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Capítulo Uno

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Ariadne se apoyó en la barandilla del balcón y consideró lanzarse al mar. Si la encontraban flotando boca abajo, no le serviría de gran cosa a Sebastian Nikosto, que se vería obligado a buscar esposa en otro lado. Aunque hacía mucho calor, la bahía de Sídney parecía fría y profunda. Y saber que sus padres se habían ahogado en esas aguas no las hacía precisamente atractivas.

La vista era espectacular, pero la alegría de regresar a Australia se había esfumado. Jamás se había sentido tan extraña en un lugar, y le parecía increíble que hubiera nacido allí.

Regresó al interior de la suite del hotel y se dejó caer sobre la lujosa colcha mientras tomaba el folleto con la información turística que le había subyugado. La garganta Katherine. Uluru. ¡Qué emoción había sentido! Lo triste era que esos placeres no le habían sido reservados a ella. Estaba allí para encadenarse a la cama de un extraño.

A no ser que huyera de allí. Un atisbo de esperanza le surgió de nuevo. El tal Sebastian Nikosto no había aparecido en el aeropuerto. ¿Habría cambiado de idea?

El teléfono sonó y Ariadne dio un salto. ¿Sería su tía para disculparse por haberla engañado? ¿Para aclararle lo del error de la reserva del hotel?

–Buenas tardes, señorita Giorgias –sonó la voz del recepcionista–. Tiene visita. Un tal señor Nikosto. ¿Desea recibirlo en el vestíbulo o le facilito su número de habitación?

–¡No! –exclamó ella–. Bajo ahora mismo.

Con mano temblorosa colgó el teléfono. Iba a tener que explicarle a Nikosto que era Ariadne Giorgias, ciudadana australiana, no una mercancía con la que se podía comerciar.

Su rostro estaba más pálido que sus rubios cabellos, y sus ojos habían adquirido el color azul oscuro típico de cuando se enfadaba o asustaba.

Sentía las piernas entumecidas y, camino del ascensor, intentó calmar los nervios con algún pensamiento positivo. Australia era un país civilizado donde las mujeres no podían ser sometidas. En realidad sentía cierta curiosidad por averiguar qué clase de hombre caería tan bajo como para pujar por una esposa en el siglo XXI. ¿Tan viejo era, que vivía anclado en las tradiciones del pasado? ¿Tan repulsivo como para no tener otra elección?

En cualquier caso, iba a negarse a entrar en el juego. No en vano era la famosa prometida que había dejado plantada a una de las mayores fortunas de Grecia en el altar.

Pero al salir del ascensor y ver a ese viejo obeso junto a la recepción, sintió que la sangre abandonaba su corazón. El hombre saludó con la mano a un grupo de personas y se alejó de ella.

No era él. Una ligera sensación de alivio le recorrió momentáneamente el cuerpo.

Con mirada ansiosa recorrió el vestíbulo y se detuvo en otro hombre que estaba solo. Era alto y delgado, vestido con un traje negro. Estaba de pie junto a la puerta, con el móvil pegado a la oreja. Caminaba de un lado a otro con paso ligero y enérgico y, de vez en cuando, gesticulaba con evidente impaciencia.

De repente se volvió hacia ella y los nervios se le pusieron a flor de piel. Era evidente que había llamado su atención, pues el hombre se encogió de hombros. Colgó el móvil y lo guardó en la chaqueta.

El hombre cruzó el vestíbulo hacia ella. De más cerca se hizo evidente lo atractivo que era. Delgado, hermoso, el típico griego, aunque también lucía el porte atlético del típico australiano. ¿Para qué necesitaría un hombre así encargar una esposa?

Aparentaba unos treinta y tres o treinta cuatro años. Quizás ese hombre era su sobrino o su primo…

–¿Es usted Ariadne Giorgias? –preguntó él tras detenerse a pocos metros de ella.

Tenía una voz grave y hermosa, pero fueron los ojos los que la cautivaron, de color marrón chocolate bordeados por oscuras pestañas, resultaban hechizantes. Esos ojos la miraron de pies a cabeza con frialdad. Era evidente que estaba calibrando si sus pechos, piernas y caderas merecían el precio.

–Sí, soy Ariadne Giorgias –asintió ella sonrojándose de ira y humillación–. ¿Y usted es…?

La rigidez en el tono de la joven confirmó las expectativas de Sebastian. La señorita Ariadne Giorgias, de la dinastía naviera Giorgias, y posible esposa suya, era tan rica como malcriada. A pesar de la irritación que sentía por la trampa en la que se había metido, estudió con curiosidad el rostro de esa mujer que podría terminar siendo su esposa.

Y aunque ese rostro no tenía nada que ver con su ideal de belleza femenina, debía admitir que guardaba cierta simetría. Tenía una piel suave, casi translúcida, y unos impresionantes ojos azules. Los labios carnosos resultaban especialmente tentadores, dulces. Una mezcla de inocencia y sensualidad. La boca de una sirena.

Podría haber sido peor. Cuando un hombre era chantajeado para casarse, lo menos que podía esperar era que la mujer resultara mínimamente presentable.

Tenía los cabellos de un color rubio ceniza, más claros que en la foto que había enviado el magnate. Para alguien que admirara esa clase de belleza, resultaba casi hermosa. Era algo más baja de lo que había esperado, aunque los vaqueros y la chaqueta de diseño revelaban que era delgada. El pecho era bonito y la cintura tan fina que podría abarcarla con una mano. Iba bien vestida, sin exagerar. Las joyas eran escasas, aunque de alta gama.

Fue consciente de que el pulso se le aceleraba y concluyó que era atractiva gracias a esos preciosos ojos. Estaba pálida, seguramente a causa de los nervios.

Debería estar nerviosa. Y más que iba a estar cuando comprendiera la clase de hombre que había tenido la osadía de intentar incorporar a sus posesiones.

–Sebastian Nikosto –se presentó al fin mientras le ofrecía una mano.

Ariadne no hizo el menor movimiento. Jamás tocaría a ese hombre. No si podía evitarlo.

–Su tío dispuso que nos conociésemos y que yo le enseñase Sídney –Sebastian arqueó las cejas, señal de que había captado el sutil rechazo.

–Entiendo –susurró ella–. ¿De modo que era usted quien debía ir a buscarme al aeropuerto?

–Me disculpo por no haber podido acudir. El martes siempre es un día muy ocupado en el trabajo y me temo que me vi atrapado –sonrió–. Supuse que tendría experiencia en esta clase de cosas –la voz, a fuerza de ser suave, resultaba cortante–. Y aquí está. Sana y salva.

¿A qué cosas se refería? Ariadne se preguntó qué habría oído ese hombre sobre ella. ¿Había llegado hasta esa parte del mundo la noticia de su fracasada boda? «Experiencia» no era una palabra inocua. ¿Había dado por hecho que se trataba de una chica fácil con la que se podía comerciar como si de ganado se tratara?

–No se preocupe –fingió quitarle importancia.

Pensó en la mañana que había pasado esperando a que alguien fuera a buscarla al aeropuerto, el miedo y la agonía, y la indecisión tras ser engañada para subir a ese avión. Había rezado para que, en contra de todas las probabilidades, lo hubiera entendido mal y que algún miembro de la familia Nikosto la estuviera esperando con los brazos abiertos para invitarla a su cálido hogar. Había dudado entre dirigirse al hotel o huir a algún lugar seguro. Salvo que no conocía ningún lugar seguro allí.

El único y vago conocimiento que tenía de Australia, aparte de los recuerdos del hogar de sus padres y la escuela infantil, era la casa junto a la playa a la que le habían llevado para conocer a una pariente lejana de su madre. Pero no sería capaz de recordar dónde estaba.

Ni siquiera le servía como disculpa. ¿Tanto le habría costado interrumpir el diseño de uno de sus satélites, o lo que fuera que diseñara? ¿Acaso esperaba que la novia que había encargado se entregara ella misma a domicilio?

–Siento mucho haberle alejado de su trabajo –continuó ella en un tono edulcorado–. Quizás hubiera preferido retrasar este encuentro.

–En absoluto, señorita Giorgias –él enarcó una ceja–. Estoy encantado de conocerla.

El tono suave no consiguió ocultar el muro de hielo envuelto en el elegante traje azul marino y camisa azul celeste, unos colores que le acentuaban el bronceado de la piel y el color negro de los cabellos.

Y de repente, como si el hielo hubiera despertado al macho, los ojos oscuros emitieron un fugaz destello y se detuvieron en la sensual boca unos segundos más de lo necesario.

Ariadne se apartó ligeramente, furiosa con la reacción de su propio cuerpo ante la inquietante atmósfera que rodeaba a ese hombre. Sin duda era un amasijo de testosterona.

–No sé muy bien qué le contó mi tío, señor Nikosto, pero estoy aquí de vacaciones. Nada más.

Sebastian la observó con expresión indescifrable antes de dinamitar cualquier pretensión de inocencia que ella pudiera intentar introducir en la situación.

–Yo pensaba que Pericles Giorgias podría comprarle a su sobrina un marido en cualquiera de las grandes casas de Europa, señorita Giorgias –de nuevo su mirada recorrió el cuerpo de la joven, dejando patente lo deseable que le resultaba–. Me sorprende haber recibido tamaño… honor. Y, por supuesto, también me siento halagado.

Sin embargo, el destello de los ojos marrones no tenía nada que ver con el honor o el halago. Ese hombre estaba enfadado. ¿Tanto le había decepcionado? No es que quisiera que la deseara, pero el insulto le hirió en lo más profundo.

–Lo que a mí me sorprende es que un hombre como usted pueda ser comprado –bromeó ella, aunque con voz temblorosa.

–Será mejor que sepa qué ha comprado, señorita Giorgias –Sebastian la taladró con la mirada–. Explíqueme qué tiene pensado hacer conmigo en cuanto me tenga atrapado.

Ariadne intentó suprimir la imagen de ese cuerpo desnudo en una enorme cama, con ella entre sus brazos. Pero no lo haría, y era imposible que él pretendiera…

¿Qué le había prometido su tío? Rebuscó en su mente algo que minimizara el ultraje cometido contra su independencia.

–Mi tío organizó estas vacaciones simplemente para que pudiésemos conocernos. Nada más. Para ver si había alguna posibilidad de… –sintió las mejillas arder hasta las orejas y se enfureció ante su propia debilidad–. No hay nada más.

–Claro, por supuesto –los finos labios se curvaron en un gesto de incredulidad–. Pero intente comprenderlo, señorita Giorgias. Soy un tipo serio. No soy un famoso piloto de carreras o un príncipe con tiempo de sobra para dedicarlo a entretenerla las veinticuatro horas del día. Por si no lo sabe, algunas personas trabajamos.

–Pues preferiría que no me dedicara ni un instante de su vida, señor Nikosto –ese hombre era tan frío y antipático que no pudo reprimir el estallido emocional.

De inmediato comprobó el impacto provocado por sus palabras. La oscura mirada le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo.

Por primera vez Sebastian se fijó en las oscuras sombras bajo los ojos azules, en el rápido y fuerte pulso que le latía en el delicado cuello. Con una repentina sacudida en el pecho se vio a sí mismo, un bruto, manteniendo a raya a una delicada criatura.

Una criatura con sensibilidad, nervios y ansiedades. Con unos deliciosos pechos. Una criatura que pronto podría ser suya.

Si firmaba el contrato.

Los labios le temblaron y, en contra de su voluntad, en contra de todas las probabilidades, la sangre comenzó a hervirle. ¡Demonios, qué boca tan deseable, y cómo le gustaría besarla!

Ariadne sintió cambiar la tensión que emanaba del atlético cuerpo. El hombre se acercó a ella y pudo percibir el agradable aroma de una colonia masculina. Sus receptores sexuales se pusieron repentinamente en alerta. Debajo de la camisa azul latía un corazón rodeado de carne, sangre y potentes músculos.

–Sebastian, por favor –sugirió él–. Escucha, eh, Ariadne. ¿Puedo llamarte Ariadne?

Ella se encogió de hombros.

–Sea cual sea el aparente motivo de tu estancia aquí, he accedido a desempeñar mi papel. A no ser que prefieras anularlo todo –su expresión se tornó repentinamente seria.

Se trataba de un ultimátum, y el corazón de Ariadne falló un latido. ¿Qué pasaría si telefoneaba a su tío para informarle de lo poco colaboradora que se estaba mostrando? Después del truco del avión, no contaba con su tío para solucionar el embrollo. Y de repente se le ocurrió que la equivocación en la reserva del hotel podía no serlo tanto. Con el dinero limitado, e incapaz de pagar las treinta noches en ese hotel, quizás se viera obligada a suplicar la generosidad de ese hombre.

Y comprendió desolada que quizás era lo que habían planeado desde un principio. Las palabras de su tío regresaron a su mente con aterradora claridad.

–Los Nikosto son buena gente –había asegurado Peri Giorgias cuando ella aún no tenía ni idea de lo que tramaba–. Te cuidarán bien. Me figuro que en nada de tiempo te sacarán de ese hotel para instalarte en la villa de la familia.

La villa de la familia Nikosto. Sin embargo, no era la familia Nikosto la que tenía ante ella. Era un miembro furioso y frío de la familia Nikosto.

Hasta que pudiera hablar de nuevo con sus tíos, lo más inteligente sería seguirle el juego.

–No, no –miró fijamente a Sebastian–. Agradezco tu… amabilidad –la voz se le quebró.

Sebastian entornó los ojos y las mejillas se le sonrojaron ligeramente.

–Muy bien –contestó con brusquedad–. ¿Cenamos esta noche? Te recogeré a las siete –los ojos se posaron de nuevo en los carnosos labios–. Alguna vez habrá que empezar.

Ariadne caminó de un lado a otro del salón de la suite. La estratagema de su tío la había colocado en una situación imposible. ¿Qué le habían ofrecido a ese hombre por casarse con ella? Se sentía avergonzada. Avergonzada de su tío y de sí misma y el lío en el que se había metido al creerse enamorada de ese embaucador, Demetri Spiros.

No se atrevió a imaginarse qué sucedería si Sebastian Nikosto averiguaba lo de la boda.

–No habrá un solo hombre en toda Grecia que quiera tocarte ahora –había dicho su tío.

Pero hasta su tío comprendería que, si alguna vez conseguía casarse con alguien, aunque ese alguien estuviera comprado, tendría que ser informado del escándalo.

«Por si no lo sabe, algunas personas trabajamos», las palabras de Sebastian regresaron a su mente, como si diera por hecho que carecía de profesión. ¿Esa impresión causaba?

La próxima vez que lo viera le explicaría la clase de mujer que era y que, ni por un segundo, podía pensar que alguna vez estaría disponible para él.

Superada la furia inicial, se sentó en la cama y se obligó a razonar. En Atenas era de día. Su tío estaría camino del trabajo y su tía dedicada a su aseo personal, o dándole instrucciones a la asistenta. Tía Leni era una mujer afectuosa y fácil de tratar, y por eso su colaboración en el engaño le había impactado tanto.

Se cubrió el rostro con las manos, incapaz de aceptar lo sucedido. ¿Lo habían hecho para castigarla? Había creído ciegamente en su bondad. Tras el accidente, cuando ella contaba siete años, la habían llevado con ellos a Naxos. Aunque mayores que sus padres, sus tíos habían hecho todo lo posible por reemplazarlos. A su anticuada manera, la habían amado, protegido hasta hacerle sentirse realmente agobiada al cumplir los dieciocho años.

¿Cómo no había visto la verdadera razón de esas vacaciones? ¿Cuándo la había animado el tío Peri a salir de Grecia sin ellos? Cada paso que había dado desde los siete años lo había dado bajo su estricta supervisión, como si fuera la persona más valiosa del planeta.

Incluso durante la época del internado en Inglaterra, la tía Leni, o el tío Pericles, iban a buscarla cada fin de semana o en vacaciones. Después de que hubiera regresado a Atenas para estudiar en la universidad, había sabido que uno de los jardineros del internado era un guardaespaldas.

Resultaba irónico. Había sido su más preciada joya, pero desde que los había defraudado y provocado el escándalo había perdido su brillo. En su mente tradicional, seguían pensando que el honor de una familia residía, en gran parte, en los matrimonios de los hijos, y en los nietos de los que pudieran presumir.

Sus tíos nunca habían dejado de lamentar la falta de hijos propios y habían puesto todas sus esperanzas en su hija adoptiva.

–Te gustarán los Nikosto –le había insistido el tío Peri–. Son buena gente. Te cuidarán bien. Mi padre y el viejo Sebastian se reunían en la taberna cada noche, y así durante cincuenta años. Eran los mejores amigos.

–Te hará mucho bien, toula –la tía Leni la había abrazado con fuerza–. Ya era hora de que visitaras tu país.

–Yo creía que mi país era Grecia.

–Y lo es, pero es importante que veas la tierra en que naciste. Admítelo, has perdido el trabajo, has perdido tu apartamento, la gente murmura sobre ti. Necesitas un respiro.

En realidad eran ellos los que necesitaban el respiro. Un respiro de su presencia, de la vergüenza que había arrojado sobre ellos.

–Sebastian irá a buscarte al aeropuerto –habían sido las últimas palabras de su tía.

–Y no vuelvas sin un anillo en el dedo y un marido en la maleta –la sonora risa de su tío la había acompañado más allá de la puerta de embarque.

Debería haberse dado cuenta. Hasta ese momento, el nombre de Sebastian apenas había sido mencionado. Pero no fue hasta que la azafata empezó a hablar de salidas de emergencia que la realidad se hizo patente.

–¡Tío, tío! –exclamó con voz temblorosa cuando su padre adoptivo contestó la llamada–. ¿Se trata de alguna clase de arreglo matrimonial? Quiero decir que no habrás firmado algún acuerdo con Sebastian Nikosto, ¿verdad?

–Deberías agradecer que tu tía y yo nos hayamos ocupado del asunto –su tío siempre bravuconeaba cuando se sentía culpable.

–¿Cómo? ¿A qué te refieres?

–Sebastian Nikosto es un buen hombre.

–¿Qué? ¡No! Debes estar bromeando. No puedes hacerlo. No ha sido decisión mía.

–¡Decisión! –la voz de su tío resonó con fuerza–. Mira adónde te han llevado tus decisiones. Tienes casi veinticuatro años y no hay un solo hombre en Grecia, en toda Europa, dispuesto a tocarte. Y ahora sé buena chica y haz lo correcto.

–Pero si ni siquiera lo conozco. Estoy de vacaciones. Me prometiste… dijiste…

Las lacrimógenas protestas fueron interrumpidas por el auxiliar de vuelo.

–Señorita –el joven se inclinaba sobre ella diciéndole que apagara el móvil.

–No puedo –le informó ella–. Lo siento –intentó explicarle al ceñudo joven–, tengo que… –agitó una mano en el aire y regresó al teléfono–. Thio Peri, no puedes hacerme esto. Va en contra de la ley –cuando su tío le colgó, intentó volver a marcar.

–Señorita, por favor –insistió el auxiliar con creciente impaciencia.

–Es que se trata de una emergencia –se excusó ella antes de mirar por la ventanilla y comprobar que el avión ya estaba en movimiento–. ¡Oh, no! Tengo que bajarme.

Ariadne dejó caer el teléfono e intentó levantarse tras desabrocharse el cinturón.

–Señorita, por favor, siéntese. Está poniendo en peligro a los pasajeros.

El avión aceleró para despegar y ella cayó en el asiento. Sintió las ruedas elevarse y una profunda desesperación la inundó. Tenían que regresar. Había que informar al piloto.

Empezaban a dejar atrás los blancos tejados de Atenas cuando dos auxiliares de vuelo, más autoritarios que el primero, se acercaron a ella.

–¿Sucede algo, señorita Giorgias? ¿Está usted enferma?

–Es por mi tío. Él… –el avión ya volaba sobre el mar de nubes–. Tenemos que regresar. Ha habido un error. ¿Podría informar al piloto, por favor?

No le pasó desapercibido el rápido intercambio de miradas. Las imágenes de los titulares de prensa se materializaron en su cabeza: «Ariadne Giorgias provoca un altercado en un Airbus. Ariadne de Naxos de nuevo en apuros».

Otro escándalo. Más vergüenza. Más burlas a su costa.

Y al final había pedido disculpas y se había abrochado de nuevo el cinturón.

Pero no podía limitarse a ceder sin más. Quizás estuviera sola en una habitación de hotel en la otra punta del mundo, sin nadie a quien acudir salvo un hombre que la despreciaba, pero no iba a ceder al pánico. Tenía que mantener la cabeza fría y encontrar una solución.

Pero antes debía ser práctica. Su cuenta bancaria estaba casi a cero, salvo por el dinero para gastar en las vacaciones. Dinero para vacaciones. Qué cruel broma del destino.

Respiró hondo y marcó el número de teléfono privado de la tía Leni en Atenas.

–¿Eleni Giorgias?

–¡No, toula, no…! No lo hagas. Tu tío lo ha hecho por tu bien. Todo saldrá bien.

–Ha habido un error en la reserva del hotel –el corazón de Ariadne se aceleró ante el tono de preocupación de la voz de su tía–. Resulta que la reserva solo está hecha para una noche, y ni siquiera está pagada. Además, cuando me presenté ante el organizador de las excursiones, resulta que mi nombre no estaba en la lista. Se suponía que el tío iba a pagar mi estancia de cuatro semanas…

–¿No está pagado? –preguntó su tía–. ¿Cómo…? –de repente su voz se hizo más alegre–. Ya lo entiendo, toula, no necesitarás quedarte en ese hotel mucho tiempo.

–Thea, ¿qué me estás pidiendo que haga? –la crudeza de la jugada fue como una puñalada–. ¿Esperas que me arroje directamente a la cama de ese hombre?

–Yo no te estoy pidiendo nada, salvo que le des una oportunidad a Sebastian –la vergüenza, o quizás la culpabilidad, hizo que la voz de su tía sonara aguda–. Es un buen hombre. Y está dispuesto a casarse contigo. Es rico e inteligente, un genio con los satélites.

–Él no quiere casarse conmigo, thea –gritó Ariadne–. No estoy hecha para ser una esposa.

–No digas eso nunca, Ariadne –la otra mujer soltó una exclamación–. ¿Dónde está tu gratitud? Plantaste a tu prometido en el altar deshonrando a los Giorgias y los Spiros.

La emoción le provocó a Ariadne un nudo en la garganta. Lo entendía. Tras todos sus desvelos para mantenerla pura antes del matrimonio, a los ojos de su puritano mundo había sido desflorada, deshonrada, y aún no tenía marido.

–Ya te lo expliqué. Me fue infiel, y tú lo sabes. Tenía una amante.

–No seas inmadura, Ariadne –Leni suspiró–. Si quieres tener hijos, tendrás que comprometerte, y aguantar ciertas… cosas. De todos modos, esta discusión no tiene sentido. Tu tío no cambiará de idea.

–Ese hombre jamás tomará por esposa a alguien que no esté dispuesta. Si lo conocieras, te darías cuenta. No es… él es australiano. ¿Podrías, por favor, transferirme una cantidad de dinero suficiente para pagar la cuenta del hotel?

–Toula –la voz de su tía estaba cargada de lágrimas–, si de mí dependiera, por supuesto que lo haría. Escucha, cuando estés casada, dispondrás de todo tu dinero. Tu tío te quiere y cree que esto es lo correcto. Solo quiere lo mejor para ti.

–Él siempre cree tener razón, pero esta vez no es así –contestó ella furiosa–. Y dile de mi parte que no hay manera de obligar a Sebastian Nikosto a casarse con una mujer que no esté dispuesta a ello. Jamás lo hará.

–Sí que lo hará –contestó Leni secamente tras un largo silencio–. Desde luego que lo hará.

–¿A qué te refieres? ¿Por qué lo dices?

–Bueno… –la voz de su tía pareció de repente más lejana–. Yo no sé nada de negocios, Ariadne. Tu tío dice que Sebastian es consciente de lo mucho que tiene que ganar con este matrimonio, y todo lo que puede perder si no acepta. Su empresa se hundirá.

Solo si me amas

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