la música. La verdadera fe no tiene límites ni pone condiciones. Les aseguro que desde ahora, el cuerpo de mi Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre. Adoren al muerto. Yo ya lo perdoné. Gracias a él, voy a ser, en cada uno de ustedes, el ardor de un buen recuerdo. Hasta que vuelva, pidan y recibirán, nuestra amistad será eterna.
Y se va.
Recién entonces empieza a volver la luz.
El sol revela el espacio tal cual lo es cuando está en silencio.
Nada.
Fin.
1 Proverbios 27/17.