Читать книгу Si te sientes identificada, huye - Anna Abril Paltré - Страница 7

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Si estás leyendo esto, quiero contarte algo: yo no salí de una relación para meterme en otra, no. Yo salí de un INFIERNO para poder tener una relación sana e igualada. Me explico, empezaré desde el principio:

Yo veraneaba en un pueblo costero precioso, a dos horas y media en coche de Barcelona. Íbamos hasta allí con mis padres, mi hermano y mis abuelos en un vehículo de siete plazas, cantando y jugando a las adivinanzas. Mi abuelo iba sentado en la parte de atrás, junto a todas las maletas, pues así aprovechaba para dormir.

Adoraba pasar las vacaciones de verano allí: significaba estar a tiempo completo con toda mi familia (padres, hermano, abuelos, tíos, primos…), me sentía muy cómoda, me encantaba la sensación de sentirme querida. Además, mi familia siempre ha sido la típica de celebrar todo lo celebrable e invitar a muchos amigos y amigas, así que ya me veis: durmiendo en el suelo del comedor con mi hermano como si estuviéramos de camping para ceder nuestra habitación a los invitados. Y yo feliz de poder vivir estos momentos de acampada con él, pues siempre ha sido mi confidente, y estas noches significaban poder hablar hasta las tantas sin más preocupación que la de que nos pillaran nuestros padres.

Todas las mañanas íbamos a la playa. No encontraréis un agua tan fría como la de Port de la Selva (sí, así se llama mi querido pueblo), pero tampoco tan cristalina. Me pasaba horas y horas tostándome al sol para después tirarme directa al antártico. No, esto último es broma, de directa nada, soy la típica que primero mojo un pie, salgo corriendo, vuelvo a entrar para mojarme los dos, sumerjo las muñecas y me paso un poco de agua por la nuca para que no me dé un corte de digestión (del desayuno que he tomado hace tres horas y media), me mojo la barriga y, finalmente, entro chillando para que toda la playa y el pueblo de al lado se entere de que, por fin, me he tirado al agua. Todo esto ante la expectación de mi familia y amigos que, entre risas y para nada extrañados, están animándome pero a punto de volver a salir, arrugados, del tiempo que hace que me esperan.

Por las tardes, dormíamos la siesta y luego salíamos a pasear por el pueblo mientras comíamos un helado. Luego, subíamos a la azotea y hacíamos una barbacoa de carne o sardinas. Solíamos ser más de veinte personas, así que mientras unos ponían la mesa, mi abuela preparaba el pollo o las sardinas aliñándolos y mi abuelo y mi tío encendían el fuego. Aún tengo la imagen de los dos sin camisa, secador de pelo en mano, dando viento a la barbacoa para que el fuego prendiera más deprisa.

Yo, presumida de serie, me arreglaba para la ocasión: sombra de ojos, pintalabios y hasta purpurina en el pelo. Estaba todo el día pensando en el modelo de ropa que me pondría para la cena y subía toda digna a escuchar los elogios de los mayores.

Después de cenar, salía con el grupito de amigas que había formado allí: Dúnia, Alba, Sonia y Maria. Solíamos ir a tomar algo al chiringuito del paseo marítimo para luego estar a las 00 h en casa, aunque mis padres nunca me pusieron hora para regresar, siempre me han permitido autorregularme sola y yo nunca me pasé de la raya. No hubo día en el que llegué más tarde de lo que dicta el sentido común, y no porque no me lo estuviera pasando bien, sino porque no quería hacer sufrir a mis padres, sobre todo a mi madre, que es sufridora de nacimiento y si estaba mucho tiempo sin saber de mí se asustaba. La entiendo, a mí también me pasaría.

Y así pasábamos el verano: entre familia, amigos, barbacoas, playas y helados. Pero llegaba el más temido, pero a la vez amado mes del año: septiembre. Y es que la rutina volvía a empezar, y eso era necesario, pero significaba que terminaba verano y, en consecuencia, estar rodeada de tanta gente querida. Aun así, a mí me gustaba volver, reencontrar mi piso de Barcelona y todos mis juguetes, el olor de mi hogar, mis rincones de nuestra casa favoritos y esa oportunidad de volver a empezar, intentar sacar mejores notas que el curso anterior, estar más atenta en clase, hacer los deberes el primer día… Y enfadarme menos, porque siempre he dicho que tengo un chihuahua interior que de vez en cuando, sobre todo cuando tengo hambre, sale a morder al primero que se atreva a poner a prueba mi paciencia.

Este bendito carácter se lo debo a mi abuelo, una de mis personas favoritas en el mundo. Con él puedo hablarlo absolutamente de todo, incluso de temas de sexo. A día de hoy, tiene 96 años y es más abierto de mente que muchos jóvenes. Llevamos hablando cada día por teléfono desde que tengo uso de razón. No hay día que no hable con él, a veces sobre temas más banales y otras sobre temas más profundos, pero la cuestión es escucharle la voz y decirle “te quiero”. Siempre que he tenido una preocupación ha sido la primera persona que se me ha pasado por la cabeza para contársela y escuchar atenta su opinión al respecto. Además, es una persona equilibrada: tiene mucha paciencia y sabe escuchar, pero no le toques demasiado la moral porque tiene tanto genio como bondad. Así somos y así seremos, porque si él en 96 años no ha conseguido más que apaciguarse un poquito, ¿qué tengo que esperar? Todo el mundo dice que somos calcados, y orgullosa que estoy.

Prosigo. Empezaba septiembre y con él las compras de libros de texto y su rutina de forrarlos y luchar con las burbujas de aire que quedaban entre la cubierta y el plástico. Mis padres tenían ya un máster: utilizaban los biberones de mi hermano pequeño a modo de rodillo para que ninguna de esas endemoniadas se atreviera a permanecer allí, dejándome sin diversión para hacerlas explotar durante las horas de clase.

Aquel año iba a cursar segundo de la ESO y, con él, aunque en aquel momento no lo supiera, empezaba mi historia de terror camuflada de romanticismo.

El curso ya iba viento en popa, íbamos a terminar el segundo trimestre y faltaba muy poco para las vacaciones de Semana Santa. Estaba muy estresada porque iba a suspender matemáticas y sociales, asignaturas innecesarias a mi parecer, con las que nunca me llevé bien. ¿A quién le importa que sepa el valor del número E o hacer a mano la raíz cuadrada de 1709 con las tecnologías que hay hoy en día? Y ¿qué más da aprenderme todos los ríos y afluentes de la península si hay carteles que indican sus nombres en cada puente por el que pasamos? Pues eso, que las suspendía. Pero estaba feliz porque volvíamos a mi querido y añorado pueblo. Otra vez sentiría esa paz mental, podría leer en la orilla del mar, ir a mi rincón favorito del mundo donde tantas horas habíamos pasado mi abuelo y yo conversando y arreglando la sociedad, otra vez rodeada de familia y amigos…

Cuando de repente me conecté al Messenger (plataforma online para mandar mensajes instantáneos) y me abrió conversación un chico, EL chico:

—¡Hola! ¿Qué tal?

—Hombre, ¡hola! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces por aquí?

—Pues mira, que estaba haciendo limpieza de contactos y, como te has conectado, he pensado abrirte. ¿Qué me cuentas?

—Pues mira, un poco triste porque el chico que me gustaba me dejó de hablar hace un mes, ya que le gusta mi mejor amiga del pueblo, estresada porque voy a suspender mates y sociales, pero feliz porque subiremos a Port y podré desconectar de la rutina.

—Ostras, siento lo de tu novio… Si quieres puedes salir conmigo…

—¿Contigo? Si no nos conocemos ja, ja, ja. Seguro que es una broma. Hazme una perdida a ver si eres tú (689576435).

—Voy.

(Llamada perdida)

—De acuerdo, me ha llegado la llamada. ¿En serio quieres salir conmigo?

—Sí.

—Pues no, porque no nos conocemos. Primero tenemos que pasar por la fase “amigos” y luego novios. Pero de conocidos a novios ni hablar.

—Ja, ja, ¡hecho! ¿Quieres ser mi amiga?

—Muy gracioso. Tengo que irme a cenar, si quieres mándame un sms luego.

Y el mensaje llegó, pero a la mañana siguiente.

¡Hola! ¿Quieres salir conmigo? Espero que tengas un buen día.

Me sentía emocionada y extraña al mismo tiempo. Yo tenía trece años, y él 16. Sentía cosquillas en la barriga al imaginarme saliendo con un chico tan mayor. Sería la primera de la clase en tener novio. Madre mía, ¡novio! ¿Y mis padres? ¡Por Dios, si todavía no le había dicho que sí! Pero no le conocía en persona. ¿Y si era un pervertido? No creo, mi amiga le conocía y me había contado que era un chico normal. ¿Y si no estaba preparada? Además, vivía en Gerona, muy lejos de Barcelona… ¿Cómo lo haríamos para quedar? Pero era mayor… y me había pedido salir dos veces, si le decía que no igual me dejaba de hablar… ¿qué tenía que perder? Y le contesté.

Hola! Pues… la verdad es que quiero salir contigo, pero no estoy segura porque no nos conocemos en persona y vivimos lejos. ¿Tú estarías dispuesto a venir a Barcelona? Mis padres no me dejan salir ni del barrio…

La respuesta llegó al cabo de pocos minutos.

Tranquila, puedo bajar en tren. ¿Te va bien el 19 de marzo? Es el primer día de Semana Santa.

Estaba dispuesto a desplazarse, eso es un punto. Y había decidido esperar a que fueran vacaciones. Pero nos vamos a Port… Tenía que hablar con mis padres antes y negociar el día de partida.

¡Genial! Luego hablo con mis padres y te confirmo la hora.

Cuando llegué a mi casa me encerré en mi habitación y llamé a mi amiga Elena para contarle todo con pelos y señales, pues en el colegio no habíamos podido hablar, había demasiada gente cotilla y ya aprendí la lección cuando se lanzó el rumor de que estaba saliendo con Ramón, un chico de mi clase. ¡Que hasta se enteraron los profes! Lo dicho. Que llamé a Elena. Le conté lo del mensaje, que me había pedido salir y que tenía que conseguir el permiso de mis padres para irnos un día más tarde al pueblo.

—Tía ¡Qué fuerte! ¿Y qué piensas hacer? —me preguntó intrigada.

—Pues… esta noche hablaré con ellos, espero convencerles, la verdad, porque me ha pedido salir dos veces y encima me ha dicho que podía bajar… Si le digo que no, igual no vuelve a hablarme, ¡que me confesó que me quería borrar de sus contactos!

—¿Cómo que te quería borrar? —gritó sorprendida, y me la imaginé abriendo esos ojos suyos oscuros tan redondos y arrugando su nariz.

—Pues como lo oyes, me dijo que estaba haciendo limpieza de contactos y que un poco más y me borra. Porque me conecté y decidió hablar conmigo a ver qué tal, pero si no… ¡me habría borrado!

—Ostras, ¡pues es muy fuerte! Si no te hubieras conectado ya no habríais empezado a salir…

—¡No estamos saliendo! —le remarqué—. Solamente me lo ha pedido, pero aún tengo que decirle que sí.

—Bueno —se rió mi amiga—. ¡Pero ya se da por supuesto que saldréis!

—En fin, tengo que colgar. Ha llegado mi madre y quiero hablar con ella cuanto antes.

Colgué el teléfono apretando fuerte el botón, no funcionaba bien y a veces quedaba mal colgado. Acto seguido fui al comedor y llamé a mis padres, nerviosa. Me temblaba el cuerpo entero.

—¡Mamá! ¡Papá! ¿Podéis venir un momento? Tengo que contaros algo…

—Uy, ¿y a qué se debe tanta intriga? —me preguntó mi madre.

—Pues… es que… ¡tengo novio! —les dije con algo de miedo inexplicable en el cuerpo. Me entró la risa floja de los nervios, pero me intenté calmar, al fin y al cabo, eran mis padres, podía confiar en ellos, no entendía por qué estaba tan nerviosa.

—¿Ah sí…? —me preguntó mi madre algo extraña—. Y, ¿de dónde es este chico?

—Pues… —dudé— es de Gerona… —dije más susurrando que en voz audible.

—¿De Gerona? Un poco lejos, ¿no? —se sorprendieron los dos.

—Pues sí… Pero está dispuesto a venir en tren hasta aquí, ¡no tendría ni que moverme del barrio! —solté las palabras una tras otra, sin dejar tiempo al espaciado.

Se hizo el silencio, pues ninguno de los dos estaba muy convencido. Y, después de intercambiar miradas, dijo mi padre:

—Y… supongo que querrás quedar con él, ¿no?

—Pues sí… Eso iba a comentaros… —dije con los ojos entrecerrados, como si alguien me estuviera regañando, como cuando cae un relámpago y esperas el ruido del trueno.

—A ver, suéltalo ya —me cortó mi madre impaciente.

—Pues… resulta que he quedado con él el primer sábado de Semana Santa… Por la mañana. Ya sé que nos vamos a Port y…

—Hombre, Mía, ni hablar del peluquín. Nos vamos el viernes, no puede ser. Queda con él otro día, pero el sábado no —empezó mi madre.

—¡Por favor! ¡Si solamente quedaremos un rato, y luego ya podemos irnos! ¡Las vacaciones son muy largas y estaremos muchos días allí, no viene de uno! —supliqué.

—Bueno, ya hablaremos del tema mañana —zanjó mi madre.

—Pero ¡es injusto! —me quejé—, no me drogo, no bebo, no fumo, saco alguna buena nota, no armo follones en clase, colaboro en casa… ¿Qué más queréis? ¡Si soy una hija ejemplar!

—¡Ja, ja, ja! ¡Es tu obligación! Vaya con la niña. ¡Y nosotros te mantenemos! – contestó mi madre.

—¡Pues no haberme tenido! —grité enfadada. Y me levanté para irme, ruborizada de la rabia, a mi habitación.

—Ay, Mía, todo termina siempre con una bronca contigo. No hay día que no te enfades por algo.

Me encerré en mi cuarto y empecé a llorar. ¿Qué pasaría si le decía que no? No querrá volverme a hablar, me borrará de sus contactos y no sabré nada más de él. Adiós a tener novio, adiós a estar con un chico mayor que yo. Y encima parece majo. ¿Dónde encontraré a alguien capaz de viajar de una ciudad a otra por mí?

Lloré desconsoladamente de la impotencia, de la rabia que me daba no sentirme comprendida. ¿Qué les costaba a mis padres ir un día más tarde al pueblo? ¡Nada! Pero no les daba la gana, y eso me crispaba por dentro. El hecho de que otra persona tuviera el poder de decidir sobre mí me ponía histérica. Aunque esa persona fuera mi padre o mi madre, me daba igual. Nunca me ha gustado eso y, en aquel entonces, aunque tuviera 13 años, seguía sin hacerme gracia. Era dejar parte de mi felicidad en manos ajenas, y por ahí no pasaba. Así que tomé una decisión: ayudaría a mi hermano con los deberes a cambio de que me ayudara a convencer a mis padres.

Al día siguiente me despertó mi madre, como todas las mañanas, para ir al colegio. Tardé menos de lo habitual, pues quería demostrarles a mis padres que merecía que atrasaran un día el viaje al pueblo. De camino a la escuela, mi madre aprovechó el trayecto que hacíamos las dos en moto para soltarme la típica charla de Mía, no puedes ser así. Eres muy pequeña para tener tanto carácter. Es que te pierde la boca. Ese carácter no te llevará a ninguna parte, porque la gente se va a alejar de ti cuando vea que les contestas mal. A nadie le gusta que le peguen un bufido, y menos a nosotros, que somos tus padres. Merecemos un respeto. Charla a la que asentí como una oveja, agaché las orejas y le di la razón. Hecho que a ella le pareció muy sospechoso y me dijo:

—Uy, qué mártir te has vuelto. A ver, ¿qué quieres? Quedar con ese chico, ¿verdad?

—Mamá, ¡está dispuesto a venir hasta Barcelona! ¿Qué más quieres? Es atento, se preocupa por mí y tiene en cuenta que no me dejáis ni siquiera salir del barrio.

—Tienes 13 años.

—Sí, pero eso no le quita mérito. Mamá, por favor, ¿qué más os da? Si solamente se atrasa un día la partida hacia Port, UN DÍA.

—Bueno, está bien. PERO tendrás que ayudar a Dani con los deberes. Y quedar con este famoso chico por la mañana TEMPRANO. Nada de quedar por la tarde que yo quiero comer allí.

—¡Gracias, mamá! ¿Te he dicho ya que eres la mejor madre del mundo?

—Anda, anda, no me hagas la rosca que se te ve el plumero.

Al bajar de la moto tenía una sonrisa de oreja a oreja. Por fin podría confirmarle a Ricardo —sí, así se llamaba EL chico— que íbamos a vernos. Durante la hora del patio me escondí en uno de los lavabos de abajo y le mandé un sms:

¡Hola! He hablado con mis padres y me han dicho que puedo quedar contigo el sábado que habíamos hablado por la mañana. Luego nos iremos al pueblo.

Las clases se me hicieron eternas, estaba impaciente por ver si me habría contestado o no, así que no estuve muy atenta a lo que explicaba el profesor de catalán, el cual, por cierto, tenía una cara de chiste que no podía con ella. A veces, me pillaba aguantándome la risa y me preguntaba que qué era lo que me hacía tanta gracia, que él también quería reírse. Yo, por dentro, pensaba que si supiera realmente el motivo no le haría tanta gracia.

Y así pasé el día, entre clases, nervios y amigas. Iba a segundo de la ESO, ¿qué más podía pedirme el mundo?

Cuando salí del colegio no tenía ningún mensaje. ¿Se habría olvidado de mí? Cogí el autobús para irme a casa. Me gustaba el trayecto, mirar por la ventana e imaginarme historias. Tengo mucha imaginación.

Justo al llegar a casa sonó mi móvil:

Hola guapa, ¡qué bien que te dejen quedar! Pues ¿te parece bien que venga sobre las 10 h?

¡Por fin! Se me había hecho eterna la espera. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Esperar? ¿Contestarle ya? Esperaría un tiempo prudencial por no parecer desesperada y luego le contestaría amable.

Fui a dejar la mochila en la habitación y, al pasar por delante de la cocina, mi madre soltó:

—Uy, parece que aún te dura la sonrisa de esta mañana. Así me gusta, que estés de buen humor.

Al entrar, cerré la puerta y escribí:

¡Genial! Tengo ganas de verte en persona.

Si te sientes identificada, huye

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