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90% REAL

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Error. Realidad a un 90%.

Parpadeo, pero el mensaje todavía está flotando contra el techo y tardará algunos minutos en desaparecer, sobre todo si tengo un problema con mi telón sensorial. Pero, ¿solo 90%? Chale. He esperado un reality glitch durante meses y cuando pasa, solo tengo un 10% de error. Qué decepción.

Podría pasar el día en casa, segura y sin ponerme en riesgo, o reiniciar, pero esa opción es un poco peligrosa. En el curso de iniciación nos dijeron que uno puede perder cachos de recuerdos y no quiero desperdiciar mi primer error desde que Carlos se fue. Cada vez pasan menos seguido y estoy esperando uno desde hace tiempo.

Carlos y yo teníamos un plan para la próxima vez que alguno de los dos tuviera un día roto. Habíamos acordado que faltaríamos al trabajo y nos iríamos a recorrer el Centro para comparar percepciones. Caminaríamos del Zócalo hasta Bellas Artes y dependiendo de qué encontráramos, iríamos hasta el mercado de San Juan. Podría quedarme en casa como se aconseja en estos casos, pero ¿por qué abandonar mis planes solo porque él ya no está? Iré hasta el Centro, a pasear por las calles adoquinadas entre los edificios coloniales convertidos en tiendas de ropa y cafeterías. Esta es una oportunidad para recuperar esos lugares en la ciudad que me encantan aunque los conocimos juntos. Los reconoceré y los haré míos de nuevo.

Parpadeo hasta que las letras desaparecen y salgo de la cama. En la cocina encuentro a Dálmata, ronroneando tranquilo en su lugar de siempre, el rincón en el que pega el sol a las nueve de la mañana. Él no puede saber que para mí en vez de ser un gato pinto, ahora es verde eléctrico. Se desenrosca cuando me oye entrar y luego se detiene confundido. Me mira fijamente. Sabe que algo está mal, pero no entiende por qué no lo acaricio. Maúlla. Le abro una lata de atún para disculparme. Enciendo la cafetera. Suelta un pitido agudo que se me mete hasta lo más profundo del cerebro e incluso siento escalofríos mentales cuando el telón sensorial se estremece. El sonido es normal. Los escalofríos no lo son.

Dálmata termina de comer y se acerca a mí. Se restriega contra mis tobillos antes de soltar un pequeño maullido y transformarse en una serpiente. Suelta un siseo, se arrastra hasta volver al rincón soleado donde se enrosca verde y reptil. ¿Habrá sentido el cambio de naturaleza? ¿Tendrá ahora dudas existenciales sobre quién es realmente, como si puede seguir siendo quien es a pesar de la transformación? Bosteza antes de acurrucarse.

Bebo un sorbo del café. Necesita más leche. Me gustaría que el sabor a quemado fuera un error, pero es una incómoda y diaria realidad. La cafetera está a punto de morir y no sé cómo arreglarla. Desde hace días que tiene este zumbido terrible, parece que sufre, es un lamento moribundo, estoy segura. No es la primera vez que pasa, pero antes Carlos se ocupaba de esas cosas, de la agonía de mi cafetera o del lavatrastes que a veces decide que no puede funcionar más y empapa el suelo de la cocina.

Viviendo con Carlos me acostumbré a beber una taza de café al despertar. Sin azúcar, sin leche, porque eso es para personas que no saben nada de café. Era su costumbre y la adopté porque me pareció siempre muy adulto eso de despertarse, hacer café y sentarse a hablar mientras se revisa el estado del mundo en la red. Muy adulto, muy civilizado, muy irreal. Al final no significaba ni madres.

Le echo otra cucharada de azúcar a la taza y me bebo lo que queda.

Llamo a mi supervisor para avisar que no puedo ir a trabajar. Mientras hablo, acaricio a Dálmata, sus escamas verdes son suaves, como si estuvieran cubiertas de pelo. Es una sensación extraña, pero no desagradable. Mi supervisor me dice que me quede en casa y espere a que el telón se repare. Pero uno no puede desaprovechar los errores de realidad. No importa que sea un error tan pequeño, todavía puede pasar algo inesperado y tengo algunas horas antes de que se arregle. No me voy a perder pasear, recorrer la ciudad, ver qué me encuentro.

* * *

Salgo del departamento. Afuera el sol brilla amarillo, el cielo es del azul clarito típico del otoño en la Ciudad de México y el edificio todavía es de ladrillo naranja, como el resto de la unidad. Ningún otro cambio de color, entonces. A mi mejor amiga le pasó una vez con un sync del 70% que todos los colores se le revolvieron. Tuvo cambios inesperados, llegó a verlo todo en sepia, en blanco y negro, en negativo. Terminó por reiniciar y luego sus sensores de color estuvieron inestables por meses hasta que las secuelas desaparecieron.

Al cruzar el estacionamiento, me sorprende ver el Focus amarillo de Carlos estacionado entre los demás y me detengo frente a él. Carlos vendió el coche cuando nos mudamos juntos, pero recuerdo verlo por la ventana, estacionado afuera de mi edificio cuando me recogía después del trabajo, o ese viaje a Michoacán en el que nos perdimos y terminamos pasando la noche detrás de la casa de una señora sin saber que la playa estaba a pocos metros. Los recuerdos me duelen en el estómago sobre todo porque se sienten lejanos, como si le pertenecieran a alguien más.

En la reja me encuentro con el poli comiendo una torta de tamal. Por impulso busco la ventana de datos junto a su cabeza y no verla me despista. Termino mirándolo a los ojos porque no sé a dónde más ver. No tengo cómo saber su nombre, su edad, cuánto tiempo lleva de su turno o cualquier otra parte de su información pública. Un efecto secundario molesto, pero no desalentador.

–Uy, ¿un día roto, güerita? –dice entre mordidas echando una ojeada al monitor frente a él, donde puedo ver mi fotografía. La salsa verde huele fuerte, como si la tuviera debajo de la nariz o directamente metida en la cabeza.

Le sonrío con pena, se me había olvidado que sí transmito telemétrica y todos pueden ver el error.

–Sí, poli. Pero es pequeñito.

–Pues tenga cuidado. A mí esas cosas no me gustan, pero mi nieta sí está conectada. Yo le dije que tuviera cuidado, que no se anduviera con tonterías, pero hace algunas semanas tuvo que reiniciar y fue un desastre. Ya sabe usted cómo es la burocracia.

–Sí, poli. Oiga, una pregunta. El Focus amarillo, ¿de quién es?

–¿Qué Focus, güerita?

Me vuelvo. El coche ya no está. Los glitch de memoria son errores poco comunes, pero con mi actual estado emocional no me extraña que aparezcan. No estoy segura de si la posibilidad de que otros remanentes de mis recuerdos se presenten me da miedo o emoción.

En el trayecto hasta Tlalpan compro un vaso de mango con chile. No tengo alteraciones de sabor. El mango sabe al mango picosito de siempre. Los cruces de sabor son lo peor. No hay nada más desagradable que probar un mango y que sepa a bistec o a chilaquiles o a plátanos con crema.

La avenida está llenísima, pero eso es normal a las diez de la mañana. No quiero tomar un micro porque el día está bonito y la calle se ve diferente, como si la cubriera un velo o estuviera pintada de otro color, algo que es casi familiar. Cuando subo al puente peatonal me detengo a la mitad y desde la altura veo a los peseros pasar lentamente. Alguien baja la ventana y lanza un vaso hacia la calle. Hace una curva perfecta antes de golpear el suelo y desparramar su contenido. Me fijo porque se mantiene suspendido en el aire por unos segundos y después cae en cámara lenta. Eso es el velo que percibía. La ciudad está sucia. En cuanto me doy cuenta ya no puedo dejar de verlo. Hay basura en las coladeras, acumulada contra las pare des: vasos, papeles, pósteres políticos viejos y nuevos, restos de comida a media descomposición. Con mis filtros caídos, la ciudad pulcra a la que estoy acostumbrada desapareció y me encuentro mirando el esmog por primera vez en años. No lo había extrañado ni tantito.

Me subo al tren ligero en Estadio Azteca. El vagón va algo lleno y mejor me quedo cerca de una de las ventanas para ver los nuevos grafitis que el telón siempre me ocultaba. Cerca de División del Norte pasamos por uno que parece un mosaico, todas las piezas de colores distintos forman la imagen de un ajolote, sus branquias rosas se levantan como peinado punk y sonríe con una cara infantil. Hace unos años un grupo de conservación lo tomó como símbolo. Está tan bonito que voy a cambiar la configuración de mis filtros para poder verlo cuando el telón vuelva a funcionar.

Estos días no uso mucho el tren ligero. Lo usaba más antes porque Carlos y yo íbamos todos los fines de semana de paseo al Centro en busca de nuevos restaurantes, nuevas calles dedi cadas a vestidos de novia o papel o electrodomésticos de décadas pasadas o zapatos de cuero. Pero he evitado ir desde que se fue. Cuando era niña acompañaba a mi madre a comprar los útiles escolares en las papelerías y ya adolescente con mis amigas cuando aún no teníamos identificación íbamos a los bares a reventar y, aunque teníamos que hacer cola, siempre nos dejaban entrar. El Centro me pertenecía y lo quiero de vuelta. Pero encontrarme con los remanentes de Carlos me hace dudar. ¿Debería regresar a casa? El tren ligero se detiene.

Cuando las puertas se abren, me quedo donde estoy. Su ausencia o presencia no me detendrán.

* * *

Me bajo en Taxqueña y al pasar los torniquetes, el mío se siente pegajoso. No pegajoso normal, como si alguien lo hubiera embarrado de dulce, sino pegajoso como si fuera un caracol que expulsa baba. Quiero regresarme a tocarlo, pero la gente cambiando de transporte me empuja pasillo abajo. Me miro la falda a ver si quedó alguna mancha de baba de torniquete, pero no hay ningún rastro. Dejo que la gente me arrastre de una salida a otra. Metro Taxqueña es la misma cosa de siempre: las mismas colas para ponerle dinero a las tarjetas, los torniquetes de metal no babosos, las escaleras pandeadas y con brillo de tantas pisadas. Me detengo. Sí, hay un brillo especial, como si todas las baldosas estuvieran iluminadas por debajo y las hubieran pulido tanto que desenterraron unas luces. Camino despacio con la mirada fija en el piso, pero no logro entender si está recién pulido o es cosa mía.

El metro llega justo cuando voy bajando la escalera. Me apuro para subirme, pero la puerta se cierra en mi cara. Me hu biera gustado que se transformara en el gusano naranja que llenaba mis pesadillas de niña, pero eso probablemente pasa con un error del 50%. Con eso pueden suceder cosas mara villosas o terribles, es una apuesta. Puedes llegar a volar, ganarte la lotería, encontrar una puerta hacia un universo paralelo, pero chance te devora un perro gigante o te capturan extraterrestres que solo hablan francés.

Estoy esperando apoyada en la pared cuando se me tapan los oídos. Es como subirse a un avión, pero sin el dolor. Abro y cierro la boca para ver si se destapan cuando el estruendo del siguiente metro me golpea. Puedo sentir las ondas de sonido en la piel, como si me cubriera una tela muy gruesa, hecha de fibras de vidrio. Las fibras se me pegan a los brazos y se sienten duras y frías de tan brillantes. No estoy segura de cómo explicarlo. Más que un sonido o una sensación es una ola que me envuelve y entonces el metro se detiene, abre sus puertas, mis oídos se destapan y los hilos de vidrio se escurren y me sueltan.

Me detengo en la entrada hasta que un vendedor de mú sica me empuja justo antes de que las puertas se cierren. Lleva una bocina pegada al estómago, o más bien fusionada, pero no sé si es un error mío o solo nuevas actualizaciones corporales. El interior del metro de un color entre crema y verde tiene una atmósfera pesada, casi húmeda, como si fueran las seis de la tarde en un día de primavera caliente con el metro a reventar. Es la primera vez en mi vida que agradezco esa suavidad a mi alrededor.

Paso con dificultad entre la gente hacia el primer vagón que desde hace décadas es el “de mujeres” y me cruzo con un chavo en dirección contraria. De paso, casi por costumbre, intercambiamos una mirada. Por un momento creo que es la ausencia de la ventana lo que me sorprende, pero muy tarde entiendo que me recuerda a Carlos. Me giro buscándolo. El metro está llegando a Ermita y el muchacho espera junto a la puerta. Comienzo a empujar a la gente tratando de pasar, para alcanzarlo, pero hay demasiadas personas. Estoy apachurrada entre un hombre cargado de bolsas de compra y una mujer que se está maquillando cuando el metro se detiene. Carlos sale a empujones, amontonado entre la gente que baja y sube. Apenas veo su perfil, pero lo que me llena los ojos de lágrimas es el saco verde de pana. Ese saco que estaba siempre sobre el sillón porque Carlos se lo quitaba nada más llegar a casa y lo tiraba allí aunque sabía que me molestaba verlo fuera de lugar. Era su saco favorito, que se había comprado en Japón y que estaba ya tan gastado que en los codos las líneas de pana habían desaparecido.

Cuando logra bajarse, desaparece entre la gente en el andén. Me fijo en el ícono de la estación, la iglesia con fondo dorado y azul. Esta era la estación donde nos encontrábamos cuando yo todavía vivía en Mixcoac. Muchas veces me bajaba del metro para encontrarlo ya en el andén, leyendo un libro y esperándome. Cerca de aquí también están las oficinas donde tomamos el curso de iniciación, cuando la tecnología de ampliación de la realidad no había llegado a México pero ya existía en Asia. Creo que ese curso ya no es obligatorio, ahora solo firmas un contrato de servicios.

Estábamos en el último año de la carrera cuando acompañé a Carlos. Entonces solo éramos amigos. Él siempre fue un clavado de todo lo que tenía que ver con la tecnología. Se le metió la idea del curso porque desde hacía meses corrían rumores en foros de internet sobre los avances que Japón había hecho en los dispositivos cerebrales de sincronización. Según ellos la tecnología estaba a pocos años de salir al mercado.

–Estamos lanzando datos al mundo sin obtener ningún beneficio –me dijo un día que estábamos sentados en las Islas cerca de la Biblioteca Central comiendo papas de carrito con salsa–. Google ya sabe todo, dónde estamos, qué nos gusta hacer, cómo se ve el espacio alrededor nuestro, sabe lo que comemos, qué desayunamos. Si tienes tu realidad ampliada, el telón puede darte recomendaciones en tiempo real, hacer copias de seguridad, puedes personalizar lo que ves. Eso es el futuro.

Me chupé los dedos, pero mis uñas seguían rojas. ¿Cambiarían esas cosas? ¿Podríamos tener una versión de la realidad más limpia? ¿Podría nunca volver a tener las uñas rojas después de comer salsa? ¿Querríamos?

Fuimos al curso y después, tal vez por eso, Carlos se ganó un lugar como beta tester en un concurso. Agarró sus cosas y se fue a Tokio a probar las últimas actualizaciones. Al principio me escribía de vez en cuando, pero después de un tiempo dejó de hacerlo. Yo estaba ocupada con la tesis y consiguiendo un trabajo para salirme de casa de mis papás. No volvimos a vernos hasta cuatro años después, cuando él volvió a México. Ya no era un conejillo de Indias para la compañía, sino un empleado de alto rango a cargo de la instalación latinoamericana.

Nos encontramos en la casa de unos amigos en común; unos días después descubrimos en un bar de la Condesa que todavía nos reíamos de los mismos chistes; a la semana en Coyoacán nos acordamos por horas de los años en la universidad mientras nos tomábamos un café, y poco a poco dejamos de hablar del pasado para hablar del presente y pensar en el futuro. Comenzamos a salir. Me hice la operación sensorial. Nos mudamos juntos. Mis novelas se mezclaron con sus manuales de uso, encontramos un equilibrio y aprendí a reírme cuando, en días lluviosos, abría la puerta del balcón y se paraba bajo la lluvia sin paraguas y me describía cómo sentía las gotas de forma distinta con los filtros de prueba. De vez en cuando probaba filtros carísimos de baja duración que aún no habían salido al mercado. Una vez me dijo que podía distinguir la silueta de los volcanes como si brillaran entre las nubes oscuras. Siempre decía que el telón nos había quitado el peso de todas las preguntas epistemológicas, recordándome esa clase de filosofía donde nos habíamos conocido. ¿Qué es la realidad? ¿Dónde está? ¿Es la realidad personal? Todas tenían respuesta ahora.

Pero hace cuatro meses todo se detuvo y él se fue de nuevo. Me confesó sus planes la última vez que estuvi mos en el Centro. Como en otros paseos habíamos tomado turnos para decidir qué hacer y estábamos descansan do antes de volver a casa. O eso pensaba yo. Él llevaba todo el día tomando valor para decirme que había aceptado regresar a Japón. No sabía cuándo volvería. Mi confusión y enfado lo sorprendieron.

–Esto no funciona desde hace meses –me dijo.

¿En serio? Los dos trabajábamos muchas horas, él siempre se quejaba de lo poco que nos veíamos y hace tiempo que sentía que estábamos en una rutina, que esta ba estancado en México, que quería volver a Asia. La explicación cambiaba, pero no la conclusión. Yo no había sen tido nada de eso, pensaba que estábamos bien, que así se sentía compartir la vida. Esa noche hizo dos maletas y se fue. Después me asaltaron nuevas preguntas filosóficas. ¿Habíamos vivido la misma relación? ¿Había sido real o solo mi percepción personal? ¿Cuánto había filtrado sus molestias, su insatisfacción? ¿Por qué no hubo un aviso para saber cuándo nuestras versiones de la realidad eran ya tan diferentes que se habían vuelto incompatibles?

* * *

Esos días de hablar con él me parecen muy lejanos mientras, por la ventana del metro, veo pasar la Calzada de Tlalpan, la ciudad gris y sucia que ya había olvidado. Toda mi vida con él me parece muy lejana entre los sonidos de electromariachi, gringocumbia y rock en español, de vendedores de plumones, de lámparas y chicles, de conversaciones inalámbricas, entre los anuncios de las ventanas del metro que aparecen, desaparecen con estática. Vuelvo a empujar entre la gente hacia el vagón de mujeres que está un poco más vacío. Carlos ya no está y esta es ahora mi ciudad, mi glitch. No puedo seguir persiguiendo una ilusión. Necesito concentrarme. En los últimos meses he hecho un esfuerzo para reconstruir mi rutina, colocar nuevos filtros, hacer pequeños cambios, redescubrir mi lado de la cama, cómo guardar mi ropa, a qué horas comer. El cuerpo me pide tomar café, pero está bien, porque ahora le pongo leche y azúcar sin que nadie me critique. Unas por otras.

Después de San Antonio Abad, cuando el metro se hunde en la tierra y entra al túnel, siento que mis calcetines están mojados, como si el vagón hubiera comenzado a llenarse de agua, nos estuviéramos hundiendo, el lago de Texcoco estuviera reconquistando las profundidades y hubiera comenzado a colarse en el vagón, pero al mirar alrededor, no veo nada de agua. La humedad de primavera desapareció hace varias estaciones, pero los calcetines mojados me acompañan cuando me bajo en el Zócalo y salgo de la estación.

Me recibe un clima totalmente distinto, como si la hora de viaje me hubiera llevado a otro mundo donde el cielo lleva encapotado todo el día y sopla un viento helado. Parece que va a llover. Pero los cambios meteorológicos no tienen nada de raro en la Ciudad de México y menos ahora con el cambio climático.

Para ir a mi heladería favorita en Gante, tomo 5 de Mayo. La última vez que el gobierno hizo una obra en el Centro extendió las zonas peatonales entre las siete cuadras que van del Zócalo a Bellas Artes. De eso hace unos veinte años. Pero por lo demás la avenida no ha cambiado con respecto a las fotografías del siglo pasado, aquí siguen sus edificios coloniales de piedra negra con sus hileras de balcones y ventanas francesas. A pesar de que son viejos, ruidosos y fríos, son algunos de los departamentos más caros de la ciudad.

Camino dos cuadras mirando las fachadas, buscando qué comercios han cambiado, cuáles han desaparecido. La calle está casi vacía, una pareja camina de la mano, unos adolescentes vestidos de negro aplauden y gritan mientras intercambian unos lentes de inmersión, el organillero al fondo está tocando, pero no puedo oír la música. Estoy caminando hacia él cuando me siento rodeada de gente, asfixiada entre cuerpos y cuerpos. Camino más rápido para tratar de escapar de la sensación residual. Tal vez es un momento del 15 de septiembre o de una marcha o de un concierto guardado en la memoria colectiva.

La sensación disminuye poco a poco. Me detengo en la siguiente esquina y observo las tres botargas que caminan hacia mí. Encabeza la escena un Mario Bros borracho que se tam balea, detrás de él un Mickey Mouse brinda con Cri­Cri. Nunca me han gustado las botargas. A Carlos le daba risa mi aversión. Le expliqué muchas veces que me parecen desagradables porque no puedo evitar pensar que esos peluches gigantes tienen vida propia y que las personas adentro ya se murieron de calor y la piel pachoncita absorbió los cadáveres.

Estoy por llegar a Gante cuando me los encuentro de nuevo. Salen de una bocacalle. El Mario está más borracho, se apoya en Cri­Cri para caminar mientras Mickey los sigue llevando una caguama. Miro sobre mi hombro para buscar a los que vi antes, pero la calle está vacía. ¿Es un error, una repetición, una imagen en loop o es real? Uno de los problemas de tener un error de trasferencia en la Ciudad de México es que nunca puedes estar segura. Una amiga me dijo una vez que en otros lugares es más fácil distinguir las alteraciones, pero aquí, rodeados de cruces lógicos y pequeños sinsentidos típicos a causa de recortes en el presupuesto (real o virtual), es difícil estar segura.

Estoy por cruzar la calle cuando los veo de nuevo del otro lado. Me detengo. Carlos está con ellos. Es fácil distinguirlo porque este glitch es casi el calco de un recuerdo. Mario toma a Mickey del brazo y comienza a dar vueltas hasta que el ratón cae al suelo, pero esto no interrumpe la conversación de Cri­Cri y Carlos. Un claxonazo y un grito de “¡Quítate de en medio!” me regresan a la realidad. Salto hacia atrás para quitarme del paso. El conductor me grita por la ventana. ¿En serio me detuve a la mitad de la calle sin más? Por esto es que es poco aconsejable salir cuando se tiene un error.

Me apoyo contra la pared, tratando de calmarme, pero no puedo dejar ir el recuerdo. Todavía están allí, Carlos y Cri­Cri, tan cerca. Es una imagen idéntica a otra, de hace muchos años, cuando Carlos, cansado de mi desagrado, me apostó que podía pasar diez minutos hablando con la siguiente botarga que viéramos para comprobarme que todo estaba bien. En República de Venezuela nos encontramos con un Cri­Cri y Carlos se detuvo a hablarle. Seguí de largo incapaz de detener la risa y los observé desde la esquina, roja de vergüenza. No sé qué esperaba comprobarme, mis sentimientos no se modificaron a pesar de que imitó la conversación entera, pero él era así, siempre intentaba que cambiara de opinión. Creía que podía ser menos supersticiosa, más práctica y eso me hacía sentir que tenía potencial, que él creía en mí. Ahora ya no estoy tan segura. Voy a gritar su nombre cuando un viento helado barre la calle trayendo consigo las primeras gotas de lluvia. Las botargas se dispersan como hojas y no puedo ver a Carlos entre ellas. De repente ya no estoy segura de lo que iba a decir.

* * *

Puedo ver la puerta de la heladería cuando se suelta el aguacero. Al caer las primeras gotas, se alza un olor dulzón por toda la calle. En vez de correr a refugiarme, saco la lengua para probar. No es la mejor idea, con la lluvia ácida el sabor sí es dulce, pero rancio, como un dulce demasiado dulce y demasiado viejo. Se me revuelve el estómago.

Al entrar a la heladería, me quito la chamarra y me acomodo el cabello. Está pegajoso y me da más asco. Pero para cuando me siento en la mesa a comer un helado de higo con mezcal, está seco y se siente normal. Podría ser una corrección normal o un nuevo fallo, lo que sea, lo agradezco.

La mesa da a la ventana y puedo ver a la gente huyendo de la lluvia. Carlos me trajo a esta heladería cuando recién abrió. Sus sabores de helado tenían nombres como Beso de Novia, Lágrimas de Tláloc y Pétalos de Jacaranda y eran tantos que me empeñé en pasar cada vez que veníamos al Centro a probar uno distinto. Elijo uno de higo con mezcal que se llama Una Bola Y Nos Vamos porque no lo había probado, porque puedo continuar con algunos de mis rituales, sobre todo si Carlos siempre pensó que eran infantiles. Decía que solo una niña se emocionaría tanto por probar un nuevo sabor de helado y por eso siempre ordenaba lo mismo. Le gustaba el helado de vainilla, pero de vainilla en serio, mexicana de verdad, decía como si no fuera la opción más aburrida. Mírale los puntitos negros, así sabes que es de buena calidad, que sí viene de un tlilxochitl, por eso es tan bueno. Decía lo mismo todas las veces antes de pa gar, aunque nadie le ponía atención. ¿Por qué me parecía fascinante? ¿Por qué no podía dejar de escucharlo, de seguir sus consejos?

Tal vez era que Carlos sabía lo que quería perfec tamente: cómo debía ser su realidad, cuál era el trabajo de sus sueños, cómo le gustaba tomar café, qué sabor de helado quería y por qué. Lo más importante era eso, las razones firmes, que incluso podía verbalizar. Se movía por la vida con tanta seguridad que me la contagiaba, me hacía creer que yo también sabía exactamente qué quería: un telón sensorial, una vida con él, beber café por la mañana. Y tengo que admitir que de todo lo que me presentó, solo me arrepiento de adquirir una necesidad mañanera por café.

Miro hacia el mostrador y allí está Carlos, conjurado por mis recuerdos, echándole un choro sobre la vainilla a la dependienta, pero solo dura un momento, parpadeo y ya no está. Me queda solo el rumor de su voz y a pesar de que ahora me parece pedante, el eco me entristece. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué creí que podía quitármelo de la cabeza con solo dar un paseo cuando he sido incapaz de dejar de pensar en él? Se fue. No va a volver. Superarlo no debería ser así de difícil, no debería doler tanto.

Era obvio que después de cuatro años y medio de convivencia quedarían residuos de él, pero nunca esperé encontrar tantas maneras de extrañarlo. No necesito errores para que mi mente conjure su voz o sus pisadas por el cuarto. A veces es sábado por la tarde y le hablo en voz alta esperando una respuesta y el departamento se llena de un silencio tan pesado que me ahoga. Estos primeros meses extrañé platicarle mi día al llegar, pasear los domingos por la ciudad, pelear con él por el lavatrastes que nunca arreglaba bien, darme la vuelta por la noche y encontrarlo allí. Sobre todo, extraño la certeza que sentía a su alrededor, creernos cercanos, pensar que lo conocía, que lo entendía.

Hace dos meses, en una tarde lluviosa, tomé uno de los filtros de prueba que se le habían olvidado e instalé el programa de corta duración en mi telón. Me senté en el balcón bajo la lluvia para sentir lo que él me había descrito tantas veces. Busqué los volcanes en el horizonte, pero aunque estuve allí hasta que el filtro se disolvió, no fui capaz de verlos.

* * *

Voy a la mitad del helado cuando deja de llover y salgo para comerlo rumbo a Bellas Artes. Al cruzar la puerta, el sabor del helado cambia. Tomo una cucharada. Un segundo saboreo el higo y al siguiente sabe a sopa de verduras. Caliente y con gusto a pollo. Me detiene en seco. Tomo otra cucharada solo para asegurarme. Sí, caldo de pollo con verduras. Qué asco. Busco un basurero pero no hay ninguno en toda la calle. Finalmente entro en una taquería para deshacerme del vasito.

Al llegar a Eje Central me detengo. Bellas Artes está intacta, nada de luces, nada de colores. No sé cuánto más durará el error. Casi siempre se arreglan en un par de horas. En cualquier momento podría volver a la normalidad y entonces estaré en el Zócalo sin nada más que hacer. Puedo volver a casa y acurrucarme con Dálmata, que ya será de nuevo un gato, y ver películas hasta que sea hora de dormir.

El semáforo cambia y cruzo la calle. Antes de llegar al otro lado un coletazo pasa debajo de mis pies. La calle se remueve, como si una serpiente hubiera pasado, y se queda vibrando. Lanzo un grito y me detengo, pero nadie más parece haberlo sentido. Cuando me tambaleo por la vibración restante una mujer me toma del codo y me detiene. No me pregunta si estoy bien, debe de ver mi error en el estado de mi perfil. Me ayuda a cruzar la calle y me dice que tenga cuidado. Todavía tengo vibraciones en el estómago y mejor me siento en una de las jardineras a mirar el palacio.

La plaza está tranquila, como suele estar después de la lluvia y antes de la comida, cuando los niños no han salido de la escuela. La mayoría de los que están por Bellas Artes a estas horas son turistas. Miro la Alameda. Al final del siglo XIX la sociedad mexicana daba paseos bajo esos árboles, para presumir sus vestidos y trajes de domingo. En la última remodelación construyeron nuevas fuentes, cambiaron el piso y pusieron más bancas. Pero eso fue hace tiempo y ahora sin el telón puedo ver las baldosas agrietadas, las personas dormitando y los ambulantes que llenan el parque. La banca donde Carlos y yo tuvimos nuestra última conversación está allí, en el fondo.

Me levanto. Sé lo que tengo que hacer. Todo esto solo ha sido una excusa para regresar al lugar donde nos despedimos.

Me detengo al otro lado de la fuente porque en la banca está sentado un hombre joven. A pesar de que lo he visto de lejos durante todo el día, me toma un momento reconocer el cabello negro y chino, los anteojos de pasta, la barba descuidada de varios días, el cuerpo delgado y largo que hasta hace meses conocía de memoria. Lo miro un momento a través de la fuente. Se ve distinto a la noche en que empacó su maleta y se fue. Lleva el cabello largo como cuando volvió de Japón, cuando comenzamos a salir. Está leyendo, unos mechones le tapan los ojos. No hay rastro de las canas que habían comenzado a salirle a principios de año.

Lo observo con cuidado, sin saber si debo hablarle. Levanta la cara y sonríe al verme. Me saluda y guarda el libro en su mochila. Me está esperando. Aunque sé que no es Carlos, solo otro fallo del sistema, otro recuerdo residual, mi corazón late más fuerte. Me acerco lentamente y cuando se levanta para abrazarme doy un paso atrás.

–¿Todo bien? –me pregunta.

Quiero decirle que no, que nada está bien desde hace cuatro meses que se fue sin promesas, sin vuelo de regreso, que todavía me levanto en las mañanas y lo primero que hago muy a mi pesar es buscarlo, que estoy aquí en una peregrinación para borrarlo, que cómo se atreve a aparecerse, a sonreírme, a saludarme, a mirarme.

Esa noche en cuanto cerró la puerta, lo bloqueé, coloqué un filtro para no poder acceder a su perfil o él al mío. No iba a permitirme ni un segundo de espiarlo, de grabarle mensajes larguísimos o comerme la cabeza con cada nueva actualización que hiciera. Hice limpia de todo lo que olvidó, no guardé ni siquiera su suéter del que me había adueñado para leer cuando hacía mucho frío. Se había ido al otro lado del mundo y yo no iba a dejarlo entrar de nuevo

Respiro hondo. Pero aquí estamos. Este Carlos todavía me quiere, no está cansado de nuestro día a día, no ha elegido irse y ahora me mira dolido porque no quiero abrazarlo.

–Estoy teniendo un día raro –le digo. Es un momen to de flaqueza, de querer creerme la ilusión. Solo un mo mento. Esto es lo que más he extrañado: quedar de vernos, saber que me espera y que al encontrarnos, me mire como si fuera la única persona en todo el parque, en toda la ciudad.

–Igual necesitas un café. ¿Vamos a Regina y hablamos?

–No. Solo quiero sentarme un segundo.

Se sienta de nuevo y me hace un hueco. Levanta el brazo para que me acomode a su lado. Cierro los ojos, aspiro su olor, recuerdo la familiaridad de su presencia, mi cuerpo lo reconoce, pero su brazo se siente pesado sobre mis hombros y su olor penetrante. Solía llenar todo mi mundo y a pesar del hueco que dejó, de alguna forma ya no encaja.

En los últimos meses le he dirigido monólogos tristes, enfadados, desesperados mientras manejo o me baño o como sola, pero ahora que podría decirle lo que quisiera, solo puedo pensar en una cosa. Es una mentira, pero necesito escucharme decírsela en voz alta, para creer que un día será verdad.

–Me has hecho mucha falta, pero estoy bien. Estaré bien. No quiero que vuelvas.

No responde. Su olor desaparece. Observo el lugar donde estaba. En la esquina de mi mirada hay una ventana que parpadea en rojo. Cuando ordeno que se abra, aparece el mensaje: Perdone las molestias. Realidad al 100%.

Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio

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