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Por fuerza, una cesantía
ОглавлениеNo era fácil admitirlo. Toda la mañana estuvo dándole vueltas en la cabeza hasta que se mareó tanto que decidió salir a agotar sus cavilaciones con un refresco y tres tacos de canasta. Era una tontería, si se le veía con cierta distancia y aún más frialdad, pero con todo y todo, estaba seguro de que algo extraño había ocurrido y por más que se sintiera tentado a restarle importancia, discernía la obligación —¿moral?, ¿científica?— de intentar buscarle una explicación.
Se lo contó a Lupita y ella, mientras se acomodaba el brasier y escupía el humo del cigarrillo, sólo dijo, con ese aire de malicia que le salía tan bien: “Vámonos, que a mí nada más me dan una hora de comida. Ya lo sabes”.
Sin embargo, en la tarde, ya con tres cervezas en la digestión y muy pocos clientes a quienes hacer llamadas, se sintió más dueño de sí y sus pensamientos, por lo que aniquiló sus reflexiones con un largo suspiro y una vuelta concupiscentemente satisfactoria al parque. Ni siquiera se sentó a fumar o comer gomitas —presa de un estereotipo que a veces le quedaba, a veces no— pues algo le decía que debía aprovechar de algún modo esa media hora que había “ganado” como por arte de magia.
Y no fue sino hasta el otro día, que se bajó nuevamente del vagón, cuando el corazón se le volcó en señales de su propio nerviosismo. Recuperó el aire y el ritmo hasta que observó el reloj del andén: eran las 8 con 55, tal cual debían de ser. Un dejo de decepción se dibujó en los extremos de su boca. Lo del día anterior debía haber sido producto de su imaginación. Pensó en la frase “producto de mi imaginación” y se acomodó, mientras caminaba hacia la oficina, en los rellanos de un conformismo mal ajustado.
Se lo volvió a contar a Lupita, pero esta vez con más anticipación. Es decir, cuando el brasier estaba de ida y no de vuelta.
—Segurito que te hiciste bolas. El reloj del metro estaba retrasado. Punto.
—Fue lo que yo también creí al principio. Pero sí llegué al trabajo como media hora antes.
Las medias de Lupita se posaron suavemente en la esquina del buró, como cintas de teletipo.
—Bueno, entonces tu reloj estaba adelantado.
—No es posible, lo chequé con el radio y el teléfono, precisamente porque he llegado tarde tantas veces este mes, que ya tengo miedo de llegar un día y encontrar otro cabrón en mi lugar.
—Entonces no tengo ni puta idea.
Y si no hubiese sido porque las amplias caderas de la abnegada secretaria no habían perdido el sortilegio de la novedad, probablemente habrían desperdiciado la hora de comida discutiendo los caprichos de dos relojes completamente asíncronos.
No fue sino hasta el tercer día que recordó con exactitud —más por descuido que por empeño— que sí existía una peculiaridad en los sucesos de aquel lunes de sus tormentos: al bajar del vagón se había tropezado, golpeando con un hombro la pared del andén. Aunque era algo que parecía deleznable, su mente no lo soltó en todo el viaje que hizo desde su casa, en el Rosario, hasta su oficina, en Río San Joaquín.
Al apearse, el reloj aún parecía verosímil, pues indicaba las 8 con 53. “Tengo siete minutos para salir de dudas”, pensó y, procurando no parecer demasiado chiflado, estudió la pared con detenimiento. No fue difícil encontrar el sitio exacto, pues coincidía con el filo de un anuncio comercial. Y aunque su reflejo en el plástico del anuncio le hacía más evidente su mínima cordura, no separó sus manos de la lisa superficie de la pared. Una obsesión de tres días se había adueñado de su voluntad.
Presionó, primero con suavidad, después con firmeza, el área donde estaba seguro de que había golpeado con el hombro. Y miraba el reloj, que avanzaba inexorablemente. “¿Qué demonios estoy haciendo?” se dijo como una letanía, sólo para cambiar a otra cavilación menos parecida: “A menos que haya sido el golpe…” Así que comenzó a golpear sutilmente con el hombro la sección de pared que más le parecía conveniente.
—¿Se puede saber qué está haciendo?
Mientras atravesaba la calle no dejó de maldecir su suerte pues, no sólo había perdido quince minutos (seis o siete en su análisis de paredes y ocho o nueve quitándose de encima al policía) sino que de veras le preocupaba estarse volviendo esquizofrénico. Así que se decidió a fumar —después de siete meses de no hacerlo— por si las dudas.
Una mañana verdaderamente atareada le devolvió la paz mental y comprendió que una estúpida media hora no valía tanto trabajo y preocupación. Las cervezas de la tarde
y los senos de Lupita le hicieron recordar quién era y cuál era el verdadero significado de su existencia, así que no se arredró más y sepultó el asunto de una vez por todas. O por lo menos, hasta el siguiente mes. Pues teniendo ya siete reportes de impuntualidad, el octavo hubiese significado, por fuerza, una cesantía. Y considerando que no le convenía jugar más con su suerte —su compadre de recursos humanos le había aceptado una carta de pasante como título profesional, su jefe había hecho la vista gorda con un par de errores garrafales en reportes mal entregados a la dirección y otros etcéteras— pensó seriamente en la posibilidad de tomar un taxi y no el metro para no tentar al destino.
El tráfico lo decidió todo. No obstante, ya arriba del convoy no dejó de acariciar la idea y por momentos se sentía desnudo ante sus chifladuras; creía que se le notaban en la cara y los otros pasajeros reían interiormente ante tales desatinos. “Pero no pierdo nada con probar”, fue lo último que se dijo.
Así, ante el andén vacío (esperó a que se marcharan el tren y los apresurados burócratas que se habían bajado), decidió jugarse el todo por el todo. Un golpe certero en el sitio que un mes antes había estudiado y el milagroso rebote. El reloj, efectivamente, marcaba las 8 con 34 minutos.
El asombro se transformó en un júbilo infantil. Salió a la calle casi corriendo abrumado por su travesura y no detuvo su correr en tres cuadras por lo menos. Tenía la peculiar sensación de haber deshecho algo, de haberle roto una pata a alguna incomprensible estructura. Se sentó en la banca de una parada de autobús, para aprovechar que el techo de ésta lo cubriera de la mirada de Dios. El sudor le manchaba el cuello de la camisa. Y el reloj marcaba las 8 con 40.
Desde luego que el suceso era demasiado aun para él que no tenía más ambiciones en la vida que una promoción a subgerente. Lo primero en que reparó fue que el fenómeno no significaba regresar media hora en el tiempo (como creyó al principio), sino volver a las 8 con 34. Es decir que, según le indicaban sus pensamientos, no importaba el instante en que se produjera el fenómeno, éste siempre retornaría a las 8 con 34. Lo malo fue que, al entrar a la oficina, pudo darse cuenta de una particularidad bastante difícil de menospreciar: el calendario marcaba lunes, en vez de viernes.
Sintió náuseas y entró al baño a lavarse la cara. Ahí se derrumbó su aplomo. Al secar su rostro frente al espejo, recordó un detalle: él estaba seguro de haberse puesto el traje gris en la mañana, y ahora llevaba puesto el azul. Un escalofrío le nació en la espalda y se le depositó como un sabor amargo en la base de la lengua. Algo se había roto, sin lugar a dudas.
Cuando se sentó en su escritorio comprendió perfectamente lo que estaba pasando: en efecto, era lunes. Lunes 17 de abril. Era el mismo lunes en el cual le había ocurrido el fenómeno por primera vez. Gerardo llevaba la misma camisa a cuadros, Rosita el mismo vestido… todo parecía coincidir (y se despreció a sí mismo por mostrar, de pronto, tales cualidades de memoria privilegiada). Ahí estaban, sobre su escritorio, las notas pendientes de la cuenta de Seromex; ahí, los memos del crédito con Bancomer; allá, el calendario de abril, burlón y exánime, como un payaso muerto.
De inmediato sus ideas corrieron a los lugares más disparatados. Pensó en las ventajas del evento. Pensó en la posibilidad del conocimiento exacto del futuro —un futuro falaz, debía admitir, un futuro ya vivido—. Se imaginó a sí mismo con una fortuna desmedida, cayendo nuevamente en un estereotipo demasiado fácil, en el de los ferraris y las rubias, los castillos y los yates. También pensó (y esto sí lo hizo estremecer un poco) en la terrible abertura hacia la inmortalidad que vislumbraba; podría dejarse envejecer hasta los ochenta años y siempre tendría posibilidad de retornar a ese feliz 17 de abril de 1995. La idea del hueco en la continuidad del tiempo era algo que verdaderamente lo superaba, pero trató de no amilanarse.
Por otro lado (y ésta fue la peor revelación, según pensó después), había que admitir que la media hora que pensó ganar en un principio, en realidad se había transformado en una pérdida de un mes —días más, días menos—. Los pendientes de Seromex que ya había trabajado, se habían extraviado en ese pozo tan fascinante como incomprensible. Y el solo hecho de pensar que tenía que “repetirlos” le conminó a despreciar la eternidad ganada. Decidió que el precio era demasiado alto.
Cuando dieron las tres de la tarde y tocó a la puerta de Lupita, “recordó” (qué poca validez tenían ciertas palabras en el nuevo contexto) la reacción de ella al mencionarle el incidente y optó mejor por callarlo. Al abrir la puerta, vislumbró levemente otra singularidad del nuevo terreno temporal que estaba pisando. Un aroma extraño inundaba el ambiente; un aroma dulzón, como de mole poblano.
—¿Qué estás cocinando? —le preguntó casi con distracción.
—Mole. ¿No vas a querer, o qué?
Fue hasta que abandonaron la almohada, que aquello que no le permitió desempeñarse tan bien en el sexo como hubiese querido, le brincó a la mente.
—Picadillo.
—¿Cómo dices?
Estaba seguro de que en aquel lejano 17 de abril de su atribulada memoria habían comido picadillo. Esa insignificancia le ensombreció la mirada.
—¿Qué te pasa, eh?
—Nada. No es nada.
Antes de las ocho de la noche ya había logrado dilucidar todo el panorama, y no le era tan gratificante. Cuando en un principio creía que él era el único que podía trastornar el paso de los eventos, ahora se daba cuenta de que no era así. Para la tarde, las cosas ya habían seguido un curso ligeramente distinto al que él —fatalmente— recordaba. A las cinco recibió una llamada de su madre que no ocupaba sitio alguno en sus recuerdos; a las siete y cuarto, un ejecutivo resbaló por las escaleras y se luxó un tobillo. Sucesos, ambos, lo suficientemente notables como para que los hubiese dejado caer en el olvido si en realidad hubiesen ocurrido.
Cuando se disponía a regresar a su casa, en vez de utilizar el transporte a Chapultepec, como siempre hacía, cambió su curso y se dirigió al metro. El corazón se le depositó en las sienes nuevamente.
El sitio, tan inofensivo a la vista, resultaba aterrador para su espíritu. Aterrador y atractivo. “Como todos los vehículos del Diablo”, dijo en un susurro. Se acercó, y ya frente a él, pensó en la posibilidad de volver sobre sus pasos en ese ciclo infinito de diecisietes de abril: “Mejor ahora, que no estoy tan lejos del principio y no después que tenga una vida hecha”.
Un instante después y las 8 con 34 delineaban una sonrisa mefistofélica en el reloj del andén. Los pendientes de Seromex le clavaron los colmillos en la vesícula.
En esta ocasión no corrió. Caminó al puesto de jugos y pidió una polla tres coronas con toda la tranquilidad del mundo. Mientras pagaba, una certeza le erosionó el alma. Comprendió que ese mismo individuo al que ahora le extendía un billete podría ser asesinado por sus propias manos y, no obstante, ser reanimado mediante un golpe de hombro en un lugar específico de la estación del metro San Joaquín. Todo le pareció entonces tan fútil, tan carente de significado, que le volvió la náusea del “día anterior”. Le resultaba increíble reflexionar sobre el hecho de que no estaba cansado en lo absoluto, si había abandonado la otra estadía a las ocho de la noche. “Todo se restablece en el mismo punto. Todo”. Miró sus ojos en una jarra de vidrio con fresas. “O casi todo”, corrigió.
Se dio cuenta de que la única persona que no podría volver si fuese muerto, sería él. Todos los demás ahí estaban y estarían, por los siglos de los siglos, mientras existiera esa ruptura temporal en el filo del anuncio. Él, que ahora se adivinaba omnipotente, tenía la facultad de destruir el mundo a placer y poderlo reconstruir en un instante. El tiempo se le figuró una fantasía demasiado vulgar y acabó su bebida de un sorbo casi continuo.
Para las tres de la tarde, era la tercera vez que vivía el instante, por lo que se acobardó y no fue a casa de Lupita. La visita de un cliente inesperado en la mañana le obligó a pensar que seguramente su amante le tendría pescado para comer. En vez del sexo cotidiano, se aprestó para comer una torta y visitar nuevamente su averno particular. El sitio era tan callado que repugnaba. Esta ocasión ni siquiera lo pensó, la decisión fue prácticamente inmediata.
La sensación de malestar que le había producido la premura con que comió la torta se desvaneció en seguida. El sudor de media mañana no estaba más ahí. No había todavía despertado de la entrada a la nueva fase cuando una nostalgia desmesurada hizo presa de su ánimo. Le dolió lamentar no haber vivido lo que había vivido; o haber vivido lo que no había vivido. Los ojos amenazaron con anegarse en lágrimas. ¿Por qué, si todo regresaba al estado original, no ocurría así con su mente? Y a la vez, admitía el placer que le causaba este privilegio. Por ello había regresado tres veces: porque la fuerza gravitacional de ese espacio le era imposible de rechazar.
El reloj cambió a 8 con 35. Sintió una paz inmensa y abandonó el lugar para vivir, sin meditarlo demasiado, una de las múltiples derivaciones en que se ramifica el tiempo en un punto exacto. Fue a sentarse a la banca del parque y se instaló en uno de sus clichés predilectos, ofreciendo a las palomas un poco de migas de galleta. A las nueve y media decidió no ir a trabajar y esperar una matiné en algún cine del centro. Al salir del cine, extrañó a sus hijos, que nunca conocería; y echó de menos a su esposa, ésa que no había llegado y que ya jamás vendría.
8 con 34.