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Yeshua
ОглавлениеYeshua amanece el resto de optimismo que le queda. Una ínfima oportunidad, la del Quinto Prefecto, lo espera a la hora tercera. “Tu vida a su merced -ha dicho un guardia-, te protegerá si le conviene”. La turbamulta juzga impiadoso a Pilatos. Los judíos lo observan sádico en sus acciones; aceptan con resignación las vejaciones que reserva hacia las mujeres núbiles, pero callan al imaginar el caos que podría suceder si los zelotes se alzaran murallas adentro. La turbamulta es conservadora por definición. Cuando aparece, destruye contra sí misma. Pilatos lo sabe, y no quiere ser su consecuencia. El palacio da pocas voces. La vida de Yeshua es como el pabilo de una vela agonizante. Piensa en el triste papel que le ha tocado en ese reino anunciado. Se descubre mirando una estrella en la hendidura de una tabla que le transmite un amanecer de desvelo.
Yeshua quedó solo. Los hermanos están asustados, perseguidos, exiliados. Algunos están cruzando el Jordán, hacia Pella, refugio y hogar de la comunidad que acunó a casi cinco mil almas en los días de gloria. Otros se dispersarán. Ninguno, salvo Pedro, ha osado cruzar las puertas de la ciudad. El Sanedrín los repudia y Caifás no ha dudado en perseguirlos hasta el escarnio público para recuperar algo de su prestigio. Entretanto los infamadores han dado vueltas por la ciudad y hasta donde terminan los árboles esqueléticos de las casas bajas, cerca de las murallas, en la Puerta de las ovejas -donde yacen enfermos, cojos y paralíticos-, azuzando que suelten al otro. Procuran ocultar sus crímenes. Es un zelote altanero en causa contra la dominación romana. Los más humildes nunca lo tuvieron entre ellos. Sí al peregrino, que curaba en el estanque y un día lo vieron curar en sábado. Aun así les fue grato que los tratara bien. Ese día floreció un almendro y el calor fue soportable. Los infamadores dicen poco de Barrabás.
Yeshua entra en un patio empedrado que nunca imaginó. Pilatos aparece allí para inquirir su defensa. Yeshua no cuenta con el Prefecto. Un antisemita, como todos los pretorianos, como Sejano, el que lo destinó a esta tierra en castigo por su ambición de poder. Sus colaboradores no dejarán que el Imperio se ensucie con una muerte tan controvertida. Desde la torre Antonia los guardias bostezan de amanecer. Lo han mandado a azotar. El Quinto Prefecto se retira luego de una breve charla. En los ojos de Yeshua no encuentra delito ni temor. Esto último no le gusta. Al fin decide retirarse. Se le escuchan comentarios despectivos respecto de los pedidos de Caifás y del rechazo de Herodes. “Quede en claro que no fue decisión mía”, vocifera el Gobernador en camino a sus compromisos con el Imperio. Le repugna intervenir en la política menor de los judíos.
Yeshua se acomoda en la oscuridad del pozo saturado de tierra. Los azotes le han abierto heridas en su espalda, pero una da señales de ser grave. No alcanza a tocarla con la mano. Mueve el brazo izquierdo pero le duele el movimiento. El derecho no le responde sin dolerle. Una punta del flagrum le ha abierto la axila. Sabe que su agonía no pasará de hoy; no permiten suplicios en sábado, menos el día de la Preparación. Se aprieta contra la pared húmeda. Decidió que el frío apagaría los dolores. Pero se han potenciado. Se vuelven vívidos y le provocan alucinaciones. Arguye ante sí que es el hijo de Antipater, heredero del trono de Herodes, hijo de la casa de David. Pero no puede decirlo. Sería objeto de burla, como cuando dijo que podía levantar el templo de Jerusalén él solo en tres días. Por momentos imagina un paraíso de artesanos, como sus hermanos esenios, una barcaza en el Genesaret junto a los pescadores que lo siguen, el encuentro con Juan en el vado del río, o riendo con Lázaro y María de Cleofás en las tareas del aceite, o compartiendo la sombra de un granado. Se añora en Efraín contemplando el valle del Jordán, o dentro de un viento de arena en uno de los senderos de Samaria, o en la multitud de Pella.
Yeshua descubre una luz en la rendija de la puerta. Se agranda en el ámbito y a él le resulta otra de las visiones como en Getsemaní. “No entiendo, padre. La bondad no es compatible con los sacrificios. Te arrepentiste de ello cuando detuviste el puño de Abraham. Me incitaste a cuestionar el sacrificio de los corderos en el Templo. Mis hermanos no entenderán esta muerte. Son simples, los conozco, Padre. Ellos creen en la justicia y la necesitan como el pan o como el aire. Saben que el mundo es injusto con los pobres y obsecuente con los ricos”.
Yeshua quiere aclararse las visiones –recientes en la medianoche del huerto- entre la sangre que recorre sus ojos. Se intuye en las horas de la víspera, las rodillas dolientes de piedrecillas y la voz que le interpela el rezo. Cree que Dios le ha abierto un surco en su frente y que le ordena ir a la muerte, como una tragedia griega. No entiende por qué su sacrificio devendrá en la redención de los justos. No entiende por qué en su poder omnímodo no sería un mejor castigo arrasar con la corrupta Jerusalén, con la corrupta Roma, con el corrupto mundo. No entiende por qué entregará a su hijo ante los poderosos, menos poderosos que Él mismo. No entiende y illora. Se entumecen las rodillas bajo su talle.
Yeshua endereza su espalda con gran dificultad. Le duelen los huesos que le han desplazado la espalda sobre la pared húmeda y fría. ¿Y si esa voz –piensa- no es otra que la que lo tentó en el desierto? ¿Y si no es solo él quien alucina? Los levitas ganan, Caifás gana. La maldad gana. ¿Qué lección daré a los poderosos si ellos tienen poder para crucificarme? Se resuelve a imaginar otra lógica, una lógica divina, que prevalezca sobre los tiempos. Se imagina que Él lo envía, soldado noble y bondadoso, para demostrarle al mundo dónde está la maldad. De ser así, se pregunta, por qué a él. Por qué el dolor. Por qué el flagrum y el encierro. Por qué tienen que dolerle las heridas si él logró mitigar las de toda una multitud. “Si salvaste a tantos, sálvate a ti mismo”, le decían unas horas atrás. Y tienen razón. No habría sufrimiento en el mundo que él predicaba. Nadie sería pobre porque nadie sería rico. Los levitas ya no reclamarían su parte en el sacrificio de los corderos. Nadie cambiaría monedas romanas por siclos judíos a las puertas del Templo.
Yeshua sabe que los caminos se cierran hacia la cruz. Pilatos evitará cualquier revuelta. Su carta mayor para el orden es el Sanedrín, ese colegio de jueces vetustos anquilosados en la hipocresía de sus interpretaciones miserables sobre la ley de Dios con la que justifican privilegios. Y esta vez el Sanedrín pide la muerte de quien consideran la fuente de todos los males. Pilatos no entiende, pero tampoco le importa. Su interés radica en que no viajen malas noticias a Roma. Al recostarse para que laven sus pies, piensa que al peregrino se los lavaron con aceite de nardos. Se pregunta si verdaderamente dice la verdad al proclamarse rey.
Yeshua recuerda a esa misma turbamulta aclamándolo en su entrada a la Ciudad Sagrada, triunfante y flaco de las precariedades del desierto. Se pregunta y calla. En tres días cambiaron de opinión. Su revolución de amor se aplastó en los murmullos de los infamadores contratados. Hicieron fábula de dichos que nunca dijo y de acciones que nunca ejecutó. Tergiversaron sus prédicas. Los esenios prefirieron la paz, no intervinieron por la simple filosofía de que el devenir traerá justicia en el fin de los tiempos. Los zelotes observaron expectantes la conveniencia de los acontecimientos para su causa, pero al tiempo descubrieron que su sacrificio o su liberación lo mismo daban. Hubo de encerrarse en su pequeño grupo, los que habían probado con él los mismos rigores de la carencia. Pero las murallas de Jerusalén apretaban.
No buscan justicia, piensa Yeshua. Venganza, en todo caso. Por eso de la mujer de Liezer, del mercado de granos. El hombre se había manifestado en la desgracia del cornudo, de forma tan vehemente que nadie pudo dejar de notar que no había lugar a otra cosa que la lapidación. Los fariseos se interesaron por el caso con la intención moralizante de poner en ridículo al predicante de los desterrados del mundo, ese mugriento que expone ante los simples las Sagradas Escrituras que solo ellos deberían interpretar. Querían ponerlo a prueba luego de que este los cuestionara en todas sus acciones. Lo habían llevado con los infamadores para sacarlo de sus cabales. Pretendían sensibilizarlo y ponerlo en contra de las escrituras que él defendía; hacerlo caer de bruces ante la realidad de sus sometidos, precisamente ante una pecadora yacente enterradas sus piernas y atadas las manos a sus espaldas. Las piedras se habían juntado por montones y el primero era Liezer. Su hijo de nueve años, su hija de seis, miraban absortos los surcos de lágrimas, el pecho desnudo, los cabellos grises de tierra. Los murmullos de la calle anticiparon la llegada de Yeshua. El esposo estaba avergonzado por el lugar adonde había llegado su reclamo. No quería ser partícipe de la confrontación, pero era el principal actor de la farsa. Dos fariseos confrontaron a Jesús señalando al pobre hombre. Dicen que Yeshua le preguntó: “¿Siempre fuiste fiel a tu esposa?”. Dicen que el hombre trastabilló en una retirada vergonzosa. Sus hijos cesaron el llanto y fueron a tapar el pecho descubierto de su madre. La abrazaban y acariciaban su pelo. Los fariseos, desconcertados optaron por irse calle abajo. En un rato no quedaba nadie. Solo la vergüenza.
Yeshua no se arrepiente de la vida sacrificial que ha llevado. Soñaba un poder terrenal capaz de llevar bienestar a los desahuciados del mundo. Consentía un mundo digno de ser vivido, sin dolor ni hambre. Creía firmemente en no replicar violencia a las agresiones y, en innumerables ocasiones, se había impuesto sobre el “ojo por ojo” de las escrituras. Los despojados se desorientaban ante su retórica, pero entendían que su prédica los contenía. Los apóstoles habían propagado historias increíbles de multiplicaciones y curaciones milagrosas. Él sentaba a la multitud y les contaba historias simples sobre cómo actuar ante los desafíos de Dios. Algunos de esos relatos contradecían el credo convencional, como en la parábola del hijo pródigo. Insistía con dar oportunidades a los descarriados, los pecadores, los desahuciados. Y era irreverente con quienes se avenían a una vida obediente con las escrituras. Esto desorientaba a los fariseos y a los levitas, que no sentían necesidades de robar o mentir. Desorientaba a los ancianos y a los escribas y a los estudiosos de la Torá. Porque Yeshua había leído también. Lo conocían desde chico, en época del Templo flamante. Y desde chico se había manifestado en el conocimiento práctico de los textos y en la práctica sacrificial de sus enseñanzas. Y era incisivo con la hipocresía de quienes guardaban para sí más de lo que daban a los pobres. Con el tiempo había devenido un cierto interés por los esenios, una secta que practicaba la comunidad de bienes y la intolerancia a la violencia. Los había visto en Egipto, en su infancia, pero más en algunas ciudades de Galilea. Compartía su prédica y su forma de actuar. Prefería una interpretación poética de las Escrituras, era casi despectivo con los sacrificios de animales o la circuncisión. Acude a su memoria la eterna discusión sobre el prójimo. Al fin y al cabo todo se resume en los hombres y su prójimo.
Yeshua recuerda esos días y se pregunta cómo pueden usar las leyes de Dios para condenarlo. Cinismo y oportunidad. El ojo de la aguja. Quiere reírse y no puede. Le duele el flagelo. Trata de guardar energías. El calor húmedo no mitiga la sombra de la mazmorra que le ennegrece las carnes abiertas, los coágulos secos que le tironean los surcos que abrió el flagrum. Sabe que tensó la cuerda al sacar a Lázaro de su último descanso. Fue unos días después de que Caifás revelara la imposibilidad de resurrección ante un grupo numeroso aglutinado en el Patio de los gentiles. Yeshua reconoce que una fuerza poderosa lo ha llevado a ejecutar tantas casualidades: la muerte de Lázaro en Bethania, dos horas a pie de Jerusalén, tan cercana a las declaraciones del Sumo Sacerdote, el amor que siempre le dieron en ese caserío, el llanto de las mujeres, la piedra aún sin cerrar, la amistad con Lázaro, el misterio de sus manos. Esa fuerza poderosa lo ingresó en tierra hostil, lejos de Galilea, del lago Genesaret, del calor de los pescadores. “¿Por qué estuviste allí, Padre, y no estás aquí evitándome estos dolores?”, se pregunta.
Se acercan. ¿A burlarse o a pegarle? Oye risas abriendo la puerta descuadrada. Chirrían los herrajes mal encajados y una mano cálida lo levanta de la axila. Es un soldado con ojos de niño y rostro envejecido. Se siente extrañamente protegido por esa compañía que lo lleva por un largo corredor hacia el patio donde lo azotaron. Se aboca a creer que Él lo está llevando pero la respiración se le entrecorta cuando alguien que nunca vio le agrega un flagelo más, esta vez a su cuero cabelludo. Siente desmayarse porque una espina le ha abierto una vena en la frente. Le fluye sangre sobre el ojo izquierdo. Le acomodan la corona y le limpian un poco la cara. El dolor multiplica la agonía.
Yeshua sale a la luz que le achica las pupilas y lo ciega de murmullos. Apoyada a una pared, junto a la puerta de salida a la calle, está la viga que sostendrá sus brazos en un breve tiempo. Alucina de sangre y delira frases inconexas, mientras lo empujan a la marcha. Dice “Caifás” y dice “desahuciados” y “pobres” y “justicia” y “reino” y “poder”. Y dice “injusto” y dice “paz” y “mujer” y “dignidad” y “alimento”. Luego se arrodilla y dice “perdón”, en tanto le calzan la viga poderosa que le presiona la corona en el hombro derecho. Yeshua mira al cielo como si la viga hubiera sido una respuesta irónica a sus reclamos.
Judas Iscariote se recuesta sobre el terraplén del cauce seco. Buscó un árbol para terminar con su vida, pero no tuvo suerte. Los más altos están cerca de los poblados y los más retirados están secos o son bajos. “Por qué a mí, Señor”, ruega al cielo del Valle del Cedrón. Se lamenta de haber señalado al Rabí, a la persona que más quería en el mundo, por quien había dejado sus animales y su casa de Keriot. Por él se había privado de las raciones de comida en las noches del desierto riguroso. Por él había llevado los dineros de la comunidad de harapos, que se multiplicaba en panes cuando más escaseaban. Siempre marchaba a su derecha. Siempre lo aconsejaba en los viajes, en los senderos, en las estaciones del tiempo. Siempre compartían el plato de la escasez. Siempre se encargaba de las celebraciones, como la cena reciente del catorce del Nisán, donde el Maestro le anunciaría su traición. Yeshua lo había calmado, diciéndole que no estaba en sus manos, que la obra de la traición estaba decidida.
“Por qué a mí, Señor”, se lamenta Judas Iscariote. Cree que el suplicio es su condena a vivir con la culpa. Avanza el valle hacia un soto donde espera encontrar un árbol cómplice que apague la luz interna que lo martiriza. Su nombre no tendrá descendencia. Grita por esa desgracia y una saliente del barranco le muestra la rama del cercis que lo espera con sus raíces aferradas a una roca amarillenta. El camino está cerca. Lo hará de prisa. De la rama afloran marcas de otras cuerdas.
Yeshua se desarma de dolor ante la viga de ciprés que sostendrá a sus brazos. No llegará, dicen algunos que lo miran desde los techos. Menos así, arrastrándola. Piensan que si la llevara alzada… No, no podría levantarla. Observan el tamaño y la comparan con su cuerpo raquítico. El desierto lo ha debilitado en sus ayunos. La escasez de agua en los últimos días potenció la oscuridad de su semblante, enrojecido por el maltrato y la sangre coagulada. Semidesnudo, causa gran impresión en las escasas mujeres que se arrimaron a verlo, y los hombres lo contemplan en silencio al costado de la calle, intrigados por el dolor que ven transitando ante sus ojos. Los guardias romanos imponen a la marcha una velocidad que no soportará el condenado. Solo sus pasos golpeando en la calzada sacuden el aire.
Al abrirse la calle, son más los curiosos. Amaga un murmullo. Yeshua trastabilla y cae estrepitoso. El silencio ensordece. Los guardias romanos se han detenido. Deberán tomar una decisión que no desean. La multitud se anima a murmurar de a poco, no quieren provocar tensiones cerca de los guardias romanos. Algún testigo sin cara y sin voz maldice al condenado. “Traidor”, dice. O algo así. Y otro se anima y repite. Y otro y otro. Enciende el yesquero y todos empiezan a agregar calor al desfile flaco y enrojecido de esa marioneta que se mueve apenas, a penas, para agregar denuesto a sus dolores. Los guardias romanos le indican a uno que cargue con la viga y que abra camino entre la turbamulta. Yeshua recupera su altitud, ya sin la viga, al tiempo que recibe un piedrazo del tamaño de un puño en un omóplato y otro en una oreja. Las afrentas catalizan una lluvia de insultos y piedras que lo hacen tropezar. El condenado, con un gesto austero de dolor levanta sus brazos hacia adelante como tratando de defender su cabeza, sin entrever que así agranda su imagen, que zigzaguea como un borracho en la calle empequeñecida por la turbamulta. Los guardias romanos se ven obligados a usar sus garrotes para abrir el camino entre los curiosos. Caen dos o tres, arrastrados por la gente que retrocede. La procesión debe frenarse pues los caídos reciben golpes para levantarse y son alzados por otros que los acompañan.
Yeshua reconoce a uno de los injuriantes. Lo recuerda tiempo atrás llorando de alegría, interrumpiendo el almuerzo del rabí en el caserío de Betfage. Lo recuerda agradeciéndole por mejorar la salud de su hija. Yeshua tiende las mismas manos que tocaron la frente de la niña y el hombre se llena de vergüenza y calla. Llora en silencio implorando el perdón y retrocede aterrado. Pero no dice nada por temor a la turbamulta. Todos allí temen ante el poder de Caifás, del Sanedrín y del mismo Pilatos. Ya no ven en Yeshua un salvador, un mesías, alguien que los levante de su condición de parias. Lo repudian porque ven la imagen del repudio. Se animan ante él porque ven su poderío caer en pedazos. Así son. Así fueron. Así serán. Siempre. Tras el poder que los oprime, como perros esperando las sobras del amo que los patea en su borrachera. Y el poder sabe eso. Dios también lo sabe, pero deja hacer. No incide ni en los amos ni en los perros. Parece gustarle esta simbiosis macabra. Y eso da pavor a Yeshua.
Yeshua reconoce ante sí la ingratitud. Por ellos ha luchado. Por ellos ha estudiado las escrituras. Por ellos ha discutido hasta el cansancio en el Patio de los gentiles. Por ellos vivióen el desierto y aprendió el oficio de las manos. Por ellos aceptó ser quien es. Su revolución fracasa a mitad de camino, huérfano y desterrado. En el mundo que deja no será dado otorgar la otra mejilla. Quien lo haga será objeto de burla. No morirá la venganza ni claudicará el egoísmo. No se extinguirá la caridad porque no se extinguirá la necesidad.
Yeshua no puede imaginar que esta escena fundará una religión centrada en la idolatría y el privilegio, ni que él será el ícono perfecto del sacrificio. Ese quizás sea su peor final.
Yeshua descree de la bondad infinita de Dios. Su dolor funde la parábola perfecta que trascenderá los tiempos y las geografías. Una parábola de desclasados muertos en nombre de una causa noble. Una parábola de muertos blasfemos a los que la historia pondrá en su lugar cuando ya sea tarde. Una parábola en la que los dueños del mundo, encaprichados en la idolatría de su propia imagen, enviarán a los simples a la guerra. Una parábola de miles de crucificados, confabulados en la destrucción del hambre.
Yeshua trasciende la puerta que lo despide de Jerusalén y despierta. Ya no sueña un mundo sin Caifás, sin escribas y sin Pilatos. Un mundo sin la maldad de Caín. Un mundo amor. Un mundo paz. Un mundo sin idólatras e idolatrados. Vuelve a mirar al cielo, ya no escucha la turbamulta. “Nadie puede enviar a su hijo a la muerte”, vocifera, murmura. Y la frase se multiplica en cada partícula del dolor que hoy lo somete y que lo está llevando entre insultos y piedrazos por el estrecho sendero que asciende a la cumbre del Gólgota.