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Introducción

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Un cuadro en el museo

En un museo –no diremos aquí cuál– está exhibido el cuadro del emprendimiento. No es una gran pieza de arte, pero, desde hace un par de décadas, es la que más visitantes recibe. Es el cuadro más popular de la colección. Las multitudes pasan horas con su mirada fija en los hombres y mujeres que están allí retratados: Bill Gates, Elon Musk, Mark Zuckerberg, Sara Blakely, Jack Ma, Simón Borrero, Marcos Galperín, Arturo Calle, entre muchos otros. Sonrientes, mirando desde arriba a las multitudes, estos emprendedores parecen ser algo más que humanos. Así ha querido retratarlo el artista: en su cuadro no ha pintado humanos, ha pintado verdaderos genios. Innovadores. Transformadores. Semidioses que han cambiado el mundo. Semidioses que son admirados durante horas por ríos de espectadores.

Pero aunque se trata del mismo cuadro, no todos ven lo mismo. Entre los visitantes del museo hay, en realidad, dos grandes grupos. Están, por un lado, los que podríamos denominar emprendedores en potencia: aquellos que no ven la hora de embarcarse en esa aventura que tanto triunfo y satisfacción ha traído para los que ya se atrevieron a emprender. Su entrada en el mundo del emprendimiento es cuestión de tiempo.

Entre los emprendedores en potencia, unos son jóvenes, llenos de energía, con ansias no solo de explorar el mundo, sino de –como les gusta decir– comérselo. Son conquistadores –o por lo menos proyectos de conquistadores– que encuentran en las historias de los emprendedores –sus ídolos– la ruta a la cima. Otros, no tan jóvenes, ya han recorrido otras rutas –generalmente como empleados– y lo único que han descubierto es que en ellas no está la tan ansiada satisfacción. El emprendimiento, entonces, se les antoja como una salida. Una alternativa poderosa. Ya están decididos a enviar la carta de renuncia y probar suerte en ese mundo de adrenalina y riesgos; ese que también promete recompensas que nunca alcanzarían de persistir como empleados; ese que ya pueden anticipar en el cuadro exhibido en el museo. Los emprendedores en potencia ven en el cuadro una promesa de lo que pueden llegar a ser.

El otro grupo es el de los que podríamos denominar entusiastas del emprendimiento: comparten el interés por el emprendimiento y la admiración por los emprendedores, pero no son capaces de hacerse a la idea de que ellos también podrían emprender. De que es posible que, algún día, ellos hagan parte del cuadro. Al ver el retrato no pueden evitar sentirse inferiores. El emprendimiento –piensan– es algo reservado para unos cuantos genios atrevidos. Y como ellos no son ni genios ni atrevidos tendrán que limitarse a ser espectadores pasivos. A recorrer, sin esperanza, aquel museo, y de vez en cuando levantar la mirada hacia el cuadro iluminado y pensar: “ah, si tan solo me hubiera arriesgado”. Los entusiastas del emprendimiento ven en el cuadro un destino al que nunca podrán arribar, por más que lo deseen.

Las diferencias de percepción entre uno y otro grupo son significativas. Los emprendedores en potencia miran el cuadro y ven a sus grandes ídolos, pero no los sienten lejanos. O por lo menos no tan lejanos como los perciben los entusiastas, pues para estos la idea de que algún día podrán hacer parte de ese cuadro no es más que una ilusión infantil. Pareciera tratarse de una cuestión de ADN: el entusiasta del emprendimiento siente que por sus venas no corre la misma información genética con la que cuentan los emprendedores retratados que parecen estar hechos de una materia diferente; una materia reservada para unos cuantos afortunados. Algunos de los entusiastas incluso han contemplado la idea de que esos emprendedores que tanto admiran no son siquiera humanos. Como si entre nosotros vivieran unos semidioses que tienen la capacidad de moldear el mundo a su antojo. De pavimentar, a punta de ingenio y grandes ideas, el camino por el que la humanidad ha de avanzar.

Por su parte, los emprendedores en potencia no creen en la teoría de la genética particular. O tal vez creen que ellos también cuentan con esos genes especiales. Lo que los separa pues de aquellos que forman parte del cuadro no es otra cosa que la determinación. El coraje de lanzarse a la aventura, de saltar al vacío, como parece que han hecho los emprendedores exitosos.

El lector podrá estar de acuerdo con los entusiastas: el emprendimiento está reservado para unos cuantos seres especiales. La genética es así. Despiadada e indiferente. Unos nacieron para eso; otros simplemente nacieron para verlos en acción. Pero no todos los lectores pensarán así. Habrá unos que desconfiarán del fatalismo de los entusiastas y se pondrán del lado de los emprendedores en potencia. ¡Claro que se puede! Es cuestión de creérselo, o cuestión de tiempo, o cuestión de que se les ocurra esa idea revolucionaria.

Lo que unos y otros –envueltos en su fatalismo y en su entusiasmo– no pueden advertir es que el problema no es de percepción: el problema está en el cuadro mismo. Tanto entusiastas como emprendedores en potencia han sido timados por un cuadro que pinta una imagen amañada; el retrato que tantos hemos apreciado es desleal con la realidad. Es una idealización de lo que implica emprender. Un mito, si se quiere. Uno que se ha tejido a partir de películas, series, biografías, conversaciones en cafés y en pasillos universitarios, uno que se ha replicado a través de discursos motivacionales y de conferencias multitudinarias. Es una narrativa que se ha ido hilando poco a poco y que ha sacado provecho de la tendencia de nuestros cerebros a preferir lo simple por encima de lo complejo. A tomar por cierto lo atractivo por encima de lo verdadero.

Pero no nos pongamos conspirativos. No hablemos de complots. El hecho de que el cuadro del emprendimiento –podemos empezar a llamarlo la narrativa– no sea representativo de la realidad no es evidencia de que haya intereses oscuros en marcha. El cuadro no ha sido amañado para servir los intereses particulares de unos individuos. Simplemente así ha resultado. Es el precio que pagamos por intentar explicar las complejas acciones en las que nos embarcamos y los extraños mundos que vamos creando en el proceso. Toda comunicación requiere simplificación, y a veces esas simplificaciones son contraproducentes. Y justo eso sucedió en el caso de la narrativa simplificada del emprendimiento.

Los efectos (indeseables) de la narrativa actual

Son dos los efectos indeseables que ha generado la narrativa actual del emprendimiento. Y son, curiosamente, contradictorios entre sí. Por un lado, la narrativa ha convertido el emprendimiento en algo lejano; en una disciplina reservada para genios con buena genética. Como consecuencia, muchos que quisieran emprender se privan de hacerlo. Genera, en los entusiastas del emprendimiento, una sensación de insuficiencia, de no ser suficientemente buenos, de no tener ideas provechosas, de no haber empezado temprano.

Por otro lado, la narrativa ha atraído hordas de emprendedores sin convicción que consideran el emprendimiento como un camino fácil que, aunque no está desprovisto de riesgos, promete grandes recompensas para quien tiene suficiente coraje; recompensas que no se podrían obtener con otras formas de trabajo. La narrativa de que se puede ser su propio jefe, no rendirle cuentas a nadie, retirarse a un paraíso tropical a gozar de una vida de lujos, y que para ello basta con tener una buena idea de negocio, no es más que una red que termina atrapando a aquellos emprendedores que no tienen la convicción de transformar la realidad –o de brindar soluciones a grandes problemas–, sino simplemente de solucionar su situación financiera.

La narrativa actual del emprendimiento, aunque mentirosa, es altamente efectiva. Tanto que lo ha puesto de moda. Un hecho que se puede sentir en el aire y corroborar en pasillos universitarios. Las cifras lo confirman: según el Global Entrepreneurship Monitor (GEM), el principal monitor de emprendimientos, el 48,8% de los colombianos tienen la intención de crear empresa en los próximos tres años1. Los otros países latinoamericanos no están nada lejos. Las ansias de emprender se extienden por toda la región. Cada vez más –para volver a nuestra metáfora del museo– los espectadores observan el cuadro y se unen al grupo de los emprendedores en potencia.

La moda del emprendimiento puede que nos parezca apenas normal. Sin embargo, no hay que olvidar que hace apenas unas décadas ser emprendedor era el equivalente a ser un perdedor. La etiqueta de emprendedor estaba reservada para unos cuantos sujetos extraños que decidían crear empresa, pero sobre todo para marcar a aquellos que no lograban conseguir trabajo. Es decir, para perdedores. Los valores generacionales –esos derroteros inconscientes que determinan los destinos de muchas personas– han mutado. Antes eran el carro, la casa, y la familia. La apuesta era por la estabilidad y la certeza. Ahora es el emprendimiento el derrotero que jalona a cientos de personas –emprendedores y sus familias– hacia un destino incierto. La de estas generaciones es una apuesta por la transformación, el impacto y el legado.

¿Por qué estamos criticando el emprendimiento? No parece sensato criticar una actividad que genera empleo, dinamiza la economía, acelera las innovaciones y tiene impacto social2. Quejarse de que en un museo hay un cuadro que atrae más personas hacia el emprendimiento parece, a ojos de muchos, una necedad producto de la envidia. Que el emprendimiento esté de moda debería ser un motivo de celebración, no de preocupación. El cuadro, aunque engañoso, logra su cometido: poner el emprendimiento sobre la mesa y aumentar el número de emprendedores y emprendimientos que van a generar progreso.

El argumento es tentador. ¿Será que en vez de seguir criticando la narrativa mentirosa, admitimos que ha sido efectiva y que ha traído más bien que mal? ¿Seguimos contando las historias de emprendedores como hasta ahora? Parece que por ahora no nos ha ido nada mal con esa estrategia. En efecto, durante las últimas décadas hemos sido testigos de increíbles innovaciones debidas a los emprendedores y sus creaciones. Entonces, ¿para qué una narrativa más cercana a la realidad si el mito funciona bastante bien? La tesis a favor de la inercia, esto es, de no hacer nada, parece cobrar fuerza. Sin embargo, dos argumentos nos permiten salir en defensa de una nueva narrativa del emprendimiento.

El primero es que una nueva narrativa menos irreal puede acercar al emprendimiento a aquellos que lo veían lejano. Esto es, a los entusiastas del emprendimiento. Y es que cuando se revisan las cifras, se advierte que la moda es, en gran parte, solo eso: una moda. Solo un pequeño porcentaje de las personas que manifiestan el deseo de emprender lo concretan: el mismo informe del GEM señala que tan solo el 16% de los que dicen querer emprender se lanzan a hacerlo realidad. La brecha entre la palabra y la acción es, en este caso, un gran valle de sueños muertos. Muchos dicen que van a emprender y solo una pequeña porción de ellos lo hacen. El emprendimiento, aunque está de moda, sigue siendo un sueño lejano para muchos. Una nueva narrativa puede acercar el emprendimiento a los entusiastas y, por lo tanto, generar más emprendimiento. Es decir, convertir entusiastas en emprendedores potenciales.

Pero no se trata solo de aumentar la base de emprendedores potenciales, sino de presentar una narrativa que atraiga emprendedores con convicción. ¿Estamos atrayendo emprendedores sin convicción?, ¿emprendedores que se aventuran a crear empresa a partir de una idea equivocada de lo que implica emprender? Y, al mismo tiempo, ¿estamos, desde la narrativa reinante, excluyendo a posibles emprendedores?, ¿a emprendedores tal vez mejor preparados y con mayores posibilidades de tener éxito? Así lo creemos. ¿Tiene ello efectos prácticos? Una mirada a las cifras del fracaso empresarial podría despejar las dudas.

Al poco emprendimiento que se concreta se le suma la alta tasa de fracaso de las iniciativas empresariales. Por ejemplo, en Colombia luego de tres años solo el 61% de las empresas siguen existiendo, y luego de cinco años sobrevive apenas el 42,9% de ellas3. Se discuten ampliamente las razones de los fracasos empresariales en contextos latinoamericanos, y entre las explicaciones que se suelen ofrecer están las cargas tributarias, las inadecuadas regulaciones, la falta de acceso a las tecnologías y la información, y la escasez de fuentes de financiación4. Pero las altas tasas de mortalidad empresarial también se pueden explicar, en cierta medida, por las historias de emprendimientos que escuchamos, contamos y replicamos. Desde el cuadro que observamos en la exposición. Y es que cuando se tiene el convencimiento de que el emprendimiento es tan fácil como tener una idea, crear una empresa y sentarse a esperar los frutos, no causa sorpresa que esa fantasía resulte en decepción, quiebra y liquidación.

Si pintamos un nuevo cuadro, uno que retrate con mayor precisión la manera en la que los emprendedores piensan y actúan; uno que examine los mitos que se han creado del emprendedor –¿se trata, en realidad, de un soñador que plantea una visión arriesgada y se juega el todo por el todo en un salto al vacío?–; uno que le quite la condición de semidioses a los emprendedores y, en el proceso, abra las puertas para cientos de entusiastas del emprendimiento que no se han atrevido, ¿se reducirían las cifras de fracaso empresarial?, ¿surgirían mejores emprendimientos?

Por ahora no podemos dar una respuesta. Mientras tanto, a ocuparnos de lo que corresponde, esto es, pintar el nuevo cuadro.

Nueva narrativa del emprendimiento

Si los emprendedores son genios que transforman el mundo gracias a sus ideas y a su propensión genética para asumir los riesgos necesarios para ejecutarlas, entonces los libros sobre emprendimiento no son realmente útiles. Podría decirse que son inspiradores, pero de nada sirve estar inspirado si no se tiene la genética apropiada. Esa es la conclusión a la que se debería llegar después de un repaso por la narrativa actual.

En la nueva narrativa –la que pretendemos ilustrar aquí– son útiles los libros de emprendimiento, pues existen elementos comunes entre los emprendedores exitosos, aunque no sean precisamente producto de una genética privilegiada. Es más, del análisis de sus pensamientos y acciones se podría incluso derivar un método que los aspirantes a emprendedores podrían aplicar.

Esto, por supuesto, sorprende a aquellos que conocen y replican la narrativa tradicional. ¿Cómo puede haber un método para emprender? Los emprendedores – contestarán– son unos genios de una particularidad extrema, que no siguen reglas y mucho menos métodos. La genialidad no admite estandarización, dicen. Y en cierto sentido tienen razón: las historias de cómo surgieron los grandes emprendimientos que han cambiado el mundo en las últimas décadas son únicas y cada una tiene sus propias particularidades. Cada una, además, tiene sus toques de genialidad inesperada. Pretender negar que Steve Jobs, Bill Gates o Elon Musk son genios roza con lo absurdo. Sin embargo, también es cierto que cuando uno mira las historias de sus emprendimientos –así como las historias de otros emprendimientos exitosos no tan visibles– se encuentra con elementos en común obviados por la narrativa tradicional.

No es que estos emprendedores hayan seguido una serie de pasos estandarizados, sino que, en realidad, tienen una manera particular de pensar el emprendimiento. Ese es el gran descubrimiento de Saras Sarasvathy, una académica que ha dedicado su vida a estudiar a los emprendedores, que señala que “Existe una ciencia del emprendimiento […] una lógica común que observamos en emprendedores expertos sin importar la industria, la geografía y la época. A esta lógica la llamamos efectuación5.

La efectuación, o lógica efectual, es un nuevo paradigma del emprendimiento. Uno al que le cabe el adjetivo revolucionario. Durante años los académicos estuvieron forcejeando, sin éxito, con la pregunta ¿qué hace a un emprendedor? La respuesta predominante –aunque no muy convincente– era que los emprendedores debían tener una genética particular que los hacía más propensos al riesgo.

Sin embargo, la tesis de la genética privilegiada resultaba tremendamente frustrante para los académicos: admitir que el emprendimiento dependía de la genética suponía resignarse al hecho de que la academia no tenía mucho que aportar para criar generaciones de personas y sociedades emprendedoras. Era, en verdad, admitir que lo que le correspondía a los académicos y a los gobiernos interesados en promover el emprendimiento era un rol pasivo: esperar a que de la caprichosa genética surgieran más emprendedores. Eso, a la vez, significaba que el individuo averso al riesgo debía resignarse a una vida no emprendedora.

Frente a ese panorama desalentador, el descubrimiento de Sarasvathy –que a lo largo de este libro vamos a detallar y comentar– ofrece luces respecto de la realidad del emprendimiento, al tiempo señala un camino más alentador –y soportado por la investigación– para potenciales emprendedores. Los emprendedores, dice Sarasvathy, no se diferencian por sus genes sino por sus acciones, de las cuales se puede derivar una lógica común a todos ellos: la lógica efectual.

Los hallazgos de Sarasvathy obligan a romper con la narrativa tradicional del emprendimiento. Y es que lo que propone, en esencia, es que los emprendedores no son seres especiales, sino que: “La idea principal es que todo el que quiera ser emprendedor puede (aprender a) ser emprendedor”6. Los emprendedores, plantea, son personas de carne y hueso –de genética común y corriente– que operan bajo una lógica común. Una lógica que es distinta a la que se enseña en universidades y libros de negocios.

La advertencia de Sarasvathy es clara: dejen de analizar lo que los emprendedores son (sus características y su personalidad) y empiecen a mirar lo que los emprendedores hacen, pues sus acciones delatan una lógica particular muy diferente de aquella que nos habían narrado en las historias de éxito de emprendimiento. Aunque son muchos los aspectos en que difieren la investigación de Sarasvathy y la narrativa predominante de emprendimiento, hay uno que vale la pena anticipar desde ya: la manera en que los emprendedores enfrentan el futuro.

Según la narrativa tradicional, los emprendedores exitosos tienen la capacidad de anticipar el futuro: predicen lo que va a suceder y hacen una apuesta arriesgada que es recompensada cuando ese futuro se materializa. En esa línea se podría concluir que para ser un buen emprendedor hay que ser, en parte, un buen apostador.

La conclusión de Sarasvathy es que los emprendedores no se preocupan por predecir un futuro, sino que se ocupan de controlar un futuro que saben incierto. Las implicaciones de esa diferencia conceptual no son menores: el emprendedor que opera bajo la premisa de un futuro predecible o riesgoso plantea una visión y luego escoge, entre los muchos posibles caminos, el óptimo para arribar a esa visión. Ese emprendedor opera a partir de una lógica causal. Sus acciones causan que se materialice su visión. Existe una relación de causalidad entre sus acciones y su visión.

Por otra parte, el emprendedor que reconoce que opera en un mundo incierto, y que el futuro no se puede predecir, no plantea una visión, sino que trabaja con aquello que controla –su experiencia, sus contactos, sus conocimientos– y a partir de allí va ensamblando, mediante interacciones, un emprendimiento que –espera– le permita controlar, en cierta medida, ese futuro incierto; es decir, opera bajo una lógica efectual. En vez de proponerse una meta, el emprendedor efectual pone en marcha una serie de interacciones o efectos de las cuales surgen posibles metas.

¿Qué son las contingencias para el pensador causal?: interrupciones al vínculo de causalidad; obstáculos infranqueables; fracasos que auguran la imposibilidad de materializar la visión. En cambio, el emprendedor efectual encuentra en las contingencias posibles oportunidades y, en tanto no está restringido por un vínculo entre acción y visión, tiene la posibilidad de ajustar el rumbo y sacar provecho de los obstáculos que le propone el camino. Se trata, en suma, de dos marcos conceptuales –dos campos de acción– con implicaciones prácticas absolutamente diferentes.

En el mundo causal las ideas son las protagonistas; es a través de ideas que se saca provecho del futuro que solo unos cuantos pueden predecir. En cambio, en el mundo efectual lo que importa son las acciones, pues solo a través de acciones y de experimentación se puede controlar un futuro incierto. Por tanto, en realidad las ideas –esas grandes visiones que nos narran en las historias de emprendimiento– son frágiles. Vulnerables cuando se considera que se deben ejecutar en un mundo cambiante e incierto. Es más, en algunos casos las ideas de negocio brillantes, aquellas que juzgamos con el beneficio de la retrospectiva y nos maravillan por su genialidad, en principio eran malas ideas. Es el caso de Starbucks. Hoy en día nadie niega el éxito del modelo de negocio de Starbucks. Tendemos a creer que el éxito de esa compañía se explica en función de la calidad de la idea y de la ejecución. Y vamos más allá: si tan solo a nosotros se nos hubiera ocurrido –o si tan solo tuviésemos la capacidad de predicción que tuvo en su momento Howard Schultz– probablemente hoy estaríamos disfrutando de la vida tan única de la que goza este gran emprendedor. Pero lo de Starbucks no es un resultado del arte de la predicción. Ni del arte de la visualización. Bajo la lupa de la predicción y la visualización Starbucks francamente era una pésima idea de negocio cuando Schultz la empezó a ejecutar.

En 1971, cuando se fundó el primer Starbucks, el consumo de café en Estados Unidos había caído, en cuestión de una década, de 3.1 tazas a 2 tazas. Con Starbucks Schultz no descubrió una oportunidad que nadie más pudo ver: tal oportunidad era, en realidad, un negocio en decadencia. Tampoco parece ser cierto que Schultz haya anticipado un auge del café: el Starbucks original ni siquiera ofrecía café para consumir (el modelo que lo haría tan exitoso); se trataba de una tienda que vendía granos de café, té y accesorios. ¿Fue Schultz un visionario que imaginó un futuro en el que las personas acudirían a una tienda para consumir elaboradas preparaciones de café? La respuesta es no. La visión original de Schultz era traer a Estados Unidos los bares de espresso italianos. En esa versión original, llamada Il Giornale –que Schultz creó aparte de Starbucks, y en la que trabajaba como líder de marketing–, los clientes se quejaban de la banda sonora del sitio, compuesta exclusivamente de óperas; los meseros se sentían incómodos con las pajaritas que debían portar, no había sillas en las cuales sentarse ni mucho menos bebidas saborizadas.

El Starbucks que conocemos hoy en día es producto de una serie de interacciones: de clientes pidiendo bebidas saborizadas, de meseros negándose a usar trajes formales, de adaptaciones a gustos musicales locales. Schultz no visionó un futuro prometedor para el café, ni advirtió algo que nadie más pudo advertir. En realidad, la historia de Starbucks es la de una oportunidad creada. Una que se fue forjando a partir de acciones y efectos. Un negocio que se moldeó a partir de la lógica efectual7.

¿Es esa la versión que tenemos en mente sobre Starbucks o, para tales efectos, sobre cualquier emprendimiento que nos venga con facilidad a la cabeza? Sin duda no lo es. Desprendernos de la narrativa de los genios visionarios es todo un reto. Sin embargo, cuando uno revisa con cuidado los emprendimientos que están detrás de las grandes innovaciones de los últimos cuarenta años, es difícil creerse el cuento de que vivimos en un mundo que es producto de las visiones de unos cuantos genios.

¿En realidad Steve Jobs sabía para donde iba al mundo y le sacó el jugo a la oportunidad de poner un teléfono inteligente en el bolsillo de cada persona?, ¿alguien podía prever el impacto que tendría el internet en nuestras vidas?, ¿es todo esto parte de un plan que alguien fraguó en los años 80 en sus oficinas de San Francisco?

Difícil creerlo. Aún así, esa es la narrativa imperante. La de la lógica causal. La que asegura que hay unos genios que tienen mayor capacidad de predecir el mundo y que, por ende, han sabido atacar oportunidades que el resto obviamos. Que el futuro es difícil de predecir, pero que hay unos seres especiales que sí pueden hacerlo y, aún más, que tienen una genética que les permite tomar los riesgos extravagantes necesarios para hacerse de esas oportunidades.

El futuro, nos dicen, fue orquestado por estos genios que admiramos. En este libro nos separamos de esa idea. El futuro no fue orquestado porque nadie podía anticiparlo. Vivimos en un mundo incierto, complejo, y cambiante. Nadie, por lo tanto, puede anticipar lo que sucederá y mucho menos sacar provecho de las oportunidades que estarán al alcance de los visionarios. Eso sí: el futuro no puede ser orquestado, pero sí moldeado. Los emprendedores son personas que resuelven problemas a través de soluciones efectivas y, en el proceso, moldean el mundo.

¿Son genios con grandes ideas? Algunos, pero no tantos como nos han hecho creer. ¿Son apostadores arriesgados? Algunos, pero sin duda la constante en los emprendimientos no son las locuras arriesgadas, sino más bien los riesgos calculados. El emprendimiento, argumentaremos en este libro, no es tan difícil como nos lo han hecho creer, ni tampoco tan sencillo –como muchos lo perciben– como tener una gran idea.

Este libro presenta una mirada menos mitológica de cómo se ven los emprendedores. Es un tejido de historias de emprendedores y un esfuerzo por desvelar qué se puede aprender de ellos más allá del mito.

La estructura

Este libro está dividido en tres partes. En la primera definiremos lo que entendemos por emprendimiento, y para entender quién es y quién no es emprendedor emprenderemos dos viajes. El primero será a través del espacio: comenzaremos en una pequeña ciudad en el sur de Italia, pasaremos por los laboratorios de la Universidad de Oxford, y terminaremos en los acantilados de la costa oeste del condado de Kerry en Irlanda; el segundo será a través del tiempo, de forma que nos remontaremos varios siglos atrás para conocer la misteriosa historia de la primera persona que uso el término “emprendimiento”.

En la segunda parte hablaremos de cómo actúan y piensan en realidad los emprendedores y de las habilidades necesarias para mantenerse en el camino del emprendimiento. Conoceremos qué tienen en común una mujer barranquillera nacida en el siglo XX con el emperador romano Marco Aurelio; entenderemos la diferencia entre persistencia y resiliencia, y descubriremos por qué la investigación de una profesora de Harvard tiene el potencial de cambiar para siempre la manera como percibimos el fracaso.

En la tercera y última parte viajaremos a Silicon Valley y, en los célebres cafés donde los jóvenes están programando día y noche su camino hacia el éxito, nos preguntaremos dónde entra el fracaso dentro de toda esta ecuación. ¿Nos estará frenando el miedo a fracasar? ¿Debemos celebrar el fracaso como lo hacen en algunas de las compañías más icónicas de Silicon Valley? ¿Qué es, en realidad, fracasar? También exploraremos lo que puede enseñarle una fallida plataforma artística a una heladería italiana, y cómo un exilio puede ser usado a favor de quien lo sufre.

Este no es un libro sobre emprendimiento, sino un libro sobre emprendedores. Son sus historias, contadas desde una perspectiva más humana y cercana, las que permitirán extraer esas lecciones que conviene tener en cuenta en un contexto en el que el emprendimiento ha dejado de ser la aventura de unos pocos arriesgados y se ha convertido en el tema en boca de muchos.

Capítulo I

¿Historias o emprendimientos?

Un poco rojo

Cuando Gabriela Arenas abrió los ojos una mañana de julio no pudo ver con claridad la lámpara sobre la mesa de noche. La veía distinta, como si las proporciones del objeto hubiesen mutado. “Se me olvidó cómo era”, pensó; eso o “alguien entró en la mitad de la noche y la cambió por otra”. Una explicación improbable, teniendo en cuenta que, para ese momento, Caracas todavía era una ciudad relativamente segura. Además, la idea de que alguien se llevara su lámpara y tuviera la buena voluntad de dejar otra en reemplazo, resultaba, cuando menos, ridícula.

Sacó el brazo derecho de entre las cobijas y lo acercó a los ojos para ver la hora que marcaba su reloj. Alcanzó a ver que eran las siete. No lograba, sin embargo, diferenciar los siguientes dos números que aparecían en la pequeña pantalla de su reloj digital. Algo sucedía. En un solo movimiento se quitó las cobijas de encima y se paró. Corrió hacia el baño y se miró en el espejo.

El ojo derecho estaba completamente rojo. Pero no colorado como cuando una persona sufre de conjuntivitis. Ni como el resultado de un pelotazo de tenis. El ojo de Gabriela estaba tan rojo que no era posible distinguir su pupila. Esa madrugada su ojo era un mar espeso a través del cual ella no podía ver nada: ni la lámpara, ni los últimos dos dígitos del reloj, ni las notificaciones de las llamadas perdidas de sus socios que desde muy temprano la estaban buscando.

Como buena emprendedora, Gabriela quiso hacer varias pruebas antes de ir al médico: acercó y alejó el dedo frente a su ojo afectado. No lo veía. Presionó el párpado. Nada de dolor. Sólo ceguera. Próxima parada: el hospital.

Le tomó cinco segundos al oftalmólogo revisarle el ojo, antes de preguntarle “¿usted qué está haciendo acá? Nos vamos ya para urgencias”. En el rostro del médico se comenzó a esbozar un gesto de preocupación.

¿Una carrera exitosa?

“Esto que acabas de tener es el paso previo a un aneurisma. Gracias a Dios a ti te explotó el nervio del ojo y no subió a tu cabeza, porque te hubiera podido haber explotado en el cerebro”. No fue necesario que el médico le explicara en detalle las consecuencias de aquella explosión; Gabriela las podía intuir. Algo que “explota” en el cerebro significa el fin del juego. Se le acababa la vida y sin haber cumplido los veintiséis años.

A los ojos de sus pares, Gabriela Arenas era una emprendedora exitosa. A sus veintitrés años había lanzado su propia agencia de comunicaciones, contaba con más de tres años de experiencia en el sector y nada de esto le había impedido graduarse como comunicadora social de la Universidad Católica Andrés Bello, una de las más importantes del país.

El éxito de su agencia solo era superado por la reputación de sus clientes: Nokia, Diageo, Brahma, entre otras. Grandes marcas que hacían parte del portafolio de Gabriela y la ponían a viajar por toda Latinoamérica; para muchos, un síntoma de una carrera exitosa.

El quebranto de salud, producto del exigente ritmo de trabajo que Gabriela se había autoimpuesto durante muchos años, puso en duda el éxito de su carrera. En su cabeza todavía resonaban las palabras del médico: “Los infartos en mujeres menores de 30 son raros. Eso sí, normalmente son fulminantes”. Y Gabriela iba para allá. El cuestionario del médico lo había dejado claro:

– ¿Cuántas horas al día duermes?: dos o tres;

– ¿Cuántas veces al día comes?: una, a veces dos;

– ¿Haces ejercicio?: no;

– ¿Fumas?: sí;

– ¿Cuánto?: una cajetilla diaria;

– ¿Viajas?: sí;

– ¿Cuántas veces al mes?: tres.

La operación matemática era, en realidad, simple. Seguía por ese camino y sufriría un infarto antes de llegar a los 30; si replanteaba su estilo de vida todavía le quedaría chance de sobrevivir.

“Los veinte son para equivocarse sin consecuencias”, pensaba Gabriela, “no para estar al borde de un infarto”. Decidió entonces citar a sus socios a una junta directiva urgente. Esta vez el cuarto del hospital haría las veces de oficina.

La junta

“Me tengo que quedar en la clínica seis días. Sé que tenemos mucho trabajo, pero tengo que venderles mi parte de la empresa. No puedo seguir con este ritmo”, les dijo Gabriela. Anonadados por la noticia, los otros dos socios se miraron entre ellos. ¿Un problema en el ojo y va a renunciar? No puede ser. Gabriela no les había contado aún sobre la posibilidad de sufrir un infarto.

Les repitió, entonces, el cuestionario del médico y su aterrador diagnóstico. “Sigo así y me muero, no tengo alternativa”.

“Pero ¿cómo así que nos vendes tu parte en la empresa, si fuiste tú la que la creó?”, preguntó su socio. No esperaba respuesta. En ese momento era más importante expresar su confusión que resolverla.

En efecto, para Gabriela la agencia era su hija y su entrega a ella era indiscutible. Esa relación maternal era la razón de su determinación, la explicación de cómo había logrado mantener ese ritmo frenético durante años. Aunque era consciente de que dormir dos horas y comer poco era peligroso, sentía que estaba por encima de la situación; por encima del bien y del mal. Pensaba que nunca le iba a pasar nada malo.

Finalmente, sus dos socios le compraron la participación y, así de fácil, en el tiempo que toma trazar una firma sobre una hoja de papel, la hija de Gabriela había dejado de ser suya. Era la primera vez que Gabriela fracasaba como emprendedora. No sería la última.

Historias, no compañías

Las historias que tradicionalmente nos han contado sobre emprendimientos son distintas a la de Gabriela. No hay hospitales, ni médicos, ni aneurismas, ni ojos rojos. En cambio hay garajes, jóvenes barbados, crecimientos exponenciales, productos revolucionarios. Emprendimientos como Facebook, Google y Microsoft, que se convierten en una fuerza de la naturaleza que se lleva por delante a las empresas tradicionales en una avalancha de innovación, talento y disrupción. Una avalancha comandada por jóvenes universitarios que comenzaron en un garaje y ahora tienen las oficinas más grandes de Silicon Valley8 . Se trata de historias de éxito que, además, parecieran suceder de un día para otro.

Las lecciones que transmiten son claras y, a veces, no del todo convenientes: dejarlo todo atrás y renunciar a otros trabajos, a la familia y a la vida social. Nos venden la idea de apostarlo todo por un sueño: el de alcanzar la fama, sumas escandalosas de dinero, el privilegio de ser como uno de esos jóvenes barbados que abandonaron sus hogares para montar una compañía que, a punta de ingenio e innovación, cambiaría para siempre la manera como vivimos.

Compañías como Facebook, Google y Microsoft han dejado de ser empresas y han pasado a formar parte del mundo de las historias. El material estaba allí: el joven extraño, los resultados extravagantes, los días soleados en la bahía de San Francisco. Bastaba con encontrar una manera atractiva de narrarlo: el garaje, las horas de trabajo incansable, el producto revolucionario, la personalidad peculiar del personaje. El público con el que resonaría la historia también estaba preparado para escucharla: jóvenes universitarios ambiciosos, estudiantes indisciplinados, empleados frustrados queriendo escapar del yugo de un mal jefe. Un terreno fértil para que germinara la semilla del emprendimiento.

El resultado: millones de aplicaciones digitales fallidas, restaurantes con una vida promedio de dos meses, miles de jóvenes cuyas redes sociales lo presentan como “emprendedor” o “fundador de…”. Una narrativa atractiva cuyos efectos prácticos se despliegan a escala por todo el mundo.

“El mundo está hecho de historias, no de átomos” dijo alguna vez el poeta uruguayo Eduardo Galeano. El mundo está hecho de historias, no de compañías, parece ser la conclusión de nuestros tiempos. Facebook es más que una empresa: es el referente de millones de personas, de todas las nacionalidades y edades posibles. Pero, sobre todo, es una historia muy bien contada. Y con razón: la inmortalizó en una película un gran contador de historias, el aclamado guionista Aaron Sorkin.

Los seres humanos sufrimos de una ‘falacia narrativa’, escribe Ryan Holiday: “Con el éxito viene la tentación de contarse a uno mismo una historia, de pulir las esquinas, omitir los momentos de suerte y agregarle un cierto misticismo al asunto”9 . De cierta manera todos queremos ser héroes; deseamos contar nuestra historia épica de cómo surgimos de las cenizas –o de la miseria– y, contra todo pronóstico, alcanzamos el éxito.

“El estrés, las tentaciones, las caídas y los errores, son pedazos de cinta que quedaron en el piso de la sala de edición, mientras que la película proyectada la conformaron, en su totalidad, los momentos destacados”, escribe Holiday10. Basta con pensar en la última vez que escuchamos sobre un emprendimiento exitoso. “Se inventaron una aplicación, se volvieron millonarios y ahora viven California”, o tal vez fue así: “Se les ocurrió esta idea y la ‘sacaron del estadio’. En menos de un año ya tienen suficiente dinero para no hacer nada el resto de la vida”. Falacias narrativas, ambas. Alejadas de la realidad, también. Historias, no compañías.

Lejano e ideal

Con esos referentes en la mente, no es extraño que muchos que tienen la intención no se atrevan a hacer realidad sus sueños de emprendimiento. Probablemente en sus mentes ronden preguntas del estilo de: ¿cómo alcanzaré el éxito tan rápido como Mark Zuckerberg, que a los veintidós años ya era millonario y a los veintitrés, billonario?, o ¿cómo podré llevar a cabo proyectos tan ambiciosos como los de Elon Musk?11. Emprender, nos han hecho creer, es como un faro lejano que irradia una luz atractiva pero que solo unos cuantos pueden alcanzar. Ese es el primer efecto de la falacia narrativa en historias de emprendimiento: ha logrado deshumanizar a los emprendedores. Presentarlos como unos cuantos privilegiados superhumanos. Alejar las mieles del emprendimiento de muchos que sueñan con lograrlo.

Lo cierto es que los emprendedores son seres humanos, y como todo ser humano están llenos de dudas. Y es que dudar es apenas una reacción natural de quien asume tareas de gran envergadura. Le sucedió a Miguel Ángel cuando el papa Julio II le comisionó la tarea de pintar el fresco de la Capilla Sixtina. Él se veía a sí mismo como un escultor, no un pintor y, en todo caso, la magnitud de la tarea lo abrumaba. No fue hasta dos años después –y ante la irreprimible insistencia del papa– que comenzó la obra.

Martin Luther King, por su parte, tuvo dudas de asumir el liderazgo del movimiento por los derechos civiles. Incluso había acordado con su esposa no asumir responsabilidades comunitarias para poder trabajar en su tesis. El mismo Steve Wozniak, cofundador de Apple, tuvo dudas de dedicarse de lleno al emprendimiento pues se sentía trabajando para Hewlett Packard, en donde “permanecería toda su vida”12.

Conocer los momentos de flaqueza de los emprendedores permite desprenderse de la idea de que son superhumanos. Pero como la narrativa tradicional obvia esos detalles, emprender se convierte en algo lejano. Algo restringido a aquellos que no dudan y no fracasan.

El otro efecto de la falacia narrativa es que hace que muchos de los que deciden emprender lo hagan buscando el éxito prometido en esas historias. Entonces el dialogo interno de algunos aspirantes a emprendedor se escucha más o menos así: “tengo un trabajo que detesto y no quiero seguir aguantándome a mi jefe, ¿por qué no mejor creo una aplicación como hizo Zuckerberg y con el dinero que me gane me voy a vivir tranquilo a una isla en el Caribe?”. Como si fuera así de fácil. O tal vez es el mesero que está estudiando diseño y que, por boca de sus amigos, se ha enterado de que el mercado laboral está ofreciendo salarios muy bajos a profesionales como él: “En vez de venderme por ese precio, mejor me dedico a pensar en una idea ganadora y me vuelvo millonario como todos esos tipos que son sus propios jefes”. El emprendimiento, nos han convencido, es un camino corto, adornado de rosas, y al final hay un botín de monedas de oro. Solo hace falta tener una buena idea y algo de coraje. El emprendimiento, dicen las historias, es un asunto ideal.

En realidad, esos dos imaginarios de la falacia narrativa –emprendimiento como algo lejano y emprendimiento como algo ideal– producen el mismo resultado: emprendedores sin convicción. En otras palabras, emprendedores que no pretenden crear un cambio positivo en el mundo sino simplemente mejorar su propia situación13.

Ese es el gran efecto de las historias de emprendimiento: han creado emprendedores que no quieren resolverle problemas a las personas, sino resolverse su propia situación financiera. Y no es que ese sea un objetivo desleal, ni tampoco quiere decir que quien intente generar dinero sea mala persona: el éxito financiero es una persecución loable. Sin embargo, el motor de los emprendedores por convicción va más allá de una meta tasada en dólares.

“La gente piensa que uno emprende para hacerse millonario”, dice Mauricio Toro, un experimentado emprendedor. “Y uno no emprende para hacerse pobre, ni para hacer caridad. Pero el emprendedor de corazón, de alma y de pasión, emprende por el gusto de transformar una realidad. Del mismo modo que quien trabaja espera tener un buen sueldo, pero su motor y origen principal no es hacerse millonario”.

Además, las historias tradicionales nos muestran únicamente dos momentos del emprendimiento: la idea y el resultado. El proceso queda, como dice Holiday, en el piso de la sala de edición, mientras el resto del mundo se deleita con la atractiva película.

Este libro busca humanizar a los emprendedores. Mostrarlos como son: personas. Acercarlos. Bajarlos del pedestal en que los instalamos. Recoger los pedazos que yacen en el piso de la sala de edición y volverlos a juntar. Mostrar el proceso lento y arduo en un mundo que clama cada vez más por lo inmediato, por el ‘like’, por la gratificación instantánea, por la materialización sin esfuerzo de una idea de negocio. A través de estas páginas se intenta tejer una nueva narrativa que atraiga emprendedores con convicción de transformación y que aleje a aquellos que persiguen el dinero fácil; que retrate con mayor precisión y menos misterio el pensamiento y los actos de los emprendedores, y que le revele a quien las está leyendo que no tiene que haber nacido con la genética de un semidios para convertirse en emprendedor.

Más allá del mito

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