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INTRODUCCIÓN

Azpilcueta recordaba siempre que Alcalá le había educado, Salamanca le había hecho hombre y Coímbra le había engrandecido.

La cita anterior, tomada de la «Introducción» de Luciano Pereña a una obra de Azpilcueta1 publicada en Madrid —en uno de los varios volúmenes de la Corpus Hispanorum de Pace—, evidencia la relación entre las universidades hispánicas que se ha hecho aún más manifiesta: las relaciones entre las universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá fueron tan intensas como las que existieron entre Salamanca, Coímbra y Évora.

No es por tanto de extrañar que el descubrimiento de manuscritos salmantinos en los fondos de la biblioteca de la Universidad de Coímbra esté acompañado por muchos otros de los centros universitarios que circulaban entre los profesores y eran leídos y ampliamente discutidos.

Si en la biblioteca de la Universidad de Coímbra se puede encontrar hoy en día una de las colecciones más ricas de los maestros salmantinos, también entre los fondos españoles, procedentes de los colegios mayores de Salamanca, podemos encontrar las lecturas más importantes de Coímbra. Esta constante comunicación de las ideas contribuyó al progreso de la escuela y a la consolidación de su unidad doctrinal.2

En este punto, Pedro Calafate, alabando a Pereña, nos recuerda que, aunque este se refiere específicamente a Coímbra, no debe olvidarse que la Universidad de Évora también hizo una contribución vital, a través de sus profesores, de unidad, riqueza y progreso de la Escuela Ibérica de la Paz, refiriéndose a los nombres de Fernando Pérez, Luis de Molina, Pedro Simões y Fernão Rebelo.3

En juego estaban los principios legales y éticos que deberían guiar la convivencia política entre los pueblos de diferentes coordenadas culturales y de civilización, especialmente los europeos, americanos y africanos, sin olvidar la experiencia portuguesa en el Este. En este sentido, los profesores portugueses y españoles de Coímbra y Évora fundamentarán muy claramente las tesis sobre la soberanía original del pueblo, considerando el poder político como constitutivo de la naturaleza humana, en el marco del iusnaturalismo escolástico, pues el concepto de naturaleza, que cualificaba el derecho, se afirmaba como imperativo de universalidad constitutiva, de inteligibilidad, de orden y de racionalidad. La naturaleza era así la voz interior de la razón, común a todos los hombres, apuntando a un patrimonio originario que fundamentaba la unidad sustancial del género humano, enraizado en la paternidad divina, puesto que la naturaleza era, en esencia, el brillo del rostro de Dios en el corazón de todos hombres. De ahí, la insistencia, como hace notar Calafate,4 en la obligación de respetar la legitimidad de las soberanías indígenas que, aunque embrionarias, su fundamento emanaba tanto del derecho natural como del derecho de gentes. Una legitimidad del poder político inherente a las comunidades humanas que, en consonancia con la antigua tradición de la recta ratio ciceroniana, no dependía de la fe ni de la caridad, y mucho menos de un orden jurídico-político de la naturaleza imperial.

Defendía, en este sentido, que ni el Papa podría considerarse dominus orbis en temporalibus et spiritualibus, ni que la autoridad imperial se extendía a todos los pueblos del mundo, tanto desde el punto de vista del derecho divino, como del derecho ley natural y ley humana.

El imperio universal sería considerado como un designio humano y moralmente imposible, como enseñó Suárez en Coímbra, o como una expectativa legal con opción preferente (teniendo en este caso en cuenta las donaciones papales a los reyes de Portugal y España, prefiriéndolos a los demás príncipes cristianos), sobre todo las donaciones de Alejandro VI en 1493, precisadas más tarde en el Tratado de Tordesillas (1494), por la presión del rey de Portugal. Incluso en casos donde el imperio universal vendría a afirmarse, más tarde, en su dimensión histórica, como en António Vieira, los preceptos de la ética y la justicia, que fundamentaban la dignidad natural de todos los hombres y de todos los pueblos, tendrían que ser respetados, so pena de restitución de los bienes expoliados. En todos los casos, la paz de la que el Imperio sería expresión tenía que estar radicada en la justicia. En caso contrario, sería justa la guerra que fuese declarada.

En la misma línea, a la que también se refiere Calafate, estaba en discusión la cuestión de la esclavitud, tanto en América como en África y en Oriente. Esta encontraba en el derecho de guerra el principal título de legitimidad, mostrándose sobre todo Fernão Rebelo, a semejanza de su maestro Luis de Molina,5 contrario a la legitimidad del comercio de esclavos entre África y América; lo mismo puede decirse sobre el comercio de esclavos realizado por los portugueses, por no encuadrarse, en la mayoría de los casos, en la expresión de «guerra justa», ni en ninguno de los otros títulos que legitimaban la esclavitud en Japón y China.6

Hay que añadir que, tanto para Luis de Molina como para Fernão Rebelo, todos los hombres fueron creados libres por Dios, pero esa libertad podría perderse en caso de aplicación del derecho de guerra, por la condena por delitos de derecho interno, la venta voluntaria de la libertad en una situación de extrema necesidad.7

En suma, para estos autores, como bien apunta Calafate, no se trata de un clamor abolicionista, impensable en la época, sino de una preocupación por denunciar las graves injusticias infringidas en el comercio de esclavos entre África y las Américas, censurando los intereses mezquinos de un comercio injusto. Denuncia que, en Fernão Rebelo, se ve reforzada con la negación de que el provecho de la salvación justificaba la esclavitud, por no ser aceptable practicar el mal para procurar el bien; que las guerras entre los africanos, que en principio legitimaban la compra de esclavos por comerciantes portugueses, no eran justas, sino meros latrocinios, y que por eso, entre los negros, las leyes de la guerra estaban lejos de ser respetadas; que la Corona y sus ministros eran legal y moralmente responsables de la libertad de esos hombres, impidiendo que fuesen sometidos a una esclavitud injusta y brutalmente transportados a América en condiciones de extrema inhumanidad, donde la mayor parte perecía; que, en caso de guerra justa, tanto los infieles podían ser esclavos de los cristianos como los cristianos de los infieles, porque el derecho de gentes era válido para todos los pueblos en condiciones de igualdad.8

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