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I

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En ese momento de mi juventud, el verbo «vivir» cambió de sentido. Iba a designar, a partir de entonces, el destino de aquellos que habían alcanzado el mar de las Chantar. Para cualquier otro modo de aparecer acá abajo, el verbo «existir» me parecería suficiente.

Comenzaba a alejarme de la orilla cuando un helicóptero rompió la somnolencia brumosa de la mañana. El único vuelo de la semana sobre la pequeña localidad de Tugur, ese rincón perdido del Extremo Oriente. Los pasajeros bajaron, cargados de maletas, bolsos, paquetes de tela… Un breve caos se armó entre los que venían de desembarcar y aquellos que, agrupados sobre la pista de aterrizaje, se preparaban para subir a la máquina. Una mujer contaba su salida al cine (¡un acontecimiento!), un hombre hacía entrar una cama plegable en su sidecar, una recién llegada, ligeramente vestida y tiritando, les pedía informaciones a los autóctonos…

Yo había decidido esperar a que todo el mundo se fuera para ponerme otra vez en marcha. Y fue entonces que noté a ese que llegaba.

Sentado al pie de un peñasco, verificaba el embalaje de sus esquís de cazador, muy cortos y anchos, amarrados con unas correas y recubiertos de kamús –la dura piel de la pata de los renos–. Allí la nieve podía sorprender al viajero incluso en verano. Viajero… Yo comenzaba a adivinar que aquél no se quedaría en el pueblo ni seguiría el vuelo. Su destino estaba en otra parte.

Esa idea me unió a él como si se tratase de un secreto compartido. Veíamos el mismo paisaje color ceniza de los montes, el sol en los fragmentos de conchas y, bajo un montón de algas, ese pedazo de hielo que desafiaba la tibieza del mes de julio… Me sentí cercano de aquel desconocido. Su misterio, sin embargo, persistía; una identidad más compleja que la de un simple cazador de la taiga.

El helicóptero rugió, levantó una nube de agujas de pino, y se alejó por los aires hasta convertirse rápidamente en un punto sobre el mar.

El hombre se levantó, cargó su fardo en la espalda, dio unos pasos para recuperar el equilibrio. No se percató de que yo lo acechaba, en el contrarrelieve de una duna…

Desviándose de la banda costera, tan útil en las tierras sin caminos, se adentró en el bosque buscando inmediatamente pasar desapercibido. Me puse a seguir el rastro de sus pasos –el crujido de una rama, un tallo aplastado–. Dejaba pocas huellas.

Mi llegada a Tugur, una semana antes, parecía confirmar el juicio que los «sovietólogos» tenían en la época sobre Rusia y su comunismo envejecido, el que coincidió con nuestra juventud.

Terminando el año escolar, nuestra clase fue dividida en dos y el anuncio cayó: el primer grupo recibiría una formación de operadores de grúa; el segundo, de geodestas… Con sólo catorce años, ya manifestábamos aptitudes desiguales y, a pesar de la nivelación de la vida en el orfanato, se distinguían entre nosotros los superdotados y los vagos, los estajanovistas tiñosos y los flojos convencidos. Un decreto del partido aplastó esas diferencias. Desde Siberia central, nos trasladaron tres mil kilómetros hacia el este, al Extremo Oriente, donde una obra requería de aprendices de operadores de grúa y geodestas principiantes.

«Embriagadamente totalitaria», escribían los sovietólogos.

«La dictadura que niega la individualidad humana». Sí, sin duda… Salvo que nosotros no lo vivíamos en la teoría, sino en la carne de nuestras almas, llenas de despreocupación y dolor, de sed amorosa y esperanzas heridas. Nuestra partida se confundió con el brillo del cielo y los aromas de la taiga que renacía. Rebeldes a las doctrinas, no teníamos más que un deseo: embriagarnos de esa nueva primavera, la mejor de nuestras vidas, pensábamos.

El aprendizaje comenzó en Nikolayevsk, sobre la orilla izquierda del Amur, «a una hora del Pacífico», nos informaron con una pizca de orgullo. La oportunidad de ver el océano no se presentó, nos mantuvimos al margen del estero.

De la geodesia, tenía la idea de una pareja de hombres, uno de los cuales llevaba una barra graduada, y el otro que pegaba el ojo a un aparato óptico fijado sobre un trípode. La formación no contribuyó a enriquecer esa idea vaga. Ignorando la precisión del vocabulario, nuestros maestros designaban sus útiles como «cosa», «cuestión» o, más enfáticamente, «todas esas estupideces». Esa confusa pedagogía nos dejaba tiempo para explorar el puerto y husmear su aire marino, tan dulce comparado con los rudos efluvios continentales de Siberia.

Después del trabajo, veíamos con frecuencia a nuestros formadores en un bar a cielo abierto frente al puerto. Una tarde, los sorprendimos en galante compañía: una mujer rubia, de cabello radiante, embellecía el binomio que creíamos indefectible. Visiblemente, sin embargo, había logrado quebrarlos, puesto que el Grande y el Chico (según sus seudónimos) se estaban enfrentando. Dos botellas vacías yacían en el suelo, al lado de las «estupideces» y el trípode… El combate era altamente profesional: tanto el uno como el otro se vanagloriaban de sus proezas geodésicas. Escuchándolos, parecía que hubiesen hecho «levantamientos topográficos» por toda Rusia. Hacían desfilar sitios cada vez más improbables: desde un palacio de deportes a una base naval, de un estadio olímpico a un recinto de lanzamiento de cohetes…. La invitada sorbeteaba su vino con una sonrisa enigmática. Y nosotros, ¡finalmente aprendíamos la terminología! En su ostentación de machos, nuestros pedagogos mencionaban el goniómetro, el taquímetro, el teodolito….

Desempatarlos no parecía una tarea fácil para la mujer: el Grande tenía prestancia, mientras que el Chico llevaba una chaqueta de cuero, lo que le aseguraba a un ruso de entonces un verdadero estatuto mundano.

−Yo voy a trabajar con los japoneses –lanzó el Grande–. Un levantamiento para un desembarcadero.

La mentira imprudente de esa contratación hizo enrabiar al Chico:

−¿Tú? ¿Con los japoneses? ¡Si ni siquiera sabes por qué extremo se toma el grafómetro!

El daño era monstruoso. El Grande se levantó, empuñó a su rival y lo golpeó. Éste evitó la caída, pero, resbalándose con una botella, ejecutó una sacudida involuntariamente lúbrica. Los clientes estallaron a carcajadas. La rubia dulcinea emitió una risita. El Chico se puso morado y la situación se salió de control. Agarró el trípode, que tenía puntas de acero, y con un grito ronco se lo echó al Grande en el pecho. Un crujido de costillas rotas fue seguido por un «¡Ah!» proveniente del público, y luego silencio. El Grande alejó el arma, que había caído a sus pies, se desabotonó la chaqueta con rostro grave e introdujo su mano. Nosotros nos levantamos para ver con claridad los restos de hueso y de carne que iba a extraer… Su mano reapareció: sostenía una libreta de tapa dura en la que se podían ver tres impactos; la libreta donde anotaba nuestros resultados… Los espectadores se sintieron vagamente desilusionados. El Grande levantó entonces el trípode, separó sus patas y, de un solo golpe, con un gesto certero, atrapó entre sus ángulos el cuello de su enemigo. El Chico se echó para atrás, trató de abrir la trampa, comenzó a desesperar y finalmente languideció. Con un estertor, expulsó su lengua ennegrecida por el vino. Los hombres saltaron dando vuelta las sillas, las mujeres lanzaron sollozos. Y la mujer de la discordia simplemente se marchó, dejando tras de sí una dulce nube de perfume y la imagen fulgurante de un muslo exhibido por el costado de su falda de terciopelo… Los trabajadores del puerto relajaban el garrote a puñetazos. Al lado de esos hombres musculosos y tatuados, el Grande parecía un intelectual refinado.

El resto de la tarde nos la pasamos repasando la pelea. Risas, bofetadas, palabras atrevidas sobre la rubia seductora… Nuestro circo denotaba sin embargo nuestro malestar. No que aquel desastre pedagógico, en el bar, hubiese logrado espantarnos: ya estábamos acostumbrados a emociones más amargas. Pero ese duelo burlesco escondía un doble fondo.

Durante la noche, mi vecino de cama (dormíamos en una vieja fábrica de redes de pesca), un chico débil y poco apreciado por los demás, soltó un sollozo con la cabeza hundida en la almohada. Sus lágrimas, que desafiaban nuestro duro código de honor, podrían haberle costado nuestro desprecio. Sin embargo, nadie dijo nada. Sabíamos que su padre había muerto en un campo, no muy lejos del lugar donde estábamos. A diferencia de nosotros, que fantaseábamos con destinos heroicos para nuestros padres desaparecidos, él decía la verdad: los prisioneros muertos durante el invierno no podían ser enterrados, debido al permafrost que cubría la tierra, y eran guardados como carne congelada hasta que subieran las temperaturas… Su padre había esperado de ese modo su sepultura primaveral. Nuestro compañero debe haberse repetido durante la infancia que su padre permanecía entre los vivos, que uno podía ir a él, despertarlo… Aquella noche, sus lágrimas habían sido despertadas por el combate grotesco entre nuestros profesores: una vida estúpida, teatral, presa de deseos incansablemente renovados, que ignoraban al prisionero dormido bajo un manto de hielo…

¡La mecánica del mundo! Peleando por una mujer, los hombres presumían sus virtudes: porte de atleta, estatuto profesional, billetes de banco con la esfinge de Lenin o, llegado el caso, ese trípode estrujando la manzana de Adán de un rival.

Caí entonces en cuenta de esa maquinaria desgastada de nuestra existencia. Nuestros profesores la habían puesto al descubierto en su modesta medida, la de pobres agrimensores dispuestos a todo por acostarse con una rubia oxigenada. ¿Pero qué había del resto de la humanidad? Visiblemente, el mismo juego de los vencedores y los vencidos. El Grande y el Chico no tenían más que un trípode como arma. Los otros tenían cañones, riquezas, poder… ¡Campos!

Todo giraba entonces alrededor de un bello muslo de mujer

–comedia universal de rivalidades, de seducciones, de odios mudos y mentiras locuaces–. Y ese agradable momento de tregua, en un bar, al borde del Amur… Y ese niño que lloraba por el padre al que no había podido despertar de su letargo glacial.

Esa fue mi verdadera lección de geodesia.

Al día siguiente había perdido las ganas de vencer. Los más combativos de nuestro grupo ganaron el privilegio de continuar su formación en Nikolayevsk; los otros fueron dispersados a las localidades circundantes. Yo era el único que partía a Tugur, el destino menos deseado de la lista.

Nuestros profesores no mostraban rastro de ningún tipo de hostilidad entre ellos. Sin duda habían hecho la paz de los valientes alrededor de su última botella… El Grande leyó nuestros apellidos anotados en su libreta e, ignorando lo jocoso de la situación, nos aconsejó untar las estacas del trípode con antioxidante.

*

Mi idea de Tugur, a dos horas en helicóptero, era la de un amplio litoral desierto, abierto sobre un más allá grandioso: el oleaje infinito del Pacífico. A nuestra edad, todos soñábamos con el Mirovia, el Panthalassa.

Al llegar, nadie me fue a esperar, y yo me precipité entonces hacia la costa. El día recién se levantaba y, sin creer lo que veían mis ojos, corría entre las dunas en busca de la ansiada desmesura, del vértigo oceánico…

En realidad, Tugur se encontraba en un golfo sin salida, encerrado entre relieves montañosos que daban, cosa que aprendería más tarde, sobre un modesto mar interior, que un pequeño archipiélago separaba del mar de Ojotsk, alejado también del Pacífico.

El paisaje que se ofrecía a mis ojos era de una gran belleza: playas de arena, desembocadura de varios ríos, espejos de estanques… ¡Pero ningún Mirovia en el horizonte!

El pueblo, habitado por un centenar de personas, bien podía prescindir de un practicante como yo. El equipo de geodestas al que estaba asignado había sido retenido en Nikolayevsk, la ciudad que venía de abandonar… Me instalaron en una choza ocupada a medias por una cuchillería, me indicaron una cantina de pescadores, y luego me olvidaron.

Mi primera exploración me llevó hasta el cabo de Tournant, desde donde esperaba finalmente poder contemplar el océano, el verdadero. Pero, una vez en el lugar, vi el cabo siguiente, y el mar todavía aprisionado en esas bahías, marcadas con bayas… Lo finito disimulaba el infinito.

Una semana después de mi llegada, quise deshacerme de la ilusión marítima y volver a ver la taiga, el mundo en el que, desde mi infancia, me sentía como en casa. Llevaba en mi bolso pescado seco, un encendedor a la antigua con mecha de amadou que resistía el viento, y una hacheta que me había prestado el cuchillero. Me había prestado también una vieja chaqueta forrada de muletón y manchada con grasa.

En el momento en que dejaba la costa, el ruido de un helicóptero interrumpió el silencio. Un minuto más tarde, vi a sus pasajeros tramitando su equipaje. Y cerca de un roquerío, aquel viajero que aguardaba el momento para irse sin ser visto.

Nada lo distinguía de los habitantes de Tugur, salvo quizás su capucha, confeccionada en piel lisa. Su rostro moreno era el de un nómade, aunque ahí, entre el mar y el bosque, nadie era de casa.

Parecía ajeno, sin embargo, a la dinámica humana que yo había entendido con la pelea de mis profesores: juego de deseos, competencia de vanidades, comedia de posturas, todo aquello que creemos que es la vida. Su extrañeza dejaba presentir una densidad insólita de las horas, la desaparición de los nombres dados para los seres y los objetos…

Una tal ausencia de palabras me angustiaba, me llevaba a esforzarme por identificar a ese hombre. ¿Un cazador furtivo? ¿Un buscador de oro clandestino, quizás, de esos que se solía ver pasar por los caminos de la taiga? Embrutecidos por la soledad, sospechando el peligro ante el menor rastro de presencia humana, así es como perseguían su espejismo: amasar un botín de pepitas, huir de ese infierno de hielo e instalarse al borde del mar Negro, amar a las mujeres bronceadas, diosas suculentas soñadas por años…

El helicóptero removió la neblina, despegó y luego desapareció. Aquellos que venían llegando, sepultados por sus equipajes, comenzaron a dirigirse hacia las isbás del pueblo. Un trozo de conversación llegó hasta mí: una mujer joven, la recién llegada, originaria de Odessa, contaba su viaje. El hombre sentado bajo el peñasco debía haber pensado, igual que yo: «Odessa, el mar Negro… a diez mil kilómetros de acá…».

Se levantó, cargó sus cosas y se puso en marcha. Y yo, siguiendo sus pasos, comencé a sentir que ya no era completamente un desconocido.

Decir «caminar» en la taiga es un modo de hablar. En realidad, hay que moverse con la docilidad de un nadador. Aquel que trata sin más de abalanzarse, romper, forzar un pasaje, se cansa con rapidez; delata su presencia y termina por odiar a esos montones de ramas, de brezales y maleza que se despliegan ante él, invadiéndolo.

El hombre de la capucha lo sabía. Se agachaba para atravesar el follaje de los jóvenes abetos, ahí donde otro se hubiera puesto a empujar las ramas entremezcladas demorándose tres veces más... Lo veía dar grandes zancadas (me hacía pensar en la escuadra de un agrimensor), única manera de atravesar los stlanik de cedros, ese «bosque extenso» de pinos enanos, un revoltijo inextricable que entorpecía cada paso. Un lugar peligroso: los osos apreciaban los pájaros de esos árboles enanos.

Delante de un río, evaluaba al ojo el nivel del agua, de modo de evitar la parte blanquecina de la corriente (de fondo arcilloso, y por lo tanto resbaloso), desviándose por un camino de piedras...

Me percaté de ese detalle con alegría; mi experiencia aún tenía alguna validez en esos bosques del extremo oriente. Algunas plantas insólitas, otro tipo de relieves, pero las mismas huellas de animales, los mismos signos advirtiendo el cambio de los suelos… El mismo dialecto de los bosques, matizado por la proximidad del litoral.

Una vez, ese matiz llegó a horrorizarme: una araña gigante, con patas largas como mis brazos, apareció de repente del musgo. Al acercarme descubrí los despojos de una chova del mar de Ojotsk, el festín de algún águila.

La fatiga le daba el ritmo al lento desfiladero de cielos y árboles que se desplegaban ante mí, o más bien ante nosotros, ya que nuestros pasos se iban concertando. Comenzaba a adivinar las elecciones del vagabundo frente a las subidas, su placer al dejar caer su carga y zambullirse en la corriente, lavarse el cuello y la cara cubiertos por el polen de los pinos.

Esa relación entre nuestras soledades me llegó a sorprender en el momento en que lo vi detenerse. No encendió fuego: comió, como yo, pescado seco, y bebió del agua del río.

Sentí remordimientos por espiarlo de esa manera, violar un instante secreto de su vida. ¿Debía quizás acercarme? ¿Disculparme por mi acecho? Mi aventurismo juvenil se resistió: no, ¡tenía que perseguirlo, descubrir su escondite, robarle el oro! Así podría permitirme… ¿Pero qué era realmente lo que ganaría? Me acordaba de nuestros directores de práctica, el Grande y el Chico: ellos encarnaban la idea de un éxito certero. Un Toyota de segunda mano que se podía comprar en algún puerto luego de algunos años de trabajo, una botella de oporto azerbaiyano a saborear junto a una rubia vestida de terciopelo…

El desconocido terminó su comida, observó inmóvil la corriente que reflejaba las largas cascadas de sol… En realidad, yo no soñaba otra cosa que estar en su sitio, vivir ese silencio, comprender sin palabras el sentido de mi espera en ese lugar, a esa misma hora.

El hombre volvió a levantarse, se puso el bolso y se quedó unos minutos así, como respaldando lo mismo que yo venía de entender: la felicidad absoluta de vivir ese instante.

A mitad de la tarde, una llovizna comenzó a caer, oscureciendo el sotobosque. Bordeando una senda cenagosa, tuve que reconocer que, sin mi guía, difícilmente hubiese encontrado un camino.

A la salida de esas turberas, le perdí el rastro. Ningún crujido, ninguna rama que, moviéndose, me diera una señal de su avance. Tuve que deshacer el camino para volver a buscar sus huellas, profundamente marcadas por el peso de su equipaje.

Sintiéndome desorientado, comencé a ponerme ansioso. Atravesábamos en ese momento un stlanik de pinos enanos. Tuve entonces un recuerdo de infancia: una cosecha tranquila en un bosque parecido a ese y, de repente, la visión de un montículo café que se levanta… ¡Una osa! Ramas azotadas, la vista enturbiada por el miedo, piruetas de huida –por instinto, imitábamos a los ciervos, que saben sortear las obstáculos del stlanik–. Nuestro perro que corre (¿dónde quedó tu olfato, idiota?), su ladrido que asusta a la osa, más preocupada de proteger a sus crías que de comerse a los escapistas.

La capucha del hombre volvió a aparecer, a poca distancia, y pareció quedarse detenida. Me detuve, guardando la distancia. Probablemente se tomaba un descanso.

De repente, el aire pareció espesarse de amenazas. ¡Una bestia me espiaba! ¿Detrás de las malezas? ¿O ahí, detrás de los árboles? Pegué la espalda a un tronco, con la hacheta en mano, lista para dar el golpe. Un oso ya habría gruñido, hecho algún ruido… ¿Lobos? Los lobos atacan más bien en terrenos descubiertos. Y además, en julio, probablemente ya están demasiado bien alimentados. Esas breves elucubraciones no me impedían escrutar los rincones, tender la oreja al más leve de los crujidos. No, no había nada sospechoso. Sin embargo, me sentía acechado.

El aire se aligeró, diluyéndose el peligro. A lo lejos, el hombre de la capucha avanzaba sobre una cuesta. En una concesión a la debilidad, me dije que de haber sido atacado, probablemente él me hubiera defendido.

Al caer la tarde el cielo pareció aclararse, bañando de un dorado traslúcido la taiga ennegrecida solamente por la llovizna. El desconocido llegaría pronto a su refugio, me decía, o se armaría un campamento…

Subió sobre una pequeña colina coronada de un montículo de rocas y, deteniéndose, contempló algo a lo lejos que, desde mi posición, no se podía ver. Creí ver que sonreía. El sol a ras de suelo le daba a su silueta una intensidad irreal. Estaba solo en el universo…

Esperaba tener que seguirlo hasta la otra vertiente de la colina, pero volvió sobre sus pasos por el bosque, pasando justo por mi lado sin percibirme. Seguía enceguecido por la luminosidad que reinaba en la cima.

Bajando hacia el río que bordeábamos desde hacía horas, decidió levantar su campamento. Para asegurarme, esperé a que hiciera su fuego. Las llamas brotaron, ya no vería más que su danza en medio de la oscuridad; me había hecho invisible.

Comencé a alejarme contorneando la curva que dibujaba el torrente, recogiendo madera seca del suelo, y prendí dos fuegos: uno brillaría toda la noche; el otro, más pequeño, calentaría el suelo. Sus brasas, bien aplastadas, recubiertas de arena y de ramas de pino, podían guardar durante horas el calor… Me tendí sobre esa capa caliente y rápidamente me quedé dormido.

Pronto tuve que poner más madera. El sueño volvió a ganarme, acompasado con la duración de las llamas.

Un rato después volví a despertarme y constaté que el fuego seguía ardiendo bien vivo. ¡Demasiado vivo!

Apoyándome con el codo, miré mi reloj: pasada la medianoche. Había pasado una hora desde la última vez que había despertado y las llamas no se habían apagado. ¡Imposible! Traté de pensar….

De pronto me di cuenta de que otra luz me iluminaba, justo detrás de mí.

Me moví con discreción y lo que vi me paralizó. A unos pocos metros de mi campamento, un fuego más discreto brillaba sin llamear. Un hombre sentado sobre un tronco me daba la espalda. Su cabeza, cubierta por una capucha, se inclinaba sobre las brasas. Estaba inmóvil. ¿Dormía quizás?

Pasó un minuto que pareció eterno. Sabía por dónde debía huir: un salto hacia el río, luego una carrera a través del bosquecito de alisos, y en tres zancadas me perdería en la profundidad de la taiga.

Extendí mi cuerpo como un arco. Comencé a empujar con los pies. Me levanté…

Y cuatro pasos más allá, caí de bruces con la pierna inmovilizada. Las llamas iluminaban lo bastante para dejarme ver el nudo corredizo que amarraba mi tobillo. El otro extremo de la cuerda estaba amarrado al tronco sobre el que el hombre estaba sentado.

Lentamente, con un suspiro entre el bostezo y la decepción, el hombre se levantó y, acercándose a mi fuego, tomó un tizón en las manos.

Se paró delante de mí y pude ver que en su cintura llevaba un puñal envainado en una funda de cuero. Sin decir una palabra, acercó la antorcha a mi rostro. Creyendo que me iba a quemar los ojos, cerré los párpados con fuerza. Emitió un tosido como diciendo: es justo lo que pensaba.

Volviendo hacia su hoguera, tiró el tizón y se sentó dándome la espalda. Yo no osaba levantarme, asustado de cómo pudiera reaccionar. ¿Me dejaría partir, aceptando el riesgo de ser denunciado? ¿Pero qué es lo que tenía que esconder? ¿Oro quizás? ¿Una evasión? ¿Un asesinato? Los cuentos de nuestra infancia estaban llenos de esos forajidos que, cuando eran descubiertos en su camino secreto, no dudaban en deshacerse de los curiosos... Recogí mis piernas y me puse a luchar contra el nudo.

El hombre lanzó un chiflido escueto, tomó la cuerda con sus manos y la tiró. Su voz era calma:

−¡Quítate eso y ven acá!

Obedecí sin dudar, machaqué nerviosamente el cáñamo hasta soltarme y me acerqué a él. Con un gesto de la cabeza, me indicó un tronco al otro lado del fuego.

−¡Siéntate… cuenta!

*

Al cabo de cinco minutos, creí que ya lo había dicho todo: nuestra partida del orfanato, la formación, la pelea de los geodestas… Incluso le había confesado mi intención de robarle el oro.

Gruñó:

–Bonito programa, joven. Pero bueno… una cabeza arrepentida no se corta.

Colocando una tetera recubierta de hollín sobre las brasas, agregó:

–Esto es oro. Te tomas una taza y estás listo para unos cincuenta kilómetros de caminata… En cuanto a los que sacuden la batea a escondidas, has de saber que son astutos, saben esconder sus pepitas. Delante del escondite ponen trampas para osos. Te acercas a sacarles la bolsa y ¡zas!, tu pie está atrapado; no te queda más que esperar a que te venga a devorar una bestia.

Respetando el ceremonial del té, se interrumpió, aún si lo que bebíamos era una infusión de zarzarrosa y de plántulas de coníferas… Yo lo miraba de reojo: rasgos simples, abiertos, una larga cicatriz en el cuello y marcas en la mejilla, huellas seguramente de viejas peleas. A mi edad, me parecía que el tipo era «viejo», es decir, que bordeaba los cuarenta. Su conocimiento de la taiga no disimulaba su extranjería. Otros signos lo delataban más: una mímica demasiado sutil para la gama de emociones que debía experimentar un hombre de su temple, la rudeza verbal modulada por una entonación pensativa, melancólica…

Mientras lo miraba ir a buscar agua, pensaba. Su ausencia creó un vacío inquietante. Fácilmente podría haberme escapado, sí. Quedarme con él, sin embargo, cambiaba el sentido de lo que sabía de la vida.

Volvió y puso su tetera en medio de los carbones. Su mirada se detuvo sobre mí como si no me reconociera. Con toda evidencia, mi caso ya estaba solucionado: al día siguiente, perseguiría su camino, y yo, como un niño descubierto en su falta pero perdonado, volvería a Tugur… Ante mi aire incomodo, forzó un tono de camaradería:

–Y el colegio, ¿va bien? Me decías que estabas en un «establecimiento especial». ¿Qué es lo especial? ¿Vigilar desconocidos en la mitad de la taiga quizás?

Orgulloso de retomar ese intercambio entre hombres, me puse a explicarle la razón de esa mención: todos los alumnos de nuestro orfanato tenían padres desaparecidos en los campos. Nos habían puesto juntos para no contaminar los colegios normales, donde seguramente habríamos divulgado la suerte de los prisioneros. Juntos, no teníamos mucho que contarnos. Finalmente eran recorridos similares y, por la misma razón, banales. Padres muertos en circunstancias poco gloriosas –aplastados bajo los leños descargados de un tractor, muertos a mano de los otros detenidos, asesinados por un guardia o caídos por el cansancio y las enfermedades…

–¿Quieres más té?

Su voz resonó con una insistencia extraña. ¿Quería evitarme un tema doloroso? Sintiéndolo perturbado, abrevié mi relato:

–Es un internado como cualquiera, salvo eso, que somos todos hijos de…

–De criminales… –dijo con una brusquedad cortante.

Le contesté marcando bien las sílabas.

–…¡de prisioneros!

Era una de las reglas inviolables en nuestro medio: podíamos llenarnos de insultos los unos a los otros, pero nadie debía ofender la memoria de nuestros padres.

–Sí, prisioneros, es lo que quería decir… ¡Ven, vamos a comer taimen! A su lado, el salmón es comida chatarra…

Sus gestos se hicieron exageradamente distendidos. Nunca había visto a un adulto incómodo a ese punto. Comimos largas lonjas tiernas, que sabían a humo y enebro.

–¡El rey de los pescados!

Su exclamación desentonaba con su mirada apenada. Pensé que lo había aburrido con la historia de los campos y, cambiando de tema, pregunté con aire intrigado:

–Pero, sinceramente… ¿en qué momento te diste cuenta de que te seguían?

Siguió el juego, como un viejo aventurero.

–¿En qué momento? Desde el principio, claro. Hay una astucia: cuando entras al bosque, das diez pasos y te das vuelta detrás de un pino para ver si alguien te sigue. Después, ya va estar muy tupido para ver…

Nuestra conversación disimulaba algo que ya me comenzaba a aparecer cada vez con mayor claridad: mi vida en ese «orfanato especializado» no era banal más que por costumbre. Para engañar el sufrimiento, habíamos tejido un muro de leyendas que magnificaban a nuestros muertos. El hombre de la capucha venía de romperlo.

Seguramente él se daba cuenta, porque su malestar iba más allá de la simple piedad por los «hijos de convictos». Me parecía adivinar que, de forma misteriosa, aquel vagabundo nos era cercano…

Automáticamente pregunté.

–La bestia que me acechaba durante la tarde, ¿qué crees que puede haber sido? ¿Un lobo quizás, perdido de la manada…?

Respondió imitando sin convicción el entusiasmo de las historias de los cazadores.

–No. Era yo que iba a ver si la caza no era muy malvada. Con tu chaqueta grande, me parecías más viejo.

–¡Pero yo veía tu capucha en la subida!

–Se desprende mi capucha. La colgué sobre una rama y fui a echar una mirada adonde estabas tú. El lobo solitario era yo…

Nos reímos los dos, menos por su frase que por la situación que ahora era clara para ambos. La voz del hombre retomó su timbre calmo:

–Y entonces, ¿qué edad tenías cuando tus padres… partieron?

Supe ahogar el dolor de mis propias palabras.

–Según me dijeron, mi padre fue detenido dos meses antes de mi nacimiento. En cuanto a mi madre, me tuvo en el campo… Había ahí una maternidad para los recién nacidos. Pero luego, dos años después, murió ella también.

Adivinaba que preguntaría por aquello de lo que siempre había logrado eludir la herida. Traté de pensar en cómo esquivarla. ¿Preguntarle el nombre del río que sonaba en la noche? ¿Preguntarle quizás adónde iba?

Sus palabras se articularon con lentitud:

–Y a tu madre… ¿no la conociste entonces?

–Sí, creo haberla visto... Una vez.

No conseguía moverme, mi mirada fija en la tetera que, en medio de las brasas, emitía una nube de vapor. Una visión cuidadosamente escondida se apoderó de mí: un niño pequeño acostado en su cama, una mujer que se le aproxima, lo besa y, sin distinguirla en la oscuridad, el niño que se sumerge en su ternura. La mujer se va y, antes de que la puerta se cierre, deja ver su rostro surcado de lágrimas y sus labios que murmuran palabras, una melodía que logra reencontrar en el sueño...

Una lucha estática por reprimir el llanto se apoderaba de mi pecho. Si el hombre me hubiera dirigido la palabra, no habría podido contener el estallido de angustia. Pero se levantó, cogió la tetera y se internó en la noche.

El fuego se había casi apagado cuando regresó, un cuarto de hora más tarde. Había conseguido dominar mi respiración y me sentía extrañamente más viejo. Ese instante de infancia parecía resumir todo el amor y todo el mal que conocería en mi vida.

El hombre llenó la tetera con un manojo de hierbas y se sentó frente a mí, sobre el tronco de árbol donde había amarrado la cuerda con la que me había atrapado. La desamarró, la enrolló y la guardó en su bolso... Y se puso a hablar, casi murmurando, mientras atizaba las brasas:

–Fue en la época de Stalin, tú aún no habías nacido. Yo... en fin, ese tipo que se llamaba Pavel... Pavel Gartsev... creyó, un día, que podría vivir como todo el mundo...

Titubeando al principio, como si tuviese que apropiarse nuevamente de la identidad de ese tal Pavel Gartsev, retomó su relato, evocando ese «yo» de antaño, más creíble para otros que para sí mismo:

–En esos años, el planeta podía haber desaparecido. 1949, 1950... La guerra de Corea. Los yankis estaban dispuestos a hacer una nueva Hiroshima bombardeando la China maoísta, nuestra aliada. Pero el mensaje llegó a tiempo: Rusia venía de obtener su propia bomba. Los ensayos habían superado las expectativas, calcinando grandes extensiones de desierto, construcciones de cemento, el ganado que habían puesto para aumentar el valor del test, e incluso, decían, algunos prisioneros condenados a muerte... No había quedado más que un espejo de arena fundida. Los aviones de reconocimiento se veían reflejados como en un lago. Los pilotos de hecho morían a los dos días, tan monstruoso era el nivel de la radiación. En ese entonces, yo no sabía nada de aquellos preparativos. Y sin embargo, ese ensayo de la tercera guerra mundial cambiaría mi vida...

Se quedó en silencio, frunció el ceño y bajó la cabeza, como si buscara abrirse un pasaje en el espesor de los años. Su voz se tiñó de una melancolía irónica que ya me parecía reconocer.

–De hecho, una tarde, volví a mi casa en un mal momento... Pero espera, tengo que contarte esto desde el principio.

Archipiélago de una vida otra

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