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La preocupación epistemológica

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Los textos que componen este libro han aparecido separadamente 1). Al formar con ellos una «colección» no se ha perseguido el mero hecho de reproducirlos. Creo que, aun siendo su procedencia diversa, hay entre ellos marcadas conexiones, por lo que, al reunirse, viene resaltado el sentido de unidad. Esta radica, ante todo, en el pensamiento a que responden, así como en los propios temas tratados.

Lo que empezó siendo en mí inquietud por el tema del método en la ciencia jurídica ha terminado por convertirse en una inquietud más profunda: la epistemológica. Lo puesto en cuestión es algo más que el modo de operar en el seno de las disciplinas jurídicas y es el propio conocimiento acerca del Derecho.

Contemplando el problema sólo en sus grandes rasgos me parece que son fundamentales algunas distinciones.

Por un lado están los cultivadores de las disciplinas particulares que siguen atenidos a los esquemas tradicionales del método dogmático sin otro propósito que el de dar a conocer lo mejor posible el sector del Derecho positivo a que consagran su actividad. Acaso se advierta en ellos mayor inclinación que en otros tiempos por el acercamiento a la realidad a través de la jurisprudencia, el estudio del Derecho comparado y cierto apartamiento del doctrinarismo de aquella época —no muy alejada en el tiempo y todavía con indudables subsistencias— que obligaba a la detenida exposición y análisis de las diversas opiniones que sucesivamente se habían emitido.

Otro frente lo constituyen quienes, adoptando una postura reflexiva y crítica, reconsideran el tema del saber jurídico. Mientras los representantes del continuismo suelen ser los cultivadores de las disciplinas particulares, entre los propugnadores de nuevas corrientes figuran más bien pocos. Este frente se nutre en buena medida de los filósofos del Derecho que, a consecuencia de la crisis general de la filosofía en sus dos campos antaño predilectos —el metafísico y el ontológico—, tienden a centrar sus miradas en torno a las cuestiones epistemológicas y metodológicas. Naturalmente no es esta la actitud de todos ellos. No faltan los que siguen manteniendo una posición filosófica de corte clásico. La filosofía «total» que va faltando en los planos generales del pensamiento se mantiene todavía en el marco del Derecho. Sin embargo, desde esa lejanía se influye poco en el conocimiento científico en cuanto análisis de una realidad empírica.

¿Y cuál es la actitud de los patrocinadores de unos cánones de renovación? Las posiciones esencialmente contrapuestas son también, en este orden de cosas, dos. Me atrevería a designar a sus respectivos adeptos así: los resignados y los insatisfechos. Discúlpeseme que, en aras de la expresividad, utilice estas catalogaciones, que no son científicas, por su valor semántico y psicológico.

Como resignados considero a todos aquellos que, de un modo u otro, se inclinan por el conformismo de la renuncia o de la humildad. Unas veces esta actitud se cifra en considerar que el saber jurídico ya ha dado de sí cuanto podía y sería vano empeño tratar de sobrepasarle. Otras veces —y aquí es donde curiosamente aparece la idea renovadora— la resignación conformista consiste en dar pasos hacia atrás desandando casi todo el camino que representa la ciencia jurídica desde su constitución a principios del siglo XIX. Porque no pocos consideran que la ciencia jurídica ha levantado grandes especulaciones teóricas sin base para ellas. Frente a la noción de sistema, que es el paradigma del conocimiento científico a partir de la revolución kantiana, trata de concederse primacía al problema. La función del jurista queda reducida así a la resolución —¿justa?, ¿prudente?, ¿tópica?— de los conflictos de la convivencia.

Yo me considero comprendido en el grupo de los insatisfechos. El Derecho evidentemente es realidad, acontecer, parte de todo ese conglomerado de productos sociales que situamos en la praxis. Muchas veces se acentúan sus aspectos triviales o menudos —con olvido, por cierto, de otros más elevados— como su realización a escala inconsciente o su discernimiento en estratos primarios de la convivencia. El Derecho es eminentemente proteico y versátil. Le ocurre como al lenguaje, que unas veces se manifiesta a modo de balbuciente instrumento de comunicación y otras se sublima en los grandes monumentos poéticos. Ahora bien, captar y explicar el Derecho, hacerle en definitiva objeto de conocimiento, no consiste en colocarse al mismo nivel en que se manifiesta. Es necesario adoptar una actitud de reflexión y crítica que supone incidir en él en cuanto objeto con toda la carga mental del pensamiento analítico y ordenador. Los «males» que aquejan al saber jurídico no proceden de los excesos científicos, sino por el contrario de la falta de un desarrollo epistemológico pleno. La historia general de la ciencia no conoce el repliegue con el subsiguiente abandono de parcelas para entregarlas a rudimentarios empirismos artesanos o domésticos. Puede haber cambios de rumbo en el proceso cognoscitivo, crisis de fundamentos y situaciones de incertidumbre. Sin embargo, la marcha atrás, la involución, la resignación y la renuncia son incompatibles con la propia estructura del saber. La conciencia de las limitaciones y de las dificultades ha de tener siempre una traducción positiva: el propósito de abrir cauces superadores. Porque las limitaciones y las dificultades no existen de suyo; están proclamando tan sólo que no se han agotado las posibilidades explicativas. Puede admitirse que todavía en algunos sectores del conocimiento no hayamos abandonado el subjetivismo o la imprecisión de la doxa; pero pretender que ésta u otros subrogados reemplacen a la episteme carece de sentido —y hasta de seriedad.

Los físicos han visto decaer leyes antes reputadas fundamentales como la de la inercia o la de la causalidad. ¿Sería legítimo expedir por ello un certificado de defunción a la física? Los lingüistas no ven comprometido el rango científico de su disciplina por el hecho de que operan con algo tan entregado al uso común como es el acto de hablar. Y los propios lógicos alzan sus formalizaciones a partir de enunciados que expresados en el lenguaje natural son vulgaridades.

La grandeza de una ciencia no hay que esperarla de su objeto, sino de la capacidad inquisitiva de nuestras investigaciones. Y esta capacidad inquisitiva, que supone una autovigilancia crítica del pensamiento, no se produce sin una disconformidad con los logros alcanzados. Así como el orden político no hay que identificarle con un inmovilismo inmodificable por cuanto elemento constitutivo del mismo es la transformación, así también el orden científico —mucho más aún— exige una constante acción revisora que, en último término, es reflejo de la incesante movilidad de lo existente. Naturalmente que todo lo contemplamos en el ámbito de nuestra cultura. Esta es como el horizonte que hace posible la comprensión. No nos es dado colocarnos fuera o más allá. Sin embargo, ya es bastante sentirnos implicados y condicionados por un contexto del que, si no podemos evadirnos, nos permite identificar su presencia. En otro lugar he escrito que los tres grandes pasos del hombre están representados por la cultura inconsciente, la reflexiva y la crítica. Estamos, creo, en la etapa de la cultura crítica. Desde ella yo pienso que las coordenadas del proceso en donde nos desenvolvemos están constituidas por la historicidad y la racionalización. También ocurre así en el plano de la ciencia; o tal vez mejor, la historicidad y la racionalización obedecen en gran medida al papel directivo de la sociedad ocupado por la ciencia.

La historicidad es la conciencia del propio perecimiento y de los propios errores. El hombre ha sido siempre consciente de su muerte; pero tardó en ser consciente de la muerte de sus creencias, y todavía se resiste a reconocer que la verdad o la razón se producen también bajo el signo del tiempo. Sin embargo, esto no puede desconocerse desde la perspectiva de un pensamiento crítico. No hay mejor prueba que la historia interna de las ciencias. Cada vez son más rápidas las aceleraciones y mayor el lastre de residuos inservibles que es preciso ir arrojando. El sentido de la apropiación de la verdad, que posiblemente es un estímulo sin el cual no se produciría el proceso inquisitivo del conocimiento, no debe onubilarnos de tal modo que nos creamos instalados en ella de un modo definitivo. La duda inagotable tiene más fuerza creadora que la certidumbre. Si a cualquier altura del decurso histórico nos considerásemos completamente convencidos y satisfechos de nuestros logros intelectuales, estaríamos desconociendo el devenir del hombre que exige las mismas posibilidades de negación y afirmación que nosotros nos irrogamos.

El historicismo no es incompatible tu a la racionalización progresiva que se manifiesta no sólo en los dominios de la ciencia, sino en las técnicas tributarias y en el conjunto de las actividades individuales y sociales. El Derecho, aun en sus manifestaciones incipientes, representa una racionalización que hace posible la convivencia organizada. El criterio determinante del módulo regulador estará en función del valor ó de los valores imperantes en el estadio cultural en que se produzca. No importa que sean el mito, la religión o una moral de situación los que muevan la conformación de las relaciones. La racionalidad no se aloja en el contenido material de ló ordenado. Estriba en sustraer al arbitrio o al decisionismo grandes bloques de la conducta intersubjetiva. Pues bien, la ciencia jurídica como saber referido a esa racionalización del comportamiento, ¿ha de declinar de sus preocupaciones especulativas? ¿Padece un empacho de cientificidad? ¿Porque no quepa en su seno el primado de la exactitud ha de virar hacia lo meramente empírico y aproximativo? Creo que no: Exactitud y rigor no se identifican necesariamente. Si bien los resultados no sean contrastables como exactos, los procedimientos de investigación tienen que ser siempre rigurosos. Cada vez más rigurosos. Aunque el Derecho es para la vida, me resisto a comprender que la invocación de ésta se tome como un canto a la irracionalidad. En la vida misma se aloja la razón. Todavía no hemos logrado poner en producción todos los caudales que atesora. Las ciencias son como las vanguardias conductoras de la racionalización. Insisto: no es posible la renuncia ni el abandono. Las dificultades, que indudablemente existen, no se resuelven eludiéndolas. A la ciencia jurídica le hace falta dar un gran paso. Se percibe en ella cierta sensación de estancamiento. Sobre todo en las ramas viejas como la del Derecho civil.

Las páginas que siguen quieren ser una toma de conciencia de la situación. Me agradaría que sirvieran de estímulo a la juventud. No trato, por supuesto, de imponer ningún criterio. La simpatía con que contemplo los logros alcanzados por el análisis estructural en otros ámbitos no significa ningún llamamiento a sus filas. Los caminos pueden ser otros. Pienso, eso sí, que las pautas fundamentales están constituidas por la disconformidad y el rigor.

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El cap. I, hasta el epígrafe 9, apareció como introducción al libro Juristas españoles de nuestro tiempo (1973), publicado por «Organización Sala Editorial», a la que expresamos nuestro agradecimiento. Los epígrafes 10 y 11 proceden de la obra El abogado y el razonamiento jurídico (1975). El cap. II es la última parte del vol. III de Metodología de la ciencia del Derecho (1973). Y el cap. III fue publicado en el libro Estructurdismo y Derecho (1973), núm. 58 de la colección «Alianza Universidad», de Alianza Editorial, a la que también expresamos nuestro agradecimiento.

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