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Miércoles 20 de agosto

Querido Milo:

Me has hecho mucha falta desde que viajaste. Las cosas por estos lados van de mal en peor: mamá dice que se debe a mis estados de ánimo tan cambiantes, pero no estoy segura de que sea ese el motivo. Me siento sola, no tengo con quien hablar de mis cosas y es por eso que decidí escribirte, sin la intención de preocuparte, por cierto.

Tengo unas ganas locas de saber de ti, tu lejanía me atormenta porque me he dado cuenta de que en estos años de amistad te transformaste en mi conciencia y, ahora que no puedo hablar contigo, ando perdida, dando botes como pelota guacha.

Tuve la idea de escribir un diario –sabes que tengo la manía de llenar cuadernos– y hasta comencé uno. Sin embargo, no era lo que necesitaba: te quería a ti, con tu mirada atenta, escuchando mis problemas y dispuesto a regañarme si era pertinente.

Hace cinco años llegaste a mi vida como un regalo de vacaciones de invierno, cuando viajé desde República Dominicana con mi amiga Ana para visitar a mi abuela. Hacía un tiempo que residía en ese país paradisíaco, pero extrañaba el mío y a mi gente. Cuando te vi desde la ventana de mi dormitorio ibas con Diego, tu hermano mayor, y tu quiltrita, saliendo de tu casa en bicicleta. Jamás imaginé que ese momento sería el comienzo de la amistad que nos uniría para siempre.

Nunca olvidaré tu cara serena, enmarcada por esos crespos desordenados color miel, en los que me gustaba enredar mis dedos. Aunque te encuentres a miles de kilómetros de distancia, sigo atenta al recuerdo de tu voz profunda de locutor de radio y al color de tu piel bronceada, que envidié desde el primer momento. Eres un chico guapo, todos lo saben, pero un cuerpo estilizado y una cara bonita no sirven de nada si no van acompañados de algo más. En tu caso, esa belleza radica en tu lealtad a toda prueba, en tu prudencia, en saber las palabras precisas en el momento oportuno y en tu sonrisa, que se escapa con facilidad.

Estos años hemos sido más que amigos, hemos sido cómplices de causas perdidas, aventureros en las desgracias y soñadores inseparables. El mundo se podría haber caído a pedazos, pero yo siempre supe que estarías ahí para salvarme.

Milo de mi corazón, aquí estoy extrañándote mientras lucho contra las majaderías de mamá, las de siempre, predecibles. Hoy, por ejemplo, durante los cincuenta minutos que duró el viaje hasta la casa de mi abuela Normi, me habló sin parar de esos temas que detesto escuchar: que las cosas pasan por algo, que Dios sabe lo que hace, que son pruebas que nos pone la vida, etcétera, etcétera. Pero fui incapaz de prestarle atención, me enfoqué nada más que en las gotitas de lluvia que caían sobre el parabrisas del auto y asentí con la cabeza para que quedara conforme y no continuara con más divagaciones.

La Normi, enfundada en la jardinera de mezclilla que se resistía a abandonar y que ocultaba su todavía armoniosa figura, nos recibió en el portón de su parcela con cara de pena y los labios sellados. Caminé cerro arriba como una zombi, abriéndome paso entre la manada de perros que habían corrido a saludarme. A mis espaldas, mi madre jadeaba debido al peso de la mochila que cargaba, profiriendo más de una palabrota cada vez que sus tacos se atascaban en el terreno barroso.

–Insistes en venir vestida de oficinista –le reclamó mi abuela.

–No moleste, mamá, que tengo que volver a la pega... –le contestó con un gruñido. Los mismos altercados de siempre, como si esas mujeres disfrutaran discutiendo...

¿Te has dado cuenta de lo joven que se ve la Normi? Yo diría que se ha sacado varios años de encima desde que dejó Santiago para venirse a vivir al campo. Vieras con qué agilidad camina esquivando hoyos y piedras. Tanto es así, que a veces pienso que me cambiaron a la abuela, aunque lo de sobreprotectora no se le ha quitado.

–¿Cómo está? –la Normi se acercó a mamá susurrándole al oído. Pero cuando el silencio reina, es imposible no escuchar.

–Como la ves... no dice mucho... no sé qué hacer... ¿Crees que le haga bien quedarse una temporada contigo? –mi mamá le contestó haciéndose la distraída.

–No sé.

La Normi subió la escalera de la terraza, se cambió las botas de agua por unos zuecos y nos invitó a ingresar a la casa.

Milo, no tienes idea de cuánto me molesta que hablen de mí como si no estuviera presente. Tampoco me gusta que mamá piense que estoy deprimida y pretenda mandarme a terapia con un sicólogo, a sabiendas que los detesto.

–No has estudiado nada –me dijo ayer apenas entró a mi pieza, sin siquiera llamar a la puerta–, faltan poco más de dos meses para los exámenes libres y menos de cuatro para la PSU, y no te he visto tomar ningún libro –me lo dijo de una forma que no parecía un regaño ni tampoco preocupación por mi futuro, sino que más bien hablaba por decir algo.

–Estoy cansada –le respondí, y seguí mirando por la ventana hacia la calle.

–¿Tus amigos van a venir hoy? –dio un par de zancadas y me tomó por los hombros para masajearlos, mientras yo cerraba un poco los ojos y sentía que me iba volando sobre las nubes.

–Ahora están en el colegio. En la tarde nos vamos a encontrar en el preu –respondí, a pesar de estar perdida en el infinito de los recuerdos que aparecían por el relajo que me provocaban los masajes. Y, ¿sabes?, vinieron a mi mente las veces que paseamos por la vereda frente a la ventana de mi dormitorio.

Mamá terminó sus masajes, me miró como si lo hiciera por primera vez en muchos años y se sentó en el borde de la cama.

–¿Por qué no me dices la verdad? Tú sabes que no soporto las mentiras. –Sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y comenzó a jugar con él.

–¿De qué mentiras me hablas? –Apenas le di una ojeada y continué con la mirada perdida en la ventana.

–¿Crees que no me he dado cuenta de que hace más de un mes que no hablas con tus amigos?

Suspiré, y por un segundo tuve el impulso de confesarle todo lo que tengo guardado, pero me arrepentí.

–Y si sabes, ¿para qué preguntas?

–¿Me quieres contar qué pasó?

–¡No! –le respondí, seca, casi con bronca.

Mamá se levantó de la cama y comenzó a dar pasos sin destino, tomó un cigarrillo, se lo puso en la boca, luego se lo quitó y lo regresó a la cajetilla, que guardó en el bolsillo de sus pantalones.

–No sé qué hacer contigo. –Movió la cabeza de lado a lado. Percibí su frustración.

–Dejarme tranquila es una buena opción...

–¿Dejarte tranquila? Estás loca, niñita...

–En verdad, mamá, no tengo ganas de hablar contigo ahora...

–Nunca quieres –me interrumpió.

Quedamos sumidas en un silencio molesto, como si sostuviéramos una lucha interna, esperando que a alguna se le escapara una palabra.

–Entonces, ¿hoy sí irás al preuniversitario? –Se sentó de nuevo en la cama de mi pequeña habitación color verde esperanza, esa que ya no tengo.

–No sé –respondí en un susurro.

Mamá miró hacia el cielo raso y luego sus ojos inspeccionaron todo mi cuarto en menos de un segundo.

–Ema, ¿qué haré contigo?

No le respondí.

–Anoche me estuve comunicando hasta tarde con tu papá por wasap y quedamos de acuerdo en que tal vez sería una buena idea que terminaras el año con él en República Dominicana –me dijo, como tratando de ordenar sus ideas.

Tú sabes lo que significa República Dominicana para mí, cómo me fascina esa tierra que no puedo quitar de mi cabeza y menos de mi corazón. Recuerda que viví allí con mi familia durante casi dos años, en el elegante hotel en Punta Cana que administra mi papá. Todavía estaría nadando en sus tibias aguas color turquesa y respirando su aire caliente de no haber sido porque mi padre engañó a mamá con una empleada del mismo recinto vacacional. Apenas ella se enteró, nos agarró a mi hermano Nico y a mí como si fuéramos paquetes y nos embarcó en un avión de vuelta a Chile. Mamá nunca más regresó, pero nosotros continuamos visitando a papá por lo menos una vez al año.

No sé por qué te escribo estas cosas, supongo que a veces olvido que ya conoces mi historia, pero creo que nunca te mencioné lo mucho que sufrí con la separación de mis papás. Aunque, si lo pienso detenidamente, de no haber existido ese lío de faldas, tú y yo jamás hubiéramos llegado a ser tan amigos, casi hermanos. Creo que la Normi tiene razón cuando dice que de todo lo muy malo siempre nace algo muy bueno.

–¿Por qué quieres que me vaya? –En ocasiones me pongo melodramática y todo me ofende. Solté la cortina verde que sostenía con una mano y me di vuelta para mirar a mamá como si me estuviera expulsando de casa.

–No es que quiera echarte, ¿cómo se te ocurre?... Solo se nos ocurrió que te haría bien un cambio de aire –explicó tratando de que su hija adolescente y últimamente un poco trastornada, no malinterpretara sus palabras.

¿Te conté que encontré debajo de su cama el libro Aprenda a comunicarse con sus hijos adolescentes? Me dio risa cuando lo vi... Pobre...

–No quiero ir, por lo menos no por ahora. –Volví a apartar la cortina para seguir mirando por la ventana, imaginando que te veía caminando por la vereda como antes.

–Pero, ¿por qué no? Si a ti te encanta estar allá. –Ya la conoces, sabes que no se daría por vencida fácilmente...

–Porque tengo cosas que terminar aquí, mamá –le dije, ya un poco molesta.

–Con tu papá pensamos que quizás no sea conveniente que rindas la PSU este año y, con respecto a los exámenes libres, podrías venir por unos pocos días y darlos.

¿Cómo me puedes pedir que tenga paciencia con ella si sabes que no se rinde con nada?

Como sabes, tengo mi propio sistema de estudios, que llamé “Ema’s High School of Ñuñoa”... Jamás imaginé que pasaría casi toda la Enseñanza Media estudiando en casa con profesores particulares y rindiendo exámenes libres... Qué injusticia más grande fue que me expulsaran del Colegio Americano en Primero Medio... Me parece escuchar tu voz profunda prometiéndome que nunca más hablaríamos de ese tema, pero perdóname porque todavía me hierve la sangre. Nunca quise ser una de ese tipo de minas “aisladas” que se educan en casa como si les diera alergia el resto de los mortales. Pero lamentablemente no me quedó otra alternativa, ya que después de salir de tan mala forma del cole, pasé a ser una paria a la que no quisieron recibir en ningún colegio medianamente digno. Recuerdo que sugeriste el liceo municipal, pero mi mamá me quería lejos de las protestas y las tomas. ¿Será que sabe que soy como un imán para atraer los problemas? En fin, nada que hacer, faltan unos pocos meses para que termine Cuarto Medio y llegue el fin de mi época de escolar.

–Aparte de los exámenes, tengo otras cosas pendientes, mamá, así que no insistas.

Me tomó de un brazo y me forzó a mirarla a la cara. Estaba como loca, con los ojos desorbitados y su rostro pálido se veía más blanco aún en contraste con su pelo negro. En ese momento no supe de dónde sacó las fuerzas para apretarme el brazo, pues su cuerpo menudo parecía el de una niña desvalida.

–¡No sigas, Ema, no te hace bien seguir mandando cartas, pidiendo entrevistas, o paseándote con carteles frente a La Moneda! –Sus ojos castaños mostraban una furia que pocas veces había visto en ella.

–¡Suéltame! –Zafé mi brazo y me puse de pie–. ¡¿De qué hablas, mamá?!

–¡¿Acaso crees que no sé en qué pasos andas?! Lo que pasó ya pasó, no hay nada más que hacer. Ya no puedes cambiar las cosas.

–Estás descontrolada, mamá, déjame sola...

–No, niñita, vives en mi casa y aquí se hace lo que yo digo. –Su rostro casi rozaba el mío, y sentía su respiración en mi cara. Respiré profundo y conté hasta diez.

–Mamá, en verdad creo que estás nerviosa. Déjame sola, te lo pido por favor. –Traté de que mi voz sonara calmada.

–¡No estoy nerviosa! Tú me tienes así, sin saber qué hacer, adivinando tus estados de ánimo y ya no lo soporto.

Su voz me retumbó en la cabeza, miré al suelo y respiré profundamente para poder controlarme y no gritar que odiaba el mundo con sus injusticias, como tantas otras veces lo había hecho, casi siempre con pésimos resultados. Preferí mantenerme callada.

–¿Qué te parecería pasar unos días con tu abuela? No me gusta que estés tan solita. –La voz angustiada de mi mamá rompió el silencio roto, esta vez sin gritos.

–No quiero –gruñí.

–Por favor... una semana...

Y aquí me tienes, escribiéndote una carta en papel, a la antigua, de esas que ya no existen, porque donde la Normi con suerte llega el agua y la luz. De tecnología, ni hablar; lo único que notifica mi celular es que está sin cobertura. En ocasiones creo que enloqueceré sin internet.

La Normi me preparó el dormitorio del fondo a la derecha, el que siempre ha dicho que me pertenece. Instaló un escritorio frente a una de las ventanas, y desde ahí puedo escribirte esta carta mirando lo agreste del cerro.

Te quiero mucho, mucho, mucho, Milo. Siempre juntos.

Ema S.

En el cerro, lunes 25 de agosto

Mi querido Milo:

Hoy amanecí un poco retraída, sin ganas de salir de mi dormitorio. Mientras trato de recordar los meses pasados, escucho canciones antiguas, como esas que cantábamos arriba del bus durante los paseos de curso... Qué época tan maldita... Ya sé, ya sé que no todo fue malo, es que a veces un solo hecho horrible arruina todo lo hermoso.

Nunca me ha gustado el invierno. Me cargan sus días cortos y grises, el frío que se cuela por las ropas, la lluvia helada y esa sensación de estar metida en medio de una oscuridad que no quiere dar tregua. Podría decir que me preocupan los indigentes en las calles, capeando el clima debajo de las cornisas, tapados con cartones y unos cuantos perros rodeándolos para darles calor, pero la verdad es que soy muy egoísta como para pensar en ellos. Solo me mantengo atrapada en mi propia desazón, contando los días que faltan para que llegue septiembre.

Para mí todos los inviernos son tristes, pero el del año pasado fue el peor de todos. Perdón por escribir de esto, pero no tengo con quien hablarlo. Lo que pasa es que cuando una nube se posa sobre mi cabeza generalmente es muy negra y no se va con facilidad.

Una chica del Colegio Americano me contó una vez que le dolía el corazón porque su novio la había dejado por otra y no sabía qué hacer. La miré y me reí, sin poder disimular mi sorpresa. ¿Cómo a alguien, que no está a punto de tener un infarto, le puede doler el corazón? Y sin embargo, ahora la comprendo, porque desde hace unos meses me duele el corazón como si me lo fueran a arrancar del pecho y lo estuvieran exprimiendo lentamente.

No sé si lo recuerdas, pero para nosotros, todo comenzó en una tarde de los primeros días de junio del año pasado. Como de costumbre, me encontraba encerrada en mi dormitorio, lidiando con mi típico desgano de invierno, a veces estudiando, otras viendo series o simplemente pegada a la estufa para espantar el frío. Eran cerca de las cinco y mi mamá y el Nico aún no llegaban. Estaba sola aprovechando una tranquilidad muy apreciada gracias a la ausencia de mi hermano, cuando de improviso, el sonido molesto del citófono me desconcentró.

–¿Qué hacen aquí? ¿Acaso nos íbamos a juntar? –le pregunté a Sofí, mientras ella entraba a mi casa con cara seria y movimientos torpes, como si no pudiera controlar su largo cuerpo. La seguía Cote, con las mangas de la blusa del uniforme arremangadas y el pelo como un nido de pájaros, del que salían unas mechas rojas.

Eran las chicas, nuestras amigas. Sofía, a quien envidiaba por su cuerpo perfecto y su risa fácil, a pesar de esa simpleza que a veces me volvía loca. Ella, la morena de pelo lacio que solo aspiraba a ser una modelo, que era buena para meterse en problemas y no medía los riesgos, solo motivada por sus ansias de aparentar y ostentar ropa de marca. ¿Te acuerdas? En ocasiones pensaba que no tenía nada que ver con nosotros, pero la aceptábamos porque era tu apéndice, tu amiga de la infancia. En cambio, María José, nuestra querida Cote, se parecía más a mí, especialmente en lo impulsiva y defensora de causas perdidas; claramente no por su porte imponente ni su carácter rebelde y aguerrido.

–No –respondieron en coro.

–¿Qué pasó?

Las chicas se miraron con seriedad, como cuando tienen que decir algo pero no saben cómo. Tú y yo conocemos muy bien esas caras.

–Ocurrió algo tremendo, Ema –dijo Cote, con esa mirada serena que rara vez abandona. Luego dejó su mochila en uno de los sillones, se zafó la corbata del uniforme, intentó arreglar su cabello y me arrastró de un brazo para que me sentara junto a ellas–. Desde hace un tiempo Milo ha estado un poco decaído...

–Ya lo sé, me contó que estaba estresado –la interrumpí porque habíamos hablado hacía pocos días y me habías contado que te andabas quedando dormido en cualquier parte.

–El miércoles pasado se desmayó en la clase de Educación Física... –Cote se quedó en silencio por un instante, como si intentara encontrar las palabras correctas para continuar hablando–. Lo mandaron a la enfermería y llamaron a su mamá...

Ahora que lo pienso, no puedo comprender por qué no me lo dijiste el mismo día en que te desmayaste. ¿Por qué me lo tuvieron que contar las chicas si tú, más que mi amigo, eres mi hermano?

–Ya, y ¿qué pasó? –Miré a Sofí que, cabizbaja, se rascaba incesantemente sus negras cejas.

–¿No hai’ hablao’ con él? –Apenas me dio un vistazo esquivo, sin dejar de restregarse una ceja.

–No, no he hablado con él porque, como les dije, el fin de semana me fui al campo con la Normi... ¡¿Me pueden decir de una buena vez qué onda?!

–El jueves lo llevaron al médico, le hicieron varios exámenes y resultó que está enfermo –dijo Cote con la voz entrecortada por los suspiros.

–Me estás asustando, Cote, ¿me puedes decir claramente qué es lo que tiene Milo?

–Milo dejó de ir al colegio después del desmayo... –continuó como si le costara contar todo lo que sabía.

–¿Significa que sigue enfermo, entonces? Tenemos que ir a verlo... Voy a llamar a mamá para avisarle y las acompaño. –Me puse de pie de un salto, pero Sofí me sostuvo por un brazo mientras Cote me miraba a los ojos.

–Espera... Hoy en el colegio nos dijeron que Milo tiene leucemia –Cote terminó la frase con dificultad y, tapándose la cara con ambas manos, se puso a llorar como si en cada una de las lágrimas se le fuera un poquito de vida.

–¿Me están hueviando? –No me respondieron–. ¡Me están tomando el pelo, ¿verdad?! –Y desde ese momento, todo se volvió borroso.

Leucemia era una palabra demasiado conocida para mí. Desde muy niña supe que mi abuelo materno había muerto por esa enfermedad. No sé si alguna vez te lo conté, pero desde que tengo memoria, el primer día hábil de abril de cada año me llevaban religiosamente al médico para que me hagan los exámenes necesarios. Así mamá se queda tranquila porque está convencida de que nuestra familia carga con la maldición de la sangre que se transforma en agua y que, generación tras generación, le arrebata algún miembro de la familia.

–Ojalá fuera una broma, Ema, pero no... –Sofí se puso de pie alisándose la falda azul marino del uniforme y se acercó a Cote, que a cada segundo se encogía más en el sillón, para abrazarla–. Yo le digo a la Cote que no se torture tanto, que hoy en día casi todo tiene remedio y que de seguro Milo se va a recuperar, y en unos días más va a andar haciendo las tonterías de siempre. Pero, parece que no me cree porque, desde que la profe fue a la sala a decirnos lo de la enfermedad, se lo ha pasado así. –Sofí hablaba sin parar, tratando de aparentar su optimismo de siempre.

Cote apartó las manos de su cara, miró hacia el cielo raso como si pidiera paciencia a un ser superior, y luego sus ojos se clavaron en el rostro impávido de Sofí.

–Cada día tú me sorprendes más: no sé si eres tonta, ingenua o demasiado positiva...

–No la agarri’ conmigo poh’, si no te he hecho na’... Lo único que quiero es que estés tranquila...

–No sé cómo puedes haber sido amiga de Milo durante tantos años y no tomar en serio lo que le está pasando...

Ya sabes cómo se ponen cuándo discuten, pero tú no estabas ahí para separarlas y yo seguía como en las nubes, pero de esas negras de tormenta. No recuerdo cómo llegué a sentarme en el silloncito de la sala, desde donde me parecía estar mirando una película en la que nuestras dos amigas discutían. Tampoco advertí en qué momento se fueron, o si todo había sido un sueño, porque de pronto era de noche y yo seguía sentada en el mismo lugar en medio de la tiniebla.

La penumbra se desvaneció cuando mi mamá abrió la puerta del departamento y entró un rayo de luz desde el pasillo del edificio. Luego encendió las luces de la sala y descubrió mi presencia.

–Ema, ¿qué haces a oscuras? –dijo sorprendida–. Anda, Nico, guarda tus útiles y espérame en tu dormitorio. –Le dio un golpecito cariñoso en la espalda a mi hermano–. ¿Qué ocurre, Ema? –insistió, pero yo me sentía en un lugar muy lejano como para poder contestarle–. ¡Ema! –me sacudió por un brazo.

–Mamá, ¿toda la gente se muere cuando tiene leucemia? –le pregunté, sintiendo que la garganta me dolía y se me tapaba la nariz.

Ahora te lo puedo contar, porque ya todo pasó y no estoy obligada a disimular la falsa alegría que demostraba cuando te visitaba en el hospital. Milo, sentí tanto miedo, tanto, tanto...

–¿A qué te refieres, Ema? –Levanté la mirada y me encontré con sus ojos.

–Dime si todas las personas se mueren cuando tienen leucemia, como el abuelo Pepe. –Se me nubló la vista.

–Algunas personas mueren y hay otras que se mejoran. ¿Por qué me lo preguntas? –Se encuclilló frente a mí.

Sentí que todo mi cuerpo se estremecía y que un calor súbito se apoderaba de mi cara. Y sin poder soportar más el dolor en la garganta, lloré, lloré como nunca en toda mi vida había llorado. Lloré por la gente que se muere, por los que viven, por los que sufren. Lloré porque yo misma me daba pena, sentada en el rincón de la sala, impactada con la noticia terrible que acababa de conocer y que primero me había aturdido, pero que luego había comenzado a ahogarme por dentro. Lloré porque no pude evitar pensar en ti ya muerto y me daba una pena infinita imaginar mi vida sin tu compañía.

–Milo tiene leucemia –dije, cubriéndome la cara con las dos manos.

–¿Qué estás diciendo?... ¿De dónde sacaste eso? –A mamá se le esfumaron los colores del rostro.

–Hoy vinieron las chicas y me lo contaron.

–¿Sofía y Cote?

–Sí.

–¿Estás segura?

–No sé, fue lo que ellas me dijeron... pero, ¿por qué me mentirían con algo así? –Mamá me abrazó con todas sus fuerzas mientras yo continuaba llorando.

–Tranquila, mi gorda, mañana iremos las dos a hablar con la mamá de Milo. Así aprovechamos de verlo y averiguamos en qué podemos ayudar.

Qué noche más larga, más oscura y más helada. El sonido del puntero de mi reloj despertador dejaba en evidencia lo lento que avanzaba por cada una de las horas, y yo no lograba cerrar los ojos porque se me aparecía tu imagen agonizante en una cama de hospital. De tanto en tanto miraba el computador sobre mi escritorio, hasta que me decidí a abrirlo y buscar en Google la palabra “leucemia”. El resultado fueron miles de páginas que abrí con desesperación y leí sin entender casi nada. Me odié por ser tan ignorante en Biología, por no saber qué era un glóbulo, por no tener el más mínimo indicio de lo que te estaba ocurriendo.

Milo de mi corazón, perdóname por esta carta. En este momento no sé si es conveniente que te la envíe, pero, como te mencioné al comienzo, hoy he estado melancólica. Quizás sean las hormonas, como tú dices, no sé...

Te quiero un millón. Siempre juntos.

Ema S.

En mi dormitorio, lunes 1 de septiembre

Milito, mi Milito:

Te sigo extrañando. Ya llevo una semana confinada en este cerro, condenada a tener que soportar a la Normi preguntándome a cada momento si me siento bien y si quiero comer... Pobre mi vieja, siempre empeñada en hacerme feliz y hacer realidad todos mis deseos. Igual que en el tiempo en que éramos vecinos en el condominio... No había nada mejor en la vida que mi abuela viviera frente a la casa de mi mejor amigo.

Hoy escuché el típico “¿Puedo pasar?”, con un par de golpecitos y la puerta abriéndose para dejar ver la sonrisa de la Normi. La miré como si lo hiciera por primera vez en muchos años: su cuerpo delgado, que no reflejaba la mujer fuerte que era, y su piel, curtida por los años que asomaban en sus arrugas. Desde que vive en el campo decidió abandonar su apariencia cuidada y hasta elegante, cambiándola por atuendos parecidos a los que usan los leñadores que vemos en las películas gringas. Se olvidó del maquillaje y la tintura para el pelo, dejando que las canas crecieran libres hasta sus hombros.

–¿Cómo está mi chiquilla?

En ese momento había comenzado a escribirte, pero con ella presente tuve que dejar de hacerlo.

–Bien, Normi, gracias.

Mi abuela abrió la ventana y un airecillo con aroma de boldo agitó la cortina.

–¿Por qué no sales? Está tan lindo el día. –Entró acompañada de dos de sus perras más viejas–. ¿Te acuerdas de la Rebe y la Javi? –Y se sentó a mi lado en la cama, acariciándome la cabeza.

–No tengo ganas y, como me dijiste que podía hacer lo que quisiera siempre y cuando comiera... –Mi abuela puede perdonar cualquier cosa, menos que me salte una de las comidas...Tú la conoces...

–Es que no puedes quedarte aquí, encerrada por el resto de la vida –me interrumpió–. ¿Qué te parece si vamos al canil a ver la perra que me vinieron a dejar los rescatistas y que está a punto de parir?

Mi abuela siempre ha sabido cómo entusiasmarme, así que me bajé de la cama y la seguí por los senderos ripiados que recorren, como si fuera un laberinto, el extenso terreno lleno de árboles y malezas. Este cerro se encuentra a poca distancia de la carretera que se dirige hacia el sur de la capital.

–¡Mira, allí está! –Normi dio un par de pasos inseguros por la pendiente escarpada, mientras se equilibraba con su bastón de excursionismo–. Tis-tis-tis –hizo un sonido con su boca y desde la oscuridad de la casucha emergió la cabeza de una perra negra–. Venga, Mamita.

El animal salió arrastrándose y moviendo la cola incesantemente. No lo creerás, pero la perra preñada era idéntica a la Bella, tu mascota inseparable.

La Normi se arremangó los pantalones de mezclilla, se arrodilló y tendió a la perra en el suelo, para luego apoyar una de sus orejas sobre la abultada barriga del animal.

–Oye, Ema, ¿qué es lo que escribes con tanta dedicación? –Me pareció que la pregunta no venía al caso.

–Nada –respondí sin pensar.

–¿Cómo que nada?, si pasas todo el día en eso –dijo mientras acariciaba las evidentes protuberancias en la panza de la perra–. Tú estás lista, los perritos lo único que quieren es salir –miró a Mamita directamente a los ojos, mientras le tomaba la cabeza con las dos manos y le daba un beso en su nariz. La perra batió con más fuerza la cola–.Ya pues, no seas tan misteriosa y cuéntame un poco más...

Milo, tú sabes que adoro a mi abuela, a mamá y hasta al Nico que es tan hincha pelotas, pero en verdad me tienen aburrida con sus “¿cómo estás?”, “¿qué escribes?” y otras preguntas por el estilo.

–Cartas, escribo cartas –le dije, un poco harta.

–Pero si ya ni se usan las cartas... ¿A quién le escribes? ¿Algún noviecito? –dijo poniendo cara de viejita pícara... Uf...

–No tengo noviecito, Normi, le escribo a Milo –le aclaré para que dejara de pensar tonteras.

–¿A Milo?

–Sí, Normi, a Milo.

–Ahhh... Por lo menos no son ese tipo de cartas como las que les has mandado a los del Congreso y del Gobierno. Mira que me está dando miedo que nos vengan a buscar los de Seguridad Interior...

–¡Abuela!

–¿Y qué le escribes a Milo? –No sé por qué me miró como si yo estuviera loca. Pero tú la conoces, ella a veces es un poco rara.

–Le cuento sobre lo que hacemos aquí... o de las cosas que recuerdo haber hecho en los últimos meses...

–¿Crees que sea conveniente que te pases tanto tiempo pensando en lo ocurrido en el último tiempo? A veces es mejor olvidar las cosas malas –me dijo mientras, sentada sobre una roca, acariciaba a la perra tan parecida a la tuya.

–Es que no quiero olvidar...

Si se borran tus recuerdos, te quedas sin nada, eres nadie. Sé que no te gusta que le hable mal a mi abuela, pero ya no quiero que nadie más me diga lo bueno que sería que rescatara solo los lindos momentos de los últimos meses, pero que deseche los otros.

–No digo que te olvides de tus amigos... Olvídate de las cosas que no salieron bien, que te hace mal recordarlas a cada momento.

–¡¿Me estás pidiendo que me olvide de las fatalidades que tuvimos que vivir?!

–Diecisiete años son muy pocos para tanto resentimiento. –Salió del canil y puso su mano con olor a perro sobre mi mejilla–. Emita, a veces las cosas no resultan como uno quisiera y es difícil, muy difícil, continuar el camino de la vida. Pero no tenemos alternativa, Dios sabe por qué hace las cosas.

–¡Si escucho de nuevo que Dios sabe por qué hace las cosas, te juro que voy a vomitar! ¡Esto no tiene nada que ver con Dios!

–No digas esas cosas, que Dios te va a castigar...

–¡No quiero escuchar más de Dios! ¿Cómo me va a castigar? ¡Dios no existe, entiéndelo de una buena vez, no existe! –la interrumpí y salí corriendo a encerrarme en el dormitorio para escribirte, porque en ese momento necesitaba poder llamarte y escuchar tu voz, incluso tus regaños por ser tan pesada con la Normi. Mi abuela quedó estupefacta, nunca le había hablado de esa manera.

Ya sé que me dirás: “ella te adora y además es vieja, ubícate”. Creo que tienes razón, así que cuando estaba comenzando a atardecer, me ubiqué.

–Perdóname, Normi –le dije al entrar a la cocina mientras mi abuela escribía en un cuaderno.

–Está bien, pero que no se repita... –Me quedó mirando con sus ojitos vidriados–. Ven –me dijo apuntando con una mano a la silla junto a ella–. Yo te quiero cuidar, te quiero acompañar, quiero estar contigo.

–Lo sé.

–Deja que el campo te apacigüe y que los perros te den su amor... Te hará bien... No sé si escribirles a todas las autoridades sea la solución, pero si lo quieres hacer, yo te respeto... –Me miró con ternura–. Pero por ahora, ¿me puedes ayudar con los rescatados?

¿Recuerdas que la Normi llegó con seis perros a instalarse en la parcela? Ocurrió cuando todos los viejitos que vivían cerca de la Plaza Egaña, en el pasaje con ínfulas de condominio, vendieron sus casas a una inmobiliaria que tenía un proyecto de edificios y locales comerciales. Hasta tu abuelita terminó entusiasmada contando billetes, y a ti y a tu mamá no les quedó más alternativa que mudarse a un departamento, cosa impensada en otros tiempos. Ahora, cuando paso por la esquina de Américo Vespucio con Irarrázaval, me da pena ver las grúas de la construcción de esa enorme mole que está ocupando los mismos espacios por donde antes andábamos en bicicleta. Y que destruirá la pieza de servicio, al fondo del patio de mi abuela, donde planeábamos cómo salir de más de un lío en los que nos habíamos metido. Los perros, acostumbrados a vivir en espacios reducidos, casi enloquecieron al tener a su disposición tanto terreno y una infinidad de árboles y recovecos para ocultarse de mi abuela. Mi pobre abuela en un principio se desesperaba cada vez que al pasar lista le faltaba uno de sus regalones.

Ahora ya tiene veintitrés perros, aunque mamá y mi tía Paula juran que son solo diez porque, cada vez que ellas vienen, la Normi esconde el resto de la manada en un sector que tiene cercado al fondo de la parcela y que parece ser parte del terreno del vecino. A pesar de la reducción del número de canes que simula tener mi abuela, mi mamá y mi tía siguen opinando que está un poco loca por su estilo de vida ermitaño y la causa animalista.

–¿Me vas a ayudar? –insistió.

–Obvio que sí –le dije, casi en el instante en que comenzamos a escuchar unos gemidos.

Al mirar por la ventana hacia el patio, nos dimos cuenta de que todos los perros corrían hacia el canil, rodeándolo con nerviosismo, mientras las ráfagas de viento que se habían levantado sacudían con fuerza las copas de los árboles. El tan apreciado silencio campestre se convirtió de pronto en un alboroto de aullidos, acompañados por el repicar de las campanas de viento que tú le regalaste y que la Normi colgó en los aleros de la casa.

–¡Apúrate, ponte el traje de agua, que se va a largar a llover! –Mi abuela sacó del baúl ubicado en la puerta de salida de la cocina las botas de agua y dos trajes de hule amarillo.

Estoy acostumbrada a disfrutar, sola o con mis amigos, de los cielos estrellados y las brisas cálidas del verano. Sin embargo, jamás había visto el cielo tan negro y las nubes tan bajas, tanto que parecía que flotábamos en medio de ellas mientras caminábamos rumbo al canil, iluminando el sendero con las linternas.

–¡Apúrate! –el grito de mi abuela fue acallado por el bramido del viento.

Los focos exteriores de la casa apenas alcanzaban a iluminar el canil en donde Mamita, inquieta y gimiendo, caminaba semiagachada de un lugar a otro, como buscando donde escarbar. El destello de un relámpago iluminó el cerro y al cabo de pocos segundos el estruendo ensordecedor de un trueno espantó a los perros que, sin importar su tamaño o lo feroces que parecieran, corrieron a refugiarse lejos de nosotras.

Primero fue una gota, luego otra y otra, y de la nada el cielo se nos quería caer encima. El terreno se tornó resbaladizo y más de una vez aterricé sobre las piedras y el barro. Te hubieras reído mucho de mi facha completamente mojada y salpicada de lodo.

–¡No puede parir! –advirtió la Normi, mientras, agachada junto a la perra, le tocaba el vientre, la cabeza y las patitas. Podía ver la desesperación en su cara–. Vamos, Ema, tenemos que llevarla a la casa.

Varias veces caímos al suelo fangoso antes de conseguir llevar a Mamita hasta la cocina. La ubicamos sobre una manta junto a la estufa de parafina, de esas que funcionan con electricidad y que tú nos aconsejaste reemplazar por una a leña, porque de seguro se cortaría la luz cuando más se la necesitara. Pues bien, Milo, debo decirte que tuviste razón.

–¡¿Qué hacemos?!

La perra nos miraba con semblante de pena, y yo comenzaba a desesperarme.

–¡No sé! Supongo que tendría que llamar a un veterinario. –Mi abuela caminaba de un lado a otro con el teléfono celular en la mano, marcando números que nadie contestaba.

–¡Pero, Normi! No se puede pretender tener un refugio de perros, sin saber qué hacer en estos casos –le reclamé.

–¡Te estás pareciendo cada día más a tu madre! ¿Acaso querías que dejáramos morir a la pobre Mamita en la calle? –me regañó mientras seguía llamando sin resultados.

De pronto, la perra pareció concentrarse y, como por milagro, poco a poco comenzó a emerger un perrito envuelto en una membrana gelatinosa.

–¡Nació uno, Normi, nació el primero! –grité con una felicidad que hacía mucho tiempo no sentía.

Al primer cachorrito decidimos llamarlo Apagón, porque apenas se asomó al mundo la luz eléctrica nos abandonó y tuvimos que continuar iluminando el parto con linternas. Fueron nueve los perritos que uno a uno llegaron a engrosar la lista de refugiados. Mi abuela, siempre tan diligente, tomó su cuaderno para ir anotando la fecha y hora del nacimiento, el sexo y el nombre de cada miembro de tan destacada camada.

–No se te ocurra contarle a tu tía Paula ni a tu mamá que ahora tengo treinta y dos perritos, porque si se enteran me internarán por loca –me dijo con la seriedad de una orden militar, aunque no era necesario que lo hiciera, pues me he dado cuenta de que los adultos comienzan a tratar a sus padres ya viejos como si fuesen niños que no saben lo que hacen.

–Tranquila, Normi, será un secreto de las dos –le respondí, mirando embobada cómo los cachorritos buscaban y se aferraban a las tetillas de su madre.

Milito de mi corazón, al final hoy resultó ser un buen día y no el desastre que esperaba. Sigo pensando en ti en cada segundo de mi vida.

Siempre juntos.

Ema S.

Martes 2 de septiembre, a la luz de una linterna

Querido Milo:

Son las tres de la madrugada, la electricidad aún no llega y me he despertado en medio de un sueño angustiante que trajo a mi mente sucesos que ya tenía por olvidados.

Al día siguiente de recibir la noticia de tu leucemia, con mamá nos levantamos temprano para visitarte en el hospital. El día estaba gris, lluvioso y tétrico. Caminamos por los interminables pasillos del Hospital Universitario, cuya pulcritud, puertas vidriadas, plantas artificiales y cuadros impresos en serie no lograban ocultar las caras apesadumbradas de pacientes o familiares que aguardaban en las salas, esperando que alguien se asomara para levantarles las esperanzas.

En la zona de espera de la UCI se encontraba sentada tu mamá, aferrada con fuerza a las cuentas de un rosario, que se enredaban entre sus dedos y que seguramente apenas podía ver a través de sus lentes salpicados de lágrimas.

Mamá me tomó de la mano y juntas avanzamos lentamente hasta llegar a su lado. Mi mamá se sentó cuidadosamente, abrió su cartera y sacó una estampita con la imagen del Padre Hurtado.

–Se la manda la Normi. –Puso la figura sobre la falda de tu mamá–. ¿Cómo sigue Milo? –le preguntó con esa complicidad que solo tienen entre ellas las mujeres que están a cargo de una familia. Tu mamá suspiró y se secó los ojos con una manga de su abrigo. La piel clara de su rostro se veía más pálida aún en contraste con las ojeras oscuras que se habían instalado bajo sus ojos, las que, junto con su pelo castaño enmarañado, delataban que había pasado la noche en espera.

Me dio mucha pena verla tan desvalida y sola. Después supe que tu papá andaba haciendo trámites en la Isapre y que Diego, sí, el pesado de tu hermano, hablaba con la enfermera jefe porque la señora Marité no era capaz de hacerlo.

–No sé, dicen que mal, que tengo que rezar mucho, porque para Dios nada es imposible... –Su voz se quebró, tragó saliva y se tomó la cabeza con ambas manos–. También aseguran que el ser tan joven le puede favorecer.

A mamá se le escapó una lágrima solidaria, quizás pensando en la fortuna de no ser ella la que se aferraba a un rosario.

–Yo sé que va a estar bien –se me escaparon las palabras–. Lo siento aquí –me golpeé el pecho–, en el corazón.

–Ema, viniste... Milo ha preguntado por ti. –Tu madre me miró por un instante. No te puedo negar que me alegró saber que, pese a todo y a lo delicado que estabas, te acordabas de mí.

–Me enteré ayer, señora Marité, y vine apenas pude –apreté los labios para disimular la voz entrecortada–. ¿Se puede entrar para ver a Milo?

–Sí... Yo salí porque no quería que me viera con esta cara... Pero, anda, estoy segura de que se pondrá muy contento.

Las dejé sentadas y atravesé la puerta de vidrio que conducía a las piezas. El pasillo me pareció interminable, porque había olvidado averiguar el número de tu habitación y tuve que ir mirando a través de cada una de las ventanas para ver si estabas dentro.

–¡Milo! –casi te grité al momento de abrir la puerta y verte en el catre clínico con la mirada perdida en el cielo de la pieza.

–Viniste... Qué rico verte, flacuchenta.

–Mira quién habla. ¿No encontraste un lugar mejor para disfrutar la flojera? ¿La playa, por ejemplo? –No supe de dónde saqué fuerzas para no ponerme a llorar al verte conectado al oxígeno y a las mangueritas del suero.

–Aquí es más barato, lo paga la Isapre. –Sonreíste.

–¡Tonto!

–Estúpida... jajajaja.

Caminé los pasos que me separaban de tu cama y te di un largo beso en la frente.

–¿Qué te pasó? –Me senté en la silla, al lado de tu cama.

–Nada, son exageraciones de mi mamá. La semana pasada parece que me desmayé un poco en Educación Física y armaron un tremendo alboroto. Me llevaron al doc y, claro, como estos lo único que quieren es captar clientes, me tienen aquí haciéndome exámenes.

–Ah... ¿Cómo te sientes? –En ese momento me di cuenta de que no tenías idea de nada.

–Estoy cansado, el colegio y el preu me tienen chato... –regañaste desde tu cama.

–Como no falta mucho para las vacaciones de invierno, tienes que aguantar un poco más.

–Sí sé, pero ni los médicos ni mi mamá entienden, y me mantienen aquí.

Te vi tan inocente e ignorante de la sombra que se había instalado sobre tu cabeza, que me resultaba imposible seguir disimulando. Reír era un esfuerzo sobrehumano y fingir que ignoraba tu estado me atormentaba, porque lo único que quería era abrazarte y decirte que la leucemia no te ganaría. Pero estaba paralizada.

–Oye, mono... Me tengo que ir, porque me arranqué de la profe de Matemática, y tú sabes cómo se pone esa vieja cuando no me encuentra en la casa...

–Lo sé, esqueleto. –Me tomaste una mano.

–Cuídate, mira que tienes que estar bien, porque hemos planeado un montón de programas para las vacaciones...

–Sí, las vacaciones... –Te veías cansado, como si hubieras corrido una maratón.

–Chao, Milo –te dije, y tú me regalaste una sonrisa.

Le di una última mirada a tu habitación: tu cuerpo posado en la cama estaba rodeado de aparatos y el monitor de signos vitales emitía un persistente bip-bip en sintonía con los latidos de tu corazón, al tiempo que mostraba varias cifras en color blanco que variaban constantemente.

Cerré la puerta, caminé unos pasos y ya no pude contener las lágrimas. Me dirigí hacia un mesón tras el cual tres enfermeras miraban concentradamente unas pantallas.

–¡Señorita! –Me sequé la cara con un pañuelo desechable.

–Sí, dime. –Una de las mujeres vestidas de impecable uniforme azul me miró a los ojos.

–A mi amigo Milo le gusta ver los árboles. ¿Usted cree que es posible abrir las persianas de su ventana?

–Claro que sí. –La mujer me sonrió y me dio una palmadita en la espalda.

–Es la pieza diez...

–Lo sé.

Arrastré los pies para regresar a la sala de espera y me senté en uno de los sillones junto a tu madre.

–¿Acaso él no sabe? –La miré fijamente.

–No le dijiste nada, ¿verdad? –Tu mamá parecía asustada.

–No, cómo se le ocurre, pero me di cuenta de que no tiene idea.

–No sé cómo decirle esto a mi niñito, no sé... –confesó tu mamá y se puso a llorar desconsoladamente.

Ignoro si te diste cuenta, o si también se borraron tus recuerdos como me pasó a mí, hasta ahora que aparecieron en un sueño; pero tu pobre mamá había dejado de ser la mujer alegre de siempre. Más aún, se le habían venido encima por lo menos diez años en apenas un par de semanas. Y me puse a pensar: “¿Qué se le pregunta a una madre en la sala de espera de la UCI? ¿Qué se le dice?”.

Afortunadamente hoy son solo recuerdos de las cosas que pasaron hace un año, algunas gratas y otras malas. Recuerdos que aparecen sin invitación por mi cabeza y, como creo que también puedes haber olvidado ciertas cosas, es que te los escribo.

Te quiero, calcetín con rombos. Siempre juntos.

Ema S.

P.S. Olvidé contarte que las nueve guaguas de Mamita son iguales a su madre, pero gordas y chillonas, y que me gusta verlas pelear por sus tetillas porque no alcanzan para todas. En eso se nota que no tiene idea de cómo ser mamá. La Normi les prepara un sustituto de leche materna mientras yo le voy ayudando a alimentar a cada cachorro.

Lunes 8 de septiembre

Querido Milo:

Después de la lluvia siempre sale el sol, me decías cada vez que yo tenía un problema o simplemente cuando notabas que estaba afectada por la que llamabas mi “depresión invernal”. Hoy salió el sol, pero uno tímido que se escondía tras las nubes y se reflejaba en las gotas de lluvia de los árboles como si fueran cristales. Sin embargo, el temporal nos dejó aisladas porque cayó un árbol que cortó el único camino que nos comunica con el pueblo.

Aquí no es fácil saber qué día es, porque todos parecen iguales y, si no fuera porque los voy marcando en un calendario, ni siquiera podría fechar las cartas. Internet rara vez funciona, el teléfono de red fija es un adorno porque la línea casi siempre está cortada y los celulares pocas veces tienen cobertura. Si no fuera porque mi abuela no se pierde la misa de los domingos, ni siquiera me enteraría de que pasan las semanas. Pese a todo, pareciera que el invierno se me hace más soportable lejos del bullicio y las aglomeraciones de Santiago, y me he sentido tranquila.

–¡Arriba, Ema! Tenemos trabajo. –Esta mañana mi abuela entró en el dormitorio como un bólido, recogió la ropa que estaba sobre la silla del escritorio, descorrió las cortinas y abrió las ventanas para asomar la cabeza y dar una gran inspiración de aire puro–. ¿Sientes el olor? –preguntó con los ojos cerrados y una sonrisa de comercial de desodorante ambiental–. Huele a campo, amo la fragancia del campo –comentó mientras se acercaba a mi cama–. Vamos soltando el cuadernito –me lo arrebató de las manos para guardarlo en el cajón del escritorio–, y ponte linda que hoy tenemos visitas.

–¿Visitas? ¿Quiénes vendrán?

–Sí, visitas... ah, y apúrate que el desayuno ya está servido...

Después de tomar leche de almendras acompañada de tostadas con miel, me dirigí al canil para ver cómo había amanecido Mamita y sus cachorritos. A uno que tiene el pelo algo ondulado y de color caramelo lo he apodado Milo, como tú, también porque me gusta como suena tu nombre en mis labios. Espero que no seas de ese tipo de personas a las que no les gusta que los animales tengan nombres humanos y que por eso termines enojándote conmigo.

A eso del mediodía, cuatro autos se estacionaron en fila frente al portón de la parcela y de ellos descendió el conjunto más estrafalario de personas que he visto en toda mi vida. A una mujer morena y muy delgada, con apariencia de chamán de película, la rodeó y olfateó nuestra manada de perros, mientras inspiraba profundamente y alzaba las manos al cielo para elevar una oración inentendible. Otra señora, rubia teñida y con un moño descuidado, tiraba de la mano a un niño chillón de unos cinco años, que me recordó mucho a Nico. También apareció un muchacho como de mi edad, de lentes y paso calmo, acompañado de una chiquilla que insistía en aferrarse a su brazo. Por último se bajó un señor que parecía algo mayor que la Normi, ataviado con poncho mapuche y una boina que no alcanzaba a cubrirle por completo el pelo blanco.

–Mi nieta Ema –me presentó la Normi a sus invitados. Tú sabes lo orgullosa que se siente de mí, aunque no estoy segura del motivo. Los saludé con una sonrisa, que ellos retribuyeron del mismo modo.

Lo primero que hicimos fue dirigirnos al canil para ver los perritos de Mamita. Mientras subíamos el cerro, la rubia con su mocoso iba reclamando lo lejos que habían fijado la reunión y el gran trabajo que le daban los perros de la calle.

–Se ven sanitos, abuela, los tiene que cuidar mucho... Acuérdese que tengo las vacunas, no sea cosa que se nos enfermen antes que podamos darlos en adopción. –La rubia se agachó y examinó a cada uno de los cachorros mientras el resto observábamos cómo los manipulaba.

–Ya lo sé, Andrea, quédate tranquila que con mi nieta los estamos cuidando bien.

Cuando terminó, la Normi cerró la puerta del canil y caminamos en fila hasta la casa.

Tengo que confesar que nunca supe en qué momento mi abuela había decidido asentarse arriba de este cerro. Lo único que tenía claro era que no quería regresar a “Santiasco”, como ella lo llama, y que si no fuera porque mi mamá la obligaba a hacerse los chequeos médicos en la clínica de siempre, ni siquiera pisaría las calles de la capital. Ahora comenzaba a entender que no estaba recluida ni menos abandonada, que tenía su mundo, sus amigos y hasta una misión que cumplir.

En la mesa de centro de la sala, la Normi había dispuesto bandejas con galletas de avena y jarras con jugos de frutas. Los invitados se ubicaron en los sillones sin dejar de hablar de “hogares temporales”, “jornadas de esterilizaciones” y otros temas por el estilo. El niño chillón le tiraba el chaleco a su madre, la que ya parecía haber comenzado a perder la paciencia.

–Oiga, abuela ¿y si lo dejamos viendo tele? –le suplicó a la Normi mientras intentaba con poco éxito controlar al chiquillo.

La dueña de casa me hizo una seña y llevé al niño al dormitorio de mi abuela, lo senté en la cama y le sintonicé un canal de dibujos animados.

–¡Te quedas quieto! –le ordené y el chiquillo me dio una mirada asustada.

Como no tenía otra tarea, regresé a la sala para escuchar de qué se trataba la reunión. Aunque no lo creas, pero te juro que es verdad, para sorpresa mía en ese momento estaban desplegado cuatro lienzos escritos con pintura de color rojo sangre en los que se leía: NO AL RODEO, EL RODEO NO ES UN DEPORTE, EL SUFRIMIENTO ANIMAL NO ES DIVERTIDO y LIBEREN A LOS NOVILLOS.

–Me quedaron finos –dijo con orgullo el chico joven.

–Sí, Cristián, están muy buenos. –La mujer con aspecto de adivina se paró de su sillón para mirarlos de más cerca.

–Creo que es mejor que la abuela no vaya. –La chiquilla que no se despegaba de Cristián habló con seriedad.

–¡¿Qué?! Yo fui la de la idea, así que por ningún motivo me dejan fuera.

–Entienda, abuela, a sus años no puede andar saltando cercas –insistió la muchacha.

–No me faltes el respeto, chiquilla, que, así como me ves, no tengo ningún problema en subir y bajar este cerro, ni menos de echarme al hombro los sacos de comida de los perros.

Se quedaron en silencio mirándose las caras. La Normi salió hacia la cocina con el ceño fruncido y yo la seguí.

–¿Qué onda, Normi? –La sostuve por un brazo mientras abría el grifo de agua.

–Nada, solo es una reunión de la agrupación animalista.

–¿Y esos carteles? –insistí.

–Son para un plan que tenemos.

–Pero cuéntame.

–Ahora no, después, cuando sea el momento... Mejor anda a ver al hijo de la Andrea que de seguro ya destruyó mi dormitorio.

Quedé asombrada. ¿Qué hacía mi abuela metida en esas cosas? Ella, la que no haría nada que fuera en contra de la ley de los hombres ni de la Iglesia. En ese momento intuí de dónde provenía mi alma luchadora y justiciera. Ahora ya sabes a quien reclamarle cuando me meta en líos puesto que, como dice el refrán, “lo que se hereda no se hurta”.

Te quiero montones. Siempre juntos.

Ema S.

En la parcela, 13 de septiembre

Querido Milo:

No he podido dejar de pensar en el par de meses y unos días más en que estuviste en el hospital mientras nosotros, me refiero al grupo, nos quebrábamos la cabeza tratando de comprender lo que ocurría. Es difícil de entender que un joven de nuestra edad se enferme al punto de arriesgar la vida, porque hasta ese momento la muerte no era parte de nuestra realidad. Menos aún los hospitales, con su olor a desinfectante, ni el ejército de médicos y enfermeras que pululan sonriendo, como haciendo una burla inconsciente de esos desgraciados que se aferran a sus vidas.

Habíamos escuchado que tu enfermedad era casi siempre letal, a menos que se siguiera un tratamiento radical, y que podía tener una cura mediante un trasplante de médula ósea proveniente de alguien compatible. Por suerte, Diego era un candidato.

Los chicos y yo te visitábamos a diario en ese cuarto de hospital, el que fuimos adornando con dibujos y fotos nuestras para darle un poco más de alegría a las paredes blancas. Pero tu cuerpo postrado en la cama nos evidenciaba por lo que estabas pasando: habías perdido peso, el pelo y, muchas veces, las ganas de seguir luchando. Las quimioterapias eran espantosas: envenenaban tu organismo sin distinguir entre células buenas y malas, y a todas luces te ibas consumiendo lentamente. No entendíamos por qué no se hacía nada, si existía un tratamiento que te regresaría a tu estado normal.

–No entiendo por qué a Milo le están haciendo quimio si existe la posibilidad de un trasplante. –Gera se sentó en mi cama después de regresar de una corta visita al hospital en que nos lanzaste un vaso de plástico para que te dejáramos tranquilo.

–Me preocupa lo mal que se pone, sus estados de ánimo; nunca sé si está contento o nos echará a patadas –dijo Cote con un suspiro.

–Ema, ¿ya hablaste con la señora Marité? –Gera me miró.

–No.

–¿Por qué? Quedamos en que averiguarías lo que está pasando. Nosotros no podemos hablar con los médicos, porque no somos parte de la familia –Gera me regañó.

–No me atrevo, me da pena, ¿acaso no la has visto?

Tu mamá parecía un fantasma: estaba muy delgada y la tristeza no abandonaba su rostro. Varias veces intenté hablar con ella, pero cada vez tenía la sensación de que el solo hecho de pronunciar el nombre de tu enfermedad la destruiría un poco más.

–Claro que la hemos visto, pero tenemos que averiguar. ¿Puedes hacerlo o lo hago yo? –Se notaba su molestia.

–Puedo, mañana sin falta. –Le lancé una mirada de reproche.

Esa noche le mandé un wasap a tu mamá preguntándole si podía pasar por su departamento para que conversáramos. Quedamos en reunirnos a las nueve.

Mi departamento no estaba lejos del tuyo, apenas cinco cuadras, así que las recorrí lentamente ensayando las palabras correctas que debía utilizar. Me detuve frente al conjunto de edificios rojos de cuatro pisos y toqué el citófono, sin dejar de mordisquearme las uñas.

–¡Aló! –reconocí la voz de tu madre.

–Soy Ema.

–Pasa –dijo. Zumbó un pip eléctrico y la puerta se abrió al instante. Caminé por los senderos entre los jardines para llegar al último edificio y tocar el timbre del departamento del primer piso.

–¿Cómo está? –saludé a tu madre con un beso en la mejilla.

–Aquí, como me ves. –Con un ademán, me invitó a pasar a la sala.

–¿Y Milo? –Entrar a tu casa era incómodo, ver a tu mamá me perturbaba y siempre sentía que las palabras sobraban.

–En un rato más parto al hospital... ha tenido malestares por la quimio... –Se sentó en el sofá.

–Señora, hace días que he estado pensando en algo que no entiendo y que quizás usted me lo podría explicar.

–Siéntate –me indicó uno de los sillones–, pregunta lo que quieras.

Miré las murallas del departamento que se habían transformado en una suerte de oda a tu persona: fotos tuyas cubrían las paredes y, entre los dos sitiales, una mesita sostenía un crucifijo y tres velas encendidas.

–Me parece que usted dijo que el tipo de leucemia que tiene Milo se cura con un trasplante de médula...

–Sí –me interrumpió–, y por eso todos en la familia nos hicimos los exámenes para determinar si tenemos compatibilidad con Milo. Gracias a Dios, Diego la tiene.

–Ahh, entonces ¿significa que lo trasplantarán?

–No es tan simple.

–Eso es lo que no entiendo.

Tu mamá se acomodó en el sofá y se quitó los lentes para limpiarlos con el borde de su falda.

–La intervención cuesta alrededor de doscientos millones de pesos, que debemos pagar anticipadamente, o, al menos, garantizar que tendremos el dinero, para que le hagan el trasplante. –Se puso los lentes nuevamente.

–¿Y qué ocurre con la ley de urgencias? Según entiendo, cuando alguien está en riesgo vital, lo tienen que atender sin la obligación de garantizar el pago.

–Es que sí lo están atendiendo: le han hecho la quimio y los exámenes... Además, supuestamente, Milo no está en riesgo vital y el trasplante se puede posponer hasta que consigamos los recursos.

–Discúlpeme, señora Marité, pero eso me parece una estupidez. –No pude disimular mi molestia–. ¿Tiene que estar muriéndose para que hagan algo?... ¡No lo puedo creer!

–M’hijita, solo se cree cuando lo estás viviendo en carne propia.

Salí de tu departamento sintiendo la vergüenza de vivir en un país de mierda, donde nada más que la plata importa y con la convicción de que los chicos y yo tendríamos que hacer algo, lo que fuera, para que la gente tomara conciencia de lo que estaba ocurriendo.

Esa tarde fui con Sofí, Cote y Gera a visitarte. Estabas en tu cama, ahora aislado, porque tu cuerpo débil no se podía exponer al contagio de algún virus o bacteria. Por eso, tuvimos que ponernos unas batas azules, mascarillas y cubre zapatos.

–Qué buena onda que vinieron, me moría de aburrimiento –nos dijiste mientras con el control remoto saltabas de canal en canal. De tu muñeca derecha salía una manguerita transparente hacia una bolsa de suero que colgaba de un atril.

–¿Cómo se siente el paciente más divertido de todo el hospital? –Sofí te habló a más de un metro de distancia, tal como nos habían advertido antes de entrar.

–La quimio me tortura... me dan unos mareos terribles y vomito todo lo que como...

–Eso es lo que yo necesito, un poco de quimio para ver si vomitando logro bajar de peso –dijo Sofí.

–No hables tonteras, si adelgazas más parecerás un esqueleto como la Ema. –A Milo se le escapó una sonrisa.

–¿Y yo qué te he hecho para que digas que soy un esqueleto?

–Nada, pero serías el modelo ideal en las clases de Biología para que aprendiéramos cómo es la osamenta del cuerpo humano...

Todos reímos de buena gana y hasta creo que la palidez de tu rostro se tiñó de color, y por un minuto te viste más sano.

–Mira lo que te trajimos –Gera desdobló un papel que sacó del bolsillo de su pantalón color caqui, y lo pegó con cinta adhesiva en una de las ventanas.

–“Para que no olvides que te amamos” –leyó Milo mientras sus ojitos recorrían las caricaturas de nosotros cinco abrazados–. Eres demasiado bueno para el dibujo, Gera. Gracias.

–Yo te daría un beso y un abrazo –le dijo Cote–, pero la paca que tienes por enfermera nos dijo que no nos podemos acercar a menos de un metro. Creo que nos encontró cara de infecciosos...

–Esto pasará, ya lo verán... –dijiste luego de pensar durante unos segundos–. Digamos que es un traspié, ya saldré de este lugar y seguiremos siendo los mismos de siempre.

La visita fue corta, apenas veinte minutos en que intentamos alegrarte el día, sin darle importancia a lo complicado de tu estado. Una vez fuera de la habitación no nos pudimos contener. Este era el rito que se repetía a diario: reír contigo para luego sentarnos en la sala de espera en silencio y acongojados. No sé qué pensaban los demás, pero por mi mente pasaba un féretro y eso me aterraba.

–Ya entendí todo eso de la plata para el trasplante –interrumpí el silencio.

–¿Qué entendiste? –Gera se puso de pie para quedar cerca de mí.

–El trasplante es el tratamiento correcto para que Milo se sane, pero tiene un costo de doscientos millones de pesos que, como pueden imaginar, su familia no tiene. Por ahora se le está aplicando quimioterapia, que es una opción más económica, pero mucho más incierta –les expliqué.

–Si me preguntai’, no confío en las quimios, mi tía Berta se murió igual. –Sofí siempre aportaba las palabras capaces de desalentar a un ejército.

–¡Tu tía Berta se murió hace diez años, Sofí! –la voz de Cote se escuchó en toda la sala–. Las cosas han cambiado, la medicina avanza, no es comparable.

–Cote tiene razón. –Gera se acomodó los anteojos y se aseguró de que la hebilla del cinturón de su pantalón se encontrase en el lugar correcto.

–Sofí, no puedes ser tan fatalista. No le hace bien a Milo ni a nosotros –suspiré–. La señora Marité dice que a lo mejor pueden controlar la enfermedad con la quimio, pero que se puede sanar completamente si se le hace un trasplante... El problema es la plata.

–¿Cuánto era? –Sofí me miró como si no hubiera escuchado nada de lo que había explicado.

–Doscientos millones, mínimo. –Yo tenía la mirada clavada en el piso de cerámica blanca.

–Eso es mucho... No veo el modo de conseguir tanto dinero... –Gera miraba hacia el cielo raso–. Por muchas completadas y bingos que hagamos. No podremos, es mucho.

–Hay que hablar con alguien del hospital... Tal vez el director médico nos podría ayudar. –A Cote se le iluminó el rostro por un instante.

–¿Y cuál podría ser esa ayuda? –La miré fijamente.

–Ordenando que se le haga el trasplante lo antes posible, o qué se yo. Es el director médico, debería tener autoridad.

En medio del silencio de la sala de espera, permanecimos reflexionando durante unos minutos que se nos hicieron eternos.

–Hoy ya es muy tarde. Mañana temprano vendremos a hablar con el director –ordenó Cote, y nos fuimos del hospital con los ánimos lastimados de muerte.

Al día siguiente nos reunimos a las ocho de la mañana en la estación del metro más cercana al hospital. Era un soleado día de agosto. Caminamos las tres cuadras de distancia y, sin que nos diéramos cuenta, ya estábamos en el último piso del edificio central, lugar en donde supuestamente estaban las oficinas del director. Cruzamos la puerta que tenía más aspecto de pertenecer a la jefatura.

–Buenos días, señorita, ¿podemos hablar con el director? –le pregunté a la secretaria, tratando de poner mi mejor cara.

–Buenos días. ¿Tienen cita?

–La verdad es que no –respondió Gera.

–Un compañero nuestro está hospitalizado aquí –interrumpió Cote– y queremos hablar sobre eso.

–El doctor Montenegro no atiende a nadie sin una cita previa. –La mujer nos miró como si fuésemos bichos raros.

–Es importante –insistí.

–Lo siento –hizo una mueca de impotencia fingida al tiempo que encogía los hombros.

–Entonces, por favor, denos una cita. –Gera se adelantó unos pasos para quedar apoyado en el escritorio color caoba de la secretaria.

La mujer nos lanzó una mirada sarcástica y aparentemente comenzó a revisar la agenda en su computador.

–Tendría que ser el treinta de abril –dijo, sin siquiera mirarnos.

–¡¿Quéee?! –preguntamos en coro.

–Disculpe, señorita, pero, ¿no le parece que es mucho tiempo? Son más de ocho meses. –Cote enrojeció de ira y sus ojos parecieron estallar.

–Es lo único que tengo, el doctor es un hombre muy ocupado.

–Discúlpeme, señora, pero ¡¿usted cree que somos tontos?! Es el director médico, no el Papa, como para que tengamos que pedir una reunión con él con un año de anticipación. –Le hubiera agregado unos pocos garabatos porque sentía mi furia hervir como en una olla a presión, pero me contuve–. ¡Si cree que somos tan poca cosa como para hablar con su jefe, mejor se limita a decirnos que no recibe público, pero no nos trate como estúpidos!

–Calma, Ema, tranquila. –Gera me tomó por un brazo y me apartó del mesón–. Discúlpela, señora, es que nosotros no contamos con tanto tiempo.

–Lo siento, pero no puedo hacer nada más por ustedes.

La mujer nos lanzó una mirada inexpresiva, se acomodó el pelo teñido con visos rubios y regresó a su incesante tecleo en el computador. Inspiré profundamente, contando hasta treinta, para que mis pulmones se llenaran de ese aire rancio y caminé con rabia hacia el ascensor. Los chicos me siguieron.

Nos sentamos en una plaza ubicada frente al hospital. Nuestras caras reflejaban decepción y teníamos menos ánimo que un atleta que no logra llegar a la meta.

–Yo sabía que no era buena idea –Sofí se rascó la cabeza.

–La idea no era mala, el problema fue que no pudimos pasar la barrera de la secretaria –dijo Cote–, pero se me está ocurriendo algo... –Le pusimos atención a nuestra amiga de mechón rojo–. Este hombre tiene que salir en algún momento; por muy ocupado que esté tendrá que ir a su casa... –Cote se frotó el mentón–. Vamos al estacionamiento.

No tuvimos tiempo de preguntarle qué haríamos porque de inmediato partió trotando en dirección a la entrada de los estacionamientos subterráneos del hospital. Una vez en el interior, llamamos al ascensor y, apenas las puertas se abrieron, nos escabullimos entre los pasajeros.

Querido Milo

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