Читать книгу La performatividad de las imágenes - Andrea Soto Calderón - Страница 9
ОглавлениеContra el espectáculo
Probablemente la crítica más aguda realizada en los últimos años a la creciente espectacularización de la vida sea, después de Theodor Adorno, la que hace Guy Debord en La sociedad del espectáculo, donde analiza diversos aspectos de los cambios estructurales que se han producido bajo la dominación de las condiciones actuales de producción.
La tesis que sostiene es que la vida se ha convertido en espectáculo, donde espectáculo quiere decir una inversión concreta de la vida, en la que los seres humanos somos espectadores y partes de un movimiento del cual no tenemos agencia. A juicio de Debord, el espectáculo se muestra como si fuese la sociedad misma, pero no es más que el lugar de la mirada engañada y la falsa conciencia.
Debord, en la cuarta tesis de La sociedad del espectáculo, afirma que «el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes»2. Es una visión de mundo que se ha objetivado. Así, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Si la primera fase de dominación de la economía había implicado una evidente degradación del ser en el tener, la fase presente sería la de una ocupación total de la vida social que habría conducido a un deslizamiento generalizado del tener al parecer3. Se trata de la vida puesta por completo al servicio del capital, en donde ni siquiera el aumento del ocio puede considerarse como una liberación del trabajo, ni del mundo conformado por ese trabajo, sino como otra actividad perdida en la sumisión de su resultado:
Cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa4.
Debord insiste, desde diversas perspectivas, en que el consumo y circulación de las mercancías ocupa el lugar central que regula las condiciones de existencia, invadiendo la vida y expropiándola de vínculos. Como ya mostraba Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936), los trabajadores continúan repitiendo los mismos gestos al servicio de la máquina incluso después de salir de la fábrica. Para Debord, la orientación revolucionaria no puede sino contemplar una crítica a la totalidad de la sociedad, una crítica que no pacte con ninguna forma de poder, que se pronuncie sobre todos los aspectos de la vida social alienada y que aprenda que no puede combatir la alienación bajo formas alienadas. Para destruir efectivamente la sociedad del espectáculo son necesarios hombres que pongan en acción una fuerza práctica.
Sin lugar a dudas, el diagnóstico de Debord es certero, agudo e incluso parece más actual que cuando fue formulado décadas atrás. Sin embargo, como bien señala Jacques Rancière, en cierto sentido el diagnóstico de Debord no deja de perpetuar la visión platónica que opone la pasividad del espectáculo y la ilusión del parecer al ser. No cesa de ahondar en la distancia entre apariencia y realidad, aquella sentencia que más tarde radicalizara Giorgio Agamben al afirmar que en la sociedad espectacular se disuelve toda posibilidad de resistencia política, la sociedad espectacular «anula y vacía de contenido cualquier identidad real y sustituye al pueblo y a la voluntad general, por el público y su opinión»5. Se afirmaría así una lógica de dominio absolutizada, como si la política no se efectuara siempre en el orden de las apariencias.
Este modo de entender la crítica a la sociedad mediatizada por imágenes ha marcado al menos a cuatro generaciones. Sin duda es una referencia obligada para quien quiera explorar modos de subvertir la hegemonía cultural y visual en la que estamos inmersos. Y desde luego mi intención no es negar su diagnóstico, ni tampoco intentar negar la creciente deserotización de la que habla Franco Bifo Berardi o la tendencia generalizada de la industria cultural a estereotipar nuestros imaginarios, deseos y opiniones, como tampoco el sistemático proyecto de dislocación del mundo6. Negar la radicalización neoliberal de la cultura como mercancía sería, como mínimo, ceguera.
Sin embargo, discrepo respecto de quienes entienden que la crítica pasa por ahondar en la separación entre verdades y apariencias. Por supuesto es necesaria una diferenciación, pero no una separación, porque verdad y apariencia nunca están realmente separadas, sino que cohabitan, coexisten y se posibilitan recíprocamente. Los discursos contra las apariencias y los espectáculos no me parecen erróneos, sino que me resultan poco fértiles.
La crítica, si solo se queda en el juicio, en la denuncia, no es fecunda o, como mínimo, muestra sus límites para abordar nuestra situación histórica. La depreciación de las imágenes, desde Platón, no tiene que ver solamente con una desvalorización de la relación de los espectadores con las sombras que pasan ante ellos, sino también con un mecanismo de construcción de un mundo jerarquizado en que se le otorga un grado inferior, en relación al conocimiento, a la percepción sensible. Como sostiene Rancière, lo que hay de interesante en la imagen matricial de la caverna de Platón es que, en el fondo, el punto estructural de la caverna no tiene que ver propiamente con la forma o materia de las imágenes, sino con que los espectadores están encadenados, que los espectadores son declarados y construidos por Platón como personas que no pueden girar la cabeza, que no pueden moverse, que no pueden ver lo que hay detrás. Por tanto, en cierto modo, la imagen designa no una realidad visual, sino una posición de los que están enfrente, personas que no pueden moverse7.
El argumento que vendría a sostener Rancière es que el espectáculo no tiene tanto que ver con la suma y multiplicación de imágenes, y tampoco con las relaciones que establecen los encadenados a partir de esas imágenes, entre ellos o con la verdad, sino que el espectáculo, tal y como lo presenta Platón, es la organización del mundo de la impotencia. El espectáculo es un mundo en donde los sujetos se ven desposeídos de su potencia a la hora de actuar. Este pensamiento de la impotencia es el que no deja de perpetuarse en diversos teóricos y teóricas contemporáneas y es el que, a mi modo de ver, nos deja sin herramientas para poder orientarnos en nuestro presente.
Mi interés se centra en explorar cómo un trabajo de las imágenes, por las imágenes y entre las imágenes puede hacer mover un régimen dominante de visibilidad; cómo contestar esa realidad desde las imágenes. En ese sentido, el filme de Debord La sociedad del espectáculo (1973) constituye un campo mucho más fructífero para este propósito. Aun cuando Debord afirma categóricamente que «no se puede combatir la alienación bajo formas alienadas», su filme acoge esa contradicción y es un montaje de películas de Hollywood, de imágenes publicitarias, de afiches, de espectáculos. Rancière nos invita a reparar en un momento del filme: aquel en el que la voz en off sostiene que el espectáculo es el capital llegado hasta este punto de asimilación que se convierte en una imagen. Y en ese momento lo que vemos en el filme no es, como podríamos esperar, la mercancía, es una carga policial. Hay aquí un primer desplazamiento: Debord invierte la función de las imágenes para poner en escena un movimiento histórico de liberación. Segundo desplazamiento: introduce un fragmento de una película hollywoodense de Raoul Walsh donde representa al general Custer8, que más que una denuncia parece una invitación a habitar la potencia de esa imagen. Y así sucesivamente a lo largo del filme.
Por una parte, me parece interesante esta desinscripción que hace Rancière del lugar que se le ha otorgado a Debord en la tradición de la crítica; por otra, me parece absolutamente necesario un ejercicio que cuestione la praxis de la crítica bajo el imperativo de una demanda de pureza que insista en la separación entre imágenes y apariencias. Trabajar en la diferenciación, pero no en la separación, es crucial para adentrarnos en los pliegues en donde lo nuevo puede aparecer, así como también para objetar la creencia recurrente que los discursos de resistencia proclaman, según los cuales toda acción emancipadora tiene que pasar por la toma de la palabra, cuando los procesos de transformación no son solo una cuestión de la articulación de un discurso o de los modos en que se toma la palabra, sino de disposiciones de cuerpos; articulaciones entre lo pensable, lo decible, lo visible, lo audible.
Por ello es fundamental volver a pensar la puesta en forma de la apariencia y de la visibilidad, de la aparición y de la presencia, restaurar la capacidad de aparecer. Las apariencias, si son anudadas a sus contextos, tienen la capacidad de rearticular una posición, pero también de mantenerse de manera flotante, inaparente. Se trata de experimentar con superficies que no borren la porosidad de las apariencias, que no se sometan a la tiranía de la transparencia9 como si fuese algo a traspasar, sino que aprendan a soportar el peso de sus espectros.