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I Cuando A.A. llegó a su mayoría de edad POR BILL W., cofundador de Alcohólicos Anónimos
ОглавлениеDURANTE los tres primeros días de julio de 1955, Alcohólicos Anónimos celebró en St. Louis una convención para conmemorar el 20º aniversario de su fundación. En esa ocasión nuestra comunidad declaró que había cumplido la edad de asumir plena responsabilidad y recibió de sus fundadores y miembros pioneros el cargo permanente de cuidar los tres grandes Legados de Recuperación, Unidad y Servicio.
Siempre recordaré esos tres días como una de las mejores experiencias de mi vida.
A las cuatro de la tarde del último día, unos 5,000 miembros de A.A. con sus familias y amigos estaban sentados en el Auditorio Kiel de St. Louis. Había representación de todos los estados de los EE.UU. y de todas las provincias del Canadá. Algunos de los presentes habían viajado desde países remotos para asistir. En el tablado del auditorio estaba reunida la Conferencia de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos, incluyendo a unos 75 delegados de los Estados Unidos y Canadá, los custodios de la Junta de Servicios Generales de A.A., los directores y personal de nuestros servicios generales de Nueva York, mi esposa Lois, mi madre y yo.
La Conferencia de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos estaba a punto de asumir la custodia de las Doce Tradiciones de A.A. y de sus servicios mundiales. Iba a ser nombrada la sucesora permanente de los fundadores de A.A. Hablando en nombre del cofundador, el Dr. Bob, y de todos nuestros miembros pioneros, hice la entrega de los Tres Legados de Alcohólicos Anónimos a nuestra Sociedad en su totalidad y a su Conferencia representativa. Desde ese momento A.A. se ha dirigido a sí misma, dedicada a servir a Dios y cumplir con sus designios mientras que estuviera destinada, bajo la Providencia divina, a existir.
Muchos eventos de los días anteriores habían conducido a ese momento. El efecto total fue que 5,000 personas tuvieron una visión de A.A. como nunca antes habían conocido. Vieron en líneas generales la historia de A.A. Con algunos de nosotros, los veteranos, volvieron a vivir las experiencias emocionantes que acabaron en la creación de los Doce Pasos de la recuperación y el libro Alcohólicos Anónimos. Se les contó cómo las Tradiciones de A.A. fueron martilladas en los yunques de experiencia de los grupos. Escucharon la historia de cómo A.A. había establecido cabezas de puente en setenta países de ultramar. Y cuando vieron todos los asuntos de A.A. entregados completamente a sus manos, alcanzaron una comprensión nueva de la responsabilidad de cada individuo para con toda la Comunidad.
En esa Convención se reconoció por primera vez a gran escala que nadie había inventado Alcohólicos Anónimos, que muchas corrientes de influencia y muchos individuos, algunos de ellos no alcohólicos, habían contribuido, por la gracia de Dios, a lograr el objetivo de A.A.
Algunos de nuestros amigos no alcohólicos de la medicina, del clero y de la Junta de Custodios de A.A. habían viajado largas distancias por caminos calurosos y polvorientos para llegar a St. Louis y participar en esa ocasión feliz y contarnos sus propias experiencias de participación en el desarrollo de A.A. Entre otros hombres eminentes, estuvo presente el clérigo Sam Shoemaker, cuyas enseñanzas servían al comienzo para inspirarnos al Dr. Bob y a mí. Presente también estuvo nuestro querido padre Dowling1, cuya inspiración personal y cuya recomendación de A.A. al mundo, contribuyeron tanto a que nuestra sociedad sea lo que ha llegado a ser. Y el Dr. Harry Tiebout2, nuestro primer amigo del campo de psiquiatría, que ya desde los comienzos había incorporado los conceptos de A.A. en su propio trabajo y cuyo sentido del humor, humildad, perspicacia y valor han significado muchísimo para todos nosotros.
Fue el Dr. Tiebout quien, con la ayuda del Dr. Kirby Collier, de Rochester, y Dwight Anderson, de Nueva York, convenció a la Sociedad Médica del estado de Nueva York en 1944 y, posteriormente, en 1949, a la Asociación Psiquiátrica Americana, de permitirme a mí, un hombre profano en la medicina, presentar ponencias sobre A.A. en sus reuniones anuales, así acelerando la aceptación de A.A., poco conocida en aquel entonces, por parte de los médicos de todas partes del mundo.
El valor, en aquel entonces y hoy todavía, de la aportación del Dr. Tiebout es inapreciable. Cuando conocimos por primera vez a Harry, tenía el puesto de Jefe de Psiquiatría en uno de los mejores sanatorios de los Estados Unidos. Su pericia profesional era bien reconocida tanto por sus pacientes como por sus colegas. En ese entonces, el arte moderno de la psiquiatría estaba pasando de su juventud y empezando a atraer la atención del mundo como uno de los grandes avances de nuestra época. El proceso de explorar los misterios y los motivos del inconsciente del ser humano ya estaba en pleno desarrollo.
Naturalmente, los exploradores, representantes de las varias escuelas de psiquiatría, estaban en desacuerdo sustancial referente al verdadero significado de los nuevos descubrimientos. Mientras los seguidores de Carl Jung veían valor, significación y realidad en la fe religiosa, la gran mayoría de los psiquiatras de esa era no lo veían así. En su mayor parte se aferraban a la opinión de Sigmund Freud de que la religión es una fantasía consoladora de la inmadurez de la humanidad; que al llegar a su madurez bajo la luz del conocimiento moderno, el ser humano no necesitaría tal apoyo.
Tal era el fondo sobre el que el Dr. Harry, en 1939, vio entre sus propios pacientes dos recuperaciones espectaculares. Estos pacientes, Marty y Grennie, habían sido casos muy difíciles, como alcohólicos y como neuróticos. Cuando, tras una corta experiencia de los principios de A.A., los dos súbitamente dejaron de beber (a propósito, para siempre) e inmediatamente tuvieron un asombroso cambio de perspectiva y actitud, Harry se quedó maravillado. También se sintió asombrado al descubrir que por fin, como psiquiatra, podía comunicarse con los dos, aunque hacía solamente dos semanas, todo intento de hacerlo había chocado contra un muro de obstinada resistencia. Para Harry, ésta fue una revelación de nuevas realidades. Como científico y hombre de valor, Harry se enfrentaba encaradamente con estas realidades. Y no siempre en la intimidad de su propio consultorio. En cuanto se sintío firmemente convencido, se puso a abogar por A.A. ante sus colegas profesionales y el público en general (ver en el Apéndice E:b una ponencia del Dr. Tiebout)3. A gran riesgo para su reputación profesional, Dr. Harry, desde entonces, ha seguido recomendando a A.A. y su trabajo a los profesionales de la psiquiatría.
En la mesa redonda de médicos de la Convención el Dr. Tiebout participó junto con el Dr. W. W. Bauer, de la Asociación Médica Norteamericana, que ofreció la mano de amistad a A.A. y nos recomendó calurosamente.
A estos buenos amigos nuestros de la medicina no les sorprendió en absoluto el testimonio del Dr. Earle M., el miembro de A.A. participante en la mesa redonda. Persona de renombre en los círculos médicos de todas partes del país, el Dr. Earle declaró categóricamente que, a pesar de sus conocimientos médicos, incluyendo la psiquiatría, se había visto humildemente obligado a aprender los principios de A.A. por intermedio de un carnicero. Así confirmó todo lo que el Dr. Harry nos había dicho con respecto a la necesidad de desinflar el ego engreído del alcohólico antes de que se una a A.A. y después de hacerlo.
Las charlas inspiradoras de estos médicos nos recordaron la gran ayuda que los amigos de A.A. del campo de medicina nos habían dado a lo largo de los años. Muchos de los A.A. asistentes a la Convención habían asistido también a la sesión vespertina celebrada en el teatro de la Ópera de San Francisco en 1951 en la que fue otorgado a Alcohólicos Anónimos el Premio Lasker, donativo de Albert y Mary Lasker, por parte de los 12,000 médicos de la Asociación de Salud Pública de Norte América.4
Los textos de los discursos pronunciados ante la Convención por el Rev. Sam Shoemaker5, el padre Edward Dowling, el Dr. Harry Tiebout y el Dr. W. W. Bauer aparecen posteriormente en este libro empezando en la página 235. Junto con estos discursos publicamos la charla de otro amigo, Bernard B. Smith, que nos ha servido fiel y brillantemente los años recién pasados como presidente de la Junta de Servicios Generales de A.A. Siempre lo recordaremos como el no alcohólico cuya destreza y habilidad singulares para reconciliar puntos de vista diferentes fueron los factores decisivos en la formación de la Conferencia de Servicios Generales, entidad de la que depende grandemente el futuro de A.A. Al igual que los demás oradores, Bernard Smith nos dice no sólo lo que A.A. significa para los alcohólicos y el público en general, sino también lo que han significado para él los principios de A.A. que ha puesto en práctica en su propia vida.
Otros de nuestros viejos amigos hicieron contribuciones inspiradoras a la reunión. Sus alocuciones, y de hecho todas las reuniones en St. Louis, fueron grabadas en cinta en su totalidad y así están disponibles. [Estas cintas ya no están disponibles]. Lamentamos no poder incluirlas todas debido al espacio limitado de este volumen.
Por ejemplo, el primer día de la Convención, uno de los amigos más antiguos y apreciados de A.A., Leonard V. Harrison, presidió una sesión titulada “A.A. y la industria”. Leonard, que todavía es uno de los custodios, se ha granjeado nuestro cariño durante sus más de diez años de servicio en nuestra Junta. Precedió a Bernard Smith como presidente de la Junta y ayudó a nuestra Comunidad a sobrellevar su muy inseguro período de adolescencia, una época en que nadie podía decir si nuestra sociedad se mantendría unida o se desintegraría totalmente. No hay palabras para describir lo que significó para nosotros los A.A. su sabio consejo y su pulso firme en ese período turbulento.
Luego el Sr. Harrison nos presentó a un nuevo amigo, Henry Mielcarek, contratado por Allis-Chalmers para atender el programa de alcoholismo en esa gran compañía. Con la competente ayuda de Dave, un miembro de A.A. con un puesto parecido en la compañía Dupont, el Sr. Mielcarek abrió los ojos de la audiencia a las posibilidades de la aplicación de A.A. y sus principios en la industria. Nuestra visión de A.A. en la industria fue ampliada aún más por el orador final, el Dr. John L. Norris6 de la compañía Eastman-Kodak. Había venido a la Convención con doble papel. Uno de los pioneros en introducir A.A. en la industria, él fue también durante mucho tiempo custodio de la Junta de Servicios Generales de A.A., un trabajador muy dedicado y generoso. Nuevamente nosotros los que estábamos sentados en el auditorio, nos preguntamos: ¿Qué podríamos haber hecho sin amigos como estos?
El segundo día de la Convención hubo una reunión sobre “A.A. en las instituciones”. Los oradores nos guiaron en un recorrido por lo que antes habían sido los fosos más sombríos en los que los alcohólicos podían encontrarse sufriendo: la prisión y el hospital mental. Se nos dijo que una nueva esperanza y una nueva luz habían entrado en esos lugares que en tiempos pasados eran de total oscuridad. La mayoría de nosotros nos quedamos asombrados al enterarnos de los avances que ha hecho A.A., con grupos en 265 hospitales y 335 prisiones7 de todo el mundo. Anteriormente sólo el 20 por ciento de los alcohólicos liberados de las prisiones o las instituciones lograban mantenerse alejados de la bebida. Pero desde la llegada de A.A., el 80 por ciento de los liberados han encontrado la libertad permanente.
Dos miembros de A.A. avivaron este panel y nuevamente nuestros fieles amigos no alcohólicos estaban representados. Entre ellos estaba el Dr. O. Arnold Kilpatrick, psiquiatra director de una institución mental de Nueva York, que nos informó sobre los maravillosos progresos de A.A. en su hospital. A continuación habló el Sr. Austin MacCormack, antiguo comisario de correccionales de la ciudad de Nueva York, y ahora profesor de criminología en la Universidad de California. Este hombre era un viejo amigo nuestro, un amable y dedicado colega que había servido mucho tiempo como custodio en la época de la Fundación Alcohólica de A.A. Cuando se trasladó al oeste, fue un beneficio para California y una pérdida correspondiente para la Sede de A.A. Y ahora estaba de nuevo con nosotros contándonos que se había mantenido en contacto con las autoridades de prisiones de todas partes de América. Así como el Dr. Kilpatrick había conformado el progreso de A.A. en las instituciones mentales, así también Austin MacCormack, con la autoridad nacida de la experiencia, nos informó sobre la creciente influencia de los grupos de A.A. en las prisiones. De nuevo nuestra visión se amplió y se alegraron nuestros espíritus.
Durante la reunión se celebraron muchas reuniones regulares de A.A. En esas reuniones, y en los pasillos, cafeterías y habitaciones de hotel, estábamos constante y agradecidamente pensando en nuestros amigos y en todo lo que la Providencia les había encomendado hacer por nosotros. A menudo pensábamos en los que no estaban allí con nosotros: los que habían fallecido, los que estaban enfermos, y los que simplemente no pudieron asistir. Entre estos últimos echamos mucho de menos a los custodios Jack Alexander, Frank Amos, el Dr. Leonard Strong, Jr., y Frank Gulden.
Sobre todo, por supuesto, hablamos acerca del cofundador, el Dr. Bob, y su esposa, Anne. Algunos de nosotros podíamos recordar aquellos primeros días de 1935 en Akron donde se encendió la chispa que se convertiría en el primer grupo de A.A. Algunos podíamos volver a contar las historias que se habían contado en la sala de estar del Dr. Bob en su casa de la Avenida Ardmore. Y podíamos recordar a Anne sentada en un rincón de la sala frente a la chimenea leyendo de la Biblia la advertencia de Santiago de que “la fe sin obras es fe muerta”. De hecho teníamos con nosotros en la Convención al joven Bob y su hermana Sue, que habían visto los comienzos del primer grupo de A.A. También estaba allí el marido de Sue, Ernie, el A.A. número cuatro. Y el buen Bill D., el A.A. número tres, estaba representado por su viuda, Henrietta.
Todos estábamos rebosantes de alegría de ver a Ethel, la mujer de la región Akron-Cleveland con más tiempo de sobriedad, cuya historia conmovedora ahora se puede leer en la Segunda Edición del libro de A.A. Ella nos hizo recordar a todos los pioneros de Akron, una docena y media de ellos, cuyas historias formaron la espina dorsal de la primera edición del libro Alcohólicos Anónimos, y quienes, junto con el Dr. Bob, habían creado el primer grupo de A.A. del mundo.
Según se iban desenvolviendo las historias, vimos al Dr. Bob entrando por la puerta del hospital de Santo Tomás, el primer hospital religioso en aceptar a posibles miembros de A.A. para tratamiento en plan regular. Allí se desarrolló la magnífica colaboración entre el Dr. Bob y la incomparable Sor Ignacia8, de las Hermanas de la Caridad de San Agustín. Su nombre nos trae a la mente la clásica historia acerca del primer borracho que trataron ella y el Dr. Bob. La supervisora nocturna de la planta donde trabajaba la Hermana Ignacia no tenía mucha simpatía por los alcohólicos, especialmente por los que sufrían de los delirium tremens, y el Dr. Bob había llegado solicitando un cuarto privado para su primer cliente. Sor Ignacia le dijo: “Doctor, no tenemos camas ni mucho menos un cuarto privado; pero haré lo que pueda”. Y luego, con astucia, introdujo en la floristería del hospital al primer tembloroso candidato de A.A. para admisión. Desde ese comienzo inseguro de hospitalización en nuestra época pionera, vimos al creciente desfile de enfermos alcohólicos pasar por las puertas del Hospital de Santo Tomás y salir de nuevo al mundo, la mayoría de ellos para no volver nunca al hospital excepto para visitar a otros. Desde 1939 hasta el día que el Dr. Bob nos dejó en 1950, más de 5,000 alcohólicos habían recibido tratamiento. Y así la obra del Dr. Bob, su esposa Anne, Sor Ignacia y los pioneros de Akron nos ofrece un ejemplo de la puesta en práctica de los Doce Pasos de A.A. que servirá para siempre.
Esta gran tradición vive todavía encarnada en la persona de Sor Ignacia. Ella sigue realizando su obra animada por el amor en el Hospital de la Caridad San Vicente en Cleveland, donde los agradecidos A.A. del área han contribuido con energía y dinero para reconstruir un viejo pabellón del edificio al que han puesto el nombre de “la Sala del Rosario” reservado para el uso exclusivo de Sor Ignacia y sus colaboradores. Ya han tratado a más de 5,000 casos.9
Muchos miembros de A.A. creen hoy día que entre las vías más seguras hacia la sobriedad figuran las ofrecidas por los hospitales religiosos que cooperan con nosotros. Sin duda aquellos que han pasado por el Hospital Santo Tomás de Akron, y el de San Vicente de Cleveland, coincidirán con esta opinión. Esperamos que, con el tiempo, los hospitales afiliados a todas las religiones sigan el ejemplo de estos dos magníficos pioneros. Lo que han logrado Sor Ignacia y sus colegas en Santo Tomás es un comienzo formidable. Pero es posible que en el futuro sean reconocidos más debido a las grandes obras inspiradas y motivadas por su ejemplo.
En 1949, diez años después de iniciar los trabajos pioneros del Dr. Bob y la Hermana Ignacia, los A.A. de todo el estado de Ohio se dieron profunda cuenta de la importancia de ese trabajo. Se formó un comité encargado de colocar una placa conmemorativa en el pabellón para alcohólicos del Hospital Santo Tomás, para expresar claramente lo que muchos de nosotros creíamos y sentíamos. Me pidieron que escribiera el texto y que presidiera la ceremonia de dedicación. Anne había fallecido recientemente pero el Dr. Bob podía estar con nosotros. Como era costumbre en ella, la Hermana Ignacia no quiso que se inscribiera su nombre en la placa. El sábado, 8 de abril de 1949, por la tarde, celebramos la ceremonia de desvelar la placa conmemorativa y la presentamos al hospital. Lleva inscritas las siguientes palabras:
CON AGRADECIMIENTO
LOS AMIGOS DEL DR. BOB Y ANNE S.
DEDICAMOS CON CARIÑO ESTA PLACA
CONMEMORATIVA
A LAS HERMANAS Y AL PERSONAL
DEL HOSPITAL SANTO TOMÁS
DE AKRON, LUGAR DE NACIMIENTO DE
ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS, EL HOSPITAL SANTO TOMÁS
FUE LA PRIMERA INSTITUCIÓN RELIGIOSA EN ABRIR SUS
PUERTAS A NUESTRA SOCIEDAD
QUE LA DEVOCIÓN CARIÑOSA DE QUIENES
TRABAJABAN AQUÍ SIRVA PARA TODOS NOSOTROS
COMO UN MAGNÍFICO Y MARAVILLOSO
EJEMPLO DE LA GRACIA DE DIOS
Todos se acuerdan de la famosa y final advertencia del Dr. Bob a Alcohólicos Anónimos: “No estropeemos esta cosa; mantengámoslo sencillo”. Y yo me acuerdo del homenaje a su gran sencillez y fortaleza que le rendí en el A.A. Grapevine…
Después de decir serenamente a quien le atendía, “Creo que ha llegado la hora”, el Dr. Bob falleció el 16 de noviembre de 1950 al mediodía. Así terminó la enfermedad que le había consumido, y en el curso de la cual nos enseñó tan claramente que la gran fe puede superar las graves angustias. Murió como había vivido, supremamente consciente de que en la casa de su Padre hay muchas moradas.
Todos los que le conocieron se sentían inundados de recuerdos. Pero ¿quién podría saber cuáles eran los pensamientos y los sentimientos de los 5,000 enfermos de los que él se había ocupado personalmente, y a los que había dado gratuitamente su atención médica? ¿Quién podría recoger las reflexiones de sus conciudadanos que le habían visto hundirse hasta casi perderse en el olvido para luego alcanzar un renombre mundial anónimo? ¿Quién podría expresar la gratitud de las decenas de millares de familias de A.A. que habían oído hablar tanto de él, sin haberlo conocido cara a cara? ¿Cuáles eran las emociones de la gente más cercana a él mientras reflexionaban agradecidamente sobre el misterio de su regeneración hace quince años y de sus vastas consecuencias? No se podría comprender ni la más mínima parte de esa gran bendición. Sólo se podría decir: “¡Qué gran milagro ha obrado Dios!”
El Dr. Bob nunca habría querido que nadie le considerara un santo o un superhombre. Tampoco habría deseado que le alabáramos o que lloráramos su muerte. Casi se le puede oír decir, “Me parece que se están pasando. No me deben tomar tan en serio. Yo sólo era uno de los primeros eslabones de esa cadena de circunstancias providenciales que se llama A.A. Por gracia y por suerte este eslabón no se rompió; a pesar de que mis defectos y mis fracasos pudieran haber tenido esta desgraciada consecuencia. Sólo era un alcohólico más que trataba de arreglármelas — con la gracia de Dios. Olvídenme, pero vayan y hagan lo mismo. Añadan sólidamente su propio eslabón a nuestra cadena. Con la ayuda de Dios, forjen una cadena fuerte y segura”. Así es como el Dr. Bob se valoraría a sí mismo y nos aconsejaría.
En una reunión en 1950, unos pocos meses después del fallecimiento del Dr. Bob, la primera Conferencia de Servicios Generales aprobó por votación que se presentara a cada uno de los herederos del Dr. Bob, sus hijos Bob junior y Sue, un pergamino, con la siguiente inscripción:
DR. BOB
EN MEMORIA
Alcohólicos Anónimos en este documento deja constancia de su agradecimiento eterno por la vida y las obras del Dr. Robert Holbrook S., uno de sus Cofundadores.
Conocido afectuosamente como “Dr. Bob”, se recuperó del alcoholismo el 10 de junio de 1935; en ese mismo año contribuyó a la formación del primer Grupo de Alcohólicos Anónimos; él y su buena esposa atendían a ese faro con tanta diligencia que con el tiempo su luz acabó atravesando el mundo. El día de su fallecimiento, el 16 de noviembre de 1950, ya había ayudado física y espiritualmente a incontables compañeros de aflicción.
La suya era una humildad que declina todo honor, una integridad que no se compromete nunca; una devoción al hombre y a Dios que como un radiante ejemplo brillará para siempre.
La Comunidad Mundial de Alcohólicos Anónimos presenta este testimonio de gratitud a los herederos del Dr. Bob y Anne S.
Al pensar en estos primeros días en Akron, nos acordamos también de la época pionera en el Este; de las dificultades que encontramos para iniciar el Grupo Número Dos de A.A. en la ciudad de Nueva York en el otoño de 1935. Al comienzo de ese año, antes de mi primer encuentro con el Dr. Bob, yo había trabajado con muchos alcohólicos, pero hasta mi regreso a la ciudad en septiembre, no había tenido ningún éxito en Nueva York. Conté a los miembros de la Convención cómo la idea había empezado a cristalizar; les hablé de las primeras reuniones en el salón de estar de mi casa de la calle Clinton 182, Brooklyn; de las visitas a la Misión del Calvario y al Hospital Towns de Nueva York en febril búsqueda de nuevos candidatos; de los muy pocos que lograron la sobriedad y los muchos que fracasaron estrepitosamente. Mi esposa, Lois, relató que durante tres años nuestra casa de la calle Clinton había estado, del sótano al ático, llena de alcohólicos de todo tipo y condición, quienes, para nuestra gran consternación, habían vuelto a beber, todos fracasados según parecía. (Algunos de ellos lograron la sobriedad más tarde, tal vez a pesar de nosotros.)
En Akron, en las casas del Dr. Bob y Wally, el tratamiento casero tuvo mejores resultados. De hecho, es probable que Wally y su mujer sentaran un récord de casos tratados en casa y rehabilitaciones de principiantes de A.A. El porcentaje de éxito fue muy alto y durante un tiempo otros muchos habitantes de Akron siguieron su ejemplo en sus propios hogares. Como dijo Lois, era como un maravilloso laboratorio en el que experimentamos y aprendimos por la dura experiencia.
Recordé a los de Nueva Jersey, presentes en la Convención, las primeras reuniones en Upper Montclair y South Orange así como en Monsey, Nueva York, cuando Lois y yo nos trasladamos allí alrededor de la fecha en que el libro de A.A. salió de imprenta en la primavera de 1939, después de perder por ejecución hipotecaria la casa de los padres de Lois en Brooklyn donde habíamos estado viviendo. El clima era templado y vivíamos en una casa de verano al borde de un lago tranquilo del oeste de Nueva Jersey, en la que un buen compañero de A.A. y su madre amablemente nos habían dejado instalarnos. Otro amigo nos prestó su automóvil. Les conté que habíamos pasado el verano tratando de arreglar el desastroso estado económico del libro de A.A. que, en cuanto a ingresos producidos, había fracasado totalmente después de su publicación. Nos resultó difícil evitar una visita del sheriff a nuestra pequeña oficina de la calle William 17, Newark, donde se había escrito la mayor parte del libro.
Asistimos a la primera reunión de A.A. de Nueva Jersey, celebrada en el verano de 1939, en la casa de Upper Montclair de Henry P., mi socio en la empresa ahora insegura del libro. Allí conocimos a Bob y Mag V., que se convertirían en nuestros grandes amigos. Cuando en el Día de Acción de Gracias, empezó a caer una nevada en nuestra casa de verano, nos invitaron a pasar el invierno con ellos en su casa de Monsey, Nueva York.
Ese invierno con Bob y Mag fue a la vez duro y emocionante. Nadie tenía dinero. Su casa, que había sido una gran mansión, se había convertido en un lugar destartalado. La caldera de la calefacción y la bomba de agua se turnaban en fallar. Un antepasado de familia de Mag había añadido dos habitaciones grandes a la casa, una arriba y otra abajo, que no tenían calefacción. La habitación de arriba era tan fría que la llamaban “Siberia”. Tratamos de remediar esta situación instalando una estufa de carbón de segunda mano que costó $3.75. Continuamente amenazaba con romperse y nunca me explicaré cómo logramos evitar quemar la casa. No obstante, era una época muy feliz; además de compartir con nosotros todo lo que tenían, Bob y Mag eran efusivamente alegres.
Lo que nos provocó la mayor emoción fue la formación del primer grupo en un hospital mental. Bob había estado hablando con el Dr. Russell E. Blaisdell, director del Hospital Rockland State de Nueva York, una institución mental, situada a poca distancia. El Dr. Blaisdell inmediatamente había aceptado la idea de probar A.A. con sus pacientes alcohólicos. Nos dio libre acceso al pabellón y al poco tiempo nos permitió iniciar una reunión en el hospital. Los resultados eran tan buenos que pocos meses después, dio permiso a multitud de alcohólicos internados a ir en autobús a las reuniones de A.A. que para entonces se había establecido en South Orange, Nueva Jersey y en la ciudad de Nueva York. Para el director de una institución mental eso era sin duda correr un gran riesgo. Pero los alcohólicos no le defraudaron. Al mismo tiempo se estableció una reunión regular de A.A. en el mismo Rockland. Los casos más desesperados que se pudiera imaginar empezaron a recuperarse y a no recaer al ser dados de alta del hospital. Así comenzó la primera colaboración de A.A. con un hospital mental, una experiencia que se ha repetido más de 200 veces. El Dr. Blaisdell había escrito una página luminosa en los anales del alcoholismo.
En este aspecto, vale mencionar que dos o tres alcohólicos fueron dados de alta de los Hospitales Greystone y Overbrook de New Jersey para entrar en A.A., recomendados por médicos amigos nuestros. Pero el Hospital Rockland, en el que el Dr. Blaisdell sirvió como director, fue el primero en cooperar plenamente con A.A.
Finalmente, Lois y yo volvimos a cruzar el río Hudson para instalarnos en la ciudad de Nueva York. En ese entonces se estaban realizando pequeñas reuniones de A.A. en la sastrería de Bert, un recién llegado. Esta reunión más tarde se trasladó a una pequeña sala de Steinway Hall y de allí a un sitio permanente cuando se abrió el primer club de A.A., “The Old Twenty-Fourth”. Lois y yo nos fuimos a vivir allí.
Al echar una mirada atrás y recordar estos escenarios neoyorquinos de nuestros primeros años, a menudo veíamos pasar entre las imágenes aquella del benigno doctor que amaba a los borrachos, William D. Silkworth, en aquel entonces jefe de medicina del Hospital Charles B. Towns de Nueva York, hombre que figura entre los auténticos cofundadores de A.A. Él nos explicó la naturaleza de nuestra enfermedad. Nos dio los instrumentos para penetrar el más duro ego alcohólico, esas frases demoledoras que empleaba para describir nuestra enfermedad: la obsesión mental que nos compele a beber y la alergia física que nos condena a volvernos locos o morir. Esas fueron las indispensables contraseñas. El Dr. Silkworth nos enseñó a cultivar el terreno negro de la desesperación del que ha florecido desde entonces todo despertar espiritual de nuestra Comunidad. En diciembre de 1934, después de mi propia repentina y abrumadora experiencia espiritual, este hombre de ciencia se había sentado humildemente junto a mi cama, diciéndome en tono tranquilizador: “No, Bill, no estás alucinando. Sea lo que sea lo que hayas experimentado, más vale que te aferres a eso; es mucho mejor que lo que tenías hace tan sólo una hora”. Esas eran magníficas palabras para el porvenir de A.A. ¿Quién más pudiera haberlas dicho?
Cuando quise trabajar con otros alcohólicos, el Dr. Silkworth me ofreció la posibilidad de hacerlo allí mismo en su hospital, a gran riesgo de su reputación profesional.
Tras seis meses de fracasos en mis intentos de ayudar a lograr la sobriedad a otros borrachos, volvió a recordarme la observación del profesor William James de que las experiencias espirituales verdaderamente transformadoras casi siempre se originan en la calamidad y el colapso total. “Deja de sermonearles”, dijo el Dr. Silkworth, “y preséntales primero los crudos hechos médicos. Puede que esto les impresione tanto que estén dispuestos a hacer cualquier cosa para recuperarse. Luego puede que acepten esas ideas de psicología moral tuyas, e incluso un Poder Superior”.
Cuatro años más tarde, el Dr. Silkworth ayudó a convertir al Sr. Charles B. Towns; dueño del hospital, en un gran entusiasta de A.A. y le recomendó que nos prestara $2,500 para empezar la preparación del libro Alcohólicos Anónimos — suma que, dicho sea de paso, más tarde se elevó a más de $4,000. Luego, como nuestro único amigo de la medicina en aquel entonces, el buen doctor se atrevió a escribir la Introducción de nuestro libro, en el que permanece hasta hoy en día y en el que tenemos la intención de guardarla para siempre.
Tal vez nunca habrá ningún médico que preste tanta dedicada atención a tantos alcohólicos como lo hizo el Dr. Silkworth. Se calcula que en su vida vio la asombrosa cantidad de 40,000 de ellos. Antes de morir en 1951, y en estrecha cooperación con A.A. y nuestra dinámica enfermera pelirroja, Teddy, había atendido a casi 10,000 alcohólicos en el Hospital Knickerbocker de Nueva York. Ninguno de sus pacientes olvidará jamás la experiencia, y la mayoría de ellos están sobrios hoy. Silky y Teddy fueron grandemente inspirados por el Dr. Bob y Sor Ignacia en Akron y siempre se considerarán como sus homólogos de la costa este de nuestra época pionera. Estas cuatro personas sentaron un magnífico ejemplo así como las bases para la maravillosa colaboración con la medicina que disfrutamos hoy día.
No podríamos despedirnos de Nueva York sin rendir agradecido tributo a los individuos que hicieron posibles los servicios mundiales de hoy día: los pioneros de la Fundación Alcohólica, el precursor de la Junta de Servicios Generales de A.A.
El primero en orden de aparición fue el Dr. Leonard V. Strong, Jr., mi cuñado. Cuando Lois y yo estábamos solos, abandonados, él, junto con mi madre, nos ayudó a superar la peor fase de mi alcoholismo. Fue el Dr. Strong quien me presentó al Sr. Willard Richardson, uno de los mejores servidores de Dios y de los seres humanos que jamás conoceré. Esa presentación tuvo como resultado directo la formación de la Fundación Alcohólica. La firme fe, sabiduría y espiritualidad de Dick Richardson nos sirvieron como anclas seguras durante los temporales que tuvo que capear nuestro centro de servicio, todavía en estado embrionario, en esos primeros años, y él contagió su convicción y entusiasmo a otros que trabajaron tan diligentemente para nosotros. Con gran cuidado y devoción generosa, el Dr. Strong sirvió como secretario de nuestra Junta de Custodios desde su formación en 1938 hasta su jubilación en 1955.
Dick Richardson era buen amigo y confidente de los Rockefeller, John D., padre e hijo. De ahí que el Sr. Rockefeller, Jr., se interesara profundamente en A.A. Vio que el poco dinero que teníamos era suficiente para lanzar nuestro proyecto de servicio, pero no suficiente para profesionalizarlo y decidió celebrar una cena en 1940 a la que invitaría a muchos amigos suyos para que nos pudieran conocer y ver A.A. con sus propios ojos. Esa cena, en la que dieron charlas el Dr. Harry Emerson Fosdick y el Dr. Foster Kennedy, neurólogo, sirvió como una importante recomendación de nuestra Comunidad ante el público en una época en que éramos muy pocos y desconocidos. Organizar una cena de este tipo podría haberle convertido al Sr Rockefeller en el hazmerreír de todos. No obstante, lo hizo, dando muy poco de su fortuna y muchísimo de sí mismo.
El Sr. Richardson animó a otros amigos suyos a ayudarnos. Entre ellos, estaba el Sr. Albert Scott, jefe de una compañía de ingeniería y presidente de la junta de custodios de la iglesia Riverside de Nueva York, quien a finales de 1937 presidió la famosa reunión en la oficina del Sr. Rockefeller, la primera en que algunos alcohólicos nos reunimos con nuestros nuevos amigos. En esa reunión el Sr. Scott hizo esta pregunta perspicaz e histórica: “¿no estropearía esta cosa el dinero?” El Dr. Bob, el Dr. Silkworth y yo asistimos a esa reunión y también estaban otros dos amigos del Sr. Richardson que estaban destinados a ejercer una gran influencia en nuestros asuntos.
Al comienzo de la primavera de 1938, nuestros nuevos amigos nos ayudaron a organizar la Fundación Alcohólica, y el Sr. A. LeRoy Chipman sirvió incansablemente muchos años como tesorero. En 1940 parecía deseable que la Fundación tomara posesión de Works Publishing, Inc., la pequeña compañía que habíamos formado para editar el libro, y dos años más tarde el Sr. Chipman hizo la mayor parte del trabajo para recaudar los $8,000 que se necesitaban para pagar a los accionistas y al Sr. Charles B. Towns; de esta manera la Fundación se convirtió en la propietaria exclusiva del libro de A.A. y se aseguró que la custodia del libro estuviera en manos de nuestra sociedad de forma vitalicia. Recientemente el Sr. Chipman tuvo que retirarse de la Junta de Custodios debido a una enfermedad y para su desilusión no pudo venir a St. Louis. Ni tampoco pudo estar con nosotros Dick Richardson, porque había fallecido unos años atrás.
Presente en esa reunión a principios de 1940 estuvo otro amigo del Sr. Richardson, Frank Amos, editor ejecutivo de un periódico, director de una agencia publicitaria, y custodio recién jubilado de A.A. En 1938 Frank fue a Akron para conocer al Dr. Bob y hacer una detallada investigación de lo que había sucedido allí. Su informe elogioso acerca del Dr. Bob y el Grupo Número Uno fue lo que había despertado el vivo interés del Sr. Rockefeller y favorecido aún más la formación de la Fundación Alcohólica. Dicha Fundación iba a convertirse en el foco central de los servicios mundiales de A.A., los cuales han sido la causa principal del desarrollo y de la unidad de nuestra comunidad en su totalidad. Frank Amos estaba disponible en su oficina o en su casa a casi cualquier hora del día o de la noche, y su consejo y su fe nos eran de inmensa ayuda.
Mientras los neoyorquinos seguíamos rememorando los tiempos pioneros hasta muy entrada la noche, pensamos en Ruth Hock10, la dedicada muchacha no alcohólica a quien Bill había dictado páginas y páginas y quien había pasado muchos meses pasando los textos a máquina cuando se estaba preparando y revisando el manuscrito del libro Alcohólicos Anónimos. A menudo trabajaba sin pago en efectivo, dispuesta a aceptar acciones de Works Publishing, sin aparente valor real en aquel entonces. Recuerdo con agradecimiento que muy a menudo su sabio consejo y su buen humor y paciencia contribuían a resolver las numerosas riñas surgidas por el contenido del libro. Muchos veteranos en St. Louis también recordaban con gratitud las cartas cariñosas que Ruth les había escrito cuando estaban solos, aislados en el interior del país, esforzándose por mantenerse sobrios.
Ruth fue nuestra primera secretaria nacional y cuando se fue a principios de 1942, Bobbie B. asumió su puesto. Durante varios años Bobbie enfrentó casi por sí sola los numerosos problemas de los grupos que surgieron como consecuencia del artículo de Jack Alexander sobre A.A. publicado en The Saturday Evening Post. Escribiendo miles de cartas a individuos que luchaban por conseguir la sobriedad y a grupos nuevos y vacilantes, ella tuvo un gran impacto positivo durante aquella época en que parecía muy incierto que A.A. pudiera sobrevivir.
Mientras yo seguía rememorando los días de antaño en Nueva York, fueron pasando por mi mente los nombres de otros amigos míos alcohólicos. Me acordé de Henry P., mi socio en Works Publishing y la empresa del libro. Entre todos los candidatos que el Dr. Silkworth me había indicado en el Hospital Towns, Henry, en 1935, fue el primero en lograr su sobriedad. Había sido un importante ejecutivo y vendedor, y dedicó su prodigioso entusiasmo a la formación del grupo de Nueva York. Muchos miembros de New Jersey también recordarán el impacto que tuvo allí. Cuando en 1938 la Fundación se dio cuenta de que no podía recaudar fondos suficientes para publicar el libro de A.A., fue principalmente la insistencia de Henry lo que nos hizo establecer Works Publishing, y mientras seguíamos trabajando en el libro, el mismo Henry, con su constante acoso a los suscriptores de Works Publishing, logró que llegara el suficiente dinero (apenas suficiente) para terminar el trabajo.
Alrededor de esa época, apareció en la escena neoyorquina otro personaje, Fitz M., una de las personas más amables que A.A. haya conocido. Fitz era hijo de un pastor y profundamente religioso, un aspecto de su naturaleza que se revela en su historia publicada en el Libro Grande “Nuestro amigo sureño”. Fitz se metió enseguida en una acalorada discusión con Henry acerca del contenido religioso del libro que estábamos escribiendo. Un recién llegado de nombre Jimmy, quien como Henry era ex vendedor y antiguo ateo, también se metió en las contiendas. Fitz quería que fuera un documento poderosamente religioso; Jimmy y Henry no querían oír nada de eso. Querían un libro puramente psicológico que atrajera al lector; cuando por fin llegara a unirse a nosotros, habría tiempo suficiente para hablarle del carácter espiritual de nuestra sociedad. Mientras trabajábamos febrilmente en este proyecto, Fitz hizo varios viajes desde su casa de Maryland hasta la ciudad de Nueva York para insistir en dar un tono más espiritual al libro. De este debate surgieron la forma y sustancia espirituales del documento, especialmente la frase “Dios como nosotros Lo concebimos”, que resultó ser un golpe maestro. Como árbitro de estas disputas, yo estaba obligado a adoptar una postura intermedia, y escribir en términos espirituales y no en términos religiosos o puramente psicológicos.
Fitz y Jimmy tenían el mismo entusiasmo para llevar el mensaje de A.A. Jimmy empezó el grupo de Filadelfia en 1940 y Fitz llevó las buenas noticias a Washington. La primera reunión en Filadelfia tuvo lugar en la casa de George S. George fue uno de los primeros solitarios de A.A. Logró su sobriedad después de leer el artículo “Los alcohólicos y Dios”, escrito por Morris Markey en 1935 y publicado en el número de septiembre de la revista Liberty por el entonces editor Fulton Oursler, quien posteriormente haría mucho por nosotros. El caso de George era muy grave, aun para aquellos días de “casos extremos”. Cuando llegó el número de Liberty, George estaba en la cama bebiendo whisky para combatir su depresión y tomando láudano para su colitis. El artículo de Markey tuvo en George tan repentino y poderoso efecto que dejó de beber y tomar láudano instantáneamente. George escribió una carta a Nueva York y pasamos su nombre a Jimmy, el vendedor, que viajaba por esa zona, y así empezó A.A. en la Ciudad del Amor Fraterno.
Los A.A. de Filadelfia pronto atrajeron la atención de tres eminentes médicos de aquella ciudad, los Drs. A. Wiese Hammer, C. Dudley Saul y John F. Stouffer, este último del Hospital General de Filadelfia. La consecuencia de este interés fue que los alcohólicos recibieron el mejor tratamiento de hospital posible y que se estableció una clínica. Y gracias a la amistad del Dr. Hammer con el Sr. Curtis Bok, propietario de The Saturday Evening Post, se publicó el artículo de Jack Alexander. Estos amigos difícilmente podrían haber hecho más por nosotros.
Fitz, que vivía cerca de Washington, D.C., no tuvo oportunidades parecidas. El fracaso estuvo rondando sus esfuerzos durante años. Pero finalmente plantó la semilla que acabó dando fruto y antes de su muerte en 1943, vio florecer aquella semilla. Su hermana Agnes participó en su alegría. Ella nos había prestado a él y a mí $1,000 de sus escasos recursos cuando, después del fracaso del libro de A.A. en 1939, el futuro nos parecía más oscuro que nunca. A ella le envío nuestra gratitud eterna.
Ese año de 1939 marcó la llegada entre nosotros de otro personaje inolvidable, una alcohólica conocida por tantos de nosotros como Marty. En el sanatorio Blythewood de Greenwich, de Connecticut, había sido paciente del Dr. Harry Tiebout quien le entregó a ella una copia del manuscrito del libro de A.A. antes de su publicación. La primera lectura la puso muy rebelde, pero la segunda la dejó convencida. Poco tiempo después se presentó en nuestra sala de estar de la casa de la calle Clinton 182, y de allí volvió a Blythewood para pasar a un paciente compañero del sanatorio el siguiente mensaje clásico: “Grennie, ya no estamos solos”.
Marty inició un grupo pionero en Greenwich al mismo comienzo de 1939, grupo que muchos creen que merece ser considerado el Grupo Número Tres de A.A. Con el apoyo del Dr. Harry y la Sra. Wylie, dueña de Blythewood, se celebraron las primeras reuniones en el recinto del sanatorio. Marty fue una de las primeras mujeres en probar A.A. y llegó a ser posteriormente una de las trabajadoras de servicio más activas que teníamos y una pionera en los campos de la educación y rehabilitación de los alcohólicos. Hoy tiene la plusmarca de sobriedad de mujeres. Hubo otra pionera, Florence R., que se unió a nosotros en 1937. Su historia apareció en la primera edición de Alcohólicos Anónimos. Con gran valor se puso a ayudar a Fitz en Washington pero cayó en la primera oleada de fracasos allí y murió de alcoholismo.
Los veteranos del Medio Oeste que asistieron a la Convención sabían que mientras estaba sucediendo todo esto en Akron y Nueva York, se encendieron algunas velas en Cleveland que al poco tiempo se convertirían en una llama que se podía ver en todo el país. Algunos veteranos de Cleveland se podían acordar de ir a las reuniones de Akron que se celebraban en aquel entonces en la casa de T. Henry y Clarace Williams, miembros del Grupo Oxford. Allí conocieron al Dr. Bob y Anne y para su gran asombro vieron a alcohólicos que llevaban dos o tres años sobrios.
Conocieron allí a Henrietta Sieberling y oyeron hablar a esta mujer no alcohólica que hacía tres años había arreglado en su casa el primer encuentro de Bill W. y el Dr. Bob — una persona que tenía una profunda comprensión y compasión y ya se consideraba uno de los más fuertes eslabones en la cadena de acontecimientos que la Providencia estaba desarrollando. En otras ocasiones, los de Cleveland habían visitado al Dr. Bob en su casa de Akron, para sentarse a la mesa de la cocina y tomar café con Bob y Anne. Allí, con avidez, respirando el maravilloso aire espiritual de ese lugar, fueron asimilando un más claro conocimiento de su problema y de su solución. Se habían hecho amigos del viejo Bill D., el A.A. número tres. El Dr. Bob les había llevado al Hospital Santo Tomás, donde conocieron a la Hermana Ignacia, y la vieron trabajar; y ellos, a su vez, habían hablado con los principiantes acostados en las camas. De regreso a Cleveland, fueron buscando a nuevos candidatos y llegaron a conocer por primera vez los dolores, la alegría y las satisfacciones del trabajo de Paso Doce.
Clarence S. y su mujer, Dorothy, figuraban entre los primeros de Cleveland en llegar a la reunión de Akron. Para principios del verano de 1939, se empezó a formar un grupo alrededor de la pareja y para el otoño ya habían visto 20 o más recuperaciones muy prometedoras.
En esa coyuntura el Cleveland Plain Dealer, un diario de esa ciudad, publicó una serie de artículos que marcaron el comienzo de una nueva época para Alcohólicos Anónimos, la de la producción masiva de la sobriedad.
Elrick B. Davis, un articulista de profunda comprensión, fue autor de una serie de crónicas que aparecieron en la página editorial del Plain Dealer, crónicas que cada dos o tres días se publicaban acompañadas de comentarios extremadamente favorables de parte de la misma redacción. Efectivamente, el Plain Dealer estaba diciendo: “Alcohólicos Anónimos es algo bueno. Y funciona. Vengan a probarlo”.
Las telefonistas de la centralita del periódico se vieron inundadas de llamadas. Día y noche, pasaban las llamadas a Clarence y Dorothy quienes las pasaban a miembros de su pequeño grupo. Anteriormente, en ese mismo año, por los buenos oficios de la enfermera Edna McD. y el reverendo Kitterer, administrador del hospital Deaconess, A.A. tuvo su entrada en esa institución. Pero este hospital por sí solo no pudo ni empezar a hacer frente a la situación de Cleveland. Durante varias semanas, con una urgencia desesperada, los A.A. fueron apresurándose para hacer visitas de Paso Doce al siempre creciente número de posibles miembros. Fue necesario ingresar a una gran cantidad de estos candidatos en varios hospitales de Cleveland, como por ejemplo, Post Shaker, la clínica del Este de Cleveland y otros más. Cómo se pagaron la cuentas, nadie lo sabría decir.
Inspirados por el ejemplo de Clarence y Dorothy, los médicos y clérigos del área empezaron a ofrecernos una gran ayuda. El padre Nagle y Sor Victorine, del Hospital de la Caridad de San Vicente, se enfrentaban a la oleada de nuevos pacientes con amor y paciencia, así como lo hacía Sor Mercedes, del Hospital San Juan. Dr. Dilworth Lupton, el eminente clérigo protestante, dio sermones y escribió artículos muy favorables acerca de nosotros. Este fino caballero había tratado una vez de ayudar a Clarence a lograr la sobriedad y al ver que A.A. pudo hacerlo se quedó maravillado. Publicó un folleto de amplia difusión en Cleveland titulado “El Sr. X y Alcohólicos Anónimos”. “El Sr. X”, por supuesto, era Clarence.
Pronto se hizo muy evidente que sería necesario formular un plan de apadrinamiento personal para los nuevos miembros. A cada nuevo se le asignó un miembro de A.A. que llevaba algún tiempo sobrio, que lo visitaba en el hospital, le enseñaba los principios de A.A. y lo acompañaba a su primera reunión. Pero dados los centenares de solicitudes que había, no había una cantidad de “padrinos” suficiente para suplir la demanda. Los A.A. que llevaban sobrios un mes solamente o tan siquiera una sola semana, tenían que apadrinar a alcohólicos que se estaban desintoxicando en los hospitales.
Se celebraban las reuniones en los hogares de los miembros. La primera reunión de Cleveland se inició en junio de 1939 en la casa de Abby G. y su mujer, Grace. El grupo estaba compuesto por Abby y otros once o doce miembros que habían estado viajando a Akron para reunirse en la casa de los Williams. Pero pasado poco tiempo no había espacio suficiente para el grupo de Abby. Así que algunos miembros de ese grupo empezaron a reunirse en la casa del financiero de Cleveland, el Sr. T. E. Borton, por generosa invitación suya. Otros miembros encontraron espacio en un salón en la sección Lakewood de Cleveland y ese grupo se conoció por el nombre de Grupo Orchard Grove. Y un tercer brote de la reunión de Abby se puso el nombre de Grupo Lee Road.
A estas reuniones cada vez más numerosas y con cada vez más miembros se les estaba acabando el espacio en casas particulares y los A.A. empezaron a buscar sitio en pequeñas salas y sótanos de iglesias. Afortunadamente, el libro de A.A. había salido de la imprenta hacía seis meses, y también había algunos folletos disponibles. Estos sirvieron de guías que nos ahorraban bastante tiempo y probablemente evitaban que la situación frenética se convirtiera en confusión y anarquía total.
Nosotros los veteranos de Nueva York y Akron habíamos visto el desarrollo de este fenómeno fantástico con una preocupación profunda. ¿No nos había costado cuatro años enteros, con incontables fracasos, producir cien buenas recuperaciones? No obstante, allí en Cleveland, como consecuencia de los artículos publicados en The Cleveland Plain Dealer, vimos a unos 20 miembros, con muy poca experiencia, enfrentados de repente con el desafío de centenares de principiantes. ¿Cómo iban a lograr afrontar la situación? No sabíamos.
Pero pasado un año, lo supimos. Porque para ese entonces, Cleveland contaba con unos treinta grupos y varios centenares de miembros. Los dolores de crecimiento y los problemas de los grupos habían sido tremendos; pero no había sufrimiento ni riña suficientemente graves como para apagar la demanda masiva de la sobriedad. Sí, los resultados de Cleveland fueron los mejores. De hecho fueron tan buenos, y el número de miembros de A.A. en otras partes tan pequeño, que muchos miembros de Cleveland creían que A.A. había nacido en esa ciudad.
Los pioneros de Cleveland habían demostrado tres cosas de crucial importancia: el valor del apadrinamiento personal; la gran utilidad del libro de A.A. para indoctrinar a los recién llegados; y, finalmente, la tremenda realidad de que A.A., si se difundiera el mensaje eficazmente, podría contar con crecer seguramente hasta llegar a un tamaño considerable.
Muchos de los aspectos esenciales de A.A. como ahora los entendemos ya se encontraban en 1939 en los grupos pioneros de Akron, Nueva York y Cleveland. Pero todavía quedaba mucho por hacer y aún había muchas preguntas que contestar. Por ejemplo, ¿tendrían éxito en otros pueblos y ciudades los muchos A.A. que tuvieron que salir de los primeros grupos y trasladarse a otras partes? En aquella época, los primeros de nuestros miembros viajeros, precursores de miles de miembros, ya estaban empezando a moverse.
Observamos a un miembro, de nombre Earl T., volver a su hogar en Chicago en 1937 tras ser bien indoctrinado por el Dr. Bob y los A.A. de Akron. Con gran preocupación, habíamos seguido sus constantes pero infructuosos esfuerzos para iniciar un grupo allí, una lucha que duró dos años, a pesar del apoyo de Dick R., su primer “converso”, y Ken A., que había emigrado del grupo de Akron en 1938. Luego, a mediados de 1939, entraron en escena dos médicos de Chicago. El Dr. Dan Craske, amigo de Earl, le pasó un par de pacientes con muchas dificultades. Una paciente, de nombre Sadie, empezó a mantenerse sobria.
Poco tiempo después, el Dr. Brown, de Evanston, presentó algunos pacientes a Earl. Entre ellos figuraban Sylvia, Luke, y Sam y su mujer, Tee, todos los cuales se han mantenido sobrios hasta el presente. Pero Sylvia tuvo un lento comienzo. Desesperada, hizo visitas a Cleveland y Akron, los centros fundadores de Ohio. Allí conoció a Henrietta y al Dr. Bob y tuvo las atenciones de Clarence y Dorothy, los miembros más antiguos de Cleveland. Sin embargo, seguía bebiendo. Volvió a su casa en Chicago donde, por razones que sólo ella y Dios conocen, repentinamente dejó de beber y logró mantenerse sobria.
Chicago ahora tenía un sólido núcleo del que podría provenir su gran desarrollo futuro. Animados constantemente por el Dr. Brown, grandemente ayudados por la secretaria personal de Sylvia, Grace Cultice, y alentados por la mujer de Earl, Katie, los A.A. de Chicago se pusieron a buscar más posibles candidatos. Al poco tiempo empezaron a celebrar reuniones, en la casa de Earl y en la de Sylvia.
A medida que A.A. seguía creciendo lentamente y prosperando, Grace estaba continuamente atendiendo el teléfono de Sylvia y se convirtió en la primera secretaria del grupo. Cuando en 1941 apareció el artículo en el Saturday Evening Post, el volumen de solicitudes aumentó grandemente. La casa de Sylvia se parecía a una especie de Grand Central Station de Chicago, y así fue también la situación en la casa de Earl y Katie. Tenían que hacer algo al respecto. Por lo tanto, alquilaron una oficina de una sola sala en el Loop, y se instaló allí la secretaria, Grace, para encauzar debidamente el flujo de solicitudes para atenciones de Paso Doce, hospitalización u otro tipo de ayuda. Este fue el primer centro de servicios organizado de A.A., el precursor de las muchas asociaciones de Intergrupo que ahora tenemos en grandes ciudades. Muchos grupos de A.A. situados dentro de un radio de varios cientos de millas de Chicago se originaron gracias a los trabajos de aquel centro — entre los primeros se pueden mencionar los de Green Bay, Wisconsin, y Minneapolis, Minnesota.
Mientras tanto, Katie se dio cuenta de que muchas familias necesitaban el programa tanto como los mismos alcohólicos y vigorosamente siguió actuando conforme con el precedente sentado por Anne y Lois quienes, en sus hogares y en sus viajes con el Dr. Bob y conmigo, e incluso en el viejo club de la calle 24 de Nueva York, habían recomendado los Doce Pasos de A.A. a las esposas y esposos no alcohólicos como un medio para restablecer el equilibrio de su vida familiar.
Nadie puede decir con exactitud cuando se formó el primer Grupo Familiar. Uno de los más grandes, más vigorosos y mejor aceptados de los primeros centros familiares se desarrolló en Toronto, Canadá. Hicieron tan buen trabajo que los grupos de A.A. del área tienen la costumbre de invitar a oradores del Grupo Familiar a hablar en sus reuniones. Para 1950, el Grupo Familiar de Toronto había causado una impresión tan amplia y profunda que sus oradores fueron invitados a participar en la Convención Internacional de A.A. en Cleveland aquel año. Y lo mismo se puede decir del desarrollo de los de Long Beach, California y de Richmond, Virginia. De hecho, algunos de estos últimos mencionados Grupos Familiares podrían haberse formado un poco antes que el de Toronto. Sea cual fuera el caso, no hay duda de que Anne, Lois y Katie hace mucho tiempo sembraron las ideas que desde entonces han florecido en los cientos de Grupos Familiares de Al-Anon, lo cual constituye uno de los acontecimientos más alentadores de los años recientes.
Otro viajero A.A. de los años pioneros fue Archie T. Él había sido atendido cariñosamente en la casa del Dr. Bob y Anne en Akron hasta que logró su sobriedad. Todavía enfermo, débil y atemorizado, volvió a su ciudad natal de Detroit, el escenario de su derrota, donde había perdido toda su reputación personal y su solvencia financiera. Vimos a Archie hacer reparaciones dondequiera que podía hacerlas. Lo vimos, en un viejo automóvil dilapidado, hacer el reparto de los artículos de tintorería a sus antiguos amigos de la alta sociedad de Grosse Pointe. Lo vimos iniciar, con la ayuda de Sarah Klein, una dedicada mujer no alcohólica, un grupo que se reunía en el sótano de Sarah. Luego, Archie y Sarah enderezaron a un hombre que se llamaba Mike, que era fabricante, y a una dama de la alta sociedad, de nombre Anne K. De esas pocas personas se iba a desarrollar en años posteriores la numerosa comunidad de A.A. de Detroit.
Y también entre esos primeros viajeros estaba Larry K., un periodista, que había escapado casi milagrosamente de la muerte por delirium tremens y agotamiento total. A pesar de una enfermedad pulmonar que le obligaba a pasar mucho tiempo en una cámara de oxígeno, valerosamente subió a un tren en Cleveland con destino a Houston, Texas, y durante el viaje experimentó un despertar espiritual que le hizo sentirse, según diría más tarde, “de nuevo de una sola pieza”. Al llegar a Houston se puso a escribir una serie de artículos para el Houston Press que atrajo la atención de los ciudadanos y del obispo Quinn y, como consecuencia, tras varios contratiempos desgarradores, nació el primer grupo de Texas. Los primeros candidatos prometedores fueron Ed, un vendedor, que llevaría el mensaje a Austin; el sargento del ejército Roy, que contribuyó a la fundación de A.A. en Tampa, Florida y más tarde sirvió de gran ayuda en Los Angeles; y Esther que pronto se trasladó a Dallas donde, con su acostumbrado entusiasmo y energía, fundó A.A. en esa ciudad, y llegó a ser la decana de las damas borrachas del asombroso estado de Texas.
Mientras tanto los A.A. de Cleveland habían ayudado a lograr la sobriedad a Rollie H., un atleta famoso. Los artículos publicados en la prensa fueron sensacionales y sirvieron para atraer a muchos candidatos nuevos. No obstante, este acontecimiento fue uno de los primeros en provocar una profunda inquietud respecto a nuestro anonimato personal ante el público.
Entre los demás famosos pioneros itinerantes figura Irwin M., un A.A. de Cleveland que llegó a ser campeón de ventas de persianas a los grandes almacenes del Sur Profundo del país. Viajaba por un territorio limitado por Atlanta y Jacksonville por un lado e Indianapolis, Birmingham y New Orleans por el otro. Irwin pesaba 250 libras y rebosaba energía y entusiasmo. La idea de tener a Irwin como misionero nos asustó bastante. En la Sede de Nueva York teníamos una lista de borrachos residentes de muchas ciudades y pueblos de Sur, individuos a quienes nadie había visitado. Ya hacía tiempo que a Irwin no le importaban en absoluto los reglamentos de cautela y discreción referentes a abordar a los principiantes, así que nos sentíamos algo reacios a darle la lista. Pero se la dimos y esperamos. Y no tuvimos que pasar mucho tiempo esperando. Irwin los encontró, a cada uno, y les dio su tratamiento con su técnica de vendaval. Además, día y noche, escribía cartas a sus candidatos y consiguió que intercambiaran cartas unos con otros.
Asombrados pero no obstante encantados, los sureños empezaron a enviar cartas de agradecimiento a la Sede. Como informó el mismo Irwin muchas de las principales familias del Sur habían sido muy fáciles de abordar. Irwin abrió el territorio de par en par e inició muchos grupos nuevos o contribuyó grandemente a su fundación.
Al seguir reflexionando sobre el Sur, recordamos a los A.A. de Richmond que creían que la fórmula consistía en alejarse de sus mujeres y no tomar nada más que cerveza, pero gracias a la orientación de Jack W., un caballero virginiano, y algunos viajeros de A.A., se volvieron más ortodoxos. Recordamos también a Dave R., de New Jersey, incansable inspector de calderas, que se trasladó a Charlotte, North Carolina; y a Fred K., otro hombre de New Jersey, que fomentó las actividades en Miami; y al superpromotor Bruce H. que trabajaba en Jacksonville y sus alrededores y fue el primero en utilizar la radio para llevar el mensaje.
Poco después de la fundación de A.A. en Atlanta, ese grupo inseguro se vio inspirado por la aparición de Sam, un enérgico predicador del Norte, temporalmente sin hábito y sin sueldo. Sam hablaba con gran impacto tanto desde el púlpito como desde el podio de A.A. Inventó un estilo particular de A.A., parecido a las reuniones de “Chautauqua”, que fue algo despreciado por algunos miembros pero muy apreciado por otros. Se nos murió Sam hace ya tiempo, pero recordamos su servicio con gratitud.
Mientras seguíamos repasando los comienzos y la evolución de A.A., nos vimos inundados de recuerdos de otros muchos pioneros e historias de los primeros días. Recordamos lo emocionados que nos sentimos con la formación en Little Rock, Arkansas del primer grupo de A.A. solamente por correspondencia; el primer grupo canadiense en Toronto, y poco después los de Windsor y Vancouver, C.B.; los comienzos en Australia y Hawai que sentaron una pauta a seguir en años posteriores por otros setenta países y territorios fuera de los Estados Unidos; la historia conmovedora del pequeño noruego de Greenwich, Connecticut, que vendió todo lo que tenía para poder ir a Oslo y ayudar a su hermano y así formó un grupo en esa ciudad; el grupo que tomó forma en Alaska porque un prospector allí en tierra remota encontró un ejemplar del libro de A.A. en un barril de petróleo; los borrachos de Utah que lograron su sobriedad en A.A. y a la vez encontraron uranio; la llegada de A.A. a Sudáfrica, México, Puerto Rico, Sudamérica, Inglaterra, Escocia, Irlanda, Francia, Holanda y luego a Japón e incluso a Groenlandia e Islandia; la historia del Capitán Jack a bordo de un buque petrolero que llevaba el mensaje de A.A. mientras surcaba los mares. En estas felices evocaciones del pasado en St. Louis, volvimos a ver a nuestra Comunidad de A.A. superar las barreras geográficas y lingüísticas y las de raza y religión y llegar a todas partes del mundo.
Estas historias nos trajeron a la mente a Lois y a mí maravillosos recuerdos de nuestro viaje al extranjero durante seis semanas en 1950.
Recordamos las acaloradas discusiones entre los suecos de Estocolmo y los suecos de Goteborgo referentes a si A.A. debería estar basado en los “Siete Pasos” de Estocolmo o los “Doce Pasos” de Norteamérica. Recordamos nuestro encuentro con el fundador del maravilloso grupo de Helsinki, Finlandia. Todavía podíamos ver a los daneses de Copenhagen y su “Ring i Ring” preguntándose si la solución estaba en Antabuso o en A.A. Recordamos a Henk Krauweel en cuya casa fuimos huéspedes mientras estuvimos en Holanda. Henk, un asistente social no alcohólico, fue contratado por la ciudad de Amsterdam para investigar qué se podría hacer allí por los borrachos. Había podido hacer muy poco hasta el día en que encontró los Doce Pasos. Los tradujo al holandés y los pasó a algunos de sus clientes. Para su gran asombro, algunos casos duros dejaron de beber. Y para cuando llegamos nosotros él tenía otros muchos casos que mostrarnos. A.A. ya tenía una base sólida en Holanda y estaba bien desarrollado. Desde entonces, nuestro gran amigo Henk ha llegado a ser una de las más destacadas autoridades en el problema global de alcoholismo.
En París nos topamos con varios compañeros de A.A. americanos que servían como un comité de recepción para los A.A. viajeros, algunos sobrios y otros que pasaban por dificultades. Los franceses de París todavía andaban un poco tímidos en lo referente a A.A. y tenían una extraña creencia racionalizadora de que el vino no era una bebida alcohólica y por lo tanto era perfectamente inocuo.
En Londres y Liverpool conocimos a muchos ingleses muy anónimos. En esos días sus reuniones tenían un ambiente claramente parlamentario; había incluso un martillo que se utilizaba en los momentos indicados. A.A. de Irlanda era todo lo que nosotros esperábamos que fuera y mucho más. Los A.A. sureños de Dublín se llevaban cordialmente con los norteños de Belfast pese a que sus compatriotas se enfrentaban ocasionalmente en la calle tirándose piedras. Vimos brotar las semillas de A.A. sembradas en Escocia y al conocer la hospitalidad escocesa supimos con toda seguridad que el miembro de A.A. escocés no es ni austero ni tacaño.
Para Lois y para mí, esta experiencia allende los mares era como atrasar el reloj y volver a los primeros días en Norteamérica. Según los progresos que hubieran hecho, los grupos de otros países de esa época, o estaban yendo a ciegas, trabajando esperanzadamente en las tareas típicas del período pionero, o habían llegado a esa etapa inquietante y a veces peleadora de la adolescencia. Estaban pasando por nuestras experiencias norteamericanas de hace 15, 10 ó 5 años. Volvimos a casa convencidos de que nada podría impedir sus progresos y que podrían superar todas las barreras de clases sociales y de idiomas que pudiera haber. En los siete años transcurridos desde nuestra visita en 1950, los progresos de A.A. en ultramar han superado nuestras más optimistas esperanzas.
He reservado para la última parte de nuestro relato del viaje al extranjero, nuestras impresiones de Noruega, porque el relato de los comienzos de A.A. en ese país es una historia clásica. Todo empezó en un café de Greenwich, Connecticut, propiedad de una pareja muy unida, un noruego pequeño y reservado y su mujer. El grupo de Greenwich había ayudado al noruego a lograr su sobriedad y su café llegó a ser un lugar de reunión predilecto para el grupo.
El pequeño noruego no había tenido noticias de su familia ni les había enviado siquiera una carta durante los 20 años de su carrera de borracho prácticamente desahuciado. Luego, sintiéndose más seguro de sí mismo, escribió a su familia una larga carta para ponerles al día acerca de su vida y para contarles la historia de su escape de la perdición alcohólica por medio de A.A.
Pronto recibió una carta con una emocionada súplica en la que le hablaban de la gran aflicción de su hermano que trabajaba como linotipista en un diario de Oslo. El hermano, dijo la familia, no iba a durar mucho en su trabajo y tal vez iba a perder también su vida. ¿Qué se podría hacer? El pequeño noruego de Greenwich consultó con su mujer. Vendieron su café, todo lo que tenían en el mundo, y después de comprar un pasaje de ida y vuelta a Oslo, emprendieron su viaje con poco dinero para sus gastos. Pasados unos pocos días llegaron a su país natal. Del aeropuerto viajaron apresuradamente por la costa oriental del fiordo de Oslo hasta la casa del hermano afligido. No les habían dicho mentiras; el hermano se estaba acercando al punto de nunca más volver.
Pero el hermano era obstinado. El hombre de Greenwich contó su historia y volvió a contarla. Tradujo los Doce Pasos de A.A. y un pequeño folleto que había llevado consigo. Pero todo en vano; el hermano no quiso saber nada del asunto. Le dijeron los viajeros, “¿Hemos viajado tanta distancia a Oslo sólo para tener esta respuesta? Pronto se nos acabará nuestro dinero y tendremos que volver a Connecticut”. El hermano no les dijo nada.
Así que el noruego de Greenwich empezó a hablar con algunos clérigos y médicos de Oslo. Le trataron con cortesía pero no estuvieron interesados. Deprimidos, desilusionados, el A.A. y su mujer hicieron planes para volver a los Estados Unidos.
Luego sucedió lo imposible. El hermano, de repente y casi a gritos, les pidió que le hablaran “más sobre esos alcohólicos anónimos de los Estados Unidos. ¡Vuelvan a explicarme los Doce Pasos!” Casi en seguida logró su sobriedad y pudo ir al aeropuerto para despedirse de su hermano. Sin duda había recibido el mensaje, pero ahora estaba solo. ¿Qué podría hacer?
En cuanto volvió al trabajo, empezó a poner pequeños anuncios en el diario en el que trabajaba, un anuncio cada día durante un mes. No hubo respuesta hasta el último día cuando la mujer de un florista callejero de Oslo le envió una carta para pedirle que ayudara a su marido. El florista, después de oírle contar la historia y estudiar los Doce Pasos, logró dejar de beber. El grupo, compuesto de dos miembros, siguió publicando anuncios de que A.A. había llegado a Oslo. Pronto tuvieron otro miembro sobrio. Entre los demás que llegaron había un paciente del Dr. Gordon Johnson, el preeminente psiquiatra de Oslo. El Dr. Johnson, un hombre profundamente religioso, vio en seguida las implicaciones de los Doce Pasos de A.A. e inmediatamente dio al pequeño grupo su prestigioso apoyo y aval.
Tres años más tarde Lois y yo, al asomarnos por la puerta de la aduana del aeropuerto de Oslo, vimos esperándonos allí a una gran delegación de bienvenida. Podían hablar pocas palabras de inglés, pero no era necesario. Pudimos ver y sentir lo que tenían. De camino al hotel, nos enteramos de que Noruega ya contaba con centenares de miembros de A.A. repartidos en muchos grupos. Parecía increíble, pero allí estaban.
Y ¿qué le pasó al pequeño noruego de Greenwich? Volvió a casa y de alguna que otra manera se las arregló para abrir otro café. Cuatro años más tarde sufrió un ataque de corazón y murió. Pero no antes de ver a A.A. lograr un gran desarrollo en Noruega.
Otra palabra más acerca de Noruega. Completamente desconocido al resto del país, un grupo había surgido en Bergen más o menos al mismo tiempo que empezaron los de Oslo. Hans H, escandinavo americano, había regresado a su pueblo natal con un ejemplar del libro de A.A. Ya que tenía dominio total del inglés, podía traducirlo al leerlo en voz alta ante un pequeño grupo de alcohólicos que había reunido alrededor suyo. Gracias a este auspicioso comienzo algunos lograron su sobriedad y luego difundieron el mensaje en esa ciudad con tanta eficacia que como asombrosa consecuencia hoy día Bergen cuenta con dieciséis grupos de A.A.
En otras muchas reuniones de la Conferencia, vimos desarrollarse el panorama de A.A. en acción hoy en día. Los clubs de A.A., de los que hay centenares hoy en día, tenían la oportunidad de ver ventilados sus problemas y de sopesar sus ventajas y desventajas. Hubo un vivo intercambio de experiencias en cuanto a cómo podríamos deparar a nuestros hermanos y hermanas en hospitales y prisiones una mejor oportunidad de lograr y mantener su sobriedad mientras estuvieran confinados y al salir dados de alta o puestos en libertad. Multitud de estas personas ya estaban haciendo buenos progresos y habían llegado a ser buenos amigos y colegas nuestros en el mundo de afuera, y nos dimos cuenta de lo tontas que habían sido nuestras preocupaciones de los primeros días referentes a los alcohólicos cargados con un doble estigma. En otro taller, los secretarios y otros miembros de los comités de servicios locales, las llamadas Asociaciones de Intergrupo, hablaron franca y abiertamente acerca de sus muchos problemas y pidieron consejo a los demás participantes, siempre con la esperanza de remediar la debilidad funcional de las nuevas entidades de servicio que acababan de ponerse en marcha.
En otra reunión, los participantes se enfocaron vigorosa y detenidamente en el tema del dinero. El principio de A.A. de que “no hay cuotas ni tarifas obligatorias”, puede interpretarse y racionalizarse como “no debe haber ninguna responsabilidad voluntaria de grupo o miembro en absoluto”, y esta falacia fue rebatida categóricamente. Hubo una unanimidad perfecta en que sería necesario que pagáramos los gastos legítimos de A.A. por medio de las contribuciones voluntarias de los grupos, las áreas y la totalidad de A.A.; si no, no podríamos llevar nuestro mensaje de la forma debida. Todos abundaban en la opinión de que ninguna tesorería de A.A. debería estar super repleta o llegar a ser rica. No obstante, se recalcó que la idea de poder mantener a Alcohólicos Anónimos “simple” y “espiritual” eliminando los servicios vitales que pudieran suponer algunos gastos de tiempo, energía y dinero era arriesgada e incluso absurda. Fue el consenso de la reunión que una exagerada simplificación, que podría causar que falláramos en nuestro trabajo de Paso Doce, a nivel de área o mundial, no se podía considerar verdaderamente simple ni espiritual.
Y se efectuó también una muy conmovedora reunión de miembros solitarios de A.A. que habían viajado desde zonas muy remotas y aisladas para compartir la perspectiva singular sobre nuestra Comunidad que la Convención de St. Louis nos ofreció. Para nadie más podría tener la Convención una mayor significación. Se renovó su sentimiento de pertenecer y se dieron cuenta de no estar tan aislados como a veces les pudiera parecer. Sabían, mejor que la gran mayoría de la gente, lo importante que es la ayuda ofrecida por la literatura y los servicios mundiales de A.A., porque su sobriedad había dependido grandemente del Libro Grande y de las frecuentes cartas que les llegaban de la Sede y de sus compañeros solitarios. Todos habían inventado multitud de trucos e ingenios y disciplinas para reforzarse y perfeccionar su contacto consciente con Dios, a quien, llegaron a darse cuenta, una persona podría oír o sentir ya fuera que estuviera a bordo de un barco cruzando el ecuador o en las cercanías del casquete polar.
Una historia muy típica de los solitarios es la del australiano, pastor de ovejas, que vivía a unas 2,000 millas del pueblo más cercano a donde cada año tenía que ir para vender su lana. Para estar seguro de conseguir los mejores precios tenía que viajar al pueblo durante un determinado mes. Pero al enterarse de que se iba a celebrar una gran reunión regional de A.A. en fecha posterior cuando los precios ya habrían bajado, aceptó de buen grado sufrir una sustancial pérdida económica para poder viajar al pueblo en esas fechas. Así de importante era para él una reunión de A.A. A todos los solitarios reunidos en St. Louis, esta historia les resultaba muy fácil de comprender.
En otra reunión interesante, los fundadores de muchos grupos se congregaron para intercambiar ideas y opiniones sobre las formas más eficaces de iniciar un grupo en una nueva localidad. Visto que más de 7,00011 grupos de A.A. con un total de más de 200,000 miembros ya se habían formado a lo largo de los años y casi todos los días nuevos grupos iban tomando forma en alguna parte del mundo, había cantidad de experiencias que compartir.
En otra sesión de la Convención se estaba facilitando mucha información acerca del Grapevine de A.A., nuestra revista con una circulación de más de 40,00012 ejemplares y nuestro mejor vehículo para comunicar las ideas y experiencias actuales de A.A. en lo que concierne a mantenerse sobrio y mantenernos unidos y servir. Entre los miembros del personal del Grapevine allí presentes estaban el editor, Don, tres asistentes de la redacción, un fotógrafo y varios artistas y expertos en el campo de revistas. Por medio de charlas y exposiciones nos enseñaron la forma en que las páginas bien ilustradas podrían servir como un medio entretenido y convincente para presentar A.A. al nuevo o posible miembro de A.A. y cómo sus artículos podrían ofrecer buenos materiales para conversaciones y reuniones cerradas. Consideramos al Grapevine como un espejo mensual de A.A. en acción, siempre basado en el mismo principio y en constante desarrollo en busca de mejores formas de hacer y ver las cosas en los diversos aspectos nuevos de nuestra emocionante aventura de vivir y trabajar juntos.
Hubo una sesión titulada “Les presentamos al personal de la Sede”. El personal, encabezado por Hank G., el gerente, estaba compuesto de compañeros de trabajo experimentados en finanzas, relaciones públicas y similares, y otras cinco muy competentes mujeres miembros del personal de A.A. Había varias exposiciones que enseñaban a los asistentes la amplia variedad de actividades de nuestros servicios mundiales. Para los asistentes, la Sede Mundial de Alcohólicos Anónimos ya no era una fuente de estadísticas secas referentes a toneladas de literatura, miles de solicitudes de ayuda y cartas de contestación y centenares de problemas de grupo y de información pública, ni sólo una fuente de súplicas para contribuciones voluntarias. Allí presentes estaban las personas de carne y hueso que actualmente hacían estas cosas y constituían un grupo de gente dedicada y bien capacitada, al igual que el grupo de nuestra revista, el Grapevine.
Incontables A.A. presentes en la Convención llegaron a conocer a nuestros custodios, los fieles amigos alcohólicos y no alcohólicos que nos habían servido tanto tiempo. Muchos compañeros de las bases hablaron con Archie Roosevelt y así se enteraron de que este hombre genial y exuberante acababa de incorporarse a la Junta y se había encargado del puesto de tesorero, un trabajo a veces ingrato y que siempre supone una gran inversión de tiempo. Tanto los paletos como los citadinos empezaron a decir: “Pues, si nuestro nuevo amigo no alcohólico Archie puede pasar años vigilando las finanzas globales de A.A., nosotros sin duda podemos pasar un minuto dos veces al año sacando de nuestra bolsa los dos dólares que Archie necesita para hacer cuadrar las cuentas de A.A.”
Entre las revelaciones más significativas de la Convención figuraron las reuniones de los Grupos Familiares de Al-Anon, tituladas: “Les presentamos al personal”; “Los hijos de alcohólicos”; “Reajustes entre los esposos”; y “Los Doce Pasos”. En St. Louis, muchos A.A. escépticos tuvieron su primera oportunidad de conocer a este movimiento dentro de un movimiento y se enteraron de que, para su gran asombro, el número de grupos familiares habían pasado de 70 a 700 en el espacio de tres años y otro más aparecía en el mundo casi cada día. Lois y otros oradores de diversas áreas nos informaron que los Grupos Familiares tenían un centro de información y servicios parecido a la Sede de A.A. y que ya tenían literatura, una revista de próxima publicación e incluso un nuevo libro.
Muchos miembros de A.A. se habían preguntado de qué tratarían estos Grupos Familiares. ¿Eran clubs de chismorreo?, ¿sociedades de conmiseración mutua?, ¿servicios auxiliares de café y pasteles? ¿Desviaban a los A.A. de su único y primordial propósito, la sobriedad? En las reuniones de los Grupos Familiares encontramos las respuestas. Estos grupos nuevos no eran pálidas imitaciones ni rivales de A.A., y no eran fábricas de chismorreo. Las familias de los alcohólicos —esposas, esposos, madres, padres e hijos— estaban tratando de poner los principios de A.A. en práctica en sus propias vidas y no en las vidas de nadie más.
Los oradores de los Grupos Familiares hicieron muchas preguntas y contestaron a otras más, como por ejemplo: “¿No éramos nosotros tan impotentes ante el alcohol como los alcohólicos mismos?” “Claro que sí”. “Y cuando nos dimos cuenta de serlo, ¿no estábamos tan llenos de amargura y autocompasión como pudiera haberlo estado cualquier alcohólico?” “Sí, así fue en ocasiones”. “Después de pasar por esa primera sensación de tremendo alivio y felicidad producida por la aparición de A.A., ¿no solíamos recaer y volver a sentirnos dolidos porque A.A. había hecho un trabajo que nosotros no pudimos hacer?” “Para muchos de nosotros, era sin duda así”. “Por no saber que el alcoholismo es una enfermedad, ¿no nos habíamos puesto de parte de los hijos contra el bebedor?” “Sí, muy a menudo lo hicimos, para gran perjuicio suyo. No es de extrañar, por lo tanto, que cuando lograron la sobriedad, siguiéramos pasando por borracheras emocionales, y a veces eran peores que las de antes”.
Mientras los A.A. los escuchaban, los oradores de los Grupos Familiares seguían hablando: “¿Podíamos encontrar una solución para todo eso? Al comienzo, no. Las reuniones de A.A. a veces nos ayudaban, pero no lo suficientemente. Íbamos formándonos una más clara idea del problema alcohólico, pero no de nuestra propia condición. Creíamos que los Doce Pasos de A.A. eran maravillosos para los alcohólicos, pero no creíamos que nos fuera necesario tomarlos muy en serio. Visto que nosotros habíamos estado haciendo lo mejor que podíamos, no era mucho lo que había de malo en nosotros. Así razonábamos y por lo tanto nos quejábamos cuando las cosas seguían yendo mal en casa. O, a menudo, si nos iban bien las cosas, nos volvíamos muy satisfechos o tal vez celosos porque nuestras parejas creían que les era necesario pasar mucho tiempo en asuntos de A.A.
“Pero cuando se formaron los Grupos familiares, empezaron a cambiar estas ideas y actitudes, y los mayores cambios solían ser dentro de nosotros mismos. La transformación comenzó a tener su mayor efecto cuando empezamos a poner en práctica los Doce Pasos de A.A. en nuestra vida diaria, en todos nuestros asuntos, y en compañía de gente que podía comprender nuestros problemas mucho mejor de lo que podían nuestros cónyuges alcohólicos.
“En los Grupos Familiares vemos a hombres y mujeres, incluso los que aún viven con alcohólicos activos, librarse de sus penas y empezar a vivir con serenidad, sin culpabilidad ni recriminación. Hemos visto a muchas personas cuyos cónyuges eran miembros de A.A., pero con quienes les era todavía difícil convivir, cambiar completamente su manera de pensar. Y hemos visto a hijos de alcohólicos, deformados por su experiencia, llegar a enderezarse y empezar a amar y respetar a sus padres nuevamente. Hemos visto multitud de tipos de soberbia, miedo, dominación y exasperantes actitudes posesivas y rezongonas desaparecer a medida que pusimos los Doce Pasos en práctica en nuestros hogares. Al igual que nuestros cónyuges alcohólicos, nosotros los miembros de los Grupos Familiares ahora recibimos el gran dividendo producido por la puesta en práctica del Paso Doce, el de ‘llevar el mensaje’. Y el mensaje de nuestro Grupo Familiar es el siguiente: ‘Puedes tener en tu familia más que la sobriedad del alcohólico. Puedes tener la sobriedad emocional. Incluso si los demás miembros de tu familia no han encontrado todavía la estabilidad, puedes tener la tuya. Y tu propia sobriedad emocional puede acelerar la llegada del feliz día de cambio para ellos’.”
Muchos miembros de A.A. que vieron los Grupos Familiares en acción en St. Louis y en fechas posteriores dijeron más tarde: “Ésta es una de las mejores cosas que ha sucedido desde que A.A. nació”.
Cuando vieron la oficina reservada para la prensa en la Convención, muchos visitantes se dieron cuenta por primera vez de que las buenas comunicaciones, internas y externas, son las arterias por las que la sangre vivificadora de A.A. circula entre nosotros y de allí a nuestros hermanos y hermanas que aún sufren en todas partes del mundo. Claro que nos era necesario contar con algún medio más eficaz de llevar el mensaje que el de pasarlo de boca en boca. Muy poco trabajo de Paso Doce podría realizarse hasta que no llegáramos a los enfermos y sus familias y los convenciéramos de que A.A. pudiera ofrecerles esperanza. Para asegurar este tipo de comunicación a menudo teníamos que contar con la buena voluntad de clérigos, médicos, empleadores y amigos — de hecho, la buena voluntad del público en general. Ya hacía años que la Sede utilizaba todos los medios posibles para merecer esta buena voluntad y, además de nuestros propios esfuerzos, nuestros amigos de la prensa —periódicos, revistas y, más tarde, radio y televisión— habían contado fielmente nuestra historia y a menudo habían publicado reportajes de importantes eventos de A.A. Así habían atraído a miles de alcohólicos a nuestra comunidad y seguían haciéndolo.
Por supuesto que no lo hicieron sin nuestra ayuda. Ya hace años que nos damos cuenta de que la publicidad acertada y efectiva no se produce automáticamente. Nuestras relaciones públicas en general no las podíamos dejar al azar — a algunos encuentros fortuitos entre reporteros y miembros de A.A., quienes pudieran estar bien informados o mal informados sobre nuestra comunidad en su totalidad. Este tipo de “simplicidad” poco organizada a menudo servía para tergiversar la auténtica historia de A.A. y así impedía que la gente se acercara a nosotros. Una prensa mal informada y tendenciosa podría prolongar sufrimientos fáciles de evitar e incluso ocasionar muertes innecesarias.
Cuando en 1941, el Saturday Evening Post encargó a Jack Alexander que se documentara para redactar una crónica acerca de A.A., ya habíamos aprendido nuestra lección. Por ello no dejamos nada al azar. Si a Jack le hubiera sido posible asistir a la Convención en St. Louis, él mismo nos habría podido decir lo escéptico que se sentía referente a ese encargo. Acababa de terminar un artículo acerca del crimen organizado en New Jersey y no estaba dispuesto a creer lo que le dijera nadie ni aunque se lo juraran.
Cuando Jack se presentó a la Sede, nos pusimos a su entera disposición durante un mes. Para poder escribir su muy convincente e influyente artículo, tuvo que contar con nuestra ininterrumpida atención y nuestra cuidadosamente organizada ayuda. Le entregamos nuestros registros, abrimos nuestros libros, le presentamos a nuestros amigos no alcohólicos, arreglamos entrevistas con miembros de A.A. de toda clase y condición y finalmente le acompañamos en una gira de los sitios de interés de A.A. desde Nueva York y Filadelfia hasta Chicago, vía Akron y Cleveland. Aunque no era alcohólico, Jack no tardó en llegar a ser en espíritu un auténtico converso de A.A. Cuando se puso a escribir, lo hizo con entusiasmo y de todo corazón. Ya no estaba afuera de A.A. asomándose por dentro; de hecho, nos estaba observando desde adentro con miras a presentarnos al mundo exterior. En cuanto apareció el artículo, llegaron a nuestra oficina de correos de Nueva York 6,000 desesperadas solicitudes de información y ayuda. El artículo de Jack convirtió A.A. en una institución nacional, y al mismo tiempo le convirtió a Jack en uno de nuestros mejores amigos y, más tarde, un Custodio de nuestra Junta.
La ayuda que le dimos a Jack —nuestro servicio organizado de información pública— es el ingrediente de vital importancia de nuestras relaciones públicas que la mayoría de los A.A. nunca han visto. Pero en la sala de prensa en St. Louis los visitantes tenían la oportunidad de ver un aspecto de este trabajo, en este caso al servicio de la misma Convención. Allí estaba sentado nuestro compañero Ralph, el encargado de nuestros contactos con la prensa, rodeado por teléfonos, máquinas de escribir, montones de comunicados de prensa, recortes, telegramas recibidos y por enviar — todos los instrumentos de su oficio. ¿Qué estaba haciendo? Y ¿por qué? ¿Podría ser un cacareado ardid publicitario, algo muy contrario a las Tradiciones de A.A.?
Nada de eso. Ralph estaba haciendo este trabajo simplemente para ayudar a nuestros amigos de la prensa, la radio y la televisión. Todo el mundo quería tener noticias de nuestro 20º aniversario. Los diarios y las revistas querían entrevistas y comunicados de prensa. Las emisoras de radio y televisión querían arreglar entrevistas. La gente deseaba que le explicáramos qué queríamos decir cuando decíamos que A.A. había llegado a “su mayoría de edad”.
Nuestros compañeros de A.A. y millones de personas que no eran miembros querían leer, oír y ver; y sin duda nos correspondía a nosotros ayudar. No siempre era cuestión de comunicarnos con ellos; muchos de ellos querían comunicarse con nosotros, especialmente los alcohólicos y las familias que aún sufrían. Las autoridades municipales de St. Louis nos enviaron sus más calurosas felicitaciones y esto nos recordó su generosidad en darnos gratis el uso del Auditorio Kiel. Y recordamos también la maravillosa cordialidad de los grupos locales del pueblo, los clubs muy acogedores y las muchas fiestas que se organizaron.
Nos llegaron al Auditorio Kiel telegramas de miembros y grupos de A.A. de todas partes. Uno de los más memorables acontecimientos fue la llegada y lectura del siguiente mensaje:
Procedencia: La Casa Blanca: Remitente: El Presidente de los Estados Unidos.
Les ruego que comuniquen a todos los participantes en la Convención conmemorativa de su 20º aniversario mis mejores votos para el éxito de la reunión. La historia del desarrollo y del servicio de su sociedad sirve de inspiración a todos aquellos que, por medido de sus investigaciones, su perseverancia y su fe, van haciendo adelantos en la búsqueda de soluciones a multitud de graves problemas de salud pública y personal.
Dwight D. Eisenhower.
La lectura en voz alta de este telegrama ante todos los presentes nos produjo una euforia mezclada con una profunda humildad. A.A. sin duda había llegado a su mayoría de edad. A los ojos del mundo habíamos llegado a ser nuevamente ciudadanos responsables y de plena participación.
El último día de la Convención pasó del crescendo de la mañana al clímax de la tarde. A las 11:30 de la mañana abrimos la sesión titulada “Dios como nosotros Lo concebimos”. Un silencio profundo llenaba la sala mientras el orador, el Dr. Jim S., contó las experiencias de su vida y su historia de bebedor que le habían llevado a una crisis que tuvo como resultado su despertar espiritual. Nos narró sus esmerados esfuerzos para formar el primer grupo entre los negros. Con la ayuda de su dedicada e incansable esposa, había convertido su casa en una combinación de hospital y lugar de reunión, con entrada gratuita para todos. Mientras nos contaba la historia de cómo los fracasos iniciales fueron transformados por medio de la gracia de Dios en un asombroso éxito, nosotros, los oyentes, nos dimos cuenta de que A.A. no sólo podría superar las barreras geográficas, lingüísticas y nacionales sino también los obstáculos de raza y credo.
Le dimos una viva ovación y aclamación al padre Ed Dowling al verlo, indiferente a su grave cojera, acercarse al podio. Multitud de los A.A. que viven dentro de un radio de mil millas o más de St. Louis, conocen íntimamente al padre Dowling de la Compañía de Jesús. Muchos de los asistentes a la Convención se acordaban con gratitud de sus amables esfuerzos para satisfacer sus necesidades espirituales. Los veteranos de St. Louis recordaron cómo él les ayudó a formar su grupo; resultó estar compuesto principalmente por protestantes, pero esto no le importaba en absoluto. Algunos podíamos recordar su primer artículo acerca de nosotros en The Queen’s Work [Las obras de la reina], la revista de la sodalidad. Fue el primero en señalar lo parecido en principio que tenían los Doce Pasos de A.A. con los ejercicios espirituales de San Ignacio, la disciplina básica espiritual de la Compañía de Jesús. Atrevidamente había dirigido a todos los alcohólicos y especialmente a los de su propia religión las siguientes palabras: “A.A. es bueno. Ven a probarlo”. Y ellos habían venido y lo habían aprovechado. Sus primeras palabras escritas marcaron el comienzo de una maravillosamente benigna influencia a favor nuestro, la suma total de la cual nadie nunca podrá calcular.
La charla del padre Ed en la Convención ese domingo por la mañana estuvo matizada con humor y perspicacia. Al oírlo hablar, me vino a la memoria su primera aparición en mi propia vida, tan vívidamente como si sucediera ayer: era una noche del invierno de 1940 en el Viejo Club de la calle 24 de Nueva York; me había acostado alrededor de las diez con un caso grave de autocompasión y molestias de mi úlcera imaginaria. Lois estaba afuera, no sé dónde. Estaban cayendo granizos y aguanieve golpeando ruidosamente contra mi techo de hojalata. Era una noche salvaje. No había nadie en el club aparte del viejo Tom, el bombero jubilado, ese diamante en bruto, recién salvado del manicomio de Rockland. Sonó el timbre de la puerta y pasado un momento Tom abrió la puerta de mi dormitorio. “Un vagabundo de St. Louis”, me dijo, “está allí abajo y quiere verte”. “Ay, Dios mío”, me dije. “Otro más y a estas horas de la noche. Pues, dile que suba”.
Oí los pasos de alguien subiendo penosamente la escalera. Y luego, precariamente apoyado en su bastón, entró en mi dormitorio. Tenía en la mano un viejo sombrero estropeado, deforme como una hoja de col y cubierto de aguanieve. Se sentó en mi única silla y, cuando se desabrochó el abrigo, vi su alzacuello de clérigo. Se alisó con la mano un mechón de pelo canoso y me miró con un par de ojos de los más extraordinarios que yo jamás hubiera visto. Hablamos de multitud de cosas, y al conversar así se me iba levantando el ánimo, y con el tiempo me di cuenta de que este hombre irradiaba una gracia que llenaba la sala con una sensación de presencia. Yo lo sentí intensamente; fue una experiencia muy conmovedora y misteriosa. En años posteriores he visto a este amigo muchas veces y ya sea que me sintiera alegre o triste, siempre me ha aportado esa misma sensación de la gracia y la presencia de Dios. Y no soy yo un caso excepcional. Muchos de los que conocen al padre Ed experimentan ese toque de lo eterno. No es de sorprender, entonces, que esa mañana de domingo pudiera llenarnos a todos los presentes en el Auditorio Kiel con su espíritu inimitable.
Luego se acercó al podio un hombre que muchos A.A. no habían conocido nunca, el clérigo episcopaliano Sam Shoemaker. De este hombre, el Dr. Bob y yo, al comienzo, habíamos asimilado la mayoría de los principios que más tarde se verían encarnados en los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos, pasos en los que se expresa lo esencial de la manera de vivir de A.A. El Dr. Silkworth nos impartió el conocimiento de nuestra enfermedad que necesitábamos y Sam nos impartió el conocimiento concreto de lo que podríamos hacer al respecto. Uno nos enseñó los misterios del cerrojo que nos mantenía en prisión; el otro nos dio las llaves espirituales con las cuales salimos liberados.
El Dr. Sam no aparentaba un día más que cuando lo conocí a él y a su grupo dinámico por primera vez hace casi veintiún años en la casa parroquial del Calvario de la ciudad de Nueva York. En cuanto se puso a hablar, tuvo un impacto inmediato en los asistentes reunidos en el Auditorio Kiel, tal como lo había tenido en Lois y en mí ya hacía años. Como siempre, llamó al pan, pan y al vino, vino, y con su candente entusiasmo, seriedad y claridad, como la del cristal, logró remarcar cada punto nítida y contundentemente. Con todo su gran vigor y don de orador, Sam nunca se sobrepasó del nivel de sus oyentes. Frente a nosotros vimos a un hombre tan dispuesto a hablar de sus propios pecados como de los defectos de otras personas. Hizo de sí mismo un testimonio del poder y del amor de Dios tal como lo pudiera haber hecho cualquier compañero de A.A.
El acto de presencia de Sam ante nosotros sirvió como una prueba más de que la Providencia había empleado muchos conductos para crear Alcohólicos Anónimos. Y no había habido más urgente necesidad de un conducto que el abierto por medio de Sam Shoemaker y sus asociados del Grupo Oxford de la generación anterior. Los principios básicos que los Grupos Oxford enseñaban eran universales y de gran antigüedad, parte del patrimonio de la raza humana. Algunas de las actitudes y usanzas de los antiguos G.O. habían resultado inadecuados para los propósitos de A.A., y las propias creencias de Sam con referencia a estos aspectos menores de los grupos cambiaron posteriormente y llegaron a parecerse más a las ideas de los A.A. de hoy en día. Pero lo más importante es esto: Los A.A. pioneros sacaron sus ideas de autoexamen, reconocimiento de los defectos de carácter, reparaciones por daños causados y trabajo con otros, directa y únicamente de los Grupos Oxford y directamente de Sam Shoemaker, su líder en los Estados Unidos, y no de nadie más. Siempre estará en nuestros anales como la persona cuyo ejemplo y enseñanza inspiradores nos indicaron cómo crear un clima espiritual donde los alcohólicos podríamos sobrevivir y luego progresar y desarrollarnos. A.A. tiene una eterna deuda de gratitud por todo lo que Dios nos envió por medio de Sam y sus amigos en los días de la infancia de A.A.
Al aproximarnos a la última sesión de la Convención, aún quedaban unas cuantas preguntas importantes en la mente colectiva de los participantes. ¿Qué pasaría cuando se murieran los fundadores y pioneros? ¿Seguiría A.A. creciendo y prosperando? ¿Podríamos seguir funcionando como una totalidad, fueran cuales fueran los peligros y amenazas del futuro? ¿Había A.A. llegado realmente a su mayoría de edad, a la edad de plena responsabilidad? ¿Podrían los miembros y grupos a nivel mundial asumir sin peligro el control y dirección de los asuntos principales de A.A.? ¿Podría A.A. tomar el relevo a los pioneros, al Dr. Bob y a mí? Si fuera así, ¿por medio de qué agencia, o precisamente cómo?
Ya hacía tiempo que nos planteábamos estas preguntas con preocupación, y habíamos pasado más de cinco años ansiosamente buscando respuestas, especialmente los veteranos de A.A., como yo, que dentro de poco, después de veinte años de ejercerla, íbamos a tener que renunciar a nuestra custodia y dirección de A.A. y encomendar nuestra responsabilidad a la gran familia ahora llegada a su mayoría de edad. Ya era hora de contestar estas preguntas.
Del techo del salón grande del Auditorio Kiel colgaba una bandera que todos podían ver, emblazonada con el nuevo símbolo de Alcohólicos Anónimos, el triángulo inscrito en un círculo. En el escenario, a una gran distancia por debajo de la bandera, el domingo, a las cuatro de la tarde, se iba a declarar que nuestra Sociedad había llegado a la mayoría de edad. Su elegida Conferencia de Servicios, al asumir la custodia de nuestras Tradiciones y la dirección de nuestros Servicios Mundiales, se convertiría en la sucesora de los fundadores de Alcohólicos Anónimos. Allí sentados, esperando la apertura de esta última reunión, los miles de presentes estábamos unidos en espíritu y con gran expectativa. Lo que estábamos pensando o sintiendo es difícil de saber, especialmente para una sola persona. Sería de inmensa utilidad si alguien pudiera hablar por todos nosotros, y tal vez esto, en un sentido, es posible.
Cada día de la Convención yo había hablado con multitud de A.A. de toda clase y condición, gente de los llanos y gente de las montañas, resi-dentes de ciudades, pueblos y aldeas, obreros y comerciantes, profesores y maestros, clérigos y médicos, publicistas y periodistas, artistas y albañiles, dependientes y banqueros, figuras de la alta sociedad y desarrapados de los barrios perdidos, amas de casa y mujeres de negocios, gente de otros países que hablaban otros idiomas y con acentos extraños, católicos y protestantes y judíos y hombres y mujeres sin religión alguna.
A estas personas yo les hacía las mismas preguntas: “¿Qué te parece esta Convención?” y “¿Cómo ves el futuro de A.A.?” Claro que cada uno me contestaba según su propio punto de vista, pero me dejó maravillado la unanimidad de sentimiento y opinión palpable en sus diversas expresiones individuales. Lo sentí en aquel entonces y lo sigo sintiendo tan profundamente que creo que sería permisible presentar aquí un portavoz de toda la Convención, una especie de personaje compuesto quien, no obstante, puede ofrecernos una auténtica representación de lo que todos los presentes en St. Louis realmente vieron, oyeron y sintieron. Llamemos a nuestro portavoz anónimo el Sr. Fulano de Tal, de Villanueva, EE.UU. y lo que tiene que decirnos es lo siguiente: “Llegué al Auditorio de Kiel”, nos cuenta el Sr. Fulano de Tal, “antes de la hora de abrir esa última reunión. Mientras estaba allí esperando, me puse a pensar en todo lo que me había sucedido durante los últimos tres días. Soy del pequeño pueblo de Villanueva. Allí nací y me crié; allí bebí y me metí en problemas, y ya estaba a punto de darme por vencido cuando llegó A.A. allí. Algunos años antes, un viajero nos pasó el mensaje y desde entonces una docena de borrachos de Villanueva nos hemos agarrado a la cuerda salvavidas.
“Los grupos de mi estado son bastante pequeños y están dispersos por toda el área y por eso no nos vemos muy a menudo. Nunca hemos celebrado un evento estatal. Nuestro grupo de Villanueva es casi todo lo que sé de A.A. Y es buen A.A. Claro que tenemos el Libro Grande y algunos folletos y el Grapevine, y de vez en cuando algún viajero nos da noticias de A.A. de otras partes. Siempre estamos encantados de saber que otra gente como nosotros ha tenido su oportunidad también. Pero nos hemos interesado principalmente los unos en los otros y en los borrachos de Villanueva que todavía no han logrado la sobriedad. Nos parecía que el resto de A.A. estaba muy lejano. Y no parecía que pudiéramos hacer nada para cambiar la situación, aun si quisiéramos hacerlo. Así era para mí antes de llegar aquí a St. Louis.
“Esta Convención ha sido una experiencia fantástica. Conocí a centenares de compañeros de A.A. y sus familiares en los hoteles. Y luego vi a miles de miembros de A.A. en el gran auditorio. Tiendo a ser un poco tímido, pero logré superar la timidez. Me mezclaba con gente que se estaba divirtiendo grandemente, gente que había viajado 500 e incluso 5,000 millas para asistir, de ciudades que yo sólo conocía por la prensa. Pronto les estaba hablando de A.A. de Villanueva, contándoles historias tan feliz como cualquier otra persona.
“Estas personas no me parecían desconocidas; me parecía que las había conocido, amado y había confiado en ellas durante toda mi vida. Así me había sentido entre los compañeros de mi grupo base, pero ahora tenía los mismos sentimientos para con todos los A.A. y la Comunidad en su totalidad. No tengo palabras para decirles lo que esta experiencia significaba para mí. Era de una inmensa importancia. Encontré allí una verdadera Hermandad. Me encontré con mis semejantes, mi gente, mi familia. Yo les pertenecía a ellos y ellos me pertenecían a mí. Toda barrera, todo concepto de raza, credo o nacionalidad desapareció de mi mente. Y pasé por esta tremenda experiencia transformadora en el lapso de unas pocas horas.
“Asistí a todas las reuniones que pude. Oí a esos médicos hablar del apoyo y la aprobación de su profesión para con nosotros. Fui a una reunión de Al-Anon y me di cuenta por primera vez de que A.A. es para toda la familia. Las sesiones temáticas centradas en prisiones e instituciones de salud mental me dejaron convencido de que yo había sido un caso poco serio, y de que no había casi ningún desastre alcohólico en el que A.A. no pudiera ayudar. En otras reuniones vi que A.A. había estado enfrentando y solucionando muchos problemas que yo no sabía que teníamos; problemas en las ciudades grandes y en todas partes del mundo. Vi que, como comunidad, todavía teníamos fallos y defectos que corregir, pero estaba seguro de que allanaríamos nuestras dificultades actuales como habíamos hecho con las del pasado.
“El viernes por la noche oí contar la historia de los comienzos de A.A. — cuánta gente, amigos no alcohólicos así como compañeros de A.A., se había necesitado para hacer el trabajo. En cuántas ocasiones podríamos habernos salido del camino para acabar destrozados, pero nunca derrapamos en una curva y siempre dimos el viraje oportuno. Un Poder superior sin duda había estado al volante.
“El sábado por la noche me sentí nuevamente preocupado al oír a Bill decirnos que él y el Dr. Bob se habían estado preguntando, desde 1939 hasta 1945, si los A.A. iban a poder sobrevivir unidos, dados los problemas de los grupos y miembros y de los nuevos comienzos en países de ultramar. Me dio una sacudida la noticia de que el libro de A.A. y la Sede habían sido en una época motivos de la más intensa discordia. Puede que algo similar suceda en el futuro. Pero me tranquilicé al oír comentar que estos alborotos y penas del pasado habían sido buenos para nosotros y que si no hubiéramos pasado por esas experiencias, no se habrían formulado las Doce Tradiciones. Y me sentí aún mejor cuando me enteré de que, para el año 1950, la mayor parte de esas tribulaciones eran ya cosa del pasado y que las Doce Tradiciones habían sido adoptadas unánimemente por la Convención Internacional de Cleveland en 1950, cuando el Dr. Bob hizo su último acto de presencia y habló con gran confianza en el futuro de A.A.
“El domingo por la mañana, el último día de la Convención, yo estaba pensando todavía en estas Doce Tradiciones. Consideraba cada una como un ejercicio de humildad que nos puede proteger en nuestros asuntos diarios de A.A. y nos pueden defender contra nosotros mismos. Si A.A. realmente se comportara conforme con las Doce Tradiciones, nunca nos veríamos desgarrados por la política, la religión, el dinero, o por veteranos que se creyeran más importantes que los demás. Si no había nadie de entre nosotros que intentara imponerse a la vista del público, nadie podría explotar a A.A. por su propio beneficio. Por primera vez vi el anonimato de A.A. tal como es en realidad. No es simplemente algo que nos salve de la vergüenza y el estigma alcohólico; su razón de ser es la de evitar que nuestros tontos egos se lancen desbocados en busca de dinero y fama a expensas de A.A. Significa de hecho el sacrificio personal y del grupo para el bien de la totalidad de A.A. En ese mismo momento resolví memorizar las Doce Tradiciones, como había memorizado los Doce Pasos. Si todos los A.A. hicieran lo mismo y absorbieran estos principios, los borrachos podrían seguir unidos para siempre.
“Vi cómo se fue llenando a tope el Auditorio Kiel. Miles de mis nuevos amigos llegaban en tropel para participar en la reunión final. Vi al Padre Ed sentarse tranquilamente en un asiento al otro lado del pasillo. Al verlo me acordé de nuestra maravillosa sesión matutina acerca del aspecto espiritual del programa. En esa sesión algo me sucedió que nunca olvidaré.
“Siempre había algunos prejuicios en contra de la iglesia y los clérigos y sus conceptos de Dios. Al igual que otros muchos A.A., mis ideas de Dios aún eran muy vagas.
“Pero al oír hablar al Padre Ed y al Dr. Sam, caí en la cuenta de que la mayoría de los principios espirituales de A.A. nos llegaron por conducto de los clérigos. Sin esos clérigos, A.A. nunca habría podido empezar. Mientras yo estaba alimentando rencores contra la religión, el Padre Ed y el Dr. Sam se estaban esforzando al máximo para nosotros. Esa fue una nueva revelación. De repente me di cuenta de que ya era hora de amarlos a ellos, de la misma forma que me habían amado a mí y a mis compañeros.
“Cuando me di cuenta de poder hacerlo, comencé a tener una sensación de calidez. Se empezó a apoderar de mí la convicción de que el amor es algo extremadamente personal. Luego me vino la idea de que era posible que mi Creador me conociera y me amara. Así que ahora yo podría empezar a amarlo a Él. Esa fue una de las experiencias más impresionantes que pasé en St. Louis, y debía de haber otros muchos que pasaron por la misma experiencia.
“Por fin se abrió nuestra última reunión, con un silencio cargado de fe segura y esperanza. Sabíamos que la nuestra era una comunidad del espíritu y que allí presente estaba la gracia de Dios”.
Aunque esas palabras son ficticias, narradas por nuestro personaje compuesto, el Sr. Fulano de Tal, representan, no obstante, gran parte del espíritu y de la verdad que muchos compañeros de A.A. abrigaban en sus corazones a medida que la Convención de St. Louis iba acercándose a su clausura.
Desde el escenario del Auditorio Kiel vi una multitud de caras, las de todas los reunidos allí y me sentí profundamente conmovido por la maravilla de todo lo acontecido en los increíbles veinte años que se estaban aproximando a su clímax. Si ese auditorio hubiera sido cien veces más grande, no habría sido suficiente para dar cabida a todos los miembros de A.A. y sus familias y amigos.
¿Quién podría contar los sufrimientos que conocimos y quién podría apreciar lo liberados y alegres que nos habíamos sentido estos últimos años?¿Quién podría prever las vastas consecuencias que las obras de Dios por medio de A.A. ya habían puesto en marcha? Y ¿quién podría penetrar el misterio aún más profundo de nuestra liberación masiva de la esclavitud, una liberación de la más desesperada y funesta obsesión que desde hacía siglos ha tenido cautivados los cuerpos y las mentes de hombres y mujeres como nosotros?
Puede que sea posible explicar las experiencias espirituales, tales como nosotros las hemos conocido, pero yo a menudo he tratado de explicar la mía propia y sólo he logrado contar la historia de la experiencia. Yo sé como me hizo sentir y los resultados que ha conllevado, pero me doy cuenta de que nunca lograré entender su más profundo cómo y porqué.
Los A.A. probamos una vieja fórmula, una fórmula que hoy en día está bastante fuera de moda, y nos dio los resultados deseados. “Admitimos que éramos impotentes — que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables” y “decidimos poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios como nosotros Lo concebimos”. Cada uno de nosotros que ha podido adoptar y mantener en forma adecuada esta actitud humilde de admisión y esta decisión radical se ha encontrado libre de obsesión y ha empezado a desarrollarse y vivir una vida milagrosamente diferente, física, mental y espiritualmente.
Se me cruzó por la mente un recuerdo del Dr. Foster Kennedy. Hace años este renombrado médico pidió que un amigo de A.A. del campo de la psiquiatría se presentara ante la sección de Neurología de la Academia de Medicina de Nueva York para explicar A.A. Visto que varios médicos nos habían dado el visto bueno ante el público, algunos en el artículo publicado en The Saturday Evening Post en 1941, yo no veía ningún problema en hacerlo. Sin embargo, todos nuestros amigos médicos rechazaron esa inusitada oportunidad.
En efecto, esto fue lo que nos dijeron: “Vemos aunadas en A.A. un número y variedad inusitada de fuerzas sociales y psicológicas trabajando en el problema del alcoholismo. No obstante, aún tomando en cuenta esta nueva ventaja, no podemos explicar la rapidez con la que se producen los resultados. A.A. logra en un espacio de semanas o meses lo que se supone que se debería tardar años en lograr. No solamente se para de beber en seco, sino que, al cabo de varias semanas o meses, se ven grandes cambios en la motivación del alcohólico. Hay algo que obra en A.A. que no entendemos. Lo llamamos “el factor X”. Ustedes lo llaman Dios. Ustedes no pueden explicar Dios, y nosotros tampoco — especialmente ante la Academia de Medicina de Nueva York.
Tal es la paradoja de la regeneración en A.A.: la fortaleza que surge de la debilidad y la derrota total, la pérdida de la vieja vida como condición de encontrar la nueva. Nosotros, los miembros de A.A., no tenemos que entender esta paradoja; sólo tenemos que estar agradecidos por ella.
Mi madre estaba allí en el escenario del auditorio, ella que me había dado a luz hacía cincuenta y nueve años y que había esperado largo tiempo profundamente preocupada hasta ver la culminación feliz de mis años plagados de frustración y fracasos. Sentada al lado de mi madre estaba Lois, mi esposa, siempre fiel y firme aun cuando se había desvanecido toda esperanza, Lois que había atendido a mi segundo nacimiento, y que había compartido plenamente conmigo los dolores y las alegrías de nuestra apasionada vida de los últimos veinte años.
Y allí estaba mi padrino, Ebby, el primero en traerme las buenas nuevas que me levantaron del abismo alcohólico.13 Con todos los asistentes me regocijé de que él pudiera estar con nosotros. Y me acordé de muchos amigos no alcohólicos de los primeros días. Sin ellos, no habría podido existir A.A. Nos dieron maravillosos ejemplos de generosa devoción. Eran los prototipos de miles de hombres y mujeres de buena voluntad que desde entonces nos han ayudado a lograr que nuestra sociedad sea lo que ha llegado a ser.
Miré a mis amigos y colegas de la Sede de A.A. —custodios, directores, miembros del personal— que durante años habían trabajado dedicada y diligentemente para perfeccionar la estructura que estábamos a punto de entregar al cuidado de la comunidad misma.
Entre la muchedumbre reunida en el salón grande de Kiel yo podía ver a muchos pioneros. Este evento era de verdad una reunión de los veteranos. Ellos habían llevado las primeras antorchas y yo sentía esa profunda afinidad que siempre será algo especial entre nosotros. Se me ocurrió también que ya éramos menos los compañeros de los primeros días y que pasado algún tiempo todos los pioneros de A.A. perteneceríamos a su historia. De repente me acometió el deseo de atrasar el reloj. Sentí la nostalgia por los días de antaño curiosamente mezclada con gratitud por el grandioso día que ahora estaba viviendo.
Bernard Smith,14 coordinador del evento, me llamó al podio a hablar. Recordé y volví a vivir los diecisiete años de la historia del desarrollo de la estructura de Servicios Generales de A.A. Esta charla junto con un relato de todo lo acontecido después en ese día histórico aparece posteriormente en este libro.
Todos los miles de A.A. presentes en St. Louis, una auténtica muestra representativa de la opinión de A.A., ahora reunidos en la Convención estaban sentados ante nosotros. En el escenario del auditorio estaba la Conferencia de Servicios de A.A., unos cien hombres y mujeres, los nombrados y elegidos representantes de la Comunidad en su totalidad. La Conferencia, tras cumplir el quinto año de su existencia experimental con gran éxito, ya no era un experimento. Era el instrumento destinado a convertirse en el corazón del Tercer Legado de A.A., el de Servicio y en la conciencia de A.A. en su totalidad a nivel mundial.
En la simple ceremonia que siguió, propuse la resolución de que nuestra sociedad asumiera la responsabilidad de sus propios asuntos y que la Conferencia se convirtiera en la sucesora permanente de los fundadores de Alcohólicos Anónimos.
Por clamorosa aclamación, la Convención aprobó la resolución. Después de unos momentos de silencio, oímos al coordinador Smith proponer la resolución a la Conferencia para su confirmación. Por una simple votación a mano alzada se expresó el consentimiento de la Conferencia y marcó el momento exacto en el que A.A. llegó a su mayoría de edad. Eran las cuatro de la tarde.
Entonces, Bernard Smith pronunció un discurso. Casi todos los custodios habían tenido graves dudas al principio y la destreza y devoción de Bern fueron lo que había inclinado la balanza de opiniones a favor de proponer la Conferencia en primer lugar. Y sabíamos que éste era un día tan maravilloso en la vida de Bern Smith como lo era en las nuestras.
Y ahora las horas de trascendencia histórica casi habían llegado a su fin. Sólo nos quedaba a Lois y a mí decir unas breves palabras de despedida.
La Convención escuchó con gran cariño a Lois mientras contaba algunos recuerdos de los días pasados y dio gracias por las bendiciones que los años le habían traído a ella y a nosotros. Para todos los presentes ella era un símbolo de los sufrimientos por los que todas las familias afligidas por el alcoholismo habían pasado, y también un símbolo de lo que todas las familias de A.A. reunidas han encontrado y han llegado a ser desde entonces. Lois con sus palabras nos llenó de un sentimiento de suma alegría.
Al ponerme de pie ante la Conferencia por última vez, sentí lo que todos los padres sienten cuando sus hijos e hijas tienen que empezar a tomar sus propias decisiones. Ya no iba a actuar ni decidir por Alcohólicos Anónimos ni la iba a proteger. Me di cuenta de que los padres bien intencionados que tratan de seguir aferrados a su autoridad y que se quedan más de la cuenta pueden causar grandes daños. Los veteranos no debemos hacer esto a la familia de A.A. Cuando en el futuro nos lo pidan, gustosamente les ayudaremos a salir de apuros. Pero no más. Esta nueva relación era el significado central de todo lo que acababa de acontecer.
Como la mayoría de los padres en momentos igualmente ansiosos, no pude resistir la tentación de hacerles algunas advertencias que se pueden leer en la Tercera Parte de este libro.
Al hablar volví a sentir ese deseo de atrasar el reloj y, por un instante, me asaltó el temor al inminente cambio tanto como a cualquier otra persona. Pero este temor se disipó rápidamente y supe que todas mis preocupaciones e inquietudes paternales habían llegado a su fin. Se podía depender de la conciencia de Alcohólicos Anónimos dirigida por la orientación de Dios para asegurar el futuro de A.A. Claro que de allí en adelante me correspondía a mí dejarlo y dejarle a Dios que lo hiciera. Alcohólicos Anónimos se encontraba por fin a salvo de todo peligro — incluso de mí mismo.
1 El Padre Dowling falleció en 1960.
2 El Dr. Tiebout falleció en 1966.
3 Ver en el Apéndice E:b una ponencia del Dr. Tiebout.
4 Ver el Apéndice D para el texto del Premio Lasker.
5 Sam Shoemaker falleció en 1963
6 “Dr. Jack” Norris falleció en 1989.
7 Estas cifras corresponden al año 1957. En 2010 hay más de 1,500 grupos en instituciones correccionales y más de 1,000 en centros de tratamiento en los Estados Unidos y Canadá.
8 Sor Ignacia falleció en 1966.
9 Hasta 1957.
10 Ruth Hock Crecelius falleció en 1986.
11 En 2010 hay más de 110,000 grupos y más de 2,000,000 de miembros.
12 Circulación en 2009 es aproximadamente 94,000.
13 Ebby falleció en 1966.
14 Bernard Smith falleció en 1970.