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INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

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En torno a la piedra desnuda es un libro sobre el uso público de la historia, o mejor, sobre el uso público de la ruina. Tenemos la costumbre de separar el trabajo de enseñantes e investigadores de la antigüedad y sus restos del de la patrimonialización de los vestigios. Los restos exhumados tienen un interés indudable para comprender y explicar mejor el pasado pero solo un acto positivo, intencionado y normativo los convierte en objeto de protección legal.

Esa protección legal es ontogenética. En las sociedades del primer mundo, en las sociedades con Historia, las que elaboran relatos históricos nacionales, los restos de sociedades pretéritas antes de ser exhumados, antes de conocerlos, son protegidos en un grado que requiere de su documentación y registro antes de ser destruidos o inhumados por nuevas construcciones o infraestructuras. Estudiamos los restos porque nuestra sociedad ha desarrollado una sensibilidad a lo antiguo, a eso que llaman, demasiado a la ligera, nuestra identidad. En ocasiones, tras su exhumación esos restos son objeto de una conservación y exhibición públicas. Se trata de un acto de memoria. P. Ricœur nos recuerda que esa es la plusvalía que aportan los testimonios materiales en relación con las fuentes escritas para el estudio de la Historia, su tangibilidad: «es la relación entre significación fenomenológica de la imagen-recuerdo y la materialidad de la huella (…) [la huella] tiene valor de signo: para pensar la huella hay que pensarla a la vez como efecto presente y como signo de su causa ausente».

Pero en realidad ambas prácticas profesionales están íntimamente ligadas, o deberían estarlo. La del profesor-investigador tiene su razón de ser en el reconocimiento y comprensión del pasado a través de los vestigios. La puesta en valor de estos a la vista de la sociedad solo puede llevarse a cabo por un ejercicio de traducción de significados de los mismos porque su interpretación no es simple. Pero la conservación y puesta en valor, está íntimamente ligada a la práctica que de la investigación se hace: la traducción es comprensión y explicación, y éstas solo pueden originarse en la investigación. Al mismo tiempo, algunas de las pocas aplicaciones prácticas que tiene la investigación fundamental de la Historia y de la Arqueología son los oficios relacionados con el patrimonio que, en tiempos de crisis, son los pocos que proveen de alumnos a nuestras disciplinas.

A. Micoud distingue diferentes políticas de patrimonialización a lo largo del último siglo que no son necesariamente evolutivas en el tiempo, sucediéndose a grandes rasgos, pero permaneciendo presentes más allá de sus momentos dominantes. Las políticas patrimoniales conservacionistas surgen en el siglo XIX, con el nacimiento de los Estados-Nación: los pueblos atraviesan temporalmente su contingencia espacial. Una primera concepción de las políticas de «patrimonialización» de carácter nacional privilegió los símbolos que definían el ser de una nación (el Volksgeist hegeliano) a través, por ejemplo, de los museos arqueológicos nacionales como reservorios de los «emblemas» que definían ese ser y, por tanto, había que conservarlos. En Europa surge una política patrimonialista en torno a la posguerra mundial (a finales de los años 70 en nuestro país) que prestaba atención a los símbolos de entidades locales, de formas de vida, que el progreso industrial amenazaba y que había que salvar o documentar con urgencia. Por último, con el tardo-capitalismo, nos hemos volcado en gestionar un patrimonio que se ha convertido en un recurso. Es el tiempo en que hay que decidir «lo que se guarda» y «lo que se tira» o «lo que se reinterpreta», lo que nos une entre los que formamos parte de la misma sociedad y entre sociedades que se suceden en el tiempo, entre las generaciones del pasado y las del futuro.

Así, el presente libro surge de un presupuesto pragmático, la autora parte de la constatación de la situación actual de Roma donde imperan unos principios conservacionistas que remontan sus orígenes a una «religiosidad patrimonial» de la Italia fascista y que siguen aplicándose sin mayor discusión. Una situación en la que campa un uso público de la historia inconsciente, donde a pesar de un conservacionismo a ultranza, hay pérdidas de patrimonio a diario. La autora, propone pues, ante la situación, una nueva reflexión para integrar el patrimonio arqueológico en la ciudad.

El proyecto conservacionista de restos arqueológicos es un ideal de la modernidad. En 1870, cuando la ciudad de Roma alcanza la capitalidad de la Italia reunificada, la capital es entre 10 y 20 veces más pequeña que sus homólogas París o Londres. Los disturbios urbanos de 1848 tuvieron lugar entre huertos o solares yermos. Las intervenciones urbanas e inmobiliarias del Risorgimento atribuyeron a la ciudad una «cuota de modernidad» que pudiera compensar el peso de la Edad Media; la esencia de una nación embrionaria donde la antigüedad no es otra cosa que «el prólogo de la modernidad» en afortunada expresión de I. Wallerstein. Y todo ello, como buen proyecto moderno y urbano, lo fue a costa del sacrificio del campo circundante, la periferia de la ciudad, allí donde la expansión urbana «moderna» se hizo con una violencia y rapidez inusitadas. Un espacio que, especialmente en Roma, está pleno de preexistencias urbanas que, cuando fueron conservadas, se convirtieron en vacuolas de historia encapsuladas y rodeadas de modernidad, a modo de fragmenta de un discurso inconcluso.

El proyecto moderno por excelencia de la Italia mussoliniana continuará con la puesta en exergo de la ruina en una «manipulación pedagógica de la historia» que sentó las bases de las políticas de conservación hasta nuestros días aunque con matices que merecen ser resaltados: el aislamiento y la monumentalización de los restos arqueológicos y la relación espacial que mantienen pasado y futuro en el seno de la ciudad. En el proyecto mussoliniano pasado y futuro pretendían unirse en la vía de los Foros Imperiales y el proyecto del Palazzo Littorio, la sede orgánica del partido de Mussolini en la ciudad de Roma, que debería sintetizar la continuidad entre la Roma de los césares y la Roma fascista, confiando el «dogma de la patria» a los nuevos monumentos y a los antiguos. Pero a pesar de todos los intentos y proyectos, el edificio no llegó a término, quizá debido a que la magnificencia del pasado podía oscurecer el presente fascista, dejando definitivamente la continuidad entre pasado y presente en manos de recursos habituales hoy en día: museos o monumentos aislados.

En Roma más que en cualquier otro lugar, aunque no exclusivamente, la reacción de la posguerra fue de indignación contra cualquier intento de transformación del centro urbano: presente y futuro no debían mezclarse, la ruina no debía verse afectada por el proyecto. Eliminaciones, aislamientos, añadidos o reconstrucciones miméticas fueron proscritos definitivamente de las políticas y prácticas de conservación de los centros históricos. Las consecuencias fueron de dos tipos. Por un lado la periferia de la ciudad sufrió las consecuencias a que aludíamos anteriormente, fue el lugar donde el proyecto de ciudad pudo materializarse sin cortapisas y, por otro, la conservación de los centros fue objeto de políticas pasivas o «defensivas», donde lo prohibido domina sobre lo preceptivo.

Me parece que ahí radica uno de los problemas mayores a los que nos hemos enfrentado desde los años 90. Asistimos desde finales de los 70 a pérdidas de testimonios de formas de vida que la industrialización amenazaba y que había que preservar o documentar con urgencia. Las políticas patrimoniales, fundamentalmente urbanas y más tarde en el campo, requieren de «intervenciones de adaptación y transformación en tiempos mucho más rápidos que los impuestos por la investigación arqueológica de campo». La solución a esta inconmensurabilidad de los tiempos del proyecto urbano y los tiempos de la investigación ha venido de la mano de las «técnicas de acumulación», guardamos los objetos y la documentación como una solución al olvido pero terminando irremediablemente por olvidarse. No es difícil hacerse una idea porque es lo que nos ocurre a diario en nuestras casas, en nuestras mesas de trabajo: lo que no queríamos olvidar acaba sepultado bajo una pila de cosas que no queremos olvidar. De esta forma caemos en lo que la autora denomina «utopía de la fuga». La práctica arqueológica deviene una ambición de acumulación ilimitada, los idola quantitatis de Gombrich, las piezas del puzle infinito que permiten sublimar a los arqueólogos su práctica profesional cuando aplazan eternamente las respuestas, una «mística del patrimonio», como hemos llamado en otra parte. Porque la arqueología acaba por convertirse en la búsqueda del fragmento de cerámica, de edificio, de ciudad que nos falta de la sacrosancta antiquitatis. Como dice S. Settis ¿qué puede haber más «moderno» si no es el fragmento con su inherente carencia, el germen de algo, lo incompleto, que aguza la mirada del observador? Si, además, consideramos que en los modelos liberales de gestión patrimonial, la supervivencia del profesional solo puede alcanzarse multiplicando hasta el infinito las intervenciones, obtendremos algunas respuestas al fracaso del modelo actual de gestión.

De esta forma acumulamos cantidades ingentes de objetos y de información posponiendo el momento en que nos ocuparemos de su interpretación. Los hallazgos, las excavaciones puntuales de la ciudad, son letras del alfabeto, fonemas, pero no constituyen un texto y la única manera de convertir esos sonidos en un discurso coherente es integrarlos en los diferentes «libros» que representa cada una de las ordenaciones del territorio que se han sucedido en el tiempo. Lo mismo puede decirse de los fragmenta de realidades rurales que se conservan aquí o allá, fruto de las intervenciones preventivas.

Aceptémoslo, esta situación ocurre en nuestro país y en los más próximos. Las «listas de espera» a que sometemos los restos recuperados (muebles o inmuebles) son, en realidad, una pérdida de información y esta acción técnica, mecánica… y, aparentemente, neutra, nos inhibe de responsabilidad. Si aceptamos esta realidad es probable que podamos abordar soluciones cuya finalidad sea la conservación selectiva de conocimientos y valores esenciales, en otras palabras, la no intervención de manera juiciosa. En lugar de construir una lista de criterios de urgencia, de «urgencia conservacionista», una lista del deterioro, al fin y al cabo, ¿no sería más productivo definir las prioridades, en función de la representatividad territorial, del significado en ese territorio que puede tener un objeto o un asentamiento en lugar de valorarlo en sí mismo?

Esos gestos aparentemente neutros son la culminación de la modernidad, la parálisis a la que nos conduce la miríada de interpretaciones posibles, de relatos igualmente válidos. Frente al uso público de la Historia al servicio de una legitimación en la construcción de los Estados o de los regímenes totalitarios, los arqueólogos somos los «aguafiestas» cuando se trata de desenmascarar la «confusión cuidadosamente urdida sobre la definición de la antigua Bélgica» en palabras de E. Warmenbol. Pero no podemos caer, cual movimiento pendular, al otro extremo, postmoderno, aquél en el que las ruinas tengan una función predominantemente estética, multiplicándolas con virados de color a la manera de A. Warhol, o vinculadas a una memoria social indefinida en la que cada cual ve en la ruina, no la Historia, sino lo antiguo.

De esta manera se consolida el divorcio entre el valor histórico, confiado a los especialistas, y el valor de lo antiguo, condescendido al público y gestionado por los profesionales de lo patrimonial. Unos profesionales que, cómo hemos advertido en ocasiones para nuestra realidad nacional, carecen de «las competencias adecuadas» y que deberían reconsiderar (ellos, junto a los políticos del asunto) los fines mismos de la conservación.

Ante este panorama, la autora propone una alternativa donde los arqueólogos tienen el «deber de comunicar de manera responsable sobre los fragmentos poco reconocibles», dotados de una especial sensibilidad por disciplinas como el urbanismo, la arquitectura, la antropología…, que les permita poner en relación los vestigios del pasado con la ciudad contemporánea. Originando un debate que surja de los lugares y los ciudadanos, de abajo hacia arriba, de las posibilidades reales de la conservación y no de abstractas utopías. Unas interpretaciones-traducciones que, a la manera de las ediciones-traducciones críticas de autores griegos o latinos, aporten los elementos que nos permiten interpretar y traducir los restos arqueológicos de una manera y no de otra, sin aversión por la selección, eliminación o sesgos que produce cualquier intento de interpretación, de forma que el especialista y el profano puedan construir identidades y memorias. En este sentido, el proyecto arqueológico se convierte en una auténtica obra de traducción. Una traducción en la que la trama que da sentido a los objetos y asentamientos aislados son los sistemas territoriales que se han sucedido en el tiempo. En esa trama los asentamientos tenían una intencionalidad y en la actual debe asignárseles otra bien distinta que aporte significado a los habitantes de la ciudad actual.

SOBRE LA AUTORA Y EL CeSTer

Andreina Ricci ha sido profesora en Siena, Pisa y Cagliari y, desde el año 1991, es catedrática en la Universidad de Roma ‘Tor Vergata’ donde enseña metodología de la investigación arqueológica y arqueología clásica. En 1993 junto a colegas de otras disciplinas (economía, ingeniería, letras, medicina, ciencias), fundó el Centro Interdepartamental para el estudio de las transformaciones del territorio (CeSTer) del que es directora. En este centro se lleva a cabo una investigación integrada sobre la transformación del paisaje natural y cultural así como la modelización y la gestión automática de datos. La zona de aplicación de referencia de estas investigaciones se lleva a cabo en espacios de la zona sureste de Roma (propiedad de la universidad de «Tor Vergata») donde desde hacía una década se llevaba a cabo la investigación arqueológica dirigida por la cátedra de Metodología y Técnicas de investigación Arqueológica que ocupa A. Ricci.

En este contexto ha llevado a cabo una importante labor de divulgación de la riquísima arqueología de las «afueras de Roma» o Fuori dai Fori, eslogan que pone en valor en una exposición la arqueología encontrada fuera del centro monumental de Roma. El objetivo de la exposición es ayudar a hacer comprensible y más familiar, los restos y ruinas de Roma que se encuentran más allá el centro histórico.

Desde el momento de su creación, el CeSTer, ha sido capaz de ofrecer un conjunto de conocimientos y metodologías que se han puesto al servicio de la Universidad, y de otras instituciones que operan en la zona (Direcciones del Patrimonio, Ayuntamientos, entidades locales y administraciones territoriales, instituciones culturales, operadores privados…).

Andreina Ricci forma parte desde 1995 de la Comisión de vivienda y urbanismo de la ciudad de Roma. En 1996 fue nombrada miembro del Grupo de Estudio sobre la formación en el área de Patrimonio cultural establecido por el Ministerio de Enseñanza Superior y de Investigación Científica. En 1999 fue nombrada miembro del Comité Científico de la Conferencia Nacional de Paisaje creada por el Ministerio de Cultura. En los últimos años, se ha dedicado al estudio de la relación entre el patrimonio cultural y la ciudad contemporánea en relación con el impacto del cambio urbano en el patrimonio arqueológico y monumental.

SOBRE EL LIBRO

Mario Vargas Llosa afirma en la presentación de la Biblioteca de Plata, colección de novelas del siglo XX que recopiló en una editorial, que los libros de una biblioteca dialogan entre ellos. Estoy convencido de esa afirmación. Los libros que he contribuido a difundir al público hispano de Henri Galinié y ahora, este de Andreina Ricci, sobre la práctica de la arqueología urbana dialogan en numerosas ocasiones. La inexistencia de preguntas sobre los objetivos de la práctica arqueológica, la «utopía de la fuga» aplazando las respuestas, la imposibilidad de la reconstrucción de la realidad antigua, la futilidad de las ciencias exactas para el conocimiento histórico…, son algunos de los temas que los une, pero dejo al lector descubrir por sí mismo ese diálogo.

Compré el libro en Nápoles, y a la vuelta, lo leí en una noche. Al principio fue el insomnio el que me incitó a abrirlo, luego fue la excitación de leer a alguien que se atrevía a abordar cuestiones que nos asustan a los arqueólogos, lo que me impidió cerrar los ojos hasta no haber acabado con el texto.

Pensé que este libro, junto al de Henri Galinié, debería formar parte de las lecturas de los arqueólogos y estudiantes de arqueología de habla hispana. Ya sé que se dice que los estudiantes y arqueólogos hablan lenguas como el francés o el italiano. Es posible, aunque no del todo cierto, pero comparto con Umberto Eco que el idioma del futuro es la traducción. La creencia en que podría existir un idioma unitario internacional también es una utopía.

RICARDO GONZÁLEZ VILLAESCUSA

Catedrático de Historia Antigua y Arqueología

Université de Nice Sophia-Antipolis

Benicarló, 29 de agosto de 2013

En torno a la piedra desnuda

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