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ÉL HABÍA ESTADO ESCUCHANDO

En mi juventud, me vi enfrentado a una disyuntiva: lo que parecía ser una vida moral aburrida o lo que parecía ser una vida apasionante y aventurera — después de unos tragos de alcohol. Se me había inculcado el concepto tradicional de un Dios despiadado y vengativo, que vigilaba cada paso que yo daba. Me resultaba bastante difícil tenerle mucho cariño a un Dios de ese tipo, y a causa de eso, me sentía culpable. Pero después de tomarme un par de tragos, desaparecía mi culpabilidad. Esto es vida, me dije.

Empezó siendo bastante placentera, fomentando sueños de resplandeciente fama y fortuna. Pero poco a poco esta vida se fue transformando en una constante pesadilla de miedo y remordimiento por mi condición, e ira y resentimiento por la forma de vida común y corriente que se desenvolvía a mi alrededor, y en la que aparentemente yo no podía participar. La verdad era que mi forma de beber me había apartado de la sociedad, y llegué poco a poco a vivir en un estado mental que me aislaba de todo contacto social o moral. Pero en aquel entonces no podía ver que la causa era mi forma excesiva de beber. Estaba convencido de que Dios y la sociedad me tenían excluido, y me habían privado de las buenas oportunidades de la vida. La vida no tenía para mí ningún sentido. Me faltaba el valor para suicidarme, pero creo que la desesperación habría roto esta barrera de cobardía si no hubiera sido por una experiencia que cambió totalmente mi concepto de la vida.

Tuve esta experiencia como consecuencia de la muerte de mi padre en Escocia. Él había vivido una buena vida en su comunidad, y cuando falleció, todos los que le habían conocido fueron a rendirle homenaje. Yo había recibido los periódicos en que aparecían las crónicas de su funeral. Esa tarde, yo estaba sentado en una mesa de una taberna llena de gente, borracho y dándole vueltas a lo que había leído. No sentía ninguna tristeza por la muerte de mi padre. El odio y la envidia saturaban mi mente, y me lamentaba diciendo, “¿Por qué él y otros tienen toda la suerte en la vida, mientras que los buenos hombres como yo no tenemos ninguna oportunidad? ¡Qué mala suerte tengo! La gente me tendría cariño y respeto a mí también si hubiera tenido las mismas oportunidades que él”.

En la taberna, el ruido de las conversaciones era ensordecedor. Pero de pronto oí una voz en mi mente decir con toda claridad: “¿Qué cuentas le vas a rendir a Dios de tu vida?” Miré a mi alrededor, asombrado, porque era la voz de mi abuela. Ella se había muerto hacía más de 20 años y desde entonces yo no había vuelto a pensar en ella. Este era su dicho favorito. Yo se lo había oído decir muy a menudo en mi juventud y ahora lo volví a escuchar aquí en la taberna.

En cuanto oí esa voz mi mente se aclaró, y supe, fuera de toda duda, que el estado en que me encontraba no lo había causado nadie ni ninguna circunstancia. Yo era el único responsable.

Tuvo un efecto arrollador. Primero, había oído aquella voz y luego, la excusa por mi fracaso en la vida —la de que nunca había tenido buena suerte— se borró para siempre de mi mente. Se me ocurrió que si me suicidara, como quería hacer, había la posibilidad de que me encontrara ante Dios obligado a rendirle cuentas de mi vida, sin tener a nadie a quien culpar. No tenía el menor deseo de hacerlo y en ese mismo momento abandoné la idea de suicidarme. Pero seguía sintiéndome inquieto ante la posibilidad de poder morirme en cualquier momento.

Todo esto era una locura, me dije. No obstante, por mucho que intentara convencerme de que estaba alucinando, no podía descartar las implicaciones de esa experiencia. Podía imaginarme ante una deidad de aspecto severo que me miraba fríamente por encima del hombro con desprecio total y me decía desdeñosamente “¡Habla!” Este era el extremo al que me llevaba mi imaginación, y, a partir de ahí, me emborrachaba con el fin de borrar de mi mente la experiencia. Pero a la mañana siguiente, al recobrar el sentido, la experiencia seguía estando conmigo, más fuerte que nunca.

Más me valdría dejar de beber un rato e intentar enderezar mi vida, me dije. Esta resolución me produjo un choque tremendo. Hasta este momento, nunca había asociado mis problemas con el alcohol. Ya sabía que bebía demasiado, pero siempre creía que tenía buenos motivos para beber. Ahora, para mi asombro y horror, me di cuenta de que no podía dejar de beber. La bebida había llegado a ser una parte tan importante de mi vida que ya no podía funcionar sin ella.

No sabía a quién recurrir. Ya que yo creía que la gente tenía la misma opinión de mí que yo de ellos, estaba seguro de que no podía acudir a ellos para pedir ayuda. Lo único que me quedaba era recurrir a Dios, y si Él opinaba de mí como yo de Él, yo tenía muy pocas esperanzas. Así pasé los tres meses más negros de mi vida. Durante ese tiempo parecía que bebía más que nunca, y rezaba a “nada” para que me ayudara a alejarme del alcohol.

Una mañana me desperté tumbado en el suelo de mi cuarto, terrible-mente enfermo, convencido de que Dios no iba a escucharme. Casi por mero instinto me las arreglé para ir al trabajo esa mañana e intenté hacer la nómina, aunque me resultaba difícil calmar el temblor de mis manos lo suficiente como para poner las cifras en las columnas apropiadas. Con muchos sudores, por fin terminé el trabajo. Con un suspiro de alivio me asomé por la ventana y vi a un hombre acercándose a la cabaña donde yo estaba trabajando. En cuanto lo reconocí me sentí inundado de odio. Hacía siete meses, este hombre había tenido la temeridad de preguntarme enfrente de otros si yo tenía problemas con la bebida, y yo me sentí profundamente ofendido por esta pregunta. Aunque no nos habíamos visto desde hacía meses, cuando pasó por la cabaña el odio que yo le tenía estaba vigorosamente vivo.

Entonces, ocurrió algo que nunca ha cesado de asombrarme. Según él desapareció de mi vista, mi mente se hundió en el vacío. El siguiente recuerdo que tengo es el de encontrarme frente a él fuera de la cabaña y oírme a mí mismo pedirle que me ayudara a dejar de beber. Si yo hubiera decidido conscientemente pedir a alguien que me ayudara, él habría sido la última persona a quien me hubiera dirigido. Se sonrió y dijo que trataría de ayudarme, y me llevó al programa de recuperación de A.A.

Al reflexionar sobre todo esto, por fin me resultó obvio que Dios, que yo creía me había juzgado y me había condenado, no había hecho nada de eso. Él había estado escuchando; y cuando le pareció que era el momento apropiado, me vino Su respuesta. Su respuesta tenía tres aspectos: la oportunidad de vivir una vida de sobriedad; Doce Pasos para practicar, con el fin de lograr y mantener esa vida de sobriedad; compañerismo dentro del programa, siempre dispuesto a sostenerme y ayudarme las 24 horas de cada día.

No abrigo la ilusión de que yo traje a mi vida el programa de recuperación de A.A. Debo siempre considerarlo como una oportunidad que se me ha regalado. Me incumbe a mí la responsabilidad de valerme de esta oportunidad.

St. John’s, Terranova

UNA PRESENClA

Soy oficial radiotelegrafista de un buque petrolero, y la revelación final de mi condición y de su remedio me vino cuando estaba sentado solo en mi camarote con mi botella favorita. Pedí la ayuda de Dios en voz alta aunque sólo mis oídos podían escuchar. De repente, hubo en la sala una Presencia, acompañada de un extraño calor, un tono de luz distinto, más suave y una inmensa sensación de alivio. Aunque estaba bastante sobrio, me dije a mí mismo, “estás borracho otra vez”, y me acosté.

Por la mañana —a plena luz del día— la Presencia seguía estando allí. Y yo no tenía resaca. Me di cuenta de que había pedido y había recibido. Desde ese momento, no he vuelto a tomar alcohol. Cuando me vienen las ganas, pienso en lo que me pasó, y así me mantengo sobrio..

Internacionalista de A.A.

NIEVE RECIÉN CAÍDA

Durante mis primeros seis años de contacto con la Comunidad de A.A., tuve tres recaídas, episodios sombríos y brutales que sirvieron para aumentar mi autodegradación y desesperación. Nuevamente sobrio e instalado en un trabajo de poca responsabilidad, llegué a darme cuenta de que se podía encontrar la satisfacción en la realización de las tareas más rutinarias, y que la humildad —o sea, la disposición a aprender y a buscar la verdad— podría ser un poder superior disfrazado.

Entonces, inesperadamente, se me ofreció un puesto ejecutivo, con muchas responsabilidades. No tuve más remedio que responder, “Tendré que pensarlo”.

¿Era capaz de mantenerme sobrio? ¿Estaba realmente sobrio o simplemente había dejado de beber? ¿Podría desempeñar las responsabilidades del puesto y evitar que el nuevo éxito se me subiera a la cabeza? O ¿iba a permitir Dios que me volviera a castigar a mí mismo?

Llamé a una amiga a quien estaba apadrinando. Hablamos sobre el asunto y ella creía que yo podía y debía aceptar la oferta. La confianza que tenía en mí, me tranquilizó y fortaleció; volví a conocer el estímulo de sentirme digno y el elemental placer de estar vivo. Esta nueva sensación se quedó conmigo durante la reunión de A.A. a la que asistimos esa tarde. El tema de discusión fue el Undécimo Paso: “Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros Lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla”.

De regreso a mi habitación, me encontré con otra sorpresa — una carta de mi hermana. La última vez que la había visto fue en la oficina del sheriff, donde con gran pesar, ella había dado por terminadas las repetidas tentativas de mi familia por ayudarme. “Incluso nuestras oraciones son en vano”, me había dicho, “así que tendrás que valerte por ti mismo”. Y ahora me vino su carta, implorando saber dónde y cómo estaba. Al asomarme por la ventana y ver los tejados sucios, cubiertos de hollín, y luego al contemplar adentro la mezquindad de mi cuarto, me dije amargamente, “Sí, si sólo me pudieran ver ahora”. Lo único que me salvaba en estas circunstancias era el no tener nada más que perder ni que pedir a nadie. O, ¿lo tenía?

El alcohol se había llevado todos los ideales de mi juventud. Ahora todos mis sueños y aspiraciones, mi familia, mi posición social —todo lo que había conocido una vez— volvieron para burlarse de mí. Recordé haberme escondido detrás de los árboles, enfrente de mi antigua casa, para ver a mis hijos pasar por las ventanas, llamar por teléfono a mi familia sólo para escuchar sus voces decir “Hola, ¿quién llama?” antes de colgar.

Sentado en la cama, cogí la carta y volví a leerla una y otra vez. En mi angustia, yo no podía aguantar más. Desesperadamente, grité, “Dios mío, ¿me has abandonado? O ¿Te he abandonado yo?”

No sé cuánto tiempo pasó. Al ponerme de pie me sentí atraído hacia la ventana. Ante mis ojos apareció una tremenda transformación. La suciedad de esa ciudad industrial había desaparecido bajo una capa de nieve recién caída. Todo tenía un nuevo aspecto, blanco y limpio. Me puse de rodillas y reanudé ese contacto consciente con el Dios que había conocido de niño. No recé; sólo hablé. No pensé; sino que abrí el corazón y me desahogué de las penas de mi alma perdida. No di las gracias; sólo hice una súplica de ayuda.

Esa noche, finalmente en paz conmigo mismo por primera vez en muchos años, dormí toda la noche y me desperté sin el temor y el terror de enfrentarme al nuevo día. Volví a la oración que había rezado la noche anterior, diciendo: “Aceptaré el puesto. Pero, Dios mío, de ahora en adelante, vamos a trabajar en armonía Tú y yo”.

Aunque algunos días me deparen tan sólo una pequeña porción de serenidad frenética, sigo experimentando, veintiséis años más tarde, la misma tranquilidad interior que te viene al haberte perdonando a ti mismo y haber aceptado la voluntad de Dios. Cada día que amanece, hay fe en la sobriedad — no como la mera abstención de beber alcohol, sino como una recuperación progresiva de cada faceta de mi vida.

Con mi amiga de A.A., mi esposa desde hace ya veinticinco años, me he unido a mi familia para una alegre celebración. Nos sentimos contentos y felices con nuestra vida, y compartimos con mi hermana y todos los demás miembros de la familia vínculos de afecto renovados y más fuertes que nunca. Desde ese día, tengo y se me tiene confianza.

Edmonton, Alberta

YA NO ESTABA SOLA

Durante tres años estuve frecuentando las reuniones de la Comunidad; a veces lograba mantenerme sobria y a veces lo aparentaba (engañándome a mí misma, por supuesto). Me encantaba A.A. — recibía estrechando la mano a todos los que entraban por la puerta de todas las reuniones de A.A. a las que yo asistía, y asistía a muchas. Era una especie de anfitriona de A.A. Desgraciadamente, yo misma seguía teniendo muchos problemas.

Un miembro de mi grupo solía decir: “Si sólo dieras el Tercer Paso…” Lo mismo que si me hubiera estado hablando en chino. Yo no podía entender. Aunque había sido una buena estudiante en la escuela dominical, me había alejado mucho de todo lo que fuera espiritual.

En una ocasión, me las arreglé para mantenerme físicamente sobria durante seis meses. Luego perdí mi trabajo y, a la edad de 54 años, estaba segura de que no podría conseguir otro. Muy asustada y deprimida, no podía hacer frente al futuro, y mi estúpido orgullo me impedía pedir ayuda a nadie. Así que me fui a la tienda de licores a encontrar mi soporte.

Durante los siguientes tres meses y medio, me morí un centenar de veces. Seguía asistiendo a muchas reuniones cuando podía, pero no le contaba a nadie mis problemas. Los otros miembros ya no se ofrecían para ayudarme porque se sentían impotentes, y ahora comprendo cómo se sentían.

Una mañana me desperté resuelta a quedarme en cama todo el día — así no podría conseguirme un trago. Cumplí con esa decisión y cuando me levanté a las seis, me sentía segura, porque las tiendas de licor se cerraban a esa hora. Esa noche, me encontraba desesperadamente enferma; debía haber ingresado en el hospital. Alrededor de las siete, empecé a telefonear a todas las personas que conocía, dentro y fuera de A.A. Pero nadie podía o quería venir a ayudarme. Como último intento, llamé a un conocido que era ciego. Había trabajado y cocinado para él durante varios años. Le pregunté si le importaría que yo tomara un taxi y fuera a su apartamento. Sabía que iba a morirme, le dije, y estaba asustada.

Me dijo, “¡Muérete y vete al infierno! No quiero verte aquí”. (Más tarde me dijo que quería haberse cortado la lengua, y pensó en llamarme. Gracias a Dios que no lo hizo.)

Me fui a la cama convencida de que jamás me volvería a levantar. Nunca había tenido una idea más clara. No podía ver ninguna salida. A las tres de la mañana seguía sin dormirme. Estaba recostada en almohadas con el corazón latiéndome tan fuerte que parecía que se me iba a saltar del pecho. Primero, se me empezaron a dormir las piernas, por encima de las rodillas, y luego los brazos, por encima de los codos.

Me dije: “Este es el fin”. Recurrí a quien antes, por ser demasiado lista (según lo veía yo) o demasiado estúpida, no pude recurrir. Grité, “¡Dios mío, no dejes que me muera así!” En estas pocas palabras estaban mi corazón y alma atormentada. Casi instantáneamente me empezó a desaparecer el adormecimiento. Sentí una Presencia en el cuarto. Ya no estaba sola.

Alabado sea Dios, no he vuelto a sentirme sola. No me he vuelto a tomar un trago y, aun mejor, nunca he tenido la necesidad de hacerlo. Tardé mucho tiempo en recuperar la salud, y pasó bastante tiempo antes de que la gente recuperara la confianza en mí. Pero eso realmente no importaba. Yo sabía que estaba sobria y de alguna manera sabía que, mientras viviera según yo creía que Dios querría que yo viviera, no tendría que volver a sentir miedo.

Recientemente, me enteré de que tenía un tumor maligno. En lugar de sentirme asustada y deprimida, le di gracias a Dios por los pasados 16 años que me había concedido. Me quitaron el tumor; ahora me siento bien y estoy disfrutando cada minuto de cada día. Creo que habrá muchos días más. Mientras Dios tenga trabajo para mí, estaré aquí.

Lac Carré, Quebec

UN HOMBRE NUEVO

Intenté ayudar a este hombre. Fue una experiencia humillante. A nadie le gusta ser un fracaso total; hace estragos en el ego. No parecía que nada diera resultados. Yo lo llevaba a las reuniones, y él se sentaba allí con una expresión vacía, y yo sabía que sólo su cuerpo estaba presente. Cuando iba a visitarlo a su casa, o bien él estaba fuera bebiendo o se escapaba por la puerta de atrás al entrar yo por la puerta principal. Su familia acababa de entrar en un período de graves apuros; yo podía sentir su desesperación.

Luego ocurrió el episodio del hospital, el último de su historia extraordinaria de hospitalizaciones. Sufría de delirium tremens y convulsiones tan violentas que había que atarle a la cama. Estaba en coma y había que alimentarlo por vía intravenosa. Cada día que iba a visitarlo tenía peor aspecto, por imposible que pudiera parecer. Allí estaba tumbado seis días inconsciente, sin moverse excepto por los temblores ocasionales.

El séptimo día, volví a visitarle. Al pasar por su habitación, vi que le habían quitado las ataduras y los tubos de alimentación intravenosa. Me sentí eufórico. ¡Iba a recuperarse! El médico y la enfermera encargada me quitaron las esperanzas. Él iba empeorándose a toda velocidad.

Después de hacer arreglos para llevar a su esposa a verlo, me acordé de que él era católico, y por ello se debían observar ciertos ritos. Ya que era un hospital católico, salí al pasillo y pronto encontré a una monja (más tarde me enteré de que era la madre superiora). Ella llamó a un sacerdote y, con otra monja, me acompañaron a la habitación.

El sacerdote entró solo a la habitación, y nosotros decidimos esperar en el pasillo sentados en un banco. Sin acuerdo previo, los tres inclinamos la cabeza y empezamos a rezar — la madre superiora, la monja, y yo, un diácono presbiteriano.

No puedo decir cuánto tiempo pasamos allí. Sé que el sacerdote ya se había marchado para atender a sus otras tareas. Lo que nos hizo volver otra vez a la realidad fue un sonido que nos llegó desde la habitación. Al mirar adentro, vimos al paciente sentado en la cama.

“Ya está, Dios mío”, dijo, “ya no quiero ser el que dirige la función. Dime lo que Tú quieres que yo haga y lo haré”.

Más tarde, los médicos dijeron que habían considerado físicamente imposible que él se moviera, y mucho menos que se sentara. Y hasta este momento, no había dicho ni una palabra desde que ingresó al hospital. La siguiente cosa que dijo fue, “tengo hambre”.

Pero el verdadero milagro fue lo que le sucedió en los diez años siguientes. Empezó a ayudar a la gente. ¡Y a ayudarla de verdad! Nada le ha resultado demasiado duro, ni demasiado molesto, ni demasiado “desesperado”. Fundó un grupo de A.A. en su pueblo y se siente avergonzado si se lo mencionas a otros o si comentas sobre la gran cantidad de trabajo de A.A. que hace.

No es el mismo hombre que aquel a quien yo intentaba hacer el trabajo de Paso Doce. Todos los esfuerzos que hice por ayudar al hombre que yo conocía, fracasaron. Y entonces, Alguien nos presentó a un hombre nuevo.

Bernardsville, New Jersey

FIGURA DEL MAL

Sucedió alrededor de las tres de la madrugada. Yo llevaba en nuestra Comunidad algo menos de un año. Estaba solo en la casa; mi tercera mujer se había divorciado de mí antes de mi ingreso en A.A. Me desperté con una sensación aterradora de muerte inminente. Estaba temblando y casi paralizado por el miedo. Aunque era el mes de agosto en el sur de California, tenía tanto frío que tuve que echarme por los hombros una manta gruesa. Luego encendí la calefacción en el salón de estar y me puse directamente encima del radiador, intentando calentarme. En vez de calentarme, empecé a sentirme entumecido y volví a sentir la proximidad de la muerte.

Nunca había sido una persona muy religiosa, ni tampoco me había afiliado a ninguna iglesia después de ingresar en A.A. No obstante, me dije de pronto a mí mismo: “Si alguna vez me hubiera visto en la necesidad de rezar, este es el momento”. Volví al dormitorio y me puse de rodillas al lado de la cama. Cerré los ojos, hundí la cara entre las palmas de mis manos y las apoyé en la cama. Se me han olvidado todas la palabras que dije en voz alta, pero recuerdo decir: “Dios mío, por favor, enséñame a rezar”.

Entonces, sin levantar la cabeza ni abrir los ojos, pude “ver” el plano de la casa. Y pude “ver” un hombre gigantesco de pie al otro lado de la cama con los brazos cruzados. Me estaba mirando fijamente con una expresión de intenso odio y malevolencia. Era la viva personificación del mal. Después de unos diez segundos, le “vi” dar la vuelta lentamente, caminar al cuarto de baño y mirar dentro, seguir hacia el segundo dormitorio y mirar dentro, pasar al salón de estar y echar una mirada alrededor y luego salir de la casa por la puerta de la cocina.

Me quedé en la misma postura de oración. Y en el mismo momento en que se marchó, pareció llegarme desde todas las direcciones, una corriente magnética vibrando y pulsando desde los rincones más remotos del espacio. En unos quince segundos este poder tremendo me alcanzó, se quedó conmigo unos cinco segundos, y luego se retiró lentamente hacia su origen. Pero la sensación de alivio que me dio con su presencia supera toda descripción. Como pude, le di gracias a Dios, me metí en la cama y me dormí como un niño.

No he vuelto a tener el deseo de tomarme un trago de cualquier bebida alcohólica desde aquella memorable mañana hace 23 años. En los años que he pasado en nuestra Comunidad, he tenido el privilegio de escuchar a otro miembro describir una experiencia casi exactamente igual a la mía. La salida de la personificación del mal de mi casa, ¿simbolizó, como algunos creen, la salida de mi vida de todos los males que yo había abrazado debido al alcoholismo? Sea lo que sea, el otro aspecto de mi experiencia simboliza para mí el amor omnipotente y purificador de un Poder Superior, a quien desde entonces he llegado felizmente a llamar Dios.

San Diego, California

COMO UN HOMBRE QUE SE AHOGA EN EL MAR

Antes de ser confinado en un centro estatal de alcoholismo, pasé una temporada abstemio en Alcohólicos Anónimos. Aunque ahora me doy cuenta de haber acudido a A.A. para salvar mi matrimonio, mi trabajo y mi hígado, en aquel entonces no había nadie que me hubiera convencido de que los motivos que yo tenía para recurrir a A.A. no eran los apropiados. Pasados siete meses, me recuperé del mal del hígado, y me lancé a una borrachera de seis semanas y acabé confinado en el centro.

En la octava noche que pasé allí, sabía que me estaba muriendo. Estaba tan débil que casi no podía respirar; mi respiración era jadeante y entrecortada. Si me hubieran puesto un trago al alcance de la mano, no habría tenido suficiente fuerza para tomarlo. Por primera vez en mi vida, me vi en una situación de la que no podía escapar ni luchando, ni engañando, ni mintiendo, ni robando ni sobornando a nadie para hacerlo. Estaba atrapado. Por primera vez en mi vida, dije una sincera oración: “Dios, ayúdame”. No intenté imponer condiciones ni le sugerí cómo ni cuándo ayudarme.

De repente, me sentí calmado y relajado. No hubo ni relámpagos ni truenos, ni siquiera una voz suave y tranquila. Tenía miedo. No sabía qué había pasado. Pero me quedé dormido y dormí toda la noche. La mañana siguiente, al despertarme, me sentí renovado, con fuerzas y con hambre. Pero lo más maravilloso fue que, por primera vez en mi vida, había desaparecido esa nube oscura y misteriosa de temor. Lo primero que se me ocurrió fue escribir a mi esposa para contarle esta experiencia, y así lo hice. ¡Imagínate poder escribir una carta después de haberme encontrado en tan malas condiciones la noche anterior!

Estoy seguro de que algunos clasificarían esta experiencia como un caso de “desprenderse y dejarlo en manos de Dios”. ¡No así este personaje obstinado! Me había agarrado a mi voluntad hasta que se rompieron los últimos hilos y luego, al caer, me salvaron los “brazos eternos”. Tuve que encontrarme totalmente indefenso, como el hombre que se está ahogando y lucha con quien le va a salvar.

Volví a A.A., pero durante largo tiempo me sentía reacio a contar mi experiencia. Tenía miedo de que nadie me creyera y que se rieran de mí. Más tarde, me enteré de que otros habían tenido experiencias similares.

Creo que una experiencia espiritual es lo que Dios hace por una persona que esa persona se encuentra imposibilitada de hacer por sí misma. Un despertar espiritual es lo que hace una persona por su disposición de transformar su vida por medio de un programa de desarrollo espiritual probado por la experiencia, y ésta es una misión que no tiene fin.

Raleigh, Carolina del Norte

Llegamos a Creer

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