Читать книгу La consulta espiritual y física del pueblo kággaba - Anghie Prado Mejía - Страница 6

Introducción

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La reparación de las víctimas del conflicto armado constituye un derrotero inexorable hacia la construcción de una “paz estable y duradera”. Como lo ha sugerido Walter Mignolo (2009), el proceso histórico en América Latina supone encarar la “herida colonial”. Se trata de reconocer que, en la conformación de la sociedad colonial y republicana, se dieron procesos de violencia estructural que parecen no cesar. Así,

el Estado colombiano debe reconocer su acción y omisión frente a esta descarnada guerra, que ha ubicado a Colombia en la lista de países con mayor número de desplazados internos (UNHCR-ACNUR-Estadísticas, 2017). […] se considera que el derecho a la reparación, además de garantizar el restablecimiento de derechos de las víctimas, permitirá acercarnos a una sociedad más democrática, justa e igualitaria (Prado, 2018, p. 98).

Las sociedades donde se dan marcos legislativos basados en la reparación, algunas veces, corresponden a escenarios donde se han dado o se dan procesos de colonización. Podemos recordar, al respecto, los procesos de reparación en Centroamérica asociados a las guerras que tuvieron participación de los Estados Unidos. De hecho, en el caso de Guatemala la búsqueda de la paz fue paralela a un proceso de construcción de democracia (Jonas, 2000). Igual sucedió en el Congo, país con un largo y complicado pasado colonial que generó espacios de disputa local que requirieron marcos transicionales para su resolución (Mangu, 2003).

En cierto sentido, los marcos transicionales donde hay reparación, búsqueda de la verdad y garantía de no repetición son adyacentes a sociedades donde hay fuerte presión de poderes globales por determinar los modos de existencia de las sociedades locales. Entonces, la respuesta a esta situación es una presión social que exhorta a la configuración de instrumentos para generar justicia social. Está claro que, en el caso de Colombia, la justicia de este tipo que se ha reclamado de parte de movimientos sociales ha tenido diversos rasgos, pues algunos movimientos se conformaron desde la diferencia étnica; otros, desde la defensa del territorio, en algunos caso por ambas situaciones (Escobar, 2002).

En este orden de ideas, se puede afirmar que la reparación como política pública es uno de los resultados de la movilización de dispositivos estatales que funcionan de oficio, y también una consecuencia de luchas que se dan en diversos escenarios de poder y que tienen como actores principales los movimientos sociales. Hoy día se sabe que estos últimos incluso están conformados por actores humanos y no humanos, y que los Estados en raras ocasiones reconocen el carácter de interactores que conforman algunos de esos movimientos. Esto lo describió muy bien la antropóloga peruana Marisol de la Cadena para el caso andino, donde la ontología animista es la que predomina y los indígenas deben sentarse a negociar dentro de los rígidos marcos del naturalismo que no reconoce a la naturaleza como un sujeto (De la Cadena, 2009).

Como se señala en Prado (2018), al hablar de reparación se deben resolver cuestionamientos en torno a “¿Reparar qué? ¿A quiénes? ¿Cómo reparar? y ¿Qué tanto conocemos del daño o afectación que han experimentado las víctimas?” (p. 98), toda vez que mediante estas preguntas es posible entender cuál será el grado de reparación o qué se busca reparar (Delgado, 2007), atendiendo a las complejidades ontológicas de las sociedades sujeto de reparación. No obstante, el tema se torna más complejo cuando las víctimas son pueblos indígenas con unas características cosmogónicas particulares y para las cuales incluso la lengua que define y regula la reparación es extraña, o es la propia lengua de la sociedad hegemónica. En este punto, el Estado entra a desempeñar un papel crucial pues está obligado a asistir y atender a estas poblaciones, con la finalidad no solo de garantizar la restitución de sus derechos, sino de proteger y salvaguardar la integridad cultural de la nación, tal como lo reza el artículo 7 de la Constitución Política de Colombia de 1991. Por lo referido, el presente texto tiene como objetivo documentar el proceso de implementación de la política pública de formulación y construcción del plan de salvaguardas dentro de la etnia kággaba, conocida popularmente como los koguis1.

Aunque se describirá más adelante quiénes son los kággaba, en este punto se puede adelantar que es una de las etnias de la Sierra Nevada de Santa Marta (SNSM), de habla macrochibcha. Usualmente, los kággaba han habitado los flancos al noreste de la SNSM, en especial los valles que se forman en las cuencas hidrográficas de los ríos que desembocan en el mar Caribe.

Los interrogantes que gestaron el presente texto se formulan a partir de las críticas al ciclo de la política pública (policy cycle) señalado por Muller y Surel (1998), quienes invitan a pensar la implementación de las políticas públicas no como una máquina que aplica procesos sistematizados, sino más bien como un proceso donde quienes la implementan actúan de acuerdo con un entramado histórico y sociocultural y, por ende, no sea raro que dichos ejecutores realicen una labor continua de significado y resignificación de un texto con base en su propia escala de creencias e intereses; es decir, las políticas públicas no se aplican en un vacío exento de tensiones, sino por el contrario en una arena de disputa. En este punto coincide Alejandro Agudo (2014), quien describe la diversa gama de relaciones que se tejen entre los ciudadanos y el Estado en México. Para el autor, el Estado es, antes que nada, una arena de negociación donde prima un lenguaje de traducción, espacios en los que brota lo público, y marcos donde se construyen interacciones. En consecuencia, hay toda una constelación de normas, leyes, decretos y un aparato burocrático que encarna esa narrativa.

Así pues, los investigadores deberían preocuparse por indagar cómo los ejecutores y los beneficiarios otorgan múltiples significados a la norma, y así reflexionar sobre la ejecución en función de dicha interpretación. Incluso, los investigadores de estos escenarios de implementación de procesos de reparación deben estar alertas sobre las ontologías implicadas en la negociación, reconociendo que el Estado parte de la premisa ontológica que separa la naturaleza de la sociedad.

En todo caso, se trata de desmantelar la premisa de las políticas públicas como la solución del problema, tal como lo afirmó el reconocido líder indígena serrano Cayetano Torres en el marco del congreso “Diálogo Intercultural en Abya Ayala”, desarrollado en la Universidad del Magdalena en el 2018: “la resolución o el decreto no es una varita mágica; es apenas el inicio para un largo camino donde nosotros los indígenas y el Gobierno vamos a sentarnos a dialogar par a par” (Prado, 2018, p. 98). En ese sentido, “estos instrumentos no resuelven los problemas de plano, sino que dan otras coordenadas para comprender contextos sociales problemáticos” (p. 98).

A pesar de las inconsistencias que puedan conllevar las políticas públicas en términos ontológicos y de sus asimetrías pues son construidas en la mayoría de las ocasiones desde arriba hacia abajo, estas medidas se convierten en instrumentos que permiten agenciar transformaciones en las relaciones tradicionales entre las comunidades y el Estado, o entre las comunidades y la sociedad mayoritaria. Así pues, las políticas públicas son constructoras de un marco que otorga sentido, en el que los actores reconstruyen sus problemas y proponen acuerdos. Por lo tanto, diseñar políticas públicas no consiste únicamente en solucionar problemas, sino más bien en hacer una reinterpretación de estos para sentar las condiciones de una intervención del Estado (Roth, 2003). Habría que agregar que, en contextos interculturales, esta mediación no puede configurarse desde las ontologías estatales, que parten de la distinción entre naturaleza y cultura; por el contrario, debe reconocer, como ocurre en el caso kággaba, que las sociedades objeto de reparación son una con su territorio, de tal suerte que las vejaciones por reparar no solo son a personas, sino también al territorio.

Ahora bien, aunque Colombia posee 102 pueblos indígenas, con procesos similares a los de kággaba, es necesario explicar el motivo de la elección de este caso. La razón principal es que algunos etnógrafos perciben a estos indígenas como “puros” y “auténticos”, hecho capitalizado por esa etnia para proyectarse al exterior como los conservadores naturales del medio ambiente, lo que implica que las intervenciones oficiales dirigidas a ellos sean pensadas con enfoques diferenciales (Sarrazin, 2016).

En efecto, este fenómeno fue estudiado por la antropóloga colombiana Astrid Ulloa. Para esta autora, los kággaba movilizaron la imagen de un “nativo ecológico” a partir de sus demandas culturales como una estrategia política para el reconocimiento y la reafirmación de sus derechos. En su investigación, Ulloa asegura que esas idealizaciones románticas de esta etnia fueron sedimentadas, en parte, por los relatos idílicos de la prensa nacional, que posicionaron a los indígenas como guardianes de la naturaleza. Esto ha hecho que la población colombiana, incluso el Estado, tenga una visión prístina de ellos (Ulloa, 2004).

Incluso, como lo ha mostrado el antropólogo Wilhelm Londoño, los kággaba sirvieron en la década de 1970 para recrear y materializar lo que sería la sociedad tairona, considerada como una expresión de una gran civilización que vivía en armonía con la naturaleza (Londoño, 2019). Esta idea ya había sido sugerida por Margarita Serje (2008), quien describió hace más de una década cómo la SNSM se construyó como escenario de culturas ecológicas y apolíticas. De esta suerte, los kággaba eran aceptados por el Estado si sus reclamos podían traducirse como demandas por conservación medioambiental, mientras que, en cambio, eran rechazados si sus exigencias implicaban tierras o participación política.

Por su parte, Silvana Pellegrino (2017) sostiene que los indígenas de la SNSM no son presentados de la misma forma que los indígenas nasas y guambianos, reconocidos por su lucha territorial. De ahí que ciertos sectores oficiales los tilden de oportunistas y de querer parecer indígenas. Claramente, los indígenas del Cauca no son percibidos como ancestrales, como sí ocurre con los kággaba. Prueba de tal consideración es que estos últimos aparecen en un videoclip que acompaña el himno nacional y que se transmite por televisión a las 6 a. m. y a las 6 p. m. Sorprende de esa grabación la imagen armónica entre la Policía y los kággaba, quienes comparten abrazos que se cruzan con la bandera nacional en el telón de fondo de la SNSM. Esta es la imagen en pleno del “nativo ecológico” aceptado por la institucionalidad.

Es evidente que estos performances buscan promocionar y sedimentar símbolos patrios en el imaginario de los colombianos y que “el Estado busca proyectar una imagen elocuente de reconocimiento y respeto frente a los indígenas y para ello utiliza la figura del indígena con mayor legitimidad [en el país]” (Prado, 2018, p. 105). Acá cabe la advertencia del académico Cristóbal Gnecco (1999), quien explica que, en la historia de las ciencias sociales en Colombia, el indígena del pasado siempre fue reconocido por la institucionalidad como el bueno, a diferencia del indígena del presente, que por sus reclamos territoriales y de participación política era representado como pendenciero. Este es el alocronismo del que habla Johannes Fabian (2019): un proceso por medio del cual la sociedad hegemónica acepta lazos con los indígenas del pasado y niega las relaciones en el presente con los indígenas actuales.

Igualmente, Alhena Caicedo, citada en Prado (2018), advierte sobre la incidencia de las políticas de reconocimiento en la construcción de la figura del indio patrimonial: “Según este concepto, es posible apreciar cómo en la literatura antropológica ciertos colectivos se comprenden como ecológicos, cercanos a la naturaleza, pero además como portadores de tradiciones y saberes ancestrales” (p. 105). Lo novedoso, según esta autora, es la capacidad de instrumentalización del Estado colombiano frente a estas imágenes para

robustecer esos imaginarios de democracia e inclusión social […] [si bien] sigue asumiendo una postura etnocentrista y paternalista, al considerar a estas poblaciones merecedoras de políticas de conservación y rescate [de sus esferas estéticas], por lo cual deben ser mostrados y protegidos por la nación (p. 105-106).

Lo anterior no ocurre con los indígenas que lideran importantes causas sociales, quienes son invisibilizados y reprimidos y son exhibidos como obstáculos al desarrollo. Por lo tanto,

no es casualidad que Juan Manuel Santos […], al momento de su posesión presidencial, haya decidido llevar a cabo un acto de carácter simbólico al lado de las máximas autoridades espirituales y cabildos indígenas de la SNSM, en uno de los principales sitios sagrados o ezwama, en la comunidad seyzhua, ubicada en el municipio de Dibulla, departamento de La Guajira, Colombia. Así pues, llama la atención cómo en una de las imágenes de dicho rito es el cabildo gobernador de los kággaba, José de los Santos Sauna, y no otra figura de autoridad de los demás pueblos serranos, el encargado de entregarle a Juan Manuel Santos uno de los símbolos más importantes para los kággaba: el bastón de mando en representación del ejercicio del buen gobierno.

Es evidente entonces que los kággaba son considerados como “[…] el otro nativo por su autenticidad y pureza, tanto para el Estado como para la sociedad colombiana. Por lo que son imaginados como el indígena ‘de verdad’, el que no se ha contaminado” (Sarrazin, 2016, p. 5) (Prado, 2018, p. 106).

De esta suerte, el presidencial es una especie de rito por contagio: al recibir del “indio patrimonial” –del “nativo ecológico”– el bastón de mando hay una resignificación de la adopción de la jefatura del Estado, la cual se representa como un acto puro carente de antecedentes. Esa representación de los indios auténticos fue instrumentalizada a tal forma que, en la última emisión de uno de los billetes de mayor denominación colombiana –el de cincuenta mil pesos–, se encuentra la imagen del “indígena auténtico, puro o patrimonial”, y del otro lado sale Gabriel García Márquez. Los kággaba aparecen en una cara del papel moneda con la ornamentación tradicional: mochila cruzada, namanto y traje blanco. Con esa escenificación están personificando la construcción académica, publicitaria y política que se ha elaborado del “nicho del salvaje serrano” (Londoño, 2019). Asimismo, estos indígenas ideales son retratados al lado de los sitios arqueológicos más emblemáticos: Ciudad Perdida, Teyuna. Para completar el maridaje perfecto, esta representación se acompaña de un fragmento de “La Soledad de América Latina”, del escritor cataqueño.

En otras palabras, todo el performance patrimonial material e inmaterial en un grabado, de lado y lado del billete, hace pensar en la pureza del poder representado en un colectivo étnico reificado. Un dato curioso es que los indígenas aparecen con sandalias rabinas, lo cual puede constituirse en un craso error debido a que los kággaba suelen caminar descalzos. Al otro lado del billete aparece el escritor colombiano luciendo un liqui liqui con las mariposas de Mauricio Babilonia. García Márquez jamás hubiese imaginado eso, pues en su autobiografía manifiesta que de joven no disponía de efectivo para comprar un café, tomar un boleto de bus o adquirir el periódico (García, 2002). Hoy, después de las afugias del escritor, su imagen es litografiada en un billete de gran denominación y circulación; aparece sonriente junto con los indígenas más sustentables del mundo. De manera que tanto los kággaba como el escritor son reconocidos en el papel como dispositivos simbólicos que movilizan imágenes reificadas del Caribe colombiano: los primeros, como sabedores ancestrales, excluidos en el presente político, y el segundo con un reconocimiento internacional por su obra, pero con un profundo olvido sobre su infancia y juventud llena de precariedades en una zona de colonización de las empresas de banano de los Estados Unidos. En el caso de los kággaba, que es el foco de este documento, se da el alocronismo explicado por Johannes Fabian (2019), es decir, la negación de la coexistencia con el otro en el presente, y la ubicación del otro en otra dimensión temporal, en este caso el pasado.

El episodio narrado en los párrafos anteriores refleja lo que Michael Taussig (2015) investigó sobre la legitimidad del Estado a través del uso de cierta iconografía basada en figuras de gran renombre, e incluso deidades. Su estudio etnográfico, realizado en Yaracuy, Venezuela, describe con maestría diversos rituales celebrados allí. En su texto “La magia del Estado”, que se acerca más al género literario que cualquier otra cosa, el escritor ambienta los cultos en torno a María Lionza, el Negro Felipe, el Indio Guaicaipuro y el Libertador Simón Bolívar, entre otros personajes. El argumento central de Taussig es que la noción moderna de Estado esgrime el uso de la fuerza para garantizar el orden; sin embargo, el Estado necesita algo más para gobernar, y por eso emplea símbolos con gran sustrato cultural y patrimonial, con el objetivo de construir un relato de nación, y generar genealogías que expliquen el presente y sitúen a los individuos dentro de entramados simbólicos.

En el caso venezolano, hay una infinidad de monumentos, billetes y estatuas con la imagen del político y de la diosa; es decir que el sistema de creencias está fortalecido por la cultura material que da forma al Estado. No en vano la figura de Bolívar es citada tanto en discursos presidenciales como por médiums para invocar fuerzas sobrenaturales que ayuden a generar efectos en el presente (Taussig, 2015).

En el caso colombiano el análisis planteado por Taussig no es ajeno. Esto queda claro en el hecho de que son los “nativos ecológicos”, las figuras con mayor credibilidad política, quienes aparecen grabados en el billete de más alta denominación. Efectivamente, lo que se busca es erigir una narrativa de nación donde el poder político y económico se nivele al poder de los nativos ancestrales. Hay que recordar que, hacia finales de la década de 1990, los kággaba recibieron el reconocimiento como el grupo social más ecológico del mundo por la Organización Internacional de Biopolítica: Bio (Ulloa, 2004).

De esta forma, sobre los kággaba se ha generado una representación de pureza que determina su accionar político, pues en la medida en que esta sociedad hace innovaciones políticas o tecnológicas es inmediatamente sancionada socialmente. De hecho, se ha dado una división entre kággabas correctos, que serían los de las cuencas al norte, y kággabas incorrectos, que serían los de las cuencas del sur, dado que en algunas comunidades de estas hace rato adoptaron el pentecostalismo (Sarrazin y Redondo, 2018). Esta afirmación fue corroborada por el docente Francisco Gil, indígena y director del proyecto educativo Jukulduwe de Palmor, Ciénaga, quien pudo constatar la presencia de una comunidad crisitana kággaba en la vereda Trompito Alto, en Uldezhaxa. Igualmente, se refirió al proceso de lucha por el reconocimiento que lideraron los kággaba asentados en el Magdalena, pues el Ministerio del Interior emitió la Resolución 016 de febrero de 2020, en la cual reconoce la Asociación de Autoridades Tradicionales Kogui del Magdalena Muñkuawinmaku (Francisco Gil, comunicación personal, 2020). Esto invita a cuestionar la unidad de los kággaba en el actual panorama político, donde existen dos organizaciones que lideran la interlocución con el Estado.

Lo expuesto arriba permite comprender que los kággaba, además de sufrir las vejaciones del régimen colonial y republicano, tienen que sentarse a la mesa de negociación con una carga representacional de la que no son responsables. En este sentido, el diálogo político o la capacidad de reparación de las políticas públicas se ven restringidos porque los indígenas se ven limitados a presentar sus peticiones dentro del marco de representación que se les asigna.

En resumidas cuentas, tal como lo señala Torres (2008), Colombia es

[…] Una nación que se da el lujo frente a otros estados de ostentar la más avanzada filosofía del derecho a la diversidad consagrada desde la Constitución de 1991, pero que al mismo tiempo atenta contra la dignidad y la integridad de los pueblos indígenas […]. Además de señalarlos y estigmatizarlos de terroristas, latifundistas, infiltrados e incluso terratenientes por el solo hecho de exigir el territorio ancestral (p. 12).

Así pues, a los grupos étnicos se les niega la posibilidad del manejo del territorio desde sus propias plataformas ontológicas. Incluso, esto sucede con los indígenas considerados “más puros” como los kággaba. En este sentido, el Estado y la sociedad colombiana se jactan de ser un país multicultural, pero a la vez arremeten contra los derechos de esos colectivos étnicos.

Esta paradoja entre la realidad y la representación alarmó a la Corte Constitucional, pues las poblaciones indígenas han sido las mayores víctimas de la guerra (Auto 004/09, 2009). Ni hablar de la indiferencia generalizada que experimentaron ante el horror del conflicto. Como lo menciona el señalado instrumento, en el 2004 la Corte Constitucional declaró situación inconstitucional el desplazamiento forzado de varios grupos indígenas del territorio nacional. Entonces, el instrumento del alto tribunal pretendía dar herramientas al Estado para la generación de mecanismos de salvaguarda, no repetición y dignificación.

En el caso de la Sierra, se sabe que entre “1974 y 2004 los pueblos serranos padecieron 1.145 actos de violencia” (Rincón, 2014, párr. 5). Así, “actores armados ilegales como los frentes 19 y 37 de las FARC, bloques del ELN y grupos paramilitares, desplegaron todo tipo de acciones bélicas en la SNSM en aras de establecer la hegemonía territorial” (Prado, 2018, p. 107). Esto es entendible en la medida en que el macizo, con sus grandes valles internos cerca del mar, es un escenario apreciado para la producción de cultivos ilegales. En este sentido, diversos actores han apostado por el control del área. Por esta razón se gestó una ola de violencia sistemática que afectó la vida de las poblaciones asentadas allí. Por los relatos obtenidos, en el momento en que se daba la disputa entre los paramilitares y la guerrilla por la SNSM, se prohibió que los indígenas transitaran entre sus poblados porque se pensaba que eran colaboradores de uno u otro bando. Cuando la sospecha se transformó en amenaza, los grupos al margen de la ley asesinaron a indígenas kággaba y de las demás etnias, generando una estela de terror de la que aún no se sobreponen estas poblaciones.

En consecuencia,

los pueblos serranos, incluyendo los kággaba, fueron identificados por la Corte Constitucional colombiana mediante el Auto 004 de 2009, en alto riesgo de desaparición física y cultural a causa de las confrontaciones armadas. En dicho pronunciamiento se obligó al Estado a tomar medidas cautelares para salvaguardar y proteger a estas comunidades. Para ello, distintos ministerios y otras entidades tuvieron que coordinar y trabajar de manera conjunta para la formulación e implementación de Planes Salvaguardas étnicos [a partir de la fecha de emisión del pronunciamiento] (Prado, 2018, p. 107).

Con base en los planteamientos señalados, el presente texto documenta cómo el conflicto armado impactó en la SNSM, en particular en los kággaba. Dado este escenario, se reflexiona sobre el proceso de implementación de la política pública de los planes de salvaguarda aplicada al caso de los kággaba. Ahora, además de ser percibidos como los “menos afectados por el conflicto armado” (Auto 004/09, 2009) entre los cuatro pueblos serranos, hay que precisar que, aunque la medida fue declarada durante la guerra y han pasado más de nueve años desde la orden de la Corte Constitucional, los resultados no son alentadores.

Actualmente, el país está abriendo los caminos del postconflicto y, en esa medida, el proceso de elaboración del plan kággaba continúa tejiéndose. Sin embargo, tal vez el desafío más grande que afronta este esfuerzo es, por una parte, que la reparación se pueda dar en el marco de un entendimiento de la ontología kággaba. Por otra parte, se debe propender a que la reparación no se vea como un equilibrio que se reestablece por la violencia ejercida en las últimas décadas, sino que sea reconocida como una situación estructural, pues para los kággaba la reparación es una arista más dentro del cúmulo de afectaciones que han experimentado desde la época de la colonización y, por lo tanto, la definición de conflicto armado no es acorde a la realidad que han experimentado, ya que ellos prefieren usar el término “conflicto histórico”, no armado (en otro apartado se explicará este punto detenidamente).

En cuanto a la estructura del libro, el texto contiene cinco capítulos. El primero presenta al lector o lectora la descripción del problema de interés y contextualiza cuáles fueron las causas que condujeron a la elección de este. También se delimita el estado del arte tomando diversas fuentes, para posibilitar un acercamiento a la literatura especializada. Seguidamente, se examinan las categorías conceptuales en el análisis de la implementación del Plan de Salvaguarda Kággaba y el componente metodológico de la pesquisa. El segundo capítulo clarifica las condiciones sociales, económicas y políticas que sentaron las bases para la confrontación armada colombiana y la incidencia de la sociedad civil en el surgimiento de los movimientos sociales en la región. El tercer capítulo narra el conflicto armado dentro de la SNSM y expone las distintas crestas de violencias acaecidas en la montaña (bonanza marimbera, bonanza de la coca, cartografía de guerra y participación de los actores armados legales e ilegales en la Sierra). El cuarto capítulo es una caracterización sociocultural de los kággaba (ubicación geográfica, Ley de Origen y demás principios ancestrales), con el fin de clarificar el impacto diferencial de la guerra en la vida de este pueblo. El quinto capítulo ilustra la estructura y los alcances de la política pública en cuestión, y se registra a su vez el trabajo de campo durante la formulación, el diseño y la construcción del plan kággaba. Finalmente, se presentan las consideraciones para futuras investigaciones que pretendan realizar etnografía del Estado y políticas públicas aplicadas a poblaciones étnicas.

1. Se aclara que la idea del libro surgió a partir de la experiencia profesional de la autora en la formulación de planes de salvaguardas en el país y se consolidó en el marco de la maestría en políticas públicas para el desarrollo, cursada en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Argentina, además de la experiencia de la investigadora en calidad de docente catedrática en la Universidad del Magdalena. Entre sus temas de interés están el conflicto armado, los grupos étnicos, las políticas públicas y la violencia en género.

La consulta espiritual y física del pueblo kággaba

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