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Prólogo

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por Alberto Manguel

Es más dificil descubrir el camino a través del mundo

que el camino más allá del mundo.

Wallace Stevens

Como la profecía clásica, como el miedo inconsciente, como los conocimientos intuitivos, el género de la ciencia ficción habla de nuestro presente como si fuera futuro. Lo que cuenta no dice hablar de lo que ocurre ahora sino de lo que va a ocurrir, pero sabemos que en esas atroces o utópicas revelaciones está algo oscuramente real que conocemos porque lo estamos viviendo. Los marcianos somos nosotros. Los monstruos intergalácticos, las máquinas teletransportadoras, los androides personificados y las casas robotizadas dicen pertenecer al mundo de los cuentos, pero solemos sentirlos menos ficticios que las tortuosas desventuras de Raskolnikov o las angustias de la pobre Madame Bovary.

Durante su corta vida (1928-1982), Philip K. Dick publicó unas cuarenta novelas y más de un centenar de cuentos en los que exploró con habilidad endiablada la naturaleza de aventureros filosóficos y alucinados realistas, enfrentados a gobiernos autoritarios y corporaciones megalomaníacas, en universos paralelos o en estados mentales cuya realidades son puestas en duda por el lector. Problemas de identidad, cuestiones existenciales, preguntas metafísicas y razonamientos teológicos en la vida cotidiana aparecen en su obra narrados a través de argumentos inquietantes y personajes convincentes. Sus paisajes fantásticos no nos son ajenos.

No es extraño entonces que un poeta argentino, conocedor de la literatura del siglo veinte, intente ofrecer un homenaje a quien fue (y es todavía) leído como un visionario explorador de los mundos oníricos de nuestro tiempo. Porque Philip K. Dick sueña para nosotros, y en sus sueños (en sus pesadillas) nos reconocemos.

Andrés Boiero ha simplificado su vocabulario poético para adaptarlo a las vicisitudes de una máquina. Hay diálogos en estos poemas, pero son espejos de intercambios electrónicos; hay emociones, pero son producto de diminutos chips y de recónditos engranajes. Vivimos a través de una tecnología que constantemente crea su propio lenguaje. En ese lenguaje creado por una máquina nos perdemos. Los especialistas de la Inteligencia Artificial nos dicen que hay intercambios electrónicos entre las computadoras que escapan al entendimiento de los humanos y por ende no pueden ser descifrados por nosotros. Son instrumentos de humildad, volviéndonos conscientes de nuestra debilidad intrínseca. Somos lo que nuestro cerebro nos permite ser, y conocemos lo que nuestro cerebro nos permite conocer.

Este lenguaje electrónico e incomprensible puede ser juzgado como la cumbre de la poesía hermética. Quizás sea éste el lenguaje ciego pero significativo al que aspiraban los surrealistas y que nunca lograron por completo, el triunfo de la palabra en sí misma, sin concesiones al significado ni al mensaje. Es ésta la lengua que Boiero trata de recuperar para volver precisamente al significado: mostrar cómo una máquina inarticulada pueda reflexionar y expresarse por sí misma, y que al mismo tiempo “se resiste a pensar/ en términos de utilidad”, dando así lugar a emociones impecablemente originales porque son futuras y virtuales. Boiero ha regresado a la expresión primordial que fue la prerrogativa de Adán en el Jardín del Edén, traduciendo esa lengua edénica a términos electrónicos. Así, Boiero ha sabido convencernos que la mera existencia de un vocablo incomprensible siempre significa algo: que una palabra no puede existir sin significar.

El lenguaje de la electrónica (como el de las matemáticas) es binario. Bajo esta maldición pitagórica (la imposición de número dos como regulador de todo lo que existe en el mundo) Boiero construye meticulosos y depurados poemas sobre cuyo esqueleto reconocemos vagos retazos de historias de amor, de antiguos pavores, de difíciles relaciones humanas y también mecánicas, espejos de nuestro presente.

No debemos olvidar, al recorrer el libro de Boiero, que se trata de plegarias. Es decir, de invocaciones que expresan el deseo de entablar una relación con la divinidad creadora de un mundo; en este caso, con Philip K. Dick (auténtico protagonista de este libro) y su universo de ciencia-ficción. San Ignacio de Loyola definió la plegaria como una conversación: conversación del feligrés con la divinidad, del espíritu con el Espíritu, del creador de máquinas con la Máquina Creadora. También del poeta con su musa, como fue el caso de Dante.

100 plegarias a Philip Dick

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