Читать книгу La experiencia deformativa - Antonio Díaz Oliva - Страница 9

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A POCAS CUADRAS DEL PARQUE FORESTAL LA SEÑORA GONÇALVES GRABA VIDAS AJENAS

A

Lo encuentra inconsciente sobre el suelo de azulejos turquesa, con una mancha húmeda en la entrepierna, sus brazos y puños abiertos y apuntando hacia distintos lados, y esa mueca en su boca y ojos que le dan un aura de inusual felicidad. Los paramédicos intentan reanimarlo; sin embargo, tres días más tarde ya es un recuerdo en el Parque del Recuerdo. Fue un infarto agudo al miocardio, le dicen. Su esposo tenía setenta y cinco años. De esos estuvieron casados más de cincuenta.

Un par de horas antes de su muerte el baño había sido limpiado, así que apestaba a cloro vinagroso. Por eso ahora, cada vez que piensa en su esposo, la señora Gonçalves se tapa las narices.

B

Matrimonio del piso 10, departamento C.

Sucede una vez a la semana. Aproximadamente. Primero ella y luego él. Ambos con tenida de trabajo: corbata, vestido, zapatos, tacones. Tienen sexo, piden comida china, ven una película –y en medio de la película tienen sexo una vez más–; vuelven a la película, él finaliza las sobras de comida china, se visten y entonces abandonan el departamento, como si fuera un hotel, como si no les importara, como si alguien viniese todos los días a limpiarlo. Y efectivamente: al día siguiente, a las nueve de la mañana, aparece una mujer: flaca, joven, con audífonos y vestida con un mameluco azul oscuro. Ella limpia y hace la cama, esparce un spray por el living y pasa el plumero por los cuadros y muebles. Teoría: puede que el matrimonio del piso 10 no sea un matrimonio. Otra teoría: puede que el departamento C no sea un departamento, sino que un hotel, o un motel, aunque el matrimonio del piso 10 realmente parece un matrimonio, y el departamento C realmente parece un departamento. Esto porque en las murallas se alcanza a ver fotos de ellos; del matrimonio que todos los días tiene sexo, come comida china, ve un poco de televisión y se retira antes de que sean las diez de la noche. Fotos de vacaciones, de familiares, con hijos o niños que parecen ser sus hijos, en cenas de navidad y año nuevo.

A

Es verdad: de haber celebrado un funeral no mucha gente hubiera llegado. No tenían hijos. Tampoco demasiados familiares. Durante sus últimos años, la señora Gonçalves y su esposo eran prácticamente ermitaños. Él con la nariz metida en sus libros de historia (incluyendo el suyo, un proyecto sin terminar); y ella con copias viejas de Artforum (la mayoría de cuando todavía se dedicaba a los collages, allá por los setenta) que leía, recortaba y clasificaba en carpetas.

Solo una vez que muere y lee el último manuscrito de su esposo, una biografía sobre el primer presidente luego de la Dictadura, se da cuenta de que su marido era otra persona. O que los años de ermitaños los distanciaron. Puede que más de la cuenta. Como sea, en los bordes de aquel manuscrito encuentra comentarios y chistes. Cosas nimias sobre el día a día. Mensajes a sí mismo. Ninguno es sobre ella, sino sobre la vida; la vida pasada y ahora extinta del señor Gonçalves. Por eso ahora siente que pese a haber vivido con él de alguna forma no lo conocía.

Y así, con la muerte de su esposo y este posterior descubrimiento, su salud y ánimo rápidamente caen; pasa de ser una mujer de casi setenta años llena de energía, a una frágil y silenciosa señora con leves dificultades para el día a día. Principalmente para salir de la casa.

La señora Gonçalves se convierte, de esa manera, en una anciana que depende de una silla de ruedas que chirría sobre el parqué. Una que por las mañanas ya quiere que sea de noche para volver a la cama.

B

Pareja de amigos del piso 5, departamento H.

Un living desordenado con una pantalla plana, una consola de videojuegos, dos controles, una mesa de madera enclenque y dos jóvenes en sus treinta y pocos. Uno es flaco, casi absorbido, con ojos como de sapo, el pelo largo y un par de rastas entremedio; el otro es menos flaco y con músculos en los brazos, tiene una cabeza completamente calva y brillante. ¿Y qué hacen? No hacen mucho. Juegan videojuegos todo el día. A veces ven televisión, aunque rara vez. Con suerte se levantan y circulan de la cocina al living y del living a la cocina con vasos de cerveza.

Todo les llega a domicilio. Piden por Uber y Rappi. Incluso tienen un acuerdo con el conserje: es él quien les sube la comida, ya que la pareja de amigos, por lo menos desde que se mudaron al departamento H, nunca ha bajado.

A

Misma hora, misma parte del parque, mismo recorrido. Es una rutina y como cualquier rutina, últimamente le parece aburrida. Pero a la vez la necesita. Necesita aferrarse a algo, y ese algo es justamente una rutina: todos los días la señora Gonçalves se levanta temprano y se sirve el desayuno que Jimin le dejó el día anterior. El resto de la mañana no hace mucho más hasta las doce. Tiene una televisión, pero le aburre la ordinariez de los canales locales. A veces lee Artforum, pero ya no puede dejar de pensar que el arte moderno se ha convertido, también, en cualquier cosa: instalaciones con ropa manchada de sangre y colgada de percheros; tomas de videos borrosos con algo que podría ser follaje o las nubes de un cielo tormentoso; inmaculadas habitaciones con tablas tiradas en el suelo; la palabra patriarcado con luces navideñas.

A eso de las doce y media Jimin la pasa a buscar y caminan por el Parque Forestal. Es un paseo que comienza en Rosal y se alarga con lentitud por los alrededores del museo de Bellas Artes hasta las una y tanto de la tarde, cuando vuelven al departamento. Durante esa hora Jimin la empuja, en silencio y con audífonos grandes que lo aíslan de todo, y la señora Gonçalves mira a la gente con atención; con detenida atención, como si fuera primera vez que caminara por el parque. A veces la gente se intimidaba con esa señora de pelo canoso, cuerpo pequeño y frágil que ancla su mirada y no la despega. Deben ser esos ojos profundos, negros, de carbón. Con estos no solo desnuda a la gente, sino que la penetra y persigue hasta que desaparecen de su vista.

Durante uno de los paseos se le ocurre: su curiosidad por los demás la puede ayudar. La puede convertir en el impulso para una nueva instalación. ¿Por qué no? Además de esa forma conseguiría lo que nunca consiguió con su esposo: conocer a alguien por dentro. Espiar la intimidad de los otros.

Aquel día regresan del parque y Jimin le sirve almuerzo: una sopa de fideos finos con ternera, y un plato con esa lechuga fermentada, salada y con fuerte sabor a ajo. Entonces se despide, como siempre sin decir nada, y la señora Gonçalves busca el regalo que le hizo una nieta-sobrina lejana. Lo tiene en un clóset junto a otros regalos, incluyendo una caja con bombones rancios, así como el manuscrito del libro inacabado del señor Gonçalves.

Ahí lo encuentra.

Es un iPhone 8 tono gris espacial.

Me ayuda mijito, le pide la señora Gonçalves a Jimin.

Y este abre la caja y lo pone a funcionar.

B

Hombre del piso 8, departamento F.

Se sirve un pocillo de greda rebosante de hojuelas azucaradas, sin leche si no agua, y se sienta a ver televisión. Pone un casete en un viejo equipo de VHS. Pese a la lejanía algo se alcanza a ver: una cancha de fútbol. Por lo general el hombre del piso 8, departamento F, mastica lentamente las hojuelas y mira la pantalla con atención, con una lentitud exasperante. Teoría: el hombre del piso 8, departamento F, vive constantemente en un domingo. ¿Causas? Posible depresión. Inercia frente a la dolorosa muerte de un ser querido. Capitalismo. Calentamiento global. O la terrible sensación al pensar que todo lo que nos rodea desaparecerá. Luego de cenar, el hombre del piso 8, departamento F, se pone de pie, camina al lavaplatos, moja el pocillo –no le pasa una esponja ni jabón líquido– y repite lo mismo con la cuchara de metal. Después de eso se ducha, se seca y sigue toda la noche viendo viejos partidos de fútbol. Mete y saca casetes del equipo de VHS. Probablemente son de la época en que el hombre del piso 8, departamento F, era feliz.

A

Los padres de Jimin son dueños del Daegu, un conocido restaurant en Patronato, no muy lejos del Parque Forestal y el afrancesado departamento de la señora Gonçalves.

Jimin cursa cuarto medio, sin demasiadas ganas, y es el encargado de que nunca falte kimchi, jengibre, hojuelas de pimienta, la pasta de ají rojo fermentado y repollo; su tarea dentro de la dinámica familiar es aprovisionar el restaurante con aquellos elementos, y de vez en cuando atender la caja. Así conoce a la sobrina de la señora Gonçalves, Alexia Fernández Gonçalves, quien frecuenta el restaurant.

Un día Alexia le comenta al padre de Jimin que busca alguien que la ayude con su tía. Alguien de confianza, le dice. ¿Y qué necesita?, le pregunta el padre. Una persona que le lleve las comidas y la pasee una vez al día. ¿Y qué le sucede a su tía? Nada, es que tiene casi setenta años, responde Alexia. Legalmente estoy a cargo de ella, aunque en verdad no tenemos la mejor de las relaciones. El padre de Jimin parece indiferente a todo esto. Y bueno, continúa Alexia, su esposo (mi tío) murió hace un tiempo y desde entonces que está en silla de ruedas. El padre de Jimin la sigue escuchando. Le es difícil desplazarse, agrega Alexia. Tiene mala espalda. Piernas atrofiadas. Y es un poco quejona. El padre de Jimin la mira en silencio. Sin más llama a su hijo, quien aparece con un delantal y secándose las manos con un paño de cocina. Estaba por terminar de cortar repollo. Jimin, con el pelo largo y rape al costado, se saca los audífonos Monster plateados (escucha Diplo). Con Alexia se saludan. Jimin y su padre hablan en coreano por unos minutos; Alexia permanece en silencio.

La conversación es interrumpida cuando entran nuevos clientes y Jimin se levanta de la silla para atenderlos. Mi hijo es muy trabajador, le dice el padre de Jimin a Alexia. Ella asiente con la cabeza. Usted me dice cuándo quiere que comience, agrega él. Alexia pasa a explicarle lo que necesita, ahora con más detalle, como a qué hora tiene que estar, el tipo de comida que debe llevarle a su tía-abuela, qué hacer en caso de un accidente, etc.

No muy lejos, Jimin los escucha mientras atiende a una pareja de treintañeros que pide galbi con champiñón a la parrilla. Luego regresa a la cocina. Le pasa la orden al chef y vuelve a la tabla y al repollo. Antes de eso se pone audífonos y sube el volumen a su teléfono. Pasa de Diplo a Skrillex.

B

Mujer del piso 14, departamento G.

Todos los días, luego del trabajo, la mujer del piso 14, departamento G, abre el refrigerador, saca una torta de chocolate, la cubre con crema chantilly, corta un pedazo generoso y devora la mitad en pocos segundos, sin siquiera sentarse. Da la impresión de no haber comido nada en todo el día. Lame el plato, le pasa el dedo y lo deja remojando en el lavaplatos. Entonces se dirige a su pieza y vuelve con una tenida como para ir a correr –mallas gris claro, polera blanca y un cintillo azul que le alarga la frente–; pero al parecer la mujer del piso 14, departamento G, solo camina, dado que nunca regresa sudando. A su vuelta, apenas media hora más tarde, se cambia y abre el refrigerador, saca la mitad restante de la torta, y repite lo de cubrirla con crema chantilly para comérsela, esta vez, echada en el sillón cama. Nota: cuando la mujer del piso 14, departamento G, no hace esto –comer, caminar, comer, caminar–, se le ve inquieta, aproblemada, incluso histérica. Cuando no lo hace camina en círculos por el estrecho departamento, habla por teléfono por horas; a veces, muchas veces, le grita a la pantalla de su teléfono –¿pareja?, ¿amiga?, ¿madre?–, otras veces se ríe a carcajadas, y en algunas ocasiones, incluso, se larga a llorar. Aunque es un llanto falso, como de estudiante de teatro de primer año. A las diez en punto se lava los dientes y apaga las luces del departamento. Antes de meterse a la cama se pone de rodillas, apoya los codos sobre el colchón y reza en silencio con los ojos cerrados.

A

Antes de salir Jimin la ayuda: le explica cómo funciona, ya que la señora Gonçalves nunca ha tenido un teléfono inteligente, (el término, se queja, le suena a la vez futurista y estúpido) y así lo pone sobre un trípode que alguna vez usó para una cámara fotográfica. Fija el teléfono frente al ventanal del departamento, y después lo conecta a la televisión con un cable que, según Jimin, le servirá para escuchar el audio, ya que no tiene parlantes.

Luego de horas de observar a sus vecinos es cuando se da cuenta: lo único que tiene que hacer es mirar por la ventana y esperar; esperar y listo: inevitablemente llega ese momento en que se aprecia cómo la gente realmente es. Aquel momento de transparencia en que no estamos pendientes de los demás, cuando nos liberamos de la atención de los demás, cuando bajamos la guardia y nos mostramos tal como somos.

B

Gato del piso 5, departamento D.

Es un gato himalayo de cabeza maciza, nariz corta y chata, manto largo y sedoso. Vive prácticamente solo. Es como la señora Gonçalves: necesita alguien que le lleve comida y agua. El resto del tiempo se lo pasa echado sobre un sillón o persigue un ratón de plástico o se pasea por los muebles y (a veces) maúlla. De ser así sube el conserje del edificio: un hombrecito con lentes poto de botella, pelo corto y peinado a un lado gracias a una importante cantidad de gel. Además siempre viste una cotona azul. Si el gato maúlla demasiado fuerte entonces llega el conserje y le sirve más comida, le cambia el agua, incluso le pasa la mano por el lomo para calmarlo, le habla y hasta lo levanta por el aire como si el gato fuera una guagua. Por lo general el gato se calma, espera que el conserje se retire, cierre la puerta, y entonces regresa al sillón verde y aterciopelado donde duerme gran parte del día.

A

Se escribe sobre ella en La Tercera, El Mercurio y The Clinic; en radio Duna dicen que es la gran sorpresa del arte contemporáneo chileno; en revista Viernes aparece en portada, mirando hacia la cámara con una lupa. Todo sucede gracias a Jimin, quien toma algunos de los videos, los edita, les pone música (su música) y finalmente le crea un usuario en YouTube, así como una página web, una cuenta de Instagram, incluso de Twitter; y en todas esas redes sociales la señora Gonçalves aparece en una silla de rueda con un gorro de Fedora gris y lentes oscuros. Gracias a su personalidad digital, y a esos videos catalogados por la crítica como intervenciones para conocer a los demás («Todo un logro en una época en que ni siquiera tenemos tiempo para nosotros», como dijo un crítico del Artes y Letras), muchos medios de comunicación quieren un poco de ella.

En una entrevista le preguntan que por qué lo hace: qué la llevó a grabar otras vidas: ¿acaso no se sentía mal al desnudar a la gente sin pedirles permiso? Es una entrevista por email que Jimin (ahora ascendido oficialmente al puesto de asistente), la ayuda a responder. La señora Gonçalves dice que lo hace porque el señor Gonçalves, su esposo, murió de un día para otro y sintió que realmente nunca lo conoció. Lo cual es verdad: estuvieron casados por más de cuarenta años, pero, aun así, la señora Gonçalves siente que asumió demasiado respecto a la vida de su esposo. Que eran amigos. Amantes. Confidentes. Y a veces enemigos domésticos, como cuando peleaban por cosas mundanas como la loza o la basura. Pero que nunca sintió a su esposo igual de transparente como la gente que observa y graba. Siempre era lo mismo: el señor Gonçalves en su papel de esposo.

B

Trotadora del piso 5, departamento E.

Un espacio aparentemente abandonado. Hay una trotadora, una banca con algunas pesas, una bicicleta elíptica y una bicicleta estática. Todo cubierto por una capa de polvo que algunas tardes, cuando el sol refleja rayos naranjos sobre el edificio, parece polvo dorado y flotante. Por lo menos seis semanas sin que una persona entre. Teoría: el dueño es la misma persona que trabajaba como entrenador en un gimnasio ubicado a pocas cuadras; un gimnasio que quebró luego de un conocido –y todavía sin resolver– crimen pasional que sucedió, de hecho, sobre la trotadora del piso 5, departamento E.

A

Alexia Fernández Gonçalves también vive en Bellas Artes; de hecho, no muy lejos de la señora Gonçalves, aunque por razones distintas: el Colegio de Arquitectos de Chile queda cerca. Alexia vive y trabaja en la misma cuadra. Y no solo eso; los fines de semana por la noche le gusta caminar por Bellas Artes y Bellavista.

Alexia nació en Brasilia, una ciudad completamente falsa y creada por un loco o visionario obsesionado con el hormigón armado. Por eso siente que su profesión estaba trazada de antemano. Sería arquitecta. Sí. Pero una arquitecta de acá, de Santiago, ya que Alexia no se sentía brasileña y sí chilena, aunque su portugués luchara contra el olvido. Todavía recordaba algunas palavrões y esas cerezas de pulpa blanca con que su madre hacía mermelada: las jabuticabeiras.

Sucede durante una de esas noches de caminar por el centro; una de esas noches de pasar la ex embajada de Estados Unidos; de tomar Purísima, Dardignac, Bombero Núñez, Antonia López de Bello, hasta llegar a Pío Nono, ojalá antes de que Bellavista se llene de estudiantes a la búsqueda de un bar de cervezas baratas y aguachentas, así como la discoteca llamada como una universidad gringa: Harvard. Sucede ahí que el recuerdo de una vieja fotografía de su tía, la señora Gonçalves, y su madre, ambas en Brasilia, se le cruza por la cabeza. Su madre, que en paz descanse, llegó a Chile escapando de la dictadura brasileña. Era mediados de los sesenta y duró poco; odió la insularidad, la falta de un carnaval, el tartamudeo chileno y esa apatía disfrazada de timidez; la sensación de que a la gente le costaba sonreír y que dijeran todo por la espalda. No así su hermana, la señora Gonçalves, quien se sintió a gusto con la chilenidad. Fue amor a primera vista; igual que probarse una blusa que con los años se adapta al cuerpo de una. En mi caso parece que el exilio funciona, dijo. Al poco tiempo su tía se casó con un chileno y el chileno, aparte de mostrarle el país, tomó el apellido de ella en un extraño –entonces y ahora– gesto de amor. La señora Gonçalves consiguió trabajo como profesora de algo que entonces se llamaba Artes Plásticas, en un colegio de Las Condes. Tuvo una buena vida. Viajó por el mundo. Iba al Biógrafo una vez a la semana. Compraba libros en Metales Pesados. Y nunca quiso tener hijos. Porque a su tía, pensaba Alexia, no le gustaban los niños. Y punto. La señora Gonçalves y su esposo eran de esas parejas felices consigo mismas. Por eso Alexia en un momento tomó distancia de la señora Gonçalves. Rara vez la veía. Recuerda, eso sí, que más tarde, cuando su madre volvió a Brasilia, y ella prefirió quedarse en Chile, intentó buscar un apoyó familiar en la señora Gonçalves. Sin embargo, no lo encontró. Su tía y su marido eran demasiado herméticos. Una pareja intelectual que vivía cerca de parque, pero que con suerte lo caminaban. La señora Gonçalves dejó sin responder tanto sus cartas desde Valpo, donde Alexia estudió el pregrado, como los emails desde Varsovia, donde terminó su maestría en desarrollo urbano sostenible.

De ahí su herida emocional: que la señora Gonçalves sea su única familia y a la vez no.

El último email se lo mandó desde Barcelona (una ciudad repleta de chilenos auspiciados por Becas Chile, en su mayoría, porque así no tienen que aprender otro idioma). Lo hizo justo antes de abandonar, al poco tiempo, la ciudad de las Ramblas para ir instalarse en la capital de Polonia, donde terminó sus estudios de posgrado. Para cuando regresó a Santiago ya no tenían nada en común.

Es más: Alexia no la vio hasta la muerte de su tío (o de ese señor a quien, la verdad, nunca le dijo tío). Y solo una vez que la señora Gonçalves tuvo una baja de presión y quedó en la silla de ruedas; solo una vez le comunicaron que ella sería la responsable de su tía porque no había otro familiar –según la ley eran las únicas dos Gonçalves residentes en Santiago–; solo entonces se vieron.

Lo que le gusta de esas caminatas nocturnas durante los fines de semana, piensa Alexia, es que entiende el ritmo del Forestal. Le gusta ese momento de la tarde en que hay recambio; cuando los oficinistas salen del trabajo; cuando de a poco las parejas de pololos se retiran del parque o se manosean todavía más porque ahora sí nadie puede verlos. O cuando llegan los que preparan la previa a la fiesta con una promo. O cuando pese al smog un corredor nocturno sale a mover las piernas.

Alexia camina y piensa que no hay mejor solución que pagarle a alguien para que la cuide. No se imagina haciéndolo ella. Aunque es verdad: le gustaría relacionarse con su tía. Preguntarle algunas cosas. Varias, en verdad. Y así, mientras avanza por Antonia López de Bello, los audífonos resguardándola del ruido de la gente, pero no de las imágenes, se pregunta quién podría ayudarla en algo así. Se le ocurre algo. Lo piensa unos segundos. Decide devolverse, alejarse de Bellavista, y de a poco los cuidadores de autos van quedando atrás, lo mismo el murmullo colectivo de los universitarios y de esos pocos turistas que, sin mucho cuidado, caminan con ropa de montañismo y cámaras al cuello.

Alexia regresa a Purísima. Avanza hasta el restaurante coreano donde le encanta almorzar sola los sábados. Es uno de los pocos lugares en Santiago en que no se castiga la soledad. En que no hay que andar en manada. Decide regresar el lunes, apenas abran. Conoce al dueño, quien una vez le confesó, en un extraño ataque etílico luego de compartir un bajativo de trasnoche, que temía por su hijo. Alexia le preguntó por qué. Respondió que lo veía solo. Demasiado solo. Lo notaba demasiado callado luego de la muerte de su esposa, quien aparentemente confundió cicuta con perejil. Fue un error, dijo. Y si bien Alexia no lo conocía hace mucho, con suerte un año, año medio, por ahí cuando regresó a Chile; esa noche el dueño del restaurant vio en ella (o tal vez en su soledad), la posibilidad de desahogarse. Por lo que Alexia escuchó sus problemas. Fue una noche larga. Ahora le pediría algo a cambio.

B

Matrimonio del piso 10, departamento C.

Es domingo, hora del almuerzo. La familia tiene cuatro integrantes; esposo y esposa, niño y niña. Dos mujeres y dos hombres.

Los cuatro se toman de las manos antes de almorzar. Cierran los ojos y rezan. Comen lo que parece ser salmón con puré y una ensalada de lechuga con rábanos (una ensalada tan limpia que podría ser de plástico). Comen en silencio, de vez en cuando el padre y la madre, si es que realmente lo son, hacen preguntas a los niños. A ratos los niños lucen un poco fuera de lugar; por ejemplo, si los adultos hablan entre ellos, los niños igualmente lo hacen, aunque más parecen colegas que hermanos o amigos. Parecen obligados. ¿O contratados? Otra cosa: físicamente tampoco parecen los hijos del hombre y la mujer, esa pareja que, en estos momentos, se mira a los ojos, intercambia risitas y choca copas de tinto.

A

Aunque los videos están pixeleados y además modificadas para que no se puedan distinguir los rasgos, algunas personas se sienten identificadas y por lo tanto pasadas a llevar. La señora Gonçalves recibe saludos y amenazas a través de su página web y sus redes sociales, aunque Jimin no le dice nada de esto. No las toma en cuenta, pese a la seriedad de algunas. Sabe que toda publicidad es buena publicidad. Además si bien con la señora Gonçalves apenas intercambian palabra, es por eso mismo que la siente cercana. Tan distinto a lo que sucede con su padre, con quien es como si hablara con un silencioso ser superior. No. Con la señora Gonçalves puede quedarse callado por mucho tiempo. No necesita ponerse tenso y cree que por eso ha pasado varias noches editando los videos. En verdad quiere ayudarla. A veces incluso responde entrevistas por ella. Aunque luego no le dice nada. Incluso una vez la señora Gonçalves se queda dormida frente al ventanal, con el iPhone grabando el edificio de enfrente, y Jimin busca un chal a crochet para cubrirla, le acaricia la frente y le susurra buenas noches.

B

Pareja de amigos del piso 5, departamento H.

Entra el conserje con una bolsa con comida china. En el living solo está uno de los dos jóvenes, el de rastas, flaco y con ojos como de sapo. El conserje y él se saludan con distancia. Entablan una breve conversación. De pronto el joven se desespera. Le grita algo al conserje. Este parece intimidado y a la vez enojado. En ese momento, desde la puerta que da al dormitorio, aparece el otro joven. Este lleva el pecho descubierto, una toalla a la cintura, la cabeza calva todavía húmeda por la ducha. El conserje lo mira de pies a cabeza. Le da la espalda. Se retira en silencio sin saludarlo. Baja la escalera. El que es flaco y con rastas, casi absorbido, le pide al otro que lo abrace. Luego del abrazo regresan al sillón. Prenden la consola. Toman los controles. Pasan toda la tarde inmersos en el mismo videojuego.

A

Durante los días previos a la muerte de su madre Jimin comienza a interesarse por la música electrónica. Su madre, le dicen, murió de pena (fue todo tan repentino). Recuerda que por fuera, en esos días previos, seguía proyectando un aura extraña. Una mezcla de resignación y rectitud. Como si ser feliz fuera consecuencia de ganar la batalla del día a día; lo que en el caso de sus padres significaba que el Daegu funcionara. Por dentro, se entera más tarde Jimin, la pena carcomía a su madre. Era difícil entenderla ya que esa pena no tenía explicación. Un peso existencial que de a poco se instaló en su madre.

Los padres de Jimin llegaron a Chile a mediados de los noventa, gracias a un tratado de libre comercio que facilitaba visas para emprendedores. Ambos nacieron en Daegu, al sur de la península coreana; y ambos escaparon de una vida, al parecer, llena de penurias económicas. Nunca pensaron en ser dueños de un restaurante, porque en verdad no sabían cómo sobrevivirían en Chile. Pero no les fue mal. Al contrario: luego de unos años lentos mas seguros, el Daegu apareció en la sección de tendencias de un diario y, gracias a las redes sociales, la clientela aumentó.

Desde la muerte de su madre que con su padre intercambian lo mínimo verbalmente para poder convivir. Jimin daba sus primeros pasos hacia la adolescencia, por lo que reducir la cantidad de interacción humana a lo mínimo no le cuesta nada. Al contrario, le agrada. Siempre es mejor cerrar la boca y ponerse audífonos.

Aquella mañana Jimin termina con los vegetales (su padre le dijo una vez que era necesario que ayudara, que la práctica de algo tan básico como cortar los vegetales –aunque fuera millonario– le serviría para mantener los pies en tierra). Y, previo a prepararse para el colegio, precisamente cuando sale de la cocina, su padre lo detiene.

¿Te sientes cómodo con la señora Gonçalves?

Jimin asiente. Es buena gente, dice.

Sí, le responde su padre. Lo debe ser.

B

Hombre del piso 8, departamento F.

Un día aparece con un tacataca. Es su nueva distracción para cuando no está, claro, viendo viejos VHS. Es un proceso largo y difícil de apreciar. El hombre del piso 8, departamento F, mueve las manillas con la lengua afuera, y deja la jugada en suspenso. Camina con lentitud, se sitúa al frente de donde estaba, vuelve a mover las manillas, espera que la pelota haga su recorrido y repite. Sigue así durante varios minutos hasta que inevitablemente regresa al sillón, a los viejos VHS, a los partidos de fútbol de un equipo chileno que alguna vez, solo una vez, ganó un torneo internacional. Si lo ha visto demasiadas horas pausa el video, reemplaza el vhs por otro. Y vuelve al sillón. A ratos parece resignado.Como si la vida no fuera más que resignarse a matar el tiempo. Se mete la mano en el pantalón. Luego de efímeros y masturbatorios segundos se queda postrado mientras su rostro adquiere un leve halo de tristeza dominical (aunque no sea domingo); y entonces el hombre del piso 8, departamento F, se levanta y camina al baño.

A

Esa mañana Jimin y la señora Gonçalves salen a pasear. Es una mañana post lluvia; el cielo luce azul, transparente y con escasas nubes. El aire limpio durará poco, por lo que los santiaguinos dan vueltas por el Parque Forestal como si la contaminación, igual que una sábana grisácea, no demorará en caer. La señora Gonçalves va en la silla de ruedas, ambas manos sobre su regazo, al cuello una bufanda de seda beige. Y Jimin, por su parte, viste un gorro rojo, su uniforme escolar sin la corbata y sus audífonos Monster.

Recorren desde la Plaza Italia hasta el Museo Bellas Artes. En un momento la señora Gonçalves le comenta sobre el extraño rumor de que un gato, en el edificio, es el principal sospechoso de un conocido –y todavía sin resolver– crimen pasional sucedido sobre una trotadora. También le comenta que su sobrina –la pobrecita– le sigue enviando largos emails llenos de atropellados desahogos emocionales. En un momento, casi al llegar a Purísima, la señora Gonçalves le pide que se detenga. Lo hace como lo hace siempre: levanta su mano vieja, venosa y alza el dedo índice. Jimin detiene la silla. La señora sigue con los ojos a una gringa que corre por la gravilla del parque. Si bien es primavera, o comienzo de primavera, la chica le parece demasiado descubierta. A la señora Gonçalves siempre le ha llamado la atención lo desabrigado que andan los gringos en Chile. Es casi una obsesión. Por mientras Jimin saca su teléfono y revisa no solo su email, sino también sus redes sociales y por último las redes sociales de la señora Gonçalves. Sus ojos se ensanchan. Sus cejas suben. Se saca los audífonos.

Mire, le dice.

Y le pone el teléfono, lo cual interrumpe el seguimiento que hace de la gringa ligera de ropa.

Sácame eso, le pide la señora Gonçalves y mueve la cabeza hacia el lado.

Pero si es importante, le dice Jimin.

Entonces léamelo pues, mijito.

Y eso hace Jimin.

Es un mensaje de la bienal de São Paulo. La quieren invitar a exponer sus intervenciones sobre la vida de los demás.

Jimin deja de leer.

La señora Gonçalves le pide que se apure. Presiona los puños sobre su regazo. Le dice a Jimin que tienen que volver al departamento. Está feliz. O no: no feliz sino ansiosa de por fin sentirse feliz. No se lo dice a Jimin; tampoco lo expresa de alguna manera reconocible en su rostro, simplemente lo piensa para ella misma, hacia adentro; recuerda que meses atrás encontró el cuerpo de su esposo sobre las baldosas recién limpias del baño.

B

Mujer del piso 14, departamento G.

Regresa de correr –mallas grises claras, polera blanca y un cintillo azul que le alarga la frente–. La mujer del piso 14, departamento G, abre el refrigerador y se da cuenta de algo: no es posible, no puede ser. Eso dice su cara. No hay nada dulce en el refrigerador. Teoría: entonces se pregunta a sí misma cómo combatirá la ansiedad.

Sale del departamento con apuro y preocupación.

La mujer del piso 14, departamento G, regresa minutos más tarde con una bolsa de supermercado llena de galletas. Abre desesperada uno de los paquetes, pero no le gustan las galletas; otro, lo mismo; y un tercer paquete que también termina por tirar a la basura. Acto seguido pone todos los paquetes en una bolsa y los golpea contra el suelo. Las machaca, así, y una vez que finaliza busca su teléfono, llora, le grita a la pantalla de su teléfono –¿pareja?, ¿amiga?, ¿madre?–, otras veces ríe a carcajadas y en algunas ocasiones, incluso, se larga a llorar. El resto de la tarde se queda pegada al teléfono. Le pasa el dedo a la pantalla, a veces hacia la izquierda y en otras hacia la derecha.

De a poco se va calmando.

A las diez en punto se lava los dientes y apaga las luces del departamento. Antes de meterse a la cama se pone de rodillas, apoya los codos sobre el colchón y reza en silencio con los ojos cerrados.

A

Llega a comer sola con el pelo mojado. Ha sido una mañana de pijama, Netflix en cama y desayuno sin café. Alexia caminó desde su departamento ubicado en Nuevas Bueras. Lo hizo con la calma de alguien que sabe que todavía tiene la mitad del sábado y todo el domingo; pero alguien que sabe también que los fines de semana son ingratos. Llegan tan rápidos como se van.

Alexia entra al Daegu.

Le gusta sentarse un poco hacia el final, no muy lejos de unos espacios cerrados con biombos donde por lo general solo ve grupos de coreanos jugando dominó. Conoció uno de estos espacios, de hecho, cuando el padre de Jimin la llevó a aquella noche en que conversaron. Se sentaron frente a frente, bebieron licor de arroz, él le habló y ella escuchó con atención.

Desde entonces que la tratan diferente en Daegu. Esa mañana, por ejemplo, Alexia llega y una mesera de pelo rojo (Jimin no está por ninguna parte) la saluda y la sienta en una mesa cerca de los biombos. Le pasa un menú en coreano, y le sirve un vaso de agua con hielo. Segundos más tarde la mesera regresa con pocillos con kimchi, ají rojo molido, ajos y cebollas fermentadas. Alexia revisa el menú (plastificado y en coreano) y por supuesto que no entiende nada: pero no importa, ya sabe lo que pedirá: el cuenco de arroz con vegetales, carne encima y esa salsa de pasta roja. Dolsot Bibimbap.

La mesera le toma la orden y sale tan expedita como entra a la cocina.

Eso sí, piensa Alexia, sabe que tendrá que cambiarse la ropa ya que cada vez que viene al Daegu queda pasada a kimchi.

Por detrás del biombo aparece el padre de Jimin y la saluda efusivamente, incluso le da un beso en el cachete. Alexia ve algo diferente en el padre de Jimin. Parece más relajado. Lleva una camisa negra, y esta parece nueva o recién planchada. Lo mismo sus jeans claros y mocasines negros. De seguro se afeitó esa misma mañana.

Sigo en deuda con usted, le dice el padre de Jimin.

Alexia sonríe.

Mi hijo, le dice. Creo que está bien.

Alexia se siente feliz cuando otra gente es feliz.Toma el vaso de agua.

Espero que mi tía no lo moleste demasiado, dice ella.

Al contrario, dice el padre. Yo quiero que le pida demasiado. Y mejor que alguien lo discipline, ríe, pero que no sea yo.

Por primera vez ve una sonrisa en el padre de Jimin. Alexia toma agua y deja el vaso sobre la mesa.

Además por fin tenemos un tema para hablar, le dice el padre. Todas las noches, cuando estamos cerrando el restaurant, Jimin me cuenta sobre los videos de su tía. Alexia abre los ojos. Y últimamente lo he visto muy interesado en la exposición.

El padre de Jimin pausa.

Lo tiene muy contento, dice.

Alexia reacciona con un movimiento de nariz, cejas alzadas y la frente arrugada. Sigue con el vaso de agua en la mano.

¿Qué exposición?, pregunta sorprendida.

El padre de Jimin le confirma con una sonrisa. Y un rápido movimiento de cabeza.

La exposición, confirma él. De su tía.

¿Mi tía?, se pregunta ella.

Su tía es artista, dice el padre de Jimin, ¿no es así?

Alexia asiente con la cabeza. Deja el vaso de agua sobre la mesa. La verdad es que hace tiempo que no, dice Alexia. Hace tiempo que no hace nada de… de arte…

El padre de Jimin cambia el tono, agacha la vista.

Jimin la está ayudando con unos videos, asegura. Nada más que eso.

Unos videos, repite Alexia con cierta incomodidad y a la vez queriendo saber más. ¿Qué videos?

El padre de Jimin alza los hombros como queriendo decir que él, la verdad, tampoco sabe mucho. Dice que solo le importa que su hijo esté ocupado y feliz. Luego agrega lo siguiente.

Mi hijo comentó que usted le regaló un teléfono a su tía.

Alexia lo recuerda. Es verdad. Para que estuvieran conectadas. Algo que nunca ha sucedido.

Con ese teléfono graban los videos de arte, dice el padre de Jimin.

Alexia sigue en silencio.

Por lo menos eso me dijo mi hijo, termina el padre de Jimin como para ojalá zanjar el tema. Claro que yo no entiendo mucho de arte.

Aparece la mesera de pelo rojo y le trae su Dolsot Bibimbap. Alexia decide no hacer más preguntas. Falsea una sonrisa. Prefiere disfrutar su almuerzo y más tarde visitar de sorpresa a su tía. Sí, una de esas sorpresas que la señora Gonçalves y esposo odiaban.

El padre de Jimin se levanta y le desea que disfrute su almuerzo.

Se retira.

B

Gato del piso 5, departamento D.

Salta del sillón verde y aterciopelado, donde pasa durmiendo gran cantidad del día, y corre a recibir al conserje quien aparece con una bolsa de supermercado blanca. Apenas entra vierte el contenido sobre el suelo: son ratones de plástico, peludos y sonajeros. Son muchos, todos grises con nariz rosada. En la cara del conserje hay tristeza: sus cejas lucen caídas y el pelo, el poco pelo que le va quedando, ya no está peinado hacia el lado con gel. Parece recién salido de la cama.

El gato se entretiene con los ratones. Los jalonea con sus garras.

Después de varios minutos así, una vez que el gato parece más calmado, el conserje se acerca, le acaricia el lomo y lo levanta por el aire.

A

Jimin regresa, aquel sábado, con parlantes dentro de una bolsa de plástico. Ha pasado la mañana en el Persa Bío Bío buscando artefactos para mejorar su miniestudio de grabación y edición. Almorzó algo por ahí en el centro, y fue al cine a ver la última de superhéroes. Y, a eso de las ocho de la tarde, aparece por el Daegu para ayudar a su padre con el cierre.

Ese era el acuerdo: desde la muerte de su madre, cinco meses atrás, Jimin podía tomarse libre, o casi libre, los sábados.

Al llegar ve que el restaurant parece estar por cerrar. Las sillas están sobre las mesas, las luces bajas y el olor vinagroso de cuando se trapea el suelo le llega a la nariz. Valery, la mesera que ayuda los fines de semana, le hace un gesto con el dedo. Tu papi, le dice. No parece preocupada ni nada. Pero el gesto es obvio; su padre lo está esperando atrás, en uno de los biombos.

Gracias Valery, dice Jimin, quien encuentra a su padre solo y bebiendo licor de arroz. Frente a sí tiene varios papeles del restaurant (probablemente cuentas), así como su teléfono, del que salen noticias en coreano, y una taza de cristal con té de yuja sobre un plato de porcelana blanca.

Se saludan de mirada, sin intercambiar palabra.

El padre de Jimin le sirve un vaso. Jimin deja la bolsa con los parlantes a sus pies. Toma un sorbo: el licor le quema la lengua y baja hasta su estómago.

Tú sabes lo que le pasó a tu madre, ¿no?

Jimin asiente.

Se equivocó, dice. Pensó que no era perejil.

Su padre asiente.

Jimin sabe que no es así. La noche de la muerte de su madre hizo lo que cualquier adolescente hubiera hecho: lo googleó.

Y esto encontró en Reddit:

El consumo accidental de cicuta se debe a que se la confunde con el perejil y el hinojo, estos sin embargo se diferencian por su olor fétido desagradable. Todas las partes de esta planta son tóxicas, pero en especial las hojas, las raíces y los rizomas. Muy habitual en multitud de parques y jardines urbanos, sólo con un gramo de cicuta es suficiente para condenar a una persona a una muerte.

Su padre, en un principio, le mintió: dijo que su madre se había equivocado. Hasta esa tarde.

Tu madre lo sabía, dice. Ella tomó una opción, no pensó en consecuencias, ni en nosotros. Fue egoísta.

Estaba ahogada, responde Jimin.

Y el padre de Jimin asiente. Con su mano presiona el vaso, solo entonces alza los ojos y encara a su hijo.

¿Te sientes mal hablando de esto?

Jimin no sabe qué hacer, por lo general no intercambian miradas con su padre. Y no es que no quiera hablar de esto; sino que por fin está ocupado con algo y ese algo es la exposición de la señora Gonçalves; por eso últimamente no piensa tanto en su madre. No como antes.

La pregunta queda en el aire.

Y ya que su hijo no agrega nada, el padre de Jimin entiende que es mejor cambiar de tema.

Hoy vino la sobrina de la señora Gonçalves, dice.

Jimin alza los ojos.

Me dijo que ahora ella ayudará a su tía.

Jimin pestañea rápidamente por varios segundos. Se termina el vaso de licor de un trago. Le desea buenas noches a su padre y su padre le desea lo mismo.

Antes de subir a su habitación Jimin va al patio trasero. No le cuesta reconocer la planta: flores blancas y pequeñas, cinco pétalos curvados hacia el centro. Encuentra una madura. Busca las semillas. Son pequeñas y negruzcas. La mayor concentración, le dijo Gjcounter en Reddit, se encuentra en esas semillas.

B

Trotadora del piso 5, departamento E.

Dos siluetas entran y caminan por entre la banca con pesas, por entre la bicicleta elíptica y la bicicleta estática. Hay más polvo que la última vez, por lo que una de las siluetas tose y se detienen al lado de la trotadora. La otra se agacha, saca una bolsa de plástico y con un cuchillo comienza a rascar algo que parece ser sangre. Luego dan vueltas por el departamento por una hora. Y una vez que finalizan se alejan de la trotadora del piso 5, departamento D, y caminan dándonos la espalda. Por detrás su chaqueta dice PDI, policía de investigaciones.

A

De la bienal dijeron lo siguiente.

Que colgarían pantallas del techo con cadenas. Que cada pantalla tendría uno de los videos, un compilado de momentos de la gente que la señora Gonçalves observa y graba, en constante repetición. Que cada compilado sería editado y musicalizado por Jimin.

Y que la gente avanzaría de video en video, siguiendo las vidas ajenas y su evolución temporal.

B

Trotadora del piso 5, departamento E.

Es como una esfinge: sentado sobre la pantalla controladora de la trotadora que alguna vez perteneció a sus dueños. Es el gato del piso 5, departamento D. En un momento entra el conserje y lo primero que hace es cerrar la ventana. Parece agitado. También un poco preocupado. El conserje estornuda y el gato lo mira estornudar. El conserje saca de su cotona uno de los ratones grises. Lo tira al suelo y el gato comienza a jugar. El conserje camina por entre la trotadora, la banca con algunas pesas, la bicicleta elíptica y la bicicleta estática. Se detiene. Se saca la cotona azul: queda en una sudadera. Se sienta en la banca. Permanece pensativo unos segundos. Se pone de pie y se acerca a las pesas. Toma las de 20 kilos, alza los brazos y los baja hacia los lados, todo esto frente al espejo de cuerpo completo. De a poco se relaja. Por un momento el gato deja de jugar con el ratón y mira al conserje levantar pesas.

A

La noche anterior Alexia la visita. No se puede grabar a la gente y exponer sus vidas sin antes pedirle permiso, le dice. Su tía le responde que Jimin borra sus rostros. Nadie se dará cuenta. No importa, responde Alexia, al borde de enojarse por primera vez con su único familiar vivo. Además yo soy responsable por usted. Solo yo puedo autorizarla para hacer la exposición.

La señora Gonçalves la mira con hastío.

B

Mujer del piso 14, departamento G.

Está de rodillas, apoyando los codos sobre el colchón y rezando en silencio, con los ojos cerrados, cuando algo sucede. Se pone de pie. Se arregla el pelo. Y la vemos pasar de su pieza al living, y de ahí camino a la entrada del departamento.

Segundos más tarde regresa con algo en sus manos: es una torta. Ahora la mujer del piso 14, departamento G, parece extremadamente feliz. Detrás de ella viene el hombre del piso 8, departamento F. Este no solo trajo la torta, sino que también una bolsa de nylon con casetes de VHS. Se nota que es primera vez que entra al departamento de ella, ya que permanece quieto y sin saber qué hacer, aunque de a poco se relaja. Se sienta sobre el sofá de cuero negro. Ella va a la cocina y regresa con la torta con forma de pelota de fútbol. Corta dos pedazos mientras el hombre del piso 8, departamento F instala el VHS. Con varios gestos le explica lo que están a punto de ver. Ella parece feliz.

A

Con sus manos mueve las ruedas. La señora Gonçalves avanza desde su dormitorio hasta el living.

Ahí está el trípode. Y sobre el trípode está el iPhone plateado. Y de este desciende un cable con un interruptor que la señora Gonçalves usa para grabar, detener, reproducir, avanzar y pausar.

Está por tomar el cable cuando golpean la puerta.

Escucha que alguien entra.

Es Jimin.

De su mano cuelga la habitual bolsa con el almuerzo.

Las miradas de ambos se encuentran. Saben que aquella será la última vez. Desde mañana en adelante Alexia le traerá el almuerzo. La sacará a pasear. Y de seguro le hará muchas preguntas.

Minutos más tarde avanzan por el centro de Santiago, camino a una notaría. Jimin la lleva a toda velocidad y parecen felices, eufóricos, incluso extasiados. La señora Gonçalves se ríe de ella misma y su interés por la vida de los demás. ¿En qué estaba pensando? Su esposo estaba muerto. Jimin también sonríe. Aunque no sabe por qué. Puede que sea porque la gente que camina por el paseo Ahumada los mira extrañados: un chico de pelo largo y rape al costado, y una señora anciana en silla de ruedas. Se mueven rápido y sin pedir permiso.

B

Piso 10, departamento C.

La mujer del matrimonio está por dejar el departamento cuando justo entra el conserje. Se saludan con deferencia y cordialidad. Antes de desaparecer le pasa unas llaves y le pide que firme un documento.

Después de hacerlo el conserje, quien parece más musculoso, entra al departamento.

Esta vez no viste cotona azul, sino mocasines negros, jeans y una camisa amarillo zapallo con los botones del pecho abierto. El conserje pasa directo a la cocina donde permanece por una hora y tanto preparando el almuerzo.

Entonces llega su hijo y el pololo de su hijo.

El primero es muy flaco, con ojos como de sapo, el pelo largo y un par de rastas entremedio; el segundo es menos flaco y de brazos musculosos, con la cabeza calva y sudorosa.

El conserje los hace pasar.

Luego de mucho tiempo salen de su departamento, del departamento H. Los invita al comedor. Ya tiene la mesa puesta: tallarines con pesto, la misma ensalada de lechugas con rábanos que parece de plástico, pisco sour, pan con pebre, una Coca Cola. El hijo y su pololo se miran entre ellos, con algo de extrañeza. Ríen. El conserje indica una tabla con quesos y crackers y aceitunas moradas. No alcanzan a hablar demasiado cuando tocan el timbre. El hijo y su pololo se miran extrañados. El conserje sale del comedor y regresa: trae del brazo a una mujer de su edad, digamos de unos sesenta años, la cual lleva un vestido negro escotado, tacones también negros, abultado pelo ruliento y rojo.

El conserje presenta la mujer a su hijo y al pololo de su hijo. Es un almuerzo de mesa larga. Dura hasta las cinco de la tarde, hora en que deben devolver el departamento para el próximo cliente.

A

Una vez de regreso en el departamento, ya con el documento jurado, Jimin va a la cocina. De uno de los potes plásticos saca la sopa de res. La echa en un plato de porcelana y la calienta en el microondas. Sus manos tiemblan. ¿Fue así como lo hizo su madre? Se recuerda a sí mismo que la idea es de la señora Gonçalves. Que él no está haciendo nada malo. Al contrario. La señora Gonçalves le dijo que lo viera como un favor. Le estaría eternamente agradecida.

De su bolsillo saca una bolsa Ziploc con solo un gramo de semillas pequeñas y negruzcas. Las muele como si fuera pimienta. Las echa sobre la sopa. Se lava las manos. De nuevo: esto es lo que la señora Gonçalves le ha pedido. Una vez que regresa al living la encuentra con el iPhone frente a ella. La señora Gonçalves quiere grabarse a sí misma.

B

Trotadora del piso 5, departamento E.

Las siluetas entran y caminan por entre la banca con pesas, por entre la bicicleta elíptica y la bicicleta estática. Hay incluso más polvo que la última vez. Dan vueltas por el departamento hasta que lo encuentran: el gato del piso 5, departamento D. El gato duerme sobre la trotadora, sobre el panel de control. Está acurrucado como si fuera un camarón. Es de esos gatos dóciles y por lo tanto se deja cargar sin problemas y acto seguido las siluetas se alejan de la trotadora del piso 5, departamento E, y nos dan la espalda con su chaqueta que dice PDI, policía de investigaciones.

A

El martes siguiente Alexia pide permiso en el trabajo para almorzar un poco antes, y por eso ahora vamos a caminar por la vereda norte de la Alameda hasta llegar al Cine Arte. A un costado está Los Secretos del Inca, donde pide la colación del día. En cosa de minutos le pasan un envase de plumavit con papas a la huancaína, una ensalada en un contenedor de plástico transparente y pan trozado, y en otro contenedor, esta vez chico, una salsa blanca y picante.

Mientras camina por la Alameda piensa sobre lo sucedido el sábado pasado.

Aquel sábado pasado, Alexia le dijo al padre de Jimin que se sentía mal. Que no era su intención dejar a su hijo sin trabajo. Lo que pasa es que prefería, de ahora en adelante, ella misma ayudar a su tía. El padre de Jimin dijo comprenderla. Le pidió, eso sí, un par de días para que Jimin se despidiera. Hace tiempo que no veo así a mi hijo. Alexia accedió. Claro que sí, dijo. Gracias, respondió el padre de Jimin, quien por dentro se preguntó qué pasará, de ahora en adelante, con su hijo. ¿Volverá a ese silencio que parece tedio?

Aquel sábado pasado, Alexia siguió. De ahí pasó la feria de antigüedades y libros usados, el nuevo Liguria, cruzó la calle, pasó por el Emporio la Rosa, dobló a la izquierda.

Al subir las escaleras del edificio de su tía se detuvo. Notó que se podía ver a la gente de enfrente; sus livings, comedores, incluso algunos dormitorios. Alexia recordó que alguien de la oficina, tiempo atrás, le comentó algo inusual sobre ese edificio: en uno de los departamentos existía un servicio de arriendo de familias y domicilios. Uno que permite arrendar una pareja de niños por un día. O un esposo o una esposa. Incluso abuelos. Eran actores y actrices, en su mayoría, y la idea de las familias por arriendo, no sabe por qué, la llevó a recordar aquel sábado pasado, luego de despedirse del padre de Jimin. Algo le sucedió aquel día. Sintió rabia. Jimin había conseguido lo que ella no: conocer a su tía. Establecer un vínculo. De todas maneras, aquel sábado fue una visita breve. La pilló mirando el ventanal a través del cual se veían los vecinos del edificio de enfrente. Su tía tenía el iPhone que le regaló sobre un trípode. Así: el teléfono con un cable y un interruptor que la señora Gonçalves presionaba con una de sus manos artrítica. Como una directora de cine en silla de ruedas.

No le pareció extraño ver a su tía de esa forma: vestida con pantuflas, un buzo gris que a veces usaba de pijama, una polera de cuello largo con un chaleco café capuchino.

¿Tía?, le preguntó una vez que la señora Gonçalves la hizo entrar, luego de saludarla, aunque esta volvió, como si nada, a situarse frente al ventanal.

¿Qué pasa mijita?

Nada, la vine a ver, tía, le dijo.

Apenas alcanzó a notarle un rictus desabrido, las mejillas hundidas y un fruncimiento de labios.

¿Está bien?, ¿necesita algo?, preguntó la señora Gonçalves.

Le pareció que, por primera vez, su tía no le era indiferente. De hecho, eso fue lo que impulsó la idea de comenzar a llevarle la comida. Se lo dijo. Y a la señora Gonçalves se le cayó el cable con el interruptor al suelo.

Aunque todo eso fue el sábado pasado.

Porque ahora, mientras camina, sabe que las cosas cambiarán. Si bien su tía parecía un poco molesta porque Jimin no le llevaría los almuerzos; eventualmente entendería que era todo para mejor.

Por fin tendrían una relación. Aunque fuera a la fuerza.

De esa forma llega al piso de su tía. Camina hacia el departamento. De su mano cuelga la bolsa con la comida peruana. Abre la puerta con la llave que Jimin le pasó.

B

Trotadora del piso 5, departamento E.

El conserje entra y lo llama. No sucede nada. Se agacha, se frota los dedos y dice: cuchito, cuchito, cuchito. No aparece. El conserje se preocupa. Antes de levantarse alcanza a tomar uno de los ratones de plástico sonajeros. Se lo mete en el bolsillo. El conserje mira una última vez a su alrededor para cerciorarse de que no esté escondido. O muerto. Cuchito, cuchito, cuchito. Se pone de pie. Camina por un lado de la trotadora del piso 5. Preocupado, sale del departamento.

C

La señora del edificio de enfrente, que todos los días sale por la mañana, acompañada de un joven asiático, taciturno, siempre con audífonos; el mismo que la lleva en silla de ruedas por el Parque Forestal y vuelven un poco antes de la hora de almuerzo, entonces, el joven la deja comiendo sola. Generalmente a esa hora la señora se instala frente a la televisión conectada al iPhone que nos apunta. Por eso ahora solo vemos un iPhone sobre un trípode. Atrás del trípode hay una silla de ruedas vacía, el avejentado cuerpo de la anciana desparramado por el suelo, una cuchara, un plato frío con sopa de hueso de res, así como hojas, raíces y rizomas de cicuta sobre una mesa. La cámara del iPhone está enfocada en el edificio de enfrente, o sea donde estamos nosotros. Es el último video de la exposición. Podríamos pasar horas así: observando un iPhone que nos filma. Por ninguna parte hay señales de la señora Gonçalves. Las horas pasan. A ratos la imagen se vuelve algo difusa. Chispea, corre el viento, aparece una calma que antecede otras corrientes ventosas y cae más lluvia. En un momento el trípode se cae y el iPhone termina por el suelo. Justo cuando llega Alexia la batería se acaba. No presenciamos el momento en que aparecen los paramédicos para lavar el estómago de la señora Gonçalves, de quien nunca más sabremos nada, así como del padre de Jimin y el mismo Jimin, quien, permiso notarial de por medio, autorizó y coordinó la exposición. Es hora de alejarnos de la pantalla. De una de las tantas pantallas situadas en la bienal de São Paulo. De una de las murallas donde observamos a la señora Gonçalves observar la vida de los demás.

La experiencia deformativa

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