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Capítulo 1. ¿Cómo se vive hoy el diagnóstico de VIH?

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FRANCISCO MONTESINOS MARÍN

CRISTIAN LEONARDO SANTAMARÍA GALEANO

El Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH o HIV en inglés) destruye las células del sistema inmune y debilita los sistemas de defensa del organismo. Si la persona infectada no es tratada puede progresar al llamado Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida o sida entre 2 y 15 años tras la infección. El VIH supone hoy un problema de salud pública global que los ciudadanos, los profesionales sanitarios y las autoridades sanitarias no pueden ignorar. Más de 38 millones de personas viven en el mundo con el VIH, un virus que ha cobrado ya 35 millones de vidas (Organización Mundial de la Salud, 2019). Tanto por su extensión, como por las vías de transmisión del virus y por sus repercusiones psicosociales, debe ser tratado de manera multiprofesional. En este capítulo inicial se presentará una breve introducción actualizada en torno a los aspectos biológicos del VIH y, posteriormente, se mostrarán algunos datos en torno al impacto psicológico y social del diagnóstico y el conocido estigma que lo acompaña.

1.1. El VIH hoy

El reconocimiento del sida comienza en 1981 en Estados Unidos, con la detección de infecciones oportunistas poco frecuentes en varones homosexuales sanos y, más tarde, en usuarios de drogas inyectables, hemofílicos y receptores de transfusiones sanguíneas, parejas femeninas de varones diagnosticados e hijos nacidos de madres con sida (Fauci, Folkers & Lane, 2018). Dos años después de la identificación de los primeros casos, la investigación permitió aislar el VIH, y un año más tarde demostrar que el virus era el agente causal del sida. En tan solo 4 años, se había creado la primera prueba diagnóstica (Fauci, Folkers & Lane, 2018).

Como “afección crónica transmisible de tipo progresivo y causa viral” (Lamotte, 2004), el VIH es el lentivirus de la familia Retroviridae, causante del Síndrome de la Inmunodeficiencia Adquirida (sida), en su expresión clínica final (Ministerio de Salud Chile, 2010; Secretaría de Salud México, 2012). Se han identificado dos tipos de virus VIH-1, predominante en el contexto mundial, y VIH-2, confinado principalmente en África (Armendáriz, 2004; Chávez & Castillo, 2013; Hightower & Kallas, 2003; Ospina, 2006; Reeves & Doms, 2002). Su cronicidad tiene que ver con su condición de lentivirus (Longo & Fauci, 2018). Se caracteriza principalmente por el deterioro progresivo del sistema inmune, pero también puede originar manifestaciones neurológicas y tumorales dado que, como lentivirus, infecta las células macrofágicas y presenta un tropismo especial por los linfocitos CD4 (Codina, Martín & Ibarra, 2002). Como consecuencia, disminuye la capacidad de respuesta del organismo para hacer frente a infecciones oportunistas originadas por virus, bacterias, protozoos, hongos y otro tipo de infecciones (Muñoz & Merino, 2015).

Su ciclo de replicación puede dividirse en varias etapas (Reina, Insausti & San Miguel, 2012; Tobón & Toro, 2008): 1) Unión del virus a la membrana celular y entrada al citoplasma de la célula huésped, con intervención de las glucoproteínas gp 120 y gp 41; 2) Transcripción inversa, dada la penetración del virus, se libera el genoma viral y se inicia la formación de ADN a partir del ARN viral, con la intervención de la enzima transcriptasa inversa; 3) Integración, cuando el ADN proviral sintetizado se integra en el genoma celular, mediante la actuación de la integrasa. Luego de esto, el VIH puede permanecer latente, replicarse de forma controlada o sufrir una replicación masiva; 4) Síntesis de las proteínas virales y maduración y, una vez sintetizadas las proteínas virales, se procesan de forma postraduccional, mediante la acción de la proteasa viral; 5) Gemación y difusión de los virus, con la maduración de los viriones y el ensamblaje de las proteínas virales, el nucleoide se desplaza a la membrana celular y es liberado por gemación (Bour, Geleziunas & Wainberg, 1995; Dalgleish et al., 1984; Deng et al., 1996; Doranz et al., 1996; Feng, Broder, Kennedy& Berger, 1996; Klatzmann et al., 1984; Weber, Piontkivska & Quinones-Mateu, 2006; Wyatt & Sodroski, 1998; Zheng, Lovsin & Peteerlin, 2005).

Su transmisión puede darse por vía sexual, perinatal, transfusión sanguínea, accidente laboral biológico y uso compartido de agujas por usuarios de drogas intravenosas (OMS, 2016; ONU, 2004; Sánchez, Acevedo & González, 2012; Vera-Gamboa, 2001). La principal causa de transmisión del VIH en todo el mundo es la sexual (Fauci & Lane, 2008, Del Rio, Curran & Mandell, 2009, citados por Sánchez et al, 2012; Fondo colombiano de enfermedades de alto costo, 2014) por entrar en contacto con fluidos anales, seminales o vaginales, es decir, practicar sexo oral, anal y vaginal sin preservativo. Se ha reportado que, en África, el Caribe y Suramérica, predomina la transmisión en personas que mantienen sexo heterosexual, y en Europa y Norteamérica se transmite principalmente a través de relaciones homosexuales en varones (Aceijas, Stimson, Hickman & Rhodes, 2004).

La transmisión por vía perinatal puede ocurrir durante el embarazo, el parto o la lactancia; sin embargo, con la implementación del TAR, la cesárea electiva a las 38 semanas y la suspensión de la lactancia materna, se ha logrado reducir la tasa de hasta un 40% a un 1% (Gabiano et al, 1992, Del Rio, Curran & Mandell, 2009, citados por Sánchez et al, 2012). El riesgo actual de transmisión por transfusión sanguínea, por exposición a sangre o hemoderivados es cada vez menor debido a las precauciones y medidas de seguridad de los bancos de sangre; sin embargo, en Colombia, en un estudio realizado entre febrero y septiembre de 2003 se encontró una frecuencia de 1,8% de seropositividad en pacientes con múltiples transfusiones (Beltrán et al., 2009).

El accidente laboral biológico, en trabajadores de la salud, por medio de material corto-punzante proveniente de pacientes seropositivos, ha reportado como riesgo promedio de seroconversión, luego de una herida percutánea a través de una aguja con sangre infectada, un 0,8% y por contacto de fluidos con mucosa o piel discontinua un 0,09% (Panlilio et al., 2005, citado por Sánchez et al, 2012). Así mismo, los usuarios de drogas intravenosas que comparten jeringas presentan alto riesgo de transmisión y se han encontrado reportes de diferentes países de hasta un 20% de prevalencia y la heroína es la más comúnmente utilizada (Aceijas et al., 2004; Ross, McCurdy, Kilonzo, Williams & Leshabari, 2008). En cualquier caso, hoy se sabe que su transmisión es primariamente por contacto sexual, también por vía sanguínea o de madre a hijo por vía perinatal o a través de la lactancia. Por otra parte, tras 35 años de observación, no existe evidencia de otras vías de transmisión y, aunque se encuentran pequeñas cantidades de virus en la saliva, las lágrimas y el sudor, no se ha comprobado que transmitan el VIH (Fauci, Folkers & Lane, 2018; OMS, 2004).

Dentro de los factores asociados con un mayor riesgo de adquisición del VIH se han descrito la dificultad para tomar decisiones, el acceso a la educación, los problemas familiares y sociales, el desempleo, dificultades económicas graves, la inequidad social, la ignorancia sobre el VIH/SIDA, la deficiente educación sexual, tabúes (Berbesi, Segura-Cardona, Caicedo & Cardona-Arango, 2015; Mathers et al., 2010; Sánchez, Acevedo & González, 2012; Velásquez & Bedoya, 2010), y se han identificado grupos de mayor vulnerabilidad tales como hombres que tienen sexo con hombres, habitantes de calle, personas privadas de la libertad, mujeres transgénero, usuarios de drogas por vía inyectable y gestantes (De Anda, Suárez, Vera, Castro & González, 2012; Ministerio de Salud y Protección Social, 2014).

La infección por VIH se prolonga en tres fases caracterizadas por un conjunto de síntomas e indicadores clínicos (Brito & Moreno, 2016; Chacón-Quesada et al. 2009; Chávez & Castillo, 2013; InfoSIDA, 2018; Lamotte, 2014; Secretaría de Salud México, 2012). La primera de ellas, o fase aguda, que corresponde con la entrada del virus al cuerpo y puede ser asintomática, como ocurre en la mayoría de los casos, o sintomática, con manifestaciones dermatológicas, gastrointestinales, neurológicas y generales, parecidos a la mononucleosis infecciosa. El cuadro de infección aguda por VIH aparece entre la segunda y sexta semana después de la exposición al virus y desaparece días después; en ésta, las pruebas diagnósticas pueden resultar negativas, aunque el virus se reproduce rápidamente y se propaga por el cuerpo.

La segunda fase o fase crónica también es llamada de latencia clínica porque el portador no presenta síntomas que puedan asociarse con la infección; sin embargo, el VIH sigue reproduciéndose en el cuerpo, pero con concentraciones más bajas. Se pueden producir adenopatías persistentes o leves infecciones oportunistas. Sin TAR puede evolucionar a sida. La fase sida constituye el estadio final de la infección por VIH y se caracteriza por la aparición de infecciones oportunistas y tumores; representa una severa inmunosupresión con significativa depleción de linfocitos CD4 y alta replicación viral. La mayoría de pacientes que desarrolla sida no sobrevive más de tres años sin TAR, pero incluso en esta fase crítica, mediante la terapia antirretroviral, pueden ser controlados (Gatell, Clotet, Podzamczer, Miró & Mallolas, 2013).

La intensa investigación realizada ha permitido que desde 1996 los pacientes dispongan de un tratamiento eficaz para frenar la replicación de este virus e impedir su extensión (Delgado, 2011). El tratamiento antirretroviral consiste en el uso de medicamentos específicos contra el VIH, denominados Antirretrovirales (ARV), siendo efectivos para prolongar la supervivencia de los pacientes con infección VIH, mejorar la calidad de vida y retrasar la evolución al estadio sida (Asociación Colombiana de Infectología, Fundación para la Investigación y el Desarrollo de la Salud y la Seguridad Social & Ministerio de la Protección Social, 2006; Astuvilca et al., 2007; Fondo Nacional de Recursos, 2019; Hernández & Pérez, 2010; InfoSIDA, 2017, 2019).

Los ARV bloquean la actividad de las enzimas del VIH para impedir que cumplan su función en la célula infectada puesto que ralentizan o detienen la replicación del VIH o producen partículas virales que no son viables, reducen drásticamente el nivel de actividad del virus y su concentración en los diferentes fluidos afectados y recuperan paulatinamente el sistema inmune con el incremento de linfocitos CD4 (InfoSIDA, 2017). La medicación para el VIH tiene los objetivos de aumentar la esperanza y calidad de vida, evitar la progresión de la enfermedad porque se reduce la carga viral a niveles indetectables, se normaliza el estado del sistema inmune y se mantiene el recuento de CD4 en rangos adecuados o aumentarlo, se minimiza la transmisión a otras personas y baja la incidencia de infecciones, periodos de hospitalizaciones y la mortalidad (Gesida, 2019; InfoSIDA, 2017; Ministerio de Salud y Protección Social & Fondo de Población de las Naciones Unidas, 2014; Monforte et al., 1998; Peterson et al., 2000; Programa de Apoyo a la Reforma a la Salud, 2010; Shen et al., 1998).

Las ventajas del TAR son la disminución de la activación inmune y estado inflamatorio crónico, reducción del desgaste del sistema inmune, de la evolución del VIH y de su diseminación a reservorios celulares y órganos santuarios, disminución de incidencia de enfermedades no definitorias de sida (cardiovasculares, renales, hepáticas, neurológicas y oncológicas), descenso de la posibilidad de transmisión, reducción de infecciones oportunistas y neoplasias asociadas con el sida y aumento de la expectativa de vida. Por otra parte, se identifican como desventajas el hecho de ser un tratamiento de por vida, el riesgo de tener efectos secundarios o tóxicos de los medicamentos (gastrointestinales, cardiovasculares, renales, hepáticos, cutáneos), la posibilidad de padecer falla virológica, resistencia viral, limitar opciones terapéuticas, transmitir cepas virales resistentes y evolucionar a una mayor virulencia si no se tiene un nivel óptimo de adherencia; y mantener relaciones sexuales de riesgo por considerar que la terapia reduce el riesgo de transmisión (Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH y el sida, 2014).

No obstante, a día de hoy, la infección por VIH es considerada incurable con antirretrovirales porque, a pesar de que sea posible frenar completamente la replicación del virus durante largos periodos, si se suspende el tratamiento se reinicia la replicación a expensas de un reservorio de células latentemente infectadas (Delgado, 2011). Así mismo, a pesar de la efectividad de los ARV en el control del VIH, la respuesta al tratamiento se pierde en un gran número de pacientes con el transcurso del tiempo, lo que causa falla virológica (aumento de la carga viral plasmática), falla inmunológica (disminución del recuento de CD4 en la sangre) o falla clínica (afecciones clínicas indicadoras de progresión de la infección), por lo que es fundamental la adherencia del paciente al TAR y de esta forma evitar y retrasar la ocurrencia de estas fallas (Fondo Nacional de Recursos, 2019).

En los países industrializados (Marrazzo & Holmes, 2018), el miedo a la infección por VIH desde los años 80 hasta mediados de la década de 2000, unido a la extensión de las intervenciones conductuales y la mejora de la organización de los sistemas de cuidados de las enfermedades curables de transmisión sexual, contribuyeron inicialmente a frenar la transmisión de estas enfermedades. Sin embargo, la disponibilidad de terapias antirretrovirales altamente efectivas y bien toleradas, ha llevado a que el VIH se haya convertido para muchas personas en una enfermedad crónica asociada con una vida normal y una elevada calidad de vida, lo que podría estar vinculado con el bajo índice de uso del preservativo entre los jóvenes (Centro Reina Sofía sobre adolescencia y juventud, 2019) coincidente con la tendencia creciente de las infecciones de transmisión sexual como la gonorrea, clamidia o sífilis (Rowley et al., 2019; Instituto de Salud Carlos III, 2019). Para la prevención y el control de las infecciones de transmisión sexual se recomienda la reducción de la exposición a estas infecciones mediante la reducción del número de parejas sexuales, la promoción de prácticas de sexo más seguro como el uso del preservativo, la vacunación frente a las infecciones HBV (virus de la hepatitis B) y HPV (virus del papiloma humano), la circuncisión masculina, así como la detección temprana y el inicio precoz del tratamiento de los pacientes y sus parejas sexuales. (Marrazzo & Holmes, 2018).

1.2. Impacto emocional del VIH

El VIH, además de las consecuencias físicas, implica desajustes psicológicos, complicaciones neurológicas (que se presentan de acuerdo con la fase de la enfermedad), efectos secundarios de medicación y sentimientos de culpa de la persona diagnosticada. Así mismo, factores psicosociales como la ansiedad, depresión, apoyo social, calidad de vida, adherencia al tratamiento, afrontamiento del diagnóstico y conductas sexuales de riesgo, pueden incidir en que la enfermedad avance con mayor rapidez, y, por ende, en la vida de las personas seropositivas (Rodríguez et al., 2007).

Las repercusiones emocionales del diagnóstico han ido evolucionando a medida que se han generado los avances diagnósticos y terapéuticos y se ha modificado la respuesta social frente al VIH. En los primeros años de la historia de la infección, el diagnóstico y la manifestación de síntomas de la enfermedad estaban asociados con niveles elevados de ansiedad, depresión e, incluso, con un elevado riesgo de suicidio, aunque el impacto empezó a aplacarse con la difusión de información, el counselling antes y después de la comunicación de los resultados de las pruebas, el acceso a los tratamientos médicos y el cambio en las expectativas de vida (Chesney & Folkman, 1994). Para algunos autores, el sida en sus inicios se convirtió en una especie de “muerte social anterior a la muerte física” en virtud del significado social asociado con el diagnóstico (Sontag, 1989).

El diagnóstico inicial de seropositividad puede convertirse en una crisis vital que altera los patrones adaptativos habituales del individuo puesto que produce estrés, sentimientos de preocupación por la amenaza que, para su vida, representa la infección por VIH, ansiedad derivada de un futuro incierto por el hecho probable de no disponer claramente de los recursos necesarios para hacer frente a su situación actual, abatimiento y posible depresión ante la eventualidad de una muerte temprana para sí mismo o para personas con las que tiene fuertes vínculos afectivos, por lo que afectan la percepción del paciente sobre su estado de salud/enfermedad, su calidad de vida e inciden en la progresión de la enfermedad (Arranz, Bayés & Viladrich, 2001).

En la actualidad, nuestra experiencia clínica ha revelado que, gracias a la implementación de la terapia antirretroviral de gran actividad, la percepción social del VIH se ha modificado sustancialmente y la infección se suele vivir como una enfermedad crónica con escasa repercusión en la calidad de vida. No obstante, el proceso de asimilación, aceptación y afrontamiento del diagnóstico está marcado por el estigma social que mantiene asociado, si bien de manera más soterrada y menos visible que hace años. Aunque en España continúan detectándose actitudes discriminatorias hacia las personas con VIH (Ministerio de Sanidad, 2013), también se ha identificado una tendencia descendente en el rechazo hacia las personas con VIH en el ámbito escolar, laboral y comercial (Ministerio de Sanidad, 2014). Sin embargo, en Colombia persisten actitudes de estigma y la discriminación hacia las personas con VIH, lo que continúa siendo una barrera para la prevención y la atención integral en salud (Bermúdez-Román, Bran-Piedrahíta, Palacios-Moya & Posada-Zapata, 2015; Simbaqueba, Pantoja, Castiblanco & Ávila, 2011; Tamayo-Zuluaga, Macías-Gil, Cabrera-Orrego, Henao-Peláez & Cardona-Arias, 2014).

Es muy característico que las personas diagnosticadas mantengan en silencio su condición de seropositivas, por miedo al rechazo y a las repercusiones sociales, familiares o laborales. El impacto inicial en el estado de ánimo y las preocupaciones en torno a la salud y el futuro, con frecuencia, se mantienen en secreto, lo que limita las posibilidades de que el entorno social proporcione el apoyo necesario en los ámbitos emocional y práctico. La persona afectada tendrá que enfrentarse pronto a una toma de decisiones en torno a la revelación del diagnóstico y necesitará valorar con qué personas cercanas y en qué momento comparte la información sobre su condición de seropositivo y su estado de salud. Esta toma de decisiones que, en muchos casos, se inclina hacia la revelación de esta información a un número limitado o muy limitado de allegados, supone un estrés añadido al diagnóstico.

Las posibles reacciones adversas de algunas personas del entorno y las experiencias de discriminación pueden complicar el afrontamiento. No obstante, el estigma estaría muy presente, incluso, aunque no se haya experimentado el rechazo en primera persona. De este modo, a la experiencia de pérdida de la salud se sumará el probable sentimiento de soledad y la preocupación o el miedo en torno a que alguien pueda descubrir el diagnóstico. Además, el diagnóstico de una enfermedad crónica transmisible y asintomática supone para muchos pacientes un cuestionamiento del propio futuro y del proyecto de vida (Edo & Ballester, 2006).

También se ha señalado cómo los pacientes seropositivos, con frecuencia, manifiestan somatización, comportamientos obsesivo-compulsivos e hipocondría (Ballester, 2005), en relación con la preocupación a padecer síntomas de la enfermedad. Las secuelas psicológicas más citadas en la literatura en el ámbito del VIH son la ansiedad y la depresión. El nivel de ansiedad y depresión en VIH llega a superar al de los pacientes oncológicos, así como su preocupación por la salud y la interferencia de su salud en sus vidas, mientras que es menor su percepción de apoyo social y su autoestima (Edo & Ballester, 2006).

Entre las repercusiones psicosociales de la infección por VIH, la depresión se ha citado como un predictor de resultados negativos en los pacientes, en concreto menor adherencia a la medicación, peor calidad de vida y funcionalidad, peores resultados del tratamiento y la eventualidad de empeoramiento de la progresión de la enfermedad y mayor riesgo de mortalidad, así como mayor riesgo de transmisión del virus (Nanni, Caruso, Mitchel, Meggiolaro & Grassi, 2015). El ánimo depresivo parece ser uno de los factores con más peso sobre la salud mental, influido a su vez por el estrés que ocasiona el VIH y la autonomía personal (Ballester, Gómez, Fumaz, González, Remor & Fuster, 2016).

La depresión es el trastorno mental más frecuente en pacientes con VIH porque su incidencia asciende al doble o el cuádruple que entre la población general (Salazar, 2018). La presencia de depresión está asociada con peor calidad de vida y baja adherencia, lo que afectaría la evolución de la infección, medida a través del deterioro del sistema inmune y mayor riesgo de progresión a sida y de mortalidad (Trépanier, Rourke, Bayoumi, Halman, Krzyzanowski & Power, 2005; Jin et al., 2006; Nanni, Caruso, Mitchell, Meggiolaro & Grassi, 2015; Gonzalez, Batchelder, Psaro & Safren, 2011). Así mismo, la depresión en mujeres con VIH está asociada con mayor riesgo de mortalidad no sólo como resultado de la progresión a sida, sino debido a mayor probabilidad de otros riesgos añadidos como accidentes, violencia y sobredosis de alcohol y drogas (Treisman & Angelino, 2007).

Entre los factores de riesgo de depresión en pacientes VIH se han mencionado el género femenino (Richards, 2011), y una edad superior a 50 años (quizás debido al mayor riesgo de comorbilidades y daño cognitivo en pacientes de mayor edad) (Watkins & Treisman, 2012; McArthur, Steiner, Sacktor & Nath, 2010). También se han señalado como factores de riesgo condiciones psicosociales como desempleo, bajo nivel de ingresos, bajo apoyo social, consumo de drogas o baja autoeficacia (Springer, Chen & Altice, 2009; Omiya, Yamazaki, Shimada & Ikeda, 2014). Así mismo, se ha relacionado la depresión en VIH con el autojuicio (Eller et al., 2014). Otros factores que predicen mayor riesgo de depresión son el impacto de eventos vitales negativos y la discapacidad (Olley, Seedat, Nei & Stein, 2004).

La depresión en personas que viven con el VIH parece estar relacionada con el peso asociado a sufrir una enfermedad crónica que supone una amenaza para la vida (Clarke & Currie, 2009), el impacto en la vida diaria y las relaciones interpersonales, la conciencia de que la enfermedad puede ser controlada pero no curada, el estigma relacionado con los estilos de vida, la necesidad de una adherencia estricta a los antirretrovirales, y la ocurrencia de complicaciones y comorbilidades (Nanni et al., 2015). También se ha identificado la influencia significativa que juega la pérdida experimentada por los pacientes en la percepción de síntomas y la depresión, cuando son controladas otras variables (Golub, Gamarel & Rendina, 2014). Además, numerosos estudios avalan que el estigma y la falta de apoyo social parecen estar fuertemente asociados con la depresión en pacientes con VIH (Logie & Gadalla, 2009; Nachega et al. 2012; Agrawal, Srivastava, Goyal & Chaudhury, 2012; Stutterheim et al., 2009; Breet, Kagee & Seedat, 2014).

Reacciones y trastornos asociados con ansiedad también son frecuentes en VIH. Entre las respuestas emocionales más habituales se encuentra la inseguridad en torno al futuro y el miedo a la enfermedad (Salazar, 2018). También, se ha reportado como barreras psicosociales que disminuyen la motivación para asistir a las citas de control y tomar los medicamentos, la presencia de angustia, falta de propósito en la vida, negación de la necesidad de dedicarse atención a sí mismo, confianza insuficiente en la eficacia de la atención o del sistema de salud, muerte de seres queridos que conlleva un duelo o pérdida de apoyo social y la participación en comportamientos específicos de evitación como el consumo de drogas y alcohol (Georgia et al., 2018).

1.3. Estigma y VIH

El estigma es un proceso mediante el cual se atribuye a una persona o grupo, una característica que desprestigia a ojos de los demás (Goffman, 2009), y hace referencia a identificar y etiquetar determinadas diferencias en el ser humano, lo que implica relacionar a las personas etiquetadas con estereotipos negativos, como si se tratara de una categorización que facilita la discriminación y la desigualdad (Link & Phelan, 2001). El estigma implica identificar y reprobar a personas que se apartan de la norma social, lo que incrementa la ansiedad y los sentimientos de amenaza en la población, que se protege a través del estigma y el rechazo para aumentar su sensación de control y reducir su ansiedad (Goffman, 2009).

El estigma es experimentado a través de 3 mecanismos: estigma declarado (grado en que la persona ha experimentado prejuicios y discriminación de otras personas de su comunidad), anticipado (grado en que espera experimentar prejuicios y discriminación en el futuro) e internalizado (grado en que las creencias y sentimientos negativos asociados con el VIH son interiorizados) (Earnshaw & Chaudoir, 2009). Se ha constatado que la internalización del estigma es en sí misma una fuente de estigma (Tsutsumi & Izutsu, 2010; Fuster & Molero, 2011).

Se han reportado diferentes consecuencias que presentan las personas estigmatizadas, tales como mayores síntomas de hipertensión arterial, menor esperanza de vida, amenaza a la identidad y presencia de malestar psicológico y emocional (Major & O´Brien, 2005), de modo que podría afectar al sistema inmunológico en tanto se incrementa la vulnerabilidad a padecer más infecciones, desembocando en una más rápida progresión de la enfermedad. En el contexto social, el estigma proporciona una identidad negativa a los individuos pertenecientes a los grupos estigmatizados puesto que se forman un autoconcepto negativo y propicia su exclusión, de tal forma que desencadena eventuales violaciones en sus derechos e imposibilita su pleno desarrollo personal (Fuster & Molero, 2011).

El estigma relacionado con el VIH se ha asociado con resultados perjudiciales para las personas que viven con VIH/sida (Earnshaw & Chaudoir, 2009; Skinta et al., 2014), lo que reduce significativamente su bienestar, afecta la adherencia a la medicación y el contacto con los proveedores médicos. Por otra parte, por este miedo a la estigmatización y al juicio, muchas personas evitan hablar de su diagnóstico y reprimen los pensamientos asociados con vivir con el VIH. Esta supresión conduciría a exacerbar los síntomas y disminuir los niveles de salud mental y física, es decir, se limita la apertura de muchos pacientes con respecto a su enfermedad y su gestión (Moitra et al., 2011).

El estigma asociado con el VIH y la resultante discriminación en muchos países provoca mayores efectos negativos que la infección misma. Según ONUSIDA (2008), consecuencias como el abandono por parte de la pareja o la familia, el aislamiento social, la pérdida de trabajo o bienes, la expulsión del sistema educativo, la negación de servicios médicos, la violencia y el temor a sufrir estos efectos, hace menos probable que las personas recurran a pruebas diagnósticas de VIH, adopten comportamientos preventivos en relación con el VIH que niegan la existencia de riesgo, revelen su estado serológico y que accedan a tratamiento, cuidado y apoyo. El estigma supone la disminución de la auto-eficacia percibida e interfiere con el uso de estrategias de afrontamiento aumentando las estrategias de evitación y el afecto negativo por la pertenencia al grupo (Fuster & Molero, 2011). Además, el estigma está relacionado con angustia, vergüenza, depresión, disminución de la autoestima, peor ajuste psicológico, estrés asociado con la revelación del diagnóstico (González, Solomon, Zvolensky & Miller, 2006), miedo al rechazo y riesgo de aislamiento (Visser, Neufeld, De Villiers, Makin & Forsyth, 2008; Black & Miles, 2002), bajo apoyo social, peor salud física y mental (Logie & Gadalla, 2009) y una peor calidad de vida (Cebolla, 2017).

El estigma puede darse en lo físico, lo social, lo verbal y lo institucional (Ogden & Nyblade, 2005). En lo atinente a lo físico se expresa en violencia física, aislamiento como separación de dormitorios, utensilios de comida, lavado de ropa, así como no permitir que la persona con VIH coma junto a su familia, que no colaborare en actividades domésticas y rechazo en espacios públicos. En lo social se identifica en la reducción de interacciones diarias con la familia, la comunidad y pérdida de redes sociales, también en la disminución de roles al categorizárseles como miembros no productivos de la sociedad, mermando poder, respeto y estatus social. El estigma verbal se evidencia en forma directa o indirecta, consistente en especulaciones, rumores, comentarios, burlas insultos, amenazas, reproches, culpabilización y expresiones de vergüenza. Sobre lo institucional el estigma toma forma de pérdida de empleo, dificultades de acceso a la educación, trato discriminatorio en lo sanitario y mensajes en los medios de comunicación que alimentan una imagen negativa de las personas que viven con VIH.

El estigma por el VIH/sida afecta a cualquier individuo sin distinción e involucra a las personas que, se sabe, han contraído el virus, a las personas que se presume que lo han contraído o que son vulnerables al virus, como los profesionales del sexo y los hombres que tienen relaciones sexuales con hombres, a las familias de los enfermos y a quienes los cuidan. Por lo tanto, se deben desplegar acciones no solamente de atención al VIH, sino que es necesario incluir en la atención integral, perspectivas como el enfoque de género, interculturalidad, de derechos humanos y ampliar el campo de acción en los ámbitos social, institucional y legal que frene la estigmatización, exclusión y discriminación, valiéndose de la educación y eliminación de barreras para acceder a información científica y clara sobre el VIH y prevención de otras infecciones (Organización Panamericana de la Salud, 2003; Santamaría & Tapia, 2020).

Referencias

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