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HANOVER

Mediados de agosto de 2018

Los libros bajo el brazo por la calle Read, camino a la universidad. En pleno verano el clima era una delicia que había que disfrutar, porque para los últimos días de septiembre todo se cubría por una gruesa capa de nieve y se tornaba desagradable caminar por las calles de Hanover, Nuevo Hampshire. Esta localidad, fundada en 1761, se encuentra cerca de los límites con Canadá, en ella los veranos son cortos y los inviernos largos y muy fríos.

Mark empezaba el segundo semestre de Letras Inglesas en la Universidad de Darmouth, creada en 1769 por una congregación católica; su prestigio es muy grande, no solo por su antigüedad sino porque se caracteriza por formar profesionistas brillantes, gracias a los altos estándares de calidad que exige; ahí se han formado grandes científicos y estadistas de EE. UU. y está considerada entre las siete mejores del país. Los pobladores oriundos de esa pequeña población son amables con los extranjeros, de quienes dependen económicamente, pero sobre todo, de los estudiantes que confluyen en esta institución.

En Hanover la vegetación se conforma, en su mayoría, por pináceas de gran altura, que dan un aspecto bello y misterioso al ambiente, donde abundan lagos rodeados por juncos; entre los arbustos más llamativos están los que producen bayas de distintos colores. En casi todos los jardines hay hortensias de tonalidades lila, moradas y blancas. Adornan las calles jardineras de madera con flores de todo tipo que, gracias al clima, crecen muy bellas.

Mientras seguía su camino, a Mark se le dibujó una sonrisa al acordarse de Beth, la chica que robaba sus pensamientos. Ella era distinta a las demás; vivía en el internado que se encuentra frente a la plaza, donde están la biblioteca y la rectoría de la universidad, lugar que en verano es muy concurrido por jovencitas ligeras de ropa, que disfrutan tomando el sol en el poco tiempo de relativo calor. Beth no gustaba de asolearse, tenía una rara manía: ver el panteón que está al lado del internado desde la ventana de su cuarto, e imaginar historias acerca de esas personas que murieron hace muchos años. Este panteón es tan antiguo como la ciudad, está ubicado en una ladera, por lo que las tumbas se encuentran escalonadas en un suelo rocoso de tierra roja, algunas de ellas son monumentos impresionantes, otras se ven olvidadas porque nadie las visita ya y la humedad las hace ver más tristes y ennegrecidas por el moho, otras tantas están enmarcadas por esbeltos pinos centenarios, que parecen cantar cuando sopla el viento de invierno.

Los padres de Beth se divorciaron cuando era pequeña. Su padre, Steven McHensey, vive en Nueva York y la visita muy poco; su madre se casó y se alejó de ella, era raro que la llamara, por lo que ella le guardaba cierto rencor. A Beth no le falta dinero, pero sí cariño, a causa del desinterés de su madre y la distancia de su padre; él le mandaba dinero para que en vacaciones fuera a verlo a la Gran Manzana, pero siempre estaba ocupado en sus negocios, solo se veían a la hora de la comida y a veces la invitaba al teatro o a cenar, eran esos los únicos momentos en que convivían y platicaban; a pesar de esto, ella se aferraba a su cariño.

Beth ha recorrido varias escuelas, sin poder adaptarse a ninguna, siempre se ha sentido extraña en cualquier lugar; la falta de integración familiar le provocó ese sentimiento. El último lugar donde estuvo fue Lyon, Francia, una ciudad medieval de gran tradición, donde también acuden estudiantes de todo el mundo, y que se encuentra en una zona florida, en la que se unen los ríos Ródano y Saona. Ahí está la Universidad Jean Moulin, donde estudió algo de francés y literatura durante un año, y al terminar el curso regresó a Nueva York, habiendo hecho muchos amigos con los que mantenía contacto por internet y telefónicamente.

Su carácter ha sido siempre reservado, solo convivía con Mark y con Ross, su mejor amiga, quien vivía en una hermosa residencia a la orilla del lago; cuando no salía de vacaciones con su padre, se la pasaba con ella, e incluso le llamaba “tía” a su mamá, la señora Claire, mujer amable y sencilla, que casi siempre estaba sola porque su esposo y su hijo mayor salían constantemente, pues se dedicaban al negocio de la madera, abundante en la región. Claire detectaba que Beth era una chica a la que le faltó cariño toda la vida, por eso trataba de darle confianza, y ella correspondía a su afecto, aunque era frecuente que pasara largas horas en silencio mirando hacia el lago o intercambiando mensajes con su celular; a veces parecía hablar sola. En el caso de Mark, él sabía que era necesario esforzarse para alcanzar una buena posición como estudiante, las colegiaturas eran costosas y sus padres tenían un ingreso modesto con el que sostenían a sus tres hijos varones, él era el mayor de ellos. Mark caminaba disfrutando del olor a pino y a cedro que flotaba en las calles de Hanover, el tráfico era poco pues la mayoría se transporta en bicicleta o a pie; él pensaba en encontrarse con su novia, Beth, con quien compartía algunas clases. Al llegar a la calle Main se dirigió a la heladería, famosa por la variedad y calidad de sus nieves de crema, que mantienen el lugar lleno de gente; se vería ahí con ella para llegar juntos a la universidad. Le gustaba tocar y observar los alebrijes, de casi metro y medio de altura, que representan simpáticas figuras de animales que adornan esa calle; frente a la nevería había dos que le gustaban de forma especial, un cerdo y un zorro erguidos. Al llegar, vio a Beth sentada en una banca mensajeándose con alguien, se le acercó sin que se diera cuenta y la besó en el cuello, ella se estremeció y se levantó bruscamente.


—Soy yo, muñeca, no te asustes.

—Por poco te sacas una cachetada, pensé que podía ser... no sé, un atrevido jugándome una broma; sabes que eso no me gusta.

Mark hizo un gesto de preocupación, después ella le dio un beso en la mejilla, se levantó, tomó sus libros y se encaminaron de la mano a la clase. Ella estaba muy callada y Mark, que la conocía bien, le preguntó:

—Te veo triste o preocupada, ¿qué te pasa,

Beth?

Ella no pudo disimular su tristeza y, sentándose en una banca del jardín próximo al salón, le contó a punto de llorar:

—Deseaba ver a papá este fin de semana, me quedé con el boleto comprado, pero no me podrá atender. Creo que se va a casar de nuevo y...

Sin poderse contener lloró, Mark la abrazó y después de unos momentos le dijo:

—No te preocupes por eso, así es cuando los papás toman caminos distintos, pero no dejará de quererte, lo que pasa es que estás acostumbrada a tenerlo solo para ti, tal vez la mujer que le agrada puede congeniar contigo. Espera a conocerla.

—Quizá tengas razón, a lo mejor estoy haciendo un lío y es otra cosa.

Se secó las lágrimas y sonrió diciendo:

—Tú eres un sol, mitigas mi pena con tu cariño.

Le dio un beso en la mejilla y le dedicó su mejor sonrisa, cambiando de ánimo intempestivamente. Entraron al salón y se sentaron sin hablar, ella estaba más tranquila, debía estar lúcida para recibir la clase; buscó a Ross, que estaba frente a la ventana, Mark se sentó en la tercera fila con Tim, su buen amigo, quien venía también de Nueva York, huyendo de los tumultos, según decía. Tim era introvertido pero simpático, aficionado al arte y a las lenguas, y se llevaba bien con Beth; aunque Tim estaba en otra carrera, le gustaba tomar la clase de Literatura Universal con ellos porque el maestro era muy ameno.

El día transcurrió con normalidad y al atardecer, después de sentarse en una banca por largo rato a platicar, cada quien se fue a su casa. Sin embargo, Mark notó inquieta a Beth desde el inicio de este nuevo curso, escuchó que su celular marcaba insistentemente el envío de mensajes, pero no dijo nada, ella estaba muy sensible por lo de su padre. Se despidieron con un beso y Beth le murmuró una palabra que él no entendió y olvidó pronto, era como un saludo en un idioma extraño, no le dio importancia y se fue.

Aunque estaba oscuro se detuvo un momento en un parque que se encontraba en una hondonada del terreno, en él se escuchaba plácidamente el sonido de una pequeña cascada formando un arroyo cristalino que pasaba por una cañada. Esa zona es rica en agua y vegetación; a unas cuadras del centro está un bosque que limita con un caudaloso río, él y Beth gustaban de sentarse ahí por las tardes a escuchar música y consumir alguna bebida de frutas. El arroyo de este parque desemboca precisamente en ese río. En otras ocasiones, cuando ambos tenían horas libres, les gustaba estudiar juntos en este lugar, por ser muy tranquilo, a excepción de los zancudos que están por todas lados, aunque Mark también disfrutaba de ir solo, pues le quedaba muy cerca de su casa.

A Mark le encantaban los ojos color miel de Beth, que parecían misteriosos y tristes a la vez. Ella era introvertida y fácilmente cambiaba de ánimo cuando algo le afectaba, sus silencios eran característicos, pero él se los atribuía a que en lugar de tener un hogar verdadero, empezó un peregrinar por internados, caros pero sin amor. Tal vez a él le atraía lo indescifrable de su conducta, y le gustaba también su conversación, porque tenía un horizonte amplio, de mucho mundo; en Francia había conocido a jóvenes de distintas nacionalidades y otras formas de pensar. Se dice que los viajes ilustran y debe ser cierto, porque estar en otros ambientes permite concebir un contexto universal.

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