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II

Los intelectuales y la izquierda burguesa

LA BATALLA DE LAS IDEAS Y EL PROCESO REVOLUCIONARIO ESPAÑOL

Cuando triunfó la revolución de 1868, Federico Amiel, el filósofo suizo, escribió a Sanz del Río una carta que se podría considerar histórica. Anuncia de antemano el gran drama que se iba a desarrollar en España en los sesenta y ocho años que separarían la Gloriosa de septiembre de 1868 y la Guerra Civil de 1936. Tras felicitar al filósofo krausista por la victoria revolucionaria, le advierte que los triunfos de los hombres del 68 serán efímeros e intrascendentes si no aciertan a «revolucionar las conciencias de los españoles, emancipándoles en materia religiosa», según Rodolfo Llopís. El sentido católico que había inspirado la historia de España y dominaba todavía la vida del país incapacitaba a los españoles —según Amiel— para todo progreso auténtico.

Poco más de sesenta años después, en abril de 1931, se proclamaba la Segunda República española. Pese a las declaraciones verbales de catolicismo de alguno de sus líderes, como el pronunciado por Alcalá Zamora en el famoso mitin del Teatro Apolo de Valencia. Aquella república iba a representar en la historia de España un serio intento, desde el poder, para descatolizar al país. Aunque la publicación del texto completo del discurso de Alcalá no fue autorizada por la censura de prensa entonces todavía vigente, se conocieron fácilmente amplios extractos. La república de 1931 sería llamada, igual que la del 73, una «república de profesores».

Todavía en 1931, cuando las Cortes constituyentes de la república discutían las leyes antirreligiosas, Azaña, al defenderlas, se vio obligado a reconocer que tal vez la mayoría de los españoles aún era católica. Pero, añadía que lo que define a un pueblo en los órdenes intelectual y religioso no es la suma aritmética de las opiniones individuales, sino «el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura». Y «desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español».

Las palabras del entonces ministro de la Guerra, y después presidente, Azaña, no eran exactas. El pensamiento y la cultura de los católicos españoles habían seguido y seguían produciendo muy notables frutos en el último tercio del siglo XIX y en el primero del XX. Pero, a más de sesenta años de la carta de Amiel, las afirmaciones de Azaña evocaban la batalla que en España se había librado en ese siglo. Lo que en todo ese tiempo se disputaba no era sólo el poder, o las formas de gobierno, la representación política o la organización social. El objetivo que se dedicaban a perseguir importantes fuerzas políticamente republicanas y los revolucionarios era la conciencia de los españoles.

Una parte principal de esta batalla tuvo lugar en el orden de las ideas. Sus escenarios fueron tres: el pensamiento y la ciencia, la educación —sobre todo la Universidad— y, en tercer lugar, la literatura y los periódicos. Luego, además, estaba la política. Pero la acción que en septiembre de 1868 había estallado por la vía de la política, después de la Restauración iba a ser trasladada en su corriente más profunda y más eficiente al campo de la cultura. Esta sería la obra de Francisco Giner de los Ríos. Después, desde la cultura, retornaría para dar otra vez sus frutos también en la política.

La revolución del 68, que interrumpe provisionalmente la secular monarquía española, es muy importante porque abre un paréntesis de seis años de inestabilidad —y en ocasiones anárquicos—, en los que cobrarían cuerpo, las principales corrientes revolucionarias y renovadoras. Pero, sobre todo, porque es fruto de la coalición de los intelectuales acatólicos, del republicanismo antidinástico y de la acción de unas primeras masas urbanas, a las que todavía sería prematuro llamar proletariado.

Pacificada España y restablecido el Estado desde el golpe de Sagunto en diciembre de 1874, cada una de las tres corrientes iba a seguir un rumbo propio. Sus contactos ocasionales o más permanentes, sus alianzas y sus divergencias, la lucha misma que entre ellas en algunos momentos se establece, o la que se abre en el seno de los movimientos obreros revolucionarios, por ejemplo, constituyen una historia muy larga para ser contada aquí con toda suerte de detalles. Baste recordar que, a la caída de Primo de Rivera, España se encontró con que se había restablecido la alianza de 1868; y las tres corrientes que la integraban (intelectuales secularizadores, republicanos burgueses y masas obreras de las ciudades) eran más vigorosas y se hallaban más extendidas que nunca. Y también, como en el 68, ocurría que una buena parte del Ejército les prestaba la colaboración, si no de su participación como entonces, sí, por lo menos, la muy eficaz de una neutralidad callada y expectante. En definitiva, fue el Ejército —el mismo que en 1917 hizo fracasar con su actitud el movimiento revolucionario— el que con su aceptación silenciosa hizo posible el año 31 la proclamación de la república.

LOS INTELECTUALES ACATÓLICOS Y LOS ORÍGENES DE LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Hasta bien entrado el siglo XX no se había introducido aún en castellano este término de intelectuales que, tomado del francés, iba a cobrar en la lengua y en la historia de España un valor tan expresivo y tan polémico. Menéndez Pelayo lo emplea una sola vez como sustantivo envolviéndolo en el ropaje retórico de una captatio benevolentiae, figura de estilo que a cualquier estudioso del lenguaje le revela siempre un neologismo. En el discurso de contestación a Adolfo Bonilla en su ingreso en la Academia de la Historia, en 1911, Marcelino Menéndez Pelayo, no sin ironía, dice que Bonilla es un humanista no un intelectual de los que hoy se estilan. Antes se hablaba, sencillamente, de profesores, escritores, oradores o publicistas.

Figuras no católicas o heterodoxas de esta especie ha habido siempre entre los españoles. A su historia consagró el joven Menéndez Pelayo la primera de sus grandes obras sistemáticas. El fenómeno nuevo que España presencia en la segunda mitad del siglo XIX, es que estos profesores y escritores acatólicos aparecen en mayor número, más o menos estrechamente unidos, pero en una empresa colectiva, y ocupando en la vida cultural puestos de trascendencia sobre los asuntos generales de la política y de la sociedad española. No es este el lugar para historiar todo el proceso desde Sanz del Río y los krausistas. Baste citarlo como antecedente que permita exponer de manera sumaria y ordenada la situación en los tiempos que preceden inmediatamente a la Segunda República española.

El krausismo de Sanz del Río había muerto prácticamente por sí mismo con lo que podríamos llamar segunda promoción de sus discípulos: con Salmerón fallecido en Francia en 1903, González Serrano que murió en 1904, Federico de Castro, etc. En los que sobrevivieron a estas fechas o hicieron una obra más duradera, como Giner y Cossío, el krausismo no era tanto un sistema filosófico cerrado, aceptado con fidelidad religiosa, como el punto de partida de una acción pedagógica, cultural y política, que tenía una meta extrafilosófica y concreta.

La obra de Francisco Giner de los Ríos, muerto en 1915, fue la Institución Libre de Enseñanza. Había sido fundada en 1876 por él y por otros profesores privados de sus cátedras como consecuencia de su enfrentamiento con las disposiciones del ministro Orovio, que exigió a los profesores universitarios el compromiso de respetar en sus enseñanzas el dogma católico y las instituciones políticas vigentes.

El propio Giner había recibido en su infancia y primera juventud andaluzas una educación cristiana, y durante años, aun siendo ya profesor de Madrid en 1866, se consideró católico hasta romper formalmente con la Iglesia al ser proclamado en el Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad del papa. Después, como dice uno de sus panegiristas más fieles, fue «una especie de cristiano sin misterios ni Iglesia». (Castillejo, War of ideas in Spain, Londres, 1937, pág. 92).

La Institución fue pensada inicialmente como una universidad libre al estilo anglosajón. Pronto, la carencia de profesores adecuados y de medios económicos hizo desistir de este proyecto a los fundadores. Desde entonces fue una escuela elemental y media, en donde Giner y sus colaboradores aplicaban un sistema pedagógico nuevo en España —de tipo socrático— original en algunos aspectos y fuertemente impregnado de los modos de las escuelas inglesas. Giner fue reintegrado a su cátedra de la Facultad madrileña de Derecho en 1881 por el Gobierno de Sagasta. A partir de entonces desarrolló una labor de más alcance: desde la Institución, que al mismo tiempo que escuela era un hogar permanente para el contacto del maestro con grupos de iniciados, y desde sus conferencias en el doctorado de la Facultad de Derecho y sus escritos en revistas intelectuales, como el propio Boletín de la institución, y aún políticas (también publicó en la Revista Blanca, anarquista, de Federico Urales); y además como mentor de muchos ministros de Fomento (desde 1902 de Instrucción Pública), sobre todo en los periodos de Gobiernos liberales.

Los trabajos filosóficos y científicos de Giner le sitúan en una posición ecléctica, en la que se advierten rasgos —siempre conservados— de fidelidad al idealismo armónico de Krause y Sanz del Río con adiciones de positivismo post-comtiano, cuya aplicación a la filosofía del derecho, unida a las ideas de Savigny, le hace negar la existencia de un derecho natural y tomar como único punto de partida de esta ciencia la experiencia jurídica.

Pero la principal obra de Giner fue de carácter pedagógico. De una parte, sobre los alumnos de la Institución, unos jóvenes educados en las ideas y en el concepto de la vida y de España que el maestro practicaba. (Castillejo, op. cit. pág. 99 y ss.). De otra parte, a través de las distintas actividades promovidas por él y por los hombres de su equipo.

Giner pretendía dotar a España de un tipo de hombre nuevo, un hombre moderno, liberal y demócrata en política, aunque sin idolatría por el mito de la igualdad y sin veneración por las inclinaciones de las masas; patriota, pero con un sentido sobre todo pedagógico del patriotismo, más atento a considerar su país como tarea que como una realidad que condicionara realmente su vida, y alejado de toda posible adulación del propio pueblo, lo cual, en la práctica, significa un patriotismo crítico. Con respecto al pasado, el hombre de Giner será historicista, como corresponde a la influencia del positivismo francés y de las doctrinas de Savigny en las concepciones jurídicas del propio Giner. Pero en un país católico como España, es muy importante también, el lugar que en la formación y en la mentalidad de este hombre nuevo se asigna a la religión.

La religiosidad que es posible rastrear en Giner y en los institucionistas tiene ya poco que ver con el panteísmo que subyace a la armonía de Krause y Sanz del Río. Más bien se trata de un vago deísmo, de una moral natural en cierto modo postkantiana y desde luego autonomista, y de una consideración historicista de las diversas religiones, con la que resulta difícilmente compatible el que ninguna de estas sea presentada con exigencias de verdad absoluta.

Giner pensaba que en la educación de los jóvenes era necesario infundirles una cierta religiosidad, para despertar sus espíritus hacia un «orden universal del mundo», «un ideal supremo de armonía entre los hombres y entre la humanidad y la naturaleza», según Madariaga y Castillejo. Pero esta educación religiosa era independiente de todos los credos y naturalmente de orden superior a ellos, como un valor permanente respecto de los distintos intentos históricos concretos que han pretendido encarnarlo. Ha de basarse en el elemento común a las diversas concepciones religiosas y debe inspirar un sentimiento de tolerancia y de simpatía hacia todos los cultos y todos los credos, en cuanto que son formas más o menos perfectas de una tendencia del alma humana. Sobre esta base previa, las familias y las iglesias pueden luego instruir a los muchachos en los distintos aspectos peculiares de la confesión que escojan. Por su parte, Francisco Giner de los Ríos, después de abandonar formalmente la Iglesia católica, no escogió ninguna otra.

El carácter radical de la reforma pedagógica que Giner quería para España se desprende, mejor que de otras consideraciones, de sus referencias a Japón y a China. España, según Giner, necesitaba reformar los principios y el sistema de su educación de modo parecido a como lo habían hecho los japoneses. La referencia a estos pueblos orientales que se estaban abriendo a la cultura técnica moderna es constante en algunos escritores de esta tendencia y de esta época.

LOS OTROS GRUPOS Y EL ALCANCE DE LA ACCIÓN DE GINER

No todo lo que en España ha habido de acatolicismo entre los intelectuales nace de Giner. Hay una pluralidad de fuentes. Pero Giner y sus discípulos constituyen un punto de condensación, en torno al cual se agrupan humana o dialécticamente, y algunas veces sólo por una actitud de simpatía, otros varios.

Por ejemplo, Leopoldo Alas «Clarín», una de las figuras más destacadas de la Universidad de Oviedo en aquellos años, había sido discípulo de Giner más que de ningún otro profesor en el doctorado de Derecho de Madrid, el año 1878 y a este maestro suyo le dedicó su tesis doctoral. Fue también discípulo y admirador de Urbano González Serrano, otro de los principales hombres de la Institución y del movimiento krausista. (Cf. PEDRO SAINZ RODRIGUEZ. Evolución de las ideas sobre la decadencia de España. Madrid, 1962. 578 págs. La obra de Clarín, págs. 334 a 429, especialmente págs. 346 y ss.).

El anticlericalismo de algunas de las novelas de Galdós y de la actitud que el famoso novelista mantuvo durante muchos años, arranca más bien de la literatura anticatólica francesa del siglo XIX y del anticlericalismo militante de los grupos políticos y revolucionarios españoles del 68 al 75. El marxismo de Besteiro o de Fernando de los Ríos, líderes del partido socialista español y profesores de la Universidad de Madrid, es aprendido de Iglesias, de Marx y de Engels y de los maestros franceses de los socialistas españoles, como Lafargue y Guesde. La violencia verbal y reformista de Joaquín Costa es hija de la hipercrítica tradicional de España y de la propia minerva de su autor, un aragonés bronco y recio, de temperamento indomable. Lo mismo podría decirse del anarquismo romántico de los escritores del 98 en su primera etapa —señaladamente Baroja y Azorín— y de las otras diversas corrientes. Sobre todo, de los proyectos de europeización de España de Ortega y Gasset, que tuvo aún más ambición respecto del presente y del futuro de España —para configurar el país con arreglo a sus propias concepciones— que Giner.

Pero todos estos hombres y grupos, y otros similares, tienen en común una solidaridad extrema con la persona y la obra de Giner y un respeto por ella. Todos le consideran como el que alzó en España una bandera o, por lo menos, como quien mejor derecho tenían a mantenerla empuñada entre sus manos.

El «hermano Francisco», como diría uno de los hijos de su espíritu, antiguo alumno de la Institución, el poeta Antonio Machado, «se fue» el 17 de febrero de 1915. Giner, ausente, se transfiguró, además, muy a la española, en mito. Podía ser ya el santo laico de la nueva religión de España. Las glorificaciones póstumas de su figura se hallan en las plumas de escritores de los distintos sectores enumerados sucintamente unas líneas más arriba: hay textos de Machado, de Ortega, de Azorín, de Unamuno, de Madariaga, de Menéndez Pidal, etc., en los que Giner aparece como la encarnación o el promotor de un proyecto de una España nueva a la altura del momento y de las realidades europeas.

Giner y su adjunto, Manuel Bartolomé Cossío, habían ido alcanzando progresivamente la condición de consejeros áulicos de los ministros de Educación de España, sobre todo con los Gobiernos liberales. En 1906, siendo jefe del Gobierno López Domínguez y ministro de Instrucción Amalio Gimeno, el Gobierno organizó dos comisiones encargadas de poner en práctica los planes educacionales recomendados por Cossío y por Giner. Una de ellas —dedicada a la enseñanza primaria— no llegó a funcionar nunca. La otra comenzó enseguida a enviar pensionados al extranjero. Reorganizada y dotada de más medios en 1910 por el nuevo ministro, el conde de Romanones (miembro del Gobierno liberal de Canalejas), desarrolló hasta 1936 una extensa acción orientada en dos frentes principales: pensiones de graduados, profesores, artistas, escritores y maestros para el extranjero, y organización de algunos centros de investigación y experiencias pedagógicas, residencias de estudiantes, etc. Esta es la famosa Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que tan importante función desempeñaría en la orientación de la cultura española.

Los pensionados de la Junta fueron unos dos mil en veinticinco años. El control de su funcionamiento estuvo siempre en manos de un poderoso secretario permanente, el profesor José Castillejo, uno de los más fieles y entusiastas seguidores de Giner. La Junta funcionaba con completa autonomía respecto del Ministerio de Instrucción. El secretario nunca intervino a título personal en la política, y sus decisiones estuvieron siempre respaldadas por los veintiún miembros, de extracción principalmente científica, que componían la Junta.

El propio Castillejo ha hecho una defensa de la gestión de la Junta en el libro antes citado publicado en Londres durante la Guerra Civil española que tiene el significativo título de War of ideas in Spain. Los escritores y comentaristas católicos, al examinar la gestión de Castillejo y de la Junta, han afirmado en diversas ocasiones que procedió con parcialidad política e ideológica, hábilmente encubierta a los ojos de los demás con argumentos científicos y técnicos. Lo que es evidente, en todo caso, según el testimonio del propio Castillejo, confirmado, entre otros, por Salvador de Madariaga, es que la política de la Junta estuvo siempre orientada en el sentido de las ideas de Giner, a cuyo servicio fue uno de los más eficaces instrumentos que pudiera imaginarse. La tensión con los elementos católicos y tradicionales del país y con sus ambientes culturales había de producirse inevitablemente.

Castillejo no había sido en su infancia y primera juventud discípulo de Giner. Pero apenas es posible imaginar a alguien mejor compenetrado con sus planes, ni más hábil o acertado ejecutor testamentario de sus proyectos. Madariaga desde una actitud de profunda solidaridad panegirista, ha dicho que «España, que había dado un Giner en la hora de la inspiración, halló un Castillejo en la hora de la ejecución». Y también que Castillejo combinaba «la pureza de la paloma con la astucia de la serpiente», condiciones necesarias, añade, para llevar a la práctica «planes tan maduramente pensados... en un ambiente de indiferencia erizado de puntas de hostilidad». Esta hostilidad, defensiva al fin y al cabo, era en cierta medida la de los católicos y de los que no creían que su país fuera, respecto de la cultura moderna, un caso paralelo al del Japón de Mutsuhito, ni se entusiasmaban con la idea de enseñar la religión cristiana a sus hijos sobre la base del sentimiento común a todos los credos de la historia que Giner quería plantar primero en las almas infantiles.

Las actividades de la Junta no quedaron sólo en esto. Creó y protegió centros de investigación, como el Centro de Estudios Históricos bajo la presidencia de Menéndez Pidal, el Instituto de Física y Química, construido en Madrid por Rockefeller, el Museo de Ciencias Naturales, etc. En la mayor parte de ellos se realizó una labor científica muy estimable, que honra a la cultura española de estos tiempos. Una parte de ella, en sus aspectos más políticos, en la selección del personal, en las facilidades de trabajo, estuvo indudablemente inspirada en los mismos principios de Giner y de la Junta y apuntaba de manera coherente a sus mismos objetivos. Esto no merma mérito al trabajo científico de numerosas personalidades muy notables.

El balance de conjunto de la eficacia política e ideológica de la labor de Castillejo y de sus hombres no podrá ser conocido mientras no se haga un estudio imparcial y detallado de las personas por ellos favorecidas, de las posibilidades técnicas que fueron marginadas por razones ideológicas, si las hubo, de los frutos y de los hechos, en una palabra, de treinta años de gestión.

La Junta dirigió también una labor pedagógica a través del Instituto Escuela, centro modelo de enseñanza media, generosamente dotado, y de las Residencias de Estudiantes —masculina y femenina— de Madrid, cuya dirección intelectual, espiritual y técnica estaba inspirada en los principios y fines de los hombres de la Institución. La Residencia masculina fue permanentemente dirigida por el adicto y fiel discípulo de don Francisco, Alberto Jiménez, casado —en virtud de la tendencia a la endogamia que también caracterizó a la Institución— con la hija única del segundo hombre de la Institución, Manuel Bartolomé Cossío, el pedagogo y notable historiador del arte, que en abril de 1931, al ser proclamada la república, anciano ya, pudo con razón decir, casi imitando al Simeón del Evangelio de san Lucas: «Para ver este día hemos trabajado toda nuestra vida».

La acción directa, mediata e inmediata, de Giner y de la Institución acaba aquí. Pero su influjo irradiaba también a la política. Los hombres que allí le representaban, en tiempo anterior a la república del 31, fueron Gumersindo de Azcárate y, en cierto modo, el líder del Partido Reformista y catedrático de la Universidad de Oviedo, Melquíades Álvarez.

El grupo político de este se formó en 1912 con la etiqueta de republicano-reformista como una escisión burguesa e intelectual de la «Conjunción republicano-socialista» y, a decir de alguno de sus íntimos, fue también aquel el único momento en que Giner mostró algún interés por la política. (Debo esta noticia a Vicente Cacho Viú, que la recibió oralmente de personas muy próximas a Giner). Pero el influjo de la Institución se proyectó sobre todo de manera indirecta, en la universidad, entre los profesores; por medio de sus discípulos y de los hombres protegidos por la Junta; en la prensa y en la vida pública, por medio de escritores y aprendices o criaturas de político (el propio Azaña fue candidato a diputado por el Partido Reformista); entre los intelectuales afiliados al marxismo, concretamente Besteiro y de los Ríos dieron repetido testimonio de su reconocimiento por el magisterio de Giner; en los grados principales de la enseñanza elemental por medio de la Escuela Superior de Magisterio, sugerida también al Gobierno por Giner y Cossío, del Museo Pedagógico que dirigía Cossío, y de las pensiones —distribuidas por la Junta— a maestros e inspectores de enseñanza para visitar países extranjeros; y, por último, de un modo más difuso, en otros sectores del país.

En conjunto, la empresa de Giner y de la Institución, pese a todas las eficacias señaladas, no dejó de ser, al final, un fracaso. Las alianzas a la izquierda con elementos jacobinos, marxistas y anarquistas, muchas veces alianza táctica contra la resistencia tradicional que encontraban todos ellos en los sectores sociales fieles a una concepción católica de la vida española, acabaron por arrollar a sus hombres principales. Y en la guerra del 36 y en la postguerra, unos quedaron —más o menos a su gusto— del lado de los vencedores, otros huyeron de la zona republicana para salvarse de sus antiguos aliados. Algunos, como Álvarez, cayeron víctimas de manos asesinas; y otros, en fin, alcanzaron la frontera en el último momento, y tras ella el exilio, envueltos entre los desmantelados restos de una revolución, que había devorado a sus hijos y a sus padres.

Probablemente entre el profesorado de la universidad española de 1930 había aún una mayoría católica, pero algunas de sus principales facultades (Medicina, Derecho, la Sección de Filosofía de Madrid) arrojaban en su claustro una proporción inversa. En ellas había agnósticos y parcialmente anticlericales, republicanizantes desde luego, con una minoría marxista. De los estudiantes podrían afirmarse también —sin contradicción— las mismas cosas. Su principal organización, la FUE (Federación Universitaria Escolar), había nacido como una asociación profesional al margen de la política y de las luchas ideológicas y religiosas, pero en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera se convirtió en un instrumento de agitación. Los años 30 y 31 fueron testigos, principalmente en Madrid, de desórdenes estudiantiles, que culminaron en los sucesos de San Carlos.

Pero entre tanto habían ocurrido otras cosas. Bajo los puentes de España había pasado mucha agua entre el 17 de febrero de 1915, cuando Giner se fue diciendo su mensaje, para descansar al aire de Castilla, «bajo una encina casta», en el cementerio civil de Madrid, y el 14 de abril de 1931. La mayor parte de estas aguas habían corrido en letra impresa. De todo su caudal es preciso recoger, por lo menos tres momentos: se llaman Ortega y Gasset, los intelectuales y El Sol. Es decir, un hombre, una entelequia y un periódico. A ellos quizás podría añadirse un club: el Ateneo de Madrid.

EL PAPEL DE ORTEGA

José Ortega y Gasset es muy diferente de Francisco Giner de los Ríos. Son distintas sus fuentes; el neokantismo de Cohen o la crítica religiosa de Renan y de Nietzsche. Es distinta —y más profunda— su actitud crítica. Ortega fundamenta su voluntad creadora de una España nueva en una crítica frente a la historia de su pueblo que pulveriza lo que España fue. No se trata solamente de hacer una España ajustada a la hora presente, de incorporarla a la marcha de la civilización occidental postcristiana, como se podía hacer con el Japón. Se trata de hacer, de una vez, ¡por fin!, España.

En 1911 Ortega iba a lanzar una consigna política concreta: «España no existe como nación. Construyamos España». (La Herencia viva de Costa, El Imparcial, 20 de febrero de 1911). En 1920, desde las páginas de El Sol, primero, y desde el libro después, España invertebrada, dijo a los españoles que no existía su historia. Y en 1930 dictaminaba: «Españoles, vuestro Estado no existe. ¡Reconstruidlo!». (El error Berenguer, publicado en El Sol, 15 de noviembre de 1930). Giner había querido ser moderno. De Ortega, por el contrario, es esta frase, punzante y expresiva como el mote de un escudo: «Nada moderno y muy siglo XX».

Pero, al lado de las diferencias, hay entre ambos hombres importantes coincidencias. Estas se hallan en la meta y en el método. La cultura —cultura vital será en Ortega— sustituye a la religión; la Europa laica, vigente y actual, a la tradición de la historia nacional. El proyecto de Ortega tiene más sólido fundamento y más amplias pretensiones que el de Giner, pero se halla en la misma línea. Ortega, es, además, más vital y más castizo: le gustan, por ejemplo, los toros y profesa la alegría de vivir. A Giner lo imaginamos en el círculo de iniciados de su hogar, o en la sierra frente al aire puro, cristalino, cortante y deshumanizado del Guadarrama. Ortega es hombre —también de paisaje y de excursión—, pero al mismo tiempo de tertulia, de lectura recatada en un «gabinete aburrido con la atmósfera cargada de humo de tabaco», capaz de pasar una tarde en el golf, entre ninfas y faunos jóvenes, aristocráticos y deportivos. A Giner le va bien el partido reformista, la gravedad de Azcárate, la habilidad evolutiva de Álvarez. El político de Ortega, pese al desentendimiento personal que separaba a los dos hombres, será Azaña y su Azcárate, en cierto modo, él mismo.

En el método también coinciden, en cuanto ambos se proponen una tarea fundamentalmente pedagógica. Giner opta por la Escuela y la iniciación minoritaria. Ortega por el periódico —él nació «sobre una rotativa» como él mismo dijo— y la calle. Giner pensó que la política vendría después, como una consecuencia natural de la mutación de las conciencias. Pero Ortega vio que para poner en marcha su proyecto era preciso, de vez en cuando por lo menos, aplicar en el lugar preciso la palanca de una acción personal en la política. (Vieja y Nueva Política en 1914; el Manifiesto de los Intelectuales al Servicio de la República, en el 31).

El punto de partida de la España que Ortega quiso hacer era Europa, la Europa vigente de sus días, liberada en lo posible, de riesgos demagógicos (el Ortega conservador de la Rebelión de las masas, 1930), alejada de la vieja metafísica perseguidora de un «ser» que no se podía concebir ya más que como un espectro, sumergida en los propios mundos objetivos del culturalismo alemán post o neokantiana. Hasta el viejo historicismo, positivista en el fondo, estaba superado por la «razón histórica», y aún esta última superada a su vez por la razón vital.

Ortega ejerció en la vida española el papel de un gigantesco seductor. Lo era por su estilo literario, por la simpatía castiza que trascendía de su actuación y por el carácter de aventura creadora hacia el futuro que revistió su obra. Los jóvenes escritores, periodistas y profesores españoles que se abren a la vida en los años veinte a treinta, deslumbrados inicialmente por este sagaz artista de la idea y de la palabra, se inscribieron en una Weltanschauung orteguiana, cuya consecuencia en el orden político era la república —porque la monarquía había perdido su vigencia— y, en el orden religioso, un nuevo laicismo que no tenía en su sistema teórico la violencia anticlerical del 68 o el proselitismo naturalista —deísta— de la Institución.

El cristianismo, definitivamente «sido», había perdido su vigencia en la cultura europea. Ortega, que había adquirido tal sospecha en sus años mozos de estudiante, trajo de sus viajes a la Alemania de Cohen y del nuevo historicismo diltheyano, la confirmación definitiva. La Revista de Occidente desde 1923, los libros de la misma editorial, que contenían la almendra del pensamiento contemporáneo, con su silencio de lo trascendente y su ironía neohistoricista o raciovitalista hacia las actitudes «ya pasadas», no daban lugar a las inquietudes religiosas.

Durante la dictadura de Primo de Rivera, Ortega adoptó una actitud cauta y displicente ante la anécdota política. A su final desplegó desde el Olimpo de su indiscutible prestigio nacional un gran cartel con el incipit vita nova de España. Fueron sus artículos de El Sol y, en febrero de 1931, el manifiesto de la Agrupación de intelectuales al servicio de la República, que firmaron junto con él, el médico e historiador Gregorio Marañón y el novelista Ramón Pérez de Ayala.

El manifiesto de los intelectuales al servicio de la República, que había sido retenido unos días por la censura, se publicó, entre otros periódicos, en El Sol el 10 de febrero de 1931. Este documento tenía el aire de una proclama dirigida a las minorías, capaces de entender el Estado como empresa y no simplemente como botín al estilo de la revuelta callejera. Pero también encerraba entre sus líneas la pretensión de ser el certificado de defunción de la «monarquía de Sagunto», que sucumbía corrompida «por sus propios vicios sustantivos», sin haber logrado ser una «institución nacionalizada, es decir, un sistema de poder público que se supeditase a las exigencias profundas de la Nación y viviese solidarizado con ellas».

Ortega trajo a la república el prestigio de su nombre, la adhesión de sus admiradores y una buena parte del plan de reformas —la militar, por ejemplo, y en cierto modo también la religiosa— que se propusieron las primeras Cortes.

INTELECTUALES, PRENSA Y ATENEO

Los intelectuales no se manifiestan colectivamente, amparados en este nombre enfático que otorgan a su grupo, hasta 1931. Pero ya entonces eran tan antiguos como el siglo. La denominación incluye tardíamente a los profesores; al principio sobre todo a los periodistas y escritores. En el primer tercio del siglo algunos empleaban la palabra «literatos».

Al final de siglo se vuelcan sobre Madrid algunos inquietos jóvenes de provincias. Hay tres nombres que compendian el movimiento: son los tres: Maeztu, Baroja y Azorín, los protagonistas —Pedro, Juan y Pablo— de La Voluntad azoriniana, que se llaman igual que los primeros grandes apóstoles cristianos. Creen en la acción y en la fuerza. Quieren hacer cosas, no sólo escribir palabras. Invitan a la acción. Son, hasta cierto grado, nietzscheanos. Recogen la herencia crítica de Costa y de Macías Picavea: España, sumergida en el marasmo del desastre colonial, necesita en primer lugar reformas físicas, de carácter económico y social. No se cuidan entonces de las ideologías, si no es para implicar en su actitud la simplificación de atribuir a la vieja tradición histórica la culpa de la presente decadencia y de la miseria que quieren remediar. Eran, sin contacto todavía con Giner, otros nuevos partidarios, como decía Unamuno, de la «japonización de España» en la que él no tenía ninguna fe. Los tres mozos iban a seguir trayectorias dispares, que no es cosa de analizar aquí.

Una obra representativa de su actitud en esos primeros momentos es Hacia otra España, el libro del Maeztu joven. La crítica de España no es en él tan radical como en Ortega: arranca del proceso de la decadencia. La grandeza pasada no se desmiente, pero tampoco importa, porque la exigencia de hoy es un audaz enfrentamiento con el futuro desde la tabla rasa de donde se hayan hecho desaparecer todas las pobrezas físicas, intelectuales y morales de la España del final de siglo.

Baroja y Azorín fueron anarquistas, por romanticismo y por pasión. A «los tres» se suman otros: Unamuno, Valle, Machado, que trae el aliento institucionista de Giner.

El proyecto activista del 98 había hecho crisis ya en 1914. Antonio Machado lo constata en un poema de esa fecha: «España sigue toda —dice— de carnaval vestida, mísera y beoda». Pero lo importante de estos hombres es que dejaron echada en tierra la semilla de algo que Sanz del Río, los krausistas y Giner no habían logrado. Convocan al periódico y a la calle a la gran discusión de los temas nacionales.

Los nombres de segunda fila que les siguen en los años inmediatos son legión. Los más artistas o puros intelectuales se dispersan. Alguno, como Maeztu, emprende el periplo de regreso a una estimación de lo que había sido España y que —lo confiesa él— en su juventud desconocía. Pero del ambiente de la calle, de la prensa cotidiana y de los clubs culturales, se apodera un vago aliento de reforma, al que la obra de Ortega iba a dar empaque intelectual, presentación sistemática y esquemas rigurosos. En la agitada atmósfera revolucionaria de los años 20 en los medios estudiantiles, por ejemplo, o antes en el antimilitarismo popular de los penosos días de la campaña de Marruecos, o en el anticlericalismo escueto y sin violencia, de gabinete, que se suma al anticlericalismo jacobino del primer Lerroux de Barcelona, de Blasco en Valencia, de los anarquistas y socialistas españoles, había una huella de los intelectuales, probablemente una entelequia de contornos imprecisos, pero que resulta operativa en la vida nacional de cada día y en los grandes acontecimientos de los años 30 y 31.

EL SOL Y EL ATENEO DE MADRID

El Sol había sido fundado en 1917 por Nicolás María de Urgoiti, un industrial vasco, significativo representante de buena parte de los intereses de los nuevos capitalistas industriales del norte de España. Fue siempre un periódico de ajustada economía, que vivió gracias al apoyo de su vespertino La Voz, a la protección de la Papelera Española y a una aún más discreta de los políticos, de diversos matices, del momento. Quería ser el gran periódico español. «Renovación» era su divisa y su primera gran campaña tuvo como ocasión las Juntas de Defensa de los oficiales del ejército —rebeldes al Gobierno— en el mismo año 1917. El Sol acogió esta acción como un síntoma de la ansiada renovación que obligaría al régimen a asentarse sobre bases de verdad. La sorpresa vino después, cuando los mismos oficiales rebeldes pusieron al descubierto que su programa era conservador y de estricta disciplina nacional. El Sol saca a los intelectuales al palenque diario del artículo, y no sólo a los intelectuales-escritores, sino a los profesores de Letras, de Geografía, de Historia —sobre todo de corrientes reformistas— a quienes llama a una empresa de divulgación y contacto con el público.

Pero, históricamente, El Sol fue, políticamente ante todo, la tribuna de Ortega. Maeztu, por ejemplo, tuvo que dejar de escribir en él para acogerse a otros órganos de la gran prensa argentina o a las páginas de Ahora, cuando adoptó decididamente una actitud reconstructora, no sencillamente constructora, de la vida nacional, con los ojos abiertos a la historia y la atención repartida entre el futuro, el presente y el pasado, como manera de alcanzar una visión global del mundo español de sus hechos y de sus problemas.

El Ateneo de Madrid era un centro intelectual, de larga historia y de tradición casi siempre liberal y progresista, con excelente biblioteca, muchos socios, varias tertulias o mentideros permanentes, donde pasaban la vida algunos estudiosos, otros escritores menores y unos nutridos grupos de intelectuales frustrados, dilettantes y hasta chismosos de la literatura y de la política. En tiempos de la dictadura y en los años 30 y 31, el Ateneo era republicano y radicalmente reformista. Su hombre por antonomasia fue Azaña y su aire público, en las dos ocasiones en que en esos años lo clausuró la policía, el de un club jacobino del París del 89, en donde el anticlericalismo rozaba o incidía en la blasfemia, y en el cual una minoría activista en medio de una masa de socios de caracteres políticos e intelectuales diversos y contradictorios, entre los que había muchos notables hombres de cultura, daba la nota revolucionaria de colaboración con los marxistas, y aún los anarquistas de esos años, en una especie de liga nacional arreligiosa y antimonárquica.

LOS REPUBLICANOS DE ABRIL

El 17 de agosto de 1930, como se ha recordado en el capítulo anterior, republicanos, socialistas y catalanistas adoptaron juntos el acuerdo al que ellos mismos dieron el nombre de Pacto de San Sebastián con que ha pasado a la historia.

¿Quiénes estaban detrás de estos hombres? En otros términos, ¿cuál era la procedencia política, geográfica, social, de los votantes que en las grandes ciudades dieron la victoria a las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones municipales de abril del 31?

Por una parte, el socialismo. De los efectivos del partido y de su sindicato tratamos en el capítulo siguiente. Esto puede explicar la victoria electoral del 14 de abril en Madrid, y algunas zonas como Bilbao o Asturias donde sus sindicatos eran fuertes. De otra parte, los anarcosindicalistas cuyas cifras exactas no son conocidas, pero que explican la victoria antimonárquica de Barcelona (capital y provincia), de Málaga y Sevilla (capitales), de Córdoba (provincia) y de extensos sectores del campo andaluz y —en unión de los socialistas— de algunos lugares extremeños.

Los grupos catalanistas influyeron donde las elecciones se celebraron bajo el santo y seña del autonomismo. Y en todas partes, de un modo difuso, la minoría burguesa, republicana y reformista, cuyas cifras globales nadie se atrevería a elevar por encima de dos o tres cientos de miles de españoles.

¿A qué grupos respondían estos republicanos? ¿Cuáles eran sus orígenes?

Hasta la segunda mitad del siglo XIX no había habido republicanos en España. La nueva planta nació con signo revolucionario y antimonárquico, más que con sentido positivo o creador de alguna especie, en el seno del partido demócrata y en los más avanzados sectores del 68. La anarquía de aquellos años desató pasiones, rencores y violencias, que en algunos casos pueden compararse a sucesos de la revolución francesa de 1789. Si se hicieran estadísticas de los incendios, destrucciones y secularización y profanaciones de iglesias en el 68 y en el 73, de las expresiones de la prensa y de los políticos (la sesión de Cortes de 26 de abril de 1869, llamada la «sesión de las blasfemias»), de los motines, o de la ocupación del poder local o provincial por grupos de exaltados, los lectores de esas cifras y noticias quedarían asombrados. La única diferencia con los sucesos españoles del año 36 y de la Guerra Civil, es que en el 68 todavía se conservaba cierto respeto por la vida humana individual, y no hubo la misma proporción de asesinatos.

Cánovas había incorporado al régimen restaurado de Sagunto a extensos sectores del republicanismo español, que se pueden simbólicamente representar en el nombre de Sagasta y en la actitud benevolente de Castelar.

Hasta el 98 no quedan en España, prácticamente, más republicanos que unos pequeños grupos de nostálgicos, de soñadores, con cohesión de secta, pero con escasísima proyección sobre el país. Es después de la descomposición del régimen de Cánovas, con la pérdida de las posesiones de Ultramar, las divisiones de los liberales a la muerte de Sagasta, y su transformación en gobierno de autoridad con Canalejas, cuando van cobrando fuerza los nuevos republicanistas españoles. En su crecimiento influyeron notablemente, muchas torpezas y falsas habilidades de los Gobiernos de la monarquía. Lerroux, por ejemplo, «emperador del Paralelo» y rey de la vida municipal de Barcelona durante años, fue indudablemente apoyado en secreto por gentes del régimen, como peón frente al internacionalismo obrero de los anarquistas de Barcelona y frente al autonomismo catalanista de la Lliga. La protección dispensada a los intelectuales de la Institución y de la Junta, la aceptación de los excesos verbales de Rodrigo Soriano y de Blasco Ibáñez en Valencia, por el crédito abierto al prestigioso escritor que era este último, y por la suposición de que una izquierda republicana sería un contrapeso frente al alarmante crecimiento del marxismo y del internacionalismo, contribuyeron a su desarrollo.

Los republicanos históricos —política y socialmente en cierta manera moderados— se agruparon en torno al partido radical de Lerroux. Los otros grupos, más o menos fantasmales, que en las elecciones a Cortes constituyentes de julio del 31 obtuvieron actas de diputados eran pequeñas cofradías de notables con poca gente detrás, que se beneficiaron del abstencionismo de los monárquicos y de gran parte de los católicos, desconcertados aun por los sucesos de abril, del apoyo socialista y de la desigual —pero efectiva— asistencia electoral de los anarcosindicalistas. Estos sufrían entonces la gran crisis de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) frente a los «treinta», pero veían en la república de izquierdas, a pesar de la presencia de sus «hermanos enemigos» los marxistas, un paso adelante —o una remoción de obstáculos— en el camino al paraíso ácrata del comunismo libertario.

Se fue formando, sin embargo, progresivamente y pronto, un conjunto de grupos de intelectuales de Ateneo, de jóvenes profesionales ambiciosos, de honestos burgueses sinceramente igualitarios y demócratas, de reformistas iluminados con hambre de poder, todos los cuales fueron al fin los republicanos de la izquierda. Eran los hombres fuertes de la burguesía, anticlericales por principio unos, por espíritu de revancha o afán de liberación otros. El hombre de estas gentes iba a ser Azaña. Ganó el puesto en los primeros meses de las nuevas Cortes. La precisión y la sobriedad de sus discursos y la fría voluntad de hacer el país totalmente de nuevo conforme a nuevos moldes, atrajeron hacia él a esos grupos.

Los seguidores de Lerroux eran galdosianos, y demasiado históricos para poder encuadrar un aluvión de savia nueva, muchas veces traída por puro oportunismo. Los modos oratorios de Alcalá Zamora, su respeto de liberal exmonárquico por la religión, y sus concesiones verbales a la historia, a la legalidad y al catolicismo, carecían de seducción para la nouvelle vague de 1931.

Era difícil para los católicos colaborar con el nuevo sistema. La hostilidad a la Iglesia pareció enseguida consustancial con la república. Los anarcosindicalistas se llamaron pronto también a engaño, porque la coalición republicano-socialista había hecho saltar la monarquía, pero quería conservar y aun reforzar el Estado. Y ese, para ellos, era el verdadero enemigo.

En medio de las dos crecientes oposiciones de los católicos heridos y de los anarquistas engañados, dio comienzo la historia de la Segunda República española. El régimen de la izquierda burguesa, orientado por intelectuales acatólicos, emprendía una inquietante marcha que no auguraba una larga y sostenida duración.

NOTAS COMPLEMENTARIAS

El libro de VICENTE CACHO VIU, La Institución Libre de Enseñanza (Madrid, 1962), expone y analiza el proceso histórico del movimiento krausista, así como sus consecuencias de orden político y cultural. Aunque su trabajo se detiene en 1881, la obra de Cacho ilumina toda la historia posterior y es, sin duda, el punto de partida indispensable para cualquier intento de comprensión de la historia de la cultura española de la época contemporánea.

Noticias generales sobre Giner y la Institución hay en Madariaga España, 6 ed. México, Buenos Aires, 1955. 847 págs. especialmente en las páginas 114 y ss. Castillejo War of ideas in Spain, Cambridge, 1937, 165 págs. (especialmente págs. 90-95 y 113-116). Una breve biografía y retrato de Giner de los Ríos en CACHO (op. cit. págs. 225 y ss.) y una amplia bibliografía sobre la Institución y la vida cultural de la época ibid. págs. 535 a 552.

Episodios republicanos

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