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Capítulo 1

El problema de la cristología contemporánea: el Jesús de la historia y el Cristo de la fe

Para comprender este primer capítulo debemos ubicar el problema en su contexto histórico. La Ilustración, como fue definida por I. Kant, supone el emerger de un tiempo nuevo que se propone liberar al hombre de su incapacidad para pensar por sí mismo. Esto tiene su expresión más evidente en el desarrollo de la filosofía crítica. La historia de la filosofía había puesto de manifiesto la búsqueda y la pregunta por el ser, por el principio último de lo real. Ahora, si bien no se obvia dicha pregunta, se la sitúa en una cuestión previa: ¿está el hombre capacitado para esta empresa?, ¿su sistema intelectivo responde a la pretensión de poder conocer la realidad y sus implicaciones últimas? Se trata de una radicalización de la propuesta cartesiana al poner en duda no sólo aquello que se ha dado comúnmente por cierto a lo largo de la historia del pensamiento, sino la misma pretensión de que el hombre esté suficientemente capacitado incluso para el conocimiento. Así, el criticismo kantiano es una enorme construcción filosófica para detectar la forma de nuestro conocimiento y sus condiciones de posibilidad.

Este punto de arranque nos ayuda a establecer una analogía con el tema que nos interesa. Simplificando mucho, podemos decir que durante prácticamente dieciocho siglos prevaleció en la Iglesia la consideración de los evangelios como reportajes biográficos fidedignos de lo que Jesús enseñó e hizo. Su historicidad estaba fuera de toda duda y el trabajo teológico y exegético consistía en desentrañar su contenido doctrinal. Así, las evidentes aporías de los evangelios eran solucionadas de modo concordista sin atender siquiera a la posibilidad de que hubiera distintas fuentes o tradiciones literarias. El ejemplo más significativo de esta visión historicista es el esfuerzo realizado con los evangelios concordados, donde la vida de Jesús es reconstruida cronológicamente integrando, con una fusión forzada, las peculiaridades de las cuatro narraciones evangélicas.

Sin embargo, el nuevo tiempo reseñado va a significar una forma diversa de aproximación a los relatos evangélicos, partiendo de la actitud crítica antes descrita. Ahora, el protagonista absoluto es el texto escrito y a él, no sólo desde una actitud reverente de respeto a un texto considerado sagrado, se aplicarán todo tipo de cribas y filtros que pretenden establecer la historicidad de lo allí narrado. Así comienza el problema del Jesús histórico y el Cristo de la fe[4].

Ahora bien, la reflexión que ofrecemos a continuación tiene la pretensión de reconstruir no sólo el desarrollo de la investigación histórico-crítica, sino, especialmente, los presupuestos hermenéuticos de la misma. De esta manera, queremos poner de manifiesto los prejuicios teoréticos que, respondiendo a posicionamientos filosóficos previos, han marcado el desarrollo de una pretendida investigación objetiva. Por ello, este es un primer gran tema de la cristología donde constatamos, como en un icono de todo el transcurso de la historia del pensamiento moderno y contemporáneo, el progresivo desplazamiento desde la idea de un Dios cristiano hasta la fabricación de dioses de razón que van a determinar el discurso filosófico y teológico. Al mismo tiempo, delinear los trazos que dan identidad a estos dioses será esencial para descubrir cómo la imagen que cada generación tiene de Jesús viene reconfigurada desde estas creaciones. Así, la reconstrucción de esta historia nos ofrece un binomio inseparable que se determina recíprocamente: Dios y Jesús.

1. Los inicios del problema: H. S. Reimarus

En 1778, G. E. Lessing publica una serie de manuscritos inéditos de su maestro H. S. Reimarus (1694-1768) que él mismo no se había atrevido a publicar en vida. El último de ellos, La intención de Jesús y de sus discípulos, levanta una enorme polvareda y da origen a un problema aún hoy inacabado: la identidad o diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.

La tesis fundamental de estos escritos establece la diferencia esencial entre la predicación de Jesús y lo que de él enseñaron posteriormente sus apóstoles. Jesús habría tenido en su vida una pretensión mesiánica de carácter político, el centro de su mensaje estaría constituido por la irrupción inminente del reinado de Dios (Mc 1,14-15) sobre el fondo de las expectativas en torno a un libertador de Israel, y su pretensión terrena de ser reconocido como Mesías en Jerusalén explicaría el fracaso que lo llevó a una muerte inevitable. Ahora bien, sus discípulos son los que realizan el fraude de dar un sentido salvífico universal a su muerte en cruz. Para ello, roban su cuerpo y anuncian su resurrección, proclamándolo así maestro espiritual.

No obstante, aunque estas tesis no aguantan hoy la misma crítica que Reimarus aplica por primera vez, en su reflexión se individualizan los principales problemas que tratará la consiguiente investigación crítica. Así lo reconoce W. Kasper:

«De esta forma, el “colosal preludio” (A. Schweitzer) de Reimarus deja percibir ya todos los aspectos de la futura investigación sobre Jesús: la diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, el carácter escatológico del mensaje de Jesús y el consecuente problema del retraso de la parusía, el motivo del Jesús político y el problema de la espiritualización tardía de su mensaje»[5].

Detrás del planteamiento de Reimarus se dejan ver los rasgos más sobresalientes del universo religioso de la ilustración, especialmente caracterizado por el deísmo. En efecto, Reimarus permanece hombre religioso, pero su fe no tiene ya por objeto al Dios de Jesús. El cristianismo tiene una pretensión que resulta ilógica a la nueva mentalidad ilustrada: la de que el Absoluto se pueda mediar en el tiempo. Además, lo ilógico de esta pretensión, a los ojos ilustrados, queda demostrado por la reciente historia de Europa. Después de los desencuentros entre las distintas confesiones cristianas que acontecen con los cismas del siglo XVI y las guerras de religión, esta pretensión ha evidenciado suficientemente su potencial destructor. A esto se une la lectura interesada de la Edad media como una época tenebrosa al amparo de la tenue luz de la fe, al mismo tiempo que el descubrimiento de América demuestra cómo el cristianismo, lejos de alcanzar implantación universal, tiene que verse confrontado con nuevas tradiciones religiosas particulares hasta entonces desconocidas.

El amanecer de un nuevo tiempo señala el camino a seguir: sobrepasar los particularismos históricos de las distintas religiones para lograr que los hombres se encuentren bajo el amparo común de la colectiva luz de la razón. De hecho, Windelband define la Ilustración como el proceso de la razón contra la historia, y «naturaleza» comienza a ser la palabra mágica desde la que se intenta reconstruir la realidad toda: religión natural, Dios natural (deísmo), culto natural, derecho natural, ley natural, hombre natural, sociedad natural[6]… Desde aquí podemos entender cómo surge el convencimiento de que la era de la fe ha pasado y que los hombres, con la potente luz solar de la razón, pueden construir un futuro en el que nos encontremos a salvo de las arbitrariedades a las que ha conducido la mezcla de particularismo histórico y pretensión universal de las religiones.

La Ilustración, entendida como el salto desde la historia hasta la naturaleza, implica inevitablemente una nueva concepción de «verdad». La filosofía kantiana evidencia el foso que se va dibujando y que distancia inevitablemente la potencia universalizable de la razón con la particularidad de los hechos acontecidos en las coordenadas espacio-temporales. Poco a poco se va estableciendo una nueva percepción de la religión que se mueve sólo en el ámbito de la mera razón, o de otro modo, que busca el consenso en aquello que es común a todos los hombres más allá de revelaciones positivas con pretensión de universalidad. En el fondo, el problema que subyace, como hemos afirmado anteriormente, es el de la posibilidad de que el Absoluto medie en la historia.

G. E. Lessing es el que formaliza para la posteridad esta nueva concepción de verdad en su conocida distinción entre verités de fait y verités de raison. Las primeras, las verdades de hecho, son historizables y constituyen la esencia del cristianismo, sobre todo en la inaudita afirmación de que Dios se ha hecho hombre en un tiempo y lugar concretos. Las segundas, las verdades de razón, engendran evidencia, pueden ser, por tanto, aceptadas por todos los hombres en el ejercicio compartido de la racionalidad. Después de una Europa asolada por las guerras de religión, la nueva recomposición política buscará el consenso en estas últimas que, en caso de necesidad, incluso el Estado puede imponer a los ciudadanos.

Desde aquí se hace comprensible «el terrible foso»[7] que se ha abierto entre hechos particulares y verdades universales, entre fe e historia, entre Iglesia y ciencia, entre el judío Jesús y el personaje confesado como Cristo e Hijo de Dios, del cual habla Lessing, y que, desde una mínima honestidad intelectual, es imposible saltar. Aunque es verdad que no se puede alegar ningún argumento histórico serio en contra de la resurrección de Jesucristo, no se puede pedir el salto desde este hecho histórico hasta toda una cosmovisión metafísica de alcance universal. Ahora entendemos con más nitidez la denuncia que Reimarus hace del fraude de los discípulos de Jesús: universalizar con valor de salvación la muerte del hombre Jesús en cruz.

No obstante, este inicio no supone una evolución homogénea de la problemática del Jesús histórico. El Jesús ilustrado, que ha sido rescatado del revestimiento dogmático de la Iglesia, no será una realidad serenamente poseída, sino que dará lugar a sucesivas investigaciones que irán dando bandazos en un sentido u otro. Junto al Jesús de la ilustración, nos vamos a detener en el Jesús romántico, en el Jesús fideísta y en el Jesús de la teología liberal. Es una forma de profundizar en la historia de la investigación a lo largo del siglo XIX y de comienzos del siglo XX.

En primer lugar, la reacción romántica ante la investigación crítica de los evangelios intenta ofrecer una solución mediada entre el racionalismo ilustrado y el tradicionalismo sobrenaturalista más conservador. D. F. Strauss (1808-1874) en su obra La vida de Jesús críticamente elaborada propone un acercamiento al problema desde la categoría de mito. Las esperanzas mesiánicas judías, amasadas en la personalidad y el destino trágico de Jesús, serían el caldo de cultivo para toda una reelaboración mítica de la figura de Jesús convertida en un arquetipo ideal de humanidad. Strauss no niega que exista un fondo histórico de verdad, incluso reconoce el progresivo avance en la conciencia de Jesús de su carácter mesiánico, pero distingue entre este fondo histórico y todo el revestimiento mítico posterior. O de otro modo, uno sería el personaje histórico y otro la reconstrucción mítica de la comunidad que proyecta en él una imagen ideal de hombre, imagen existente en la razón humana. De ahí que Strauss deba reconocer una diferencia fundamental entre la religión de Cristo y la de la humanidad y así responda de manera negativa a la pregunta sobre si seguimos siendo cristianos. Reproducimos sus palabras:

«Habrá que pensar en una comunidad joven que, entusiasmada con su fundador, tanto más lo honra cuanto más inesperada y trágicamente le ha sido arrebatado, una comunidad llena de nuevas ideas…, que no se las adueña ni las expresa como ideas abstractas o conceptos, sino sólo en forma de fantasías concretas: en tales circunstancias tuvo que surgir lo que surgió, una serie de narraciones sacras, a través de las cuales una gran cantidad de nuevas ideas, unas alimentadas por Jesús, otras más antiguas, le fueron atribuidas como momentos de su vida»[8].

También aquí podemos individuar los presupuestos filosóficos que subyacen a tal postura. El siglo XIX, como respuesta a un racionalismo que tiene el peligro de reducir la verdad integral del hombre, reacciona con el movimiento romántico. El Romanticismo descubre el pasado de los pueblos en sus leyendas y tradiciones y aporta una comprensión de la realidad que el racionalismo había olvidado: las sagas y narraciones populares transmiten un conocimiento de la realidad que hace referencia a experiencias humanas dignas de ser revividas. La constatación de que existe en todo pueblo un espíritu creativo poético que se manifiesta en las fábulas y en las canciones populares empieza a proyectarse en Jesús como resultado espontáneo anónimo de este espíritu de la humanidad. Así, el mito concentra e ilustra la verdad eterna a través de una figura concreta porque el absoluto no se puede encarnar en una persona singular, sino sólo en la historia como totalidad. Sólo ahí se puede encontrar a Dios.

O de otra manera, Jesús es esa figura concreta donde la comunidad ha proyectado y depositado los sueños acumulados en la historia del espíritu humano como correspondientes a la verdad más honda del hombre. En este sentido, Jesús es el lugar donde se encuentran los deseos más puros que habitan en el corazón de los hombres, pueblos y culturas de todos los tiempos.

De esta manera, Strauss se presenta aquí como un deudor de F. W. G. Hegel ya que, como hemos afirmado, para el filósofo idealista sólo la historia como totalidad es manifestación del absoluto. En efecto, el proceso de desenvolvimiento de la idea es el generador de la entera historia de la humanidad y en esa historia, como calvario del espíritu absoluto, cada momento particular del proceso se presenta como necesario para la reapropiación en una síntesis final[9]. Esta postura romántica niega la radicación en la historia del acontecimiento Cristo aunque no niega que Jesús existiera en una época concreta. La verdad histórica de Jesús consiste en que todo es un mito donde se proyectan los sueños de la humanidad.

En segundo lugar, queremos poner de manifiesto una reacción conservadora opuesta que tiende al fideísmo y que tendrá una importancia determinante en la teología de R. Bultmann. En 1892, M. Kähler da una conferencia con el significativo título de El pretendido Jesús de la historia y el Cristo real de la Biblia. Ya el título ofrece certeramente la orientación de esta reflexión al distinguir entre un pretendido Jesús histórico y el Cristo real de la Biblia. Comienza esta obra con el interrogante acerca de qué puede ser considerado algo histórico. Así, una persona histórica es una persona influyente para alguien, es decir, el sujeto determinante que produce una serie de efectos e interviene en el curso de las cosas. Para Kähler, desde el punto de vista histórico, se trata de una figura significativa que tiene un valor real en su hacer y que, por tanto, continua perceptible. El efecto determinante de Jesús es la fe de sus discípulos, la convicción de que él ha lavado el pecado y ha vencido a la muerte, expresado en la afirmación «Jesús es el Señor». Jesús es un alguien histórico porque ha conquistado la fe de sus discípulos y esta fe continua siendo profesada. De esta manera, para Kähler, el Cristo real es justamente el Cristo predicado.

Esta visión es interesante porque, según él, lo histórico no es un evento puntual del pasado, sino los efectos que ha tenido este acontecimiento a lo largo de la historia. El evento no puede ser reconocido de modo estático, sino sólo en el efecto que ha tenido. También se puede decir esto de hechos profanos. El paso de un río, cosa bastante anodina, en el caso de César pasando el Rubicón tiene efectos enormes para toda la historia de Roma y de Europa.

Por tanto, no puedo encontrar al verdadero Jesús histórico si no lo considero desde el efecto que ha producido en la historia. Y este efecto es la Iglesia que da testimonio. Así, el Cristo verdadero es el de la Sagrada Escritura donde se contiene el anuncio de la comunidad, es decir, el Cristo de la Iglesia. En consecuencia, Kähler considera inútil toda la investigación histórica y su fe en Jesús se fundamenta a sí misma de manera tendente al fideísmo.

En tercer lugar, otro desenvolvimiento del problema toma cuerpo en la respuesta de la imagen liberal de Jesús. La teología liberal pone el dedo en la llaga al denunciar que la reducción racionalista ilustrada del problema partía más de prejuicios antidogmáticos que de un serio y detallado análisis de los textos. El programa ilustrado tenía su objetivo marcado en el ideal de la emancipación de toda autoridad y aquí la Iglesia, con su pesada historia y su batería de dogmas y creencias, era uno de los principales enemigos a batir. Así pues, el escepticismo histórico y las precomprensiones teóricas son sustituidas por el trabajo directo sobre los evangelios como obras literarias y fuentes históricas documentales.

Ahora, el problema sinóptico alcanza el protagonismo absoluto y, después de las investigaciones de Ch. G. Wilke y Ch. H. Weisse, J. Holtzmann (1832-1910) eleva a axioma la hipótesis de la teoría de las dos fuentes en su obra Los evangelios sinópticos. Su origen y su carácter histórico. Con esta herramienta se confía poder reconstruir con seguridad la vida de Jesús más allá de los ropajes dogmáticos con que fue revestida por la Iglesia primitiva.

Los máximos artífices de esta nueva orientación son F. Schleiermacher y A. Harnack, que, valiéndose de la investigación histórica, no pretenden anular los dogmas eclesiales, sino hacerlos comprensibles al espíritu del tiempo. De esta manera y casi de modo imperceptible, se va produciendo un progresivo desplazamiento desde la ontología de Cristo hasta su psicología. La vida anímica y el vigor de Jesús son una transparencia del amor infinito de Dios y de su religación con el hombre. Lo que en el fondo realizan estos autores es una reducción de la especificidad cristiana y de su escándalo a los límites que imponen los nuevos tiempos. Así, una deshistorización de la vida de Jesús junto a una pretendida desescatologización de su mensaje nos transmiten a un Jesús inofensivo, reducido a maestro de moral y entendido desde una relación intimista entre Dios y el alma. Esta visión toma cuerpo en una obra cumbre de la historia de la teología: La esencia del cristianismo (1901) de Harnack. Así la sintetiza J. J. Bartolomé:

«Jesús sería un maestro de religión y un eximio moralizador, que predicó la paternidad universal de Dios, el amor fraterno como justicia mayor y el valor inalienable de la persona humana; su evangelio, que tenía al Padre como tema y no al Hijo, se separaba netamente del mundo del A. T., cuya exclusión del canon eclesial postulaba; el reino por él anunciado poco tenía que ver con las expectativas de Israel, pues se resolvía en una íntima relación con Dios Padre y la renovación espiritual del creyente»[10].

Los presupuestos de una teología tal encuentran también en el pensamiento hegeliano su clave de comprensión. Una empresa como la del idealismo alemán había llegado a un esclarecimiento total de la dinámica histórica en su continuo hacerse. La filosofía de Hegel es llamada, con razón, filosofía absoluta porque, donde las leyes del desenvolvimiento de la historia se han hecho totalmente claras al entendimiento humano, no cabe ya nada nuevo que esperar. La empresa hegeliana da lugar a una época de euforia ideológica, tanto en el siglo XIX como a comienzos del XX. Así, los más variados paraísos ideológicos, en su versión tanto burguesa como revolucionaria, ponen al alcance de un hombre engrandecido con sus solas fuerzas el futuro de la humanidad. Este optimismo histórico contamina también la reflexión teológica en la consideración de un cristianismo que ha disuelto la paradoja del «ya… pero todavía no» en la serenidad del cumplimiento, creando una sociedad tan satisfecha de sí misma como para alentar esperanzas que la trasciendan[11]. En palabras de A. Harnack:

«Jesús abre la perspectiva sobre un vínculo entre los hombres, que no sea regulado por ordenamientos jurídicos, sino dirigido desde el amor y en el cual el enemigo sea vencido con la mansedumbre. Es un ideal elevado y digno, al cual estamos unidos desde la fundación de nuestra religión, un ideal que debe acompañar todo nuestro desarrollo histórico como el objetivo y la estrella que nos guía. ¿Quién puede decir si la humanidad lo alcanzará alguna vez? Pero nosotros podemos y debemos acercarnos a él y hoy sentimos (distintamente de hace doscientos o trescientos años) un empeño moral en este sentido. Aquellos de nosotros que están dotados de una sensibilidad más aguda y, por tanto, profética no miran ya al reino de la paz y del amor como a una estéril utopía»[12].

2. Del entusiasmo al escepticismo: R. Bultmann

El breve recorrido realizado por la historia de la investigación crítica acerca del Jesús histórico exige una primera valoración global. Y no somos nosotros quienes vamos a realizarla, sino que seguimos queriendo escuchar a los protagonistas de dicha historia. Más de un siglo de búsqueda del Jesús histórico trascendiendo ropajes dogmáticos, confesionales y literarios va dejando paso a una época que se entiende a sí misma desde un esencial cambio de óptica que manifiesta un escepticismo generalizado. La teoría de las dos fuentes, que partía de la certeza de haber encontrado documentos fidedignos no contaminados, empieza a ser matizada. Será W. Wrede (1859-1906) quien realice una inteligente crítica al poner de manifiesto que el Evangelio de Marcos, al contrario de lo que se postulaba, estaba viciado por presupuestos de fe. La visión teológica de la primitiva comunidad es detectada, sobre todo, en la inclusión del secreto mesiánico, que habría sido elaborado después de pascua y que pondría de manifiesto que la conciencia mesiánica de Jesús no era sino una elaboración de la Iglesia antigua. Así, la predicación del Jesús histórico y la predicación de la comunidad primitiva comienzan a valorarse desde la consideración de un foso insalvable.

El punto de inflexión definitivo en el camino iniciado por Reimarus se alcanza con la publicación en 1906 de la obra de A. Schweitzer (1875-1965) De Reimarus a Wrede. Una historia de la investigación sobre la vida de Jesús. En esta obra se llega a dos conclusiones esenciales. La primera constata que la búsqueda del Jesús histórico ha tenido un prejuicio y posicionamiento teórico al considerar que esta indagación tenía como condición de posibilidad liberar del ropaje dogmático, entendido como una esencial falsificación de la historia. La segunda evidencia que la pretensión de escribir una biografía o vida de Jesús ha tenido como resultado múltiples retratos de Jesús a imagen y semejanza de quien los creó. Este último pensamiento coincide con Kähler, quien afirmaba que «el biógrafo que describe la vida de Jesús es siempre, en cierta manera, un dogmático en el sentido sospechoso de la palabra»[13]. Una excelente síntesis del fracaso de una empresa que partía de prejuicios teoréticos, muchas veces pseudocientíficos y personalistas, la ofrece J. Jeremias:

«Los racionalistas pintan a Jesús como predicador moralista, los idealistas como personificación de la humanidad, los estetas lo alaban como el genial artista de la palabra, los socialistas lo ven como el amigo de los pobres y el reformador social, y los incontables pseudocientíficos hacen de él una figura de novela»[14].

Así pues, A. Schweitzer define esta búsqueda como la empresa más grande de la teología alemana y pone fin a la misma porque para él todas las épocas han proyectado sobre Jesús sus ideas y cada uno lo ha creado a su propia imagen. Al centro de la vida y del mensaje de Jesús está sólo la parusía y el fin del mundo. Jesús espera el reino de Dios como el fin de todo, de manera inminente. El mensaje de Jesús tenía la pretensión de preparar al hombre para este fin. Por ello, toda búsqueda de la vida de Jesús que ve en él al hombre ejemplar ha usado un camino errado. No es posible actualizar a Jesús, transportarlo a este tiempo porque Él se había equivocado y nadie considera ya el fin del mundo. El que intenta acercarse al Jesús de la historia termina sólo con palabras de sí mismo. Jesús es totalmente otro que no puede ser trasladado a este tiempo.

Como podemos ver, esta acentuación de la «escatología consecuente»[15] pone de relieve la crisis de esta empresa y nos interroga acerca de la significación que la figura de Jesús pueda seguir teniendo para nuestro presente. Para Schweitzer, queda un mínimo de significado porque Jesús es una figura de la historia universal de la cual parten impulsos éticos, un empeño por la vida y la dignidad del hombre. Estos impulsos éticos han tenido significado para el hombre hasta el día de hoy y pueden seguir teniéndolos en un futuro. Schweitzer expresa así la constatación del fracaso:

«A la investigación sobre la vida de Jesús le ha ocurrido una cosa curiosa. Nació con el ánimo de encontrar al Jesús histórico y creyó que podría restituirlo a nuestro tiempo como Él fue, como maestro y Salvador. Desató los lazos que le ligaban desde hacía siglos a la roca de la doctrina de la Iglesia y se alegró cuando su figura volvió a cobrar movimiento y vida mientras parecía que el Jesús histórico se le acercaba. Pero este Jesús no se detuvo, sino que pasó de largo por nuestra época y volvió a la suya… Se perdió en las sombras de la antigüedad, y hoy nos aparece tal como se presentó en el lago a aquellos hombres que no sabían quién era, como el Desconocido e Innominado que dice: Sígueme»[16].

El escepticismo en la búsqueda del Jesús histórico se ve acrecentado con los progresivos avances de la exégesis. La historia de las formas, que tiene en M. Dibelius (1883-1947) uno de sus principales representantes con su obra Historia de las formas del Evangelio (1919), va a poner de relieve que los evangelios no son fuentes unitarias para el conocimiento de Jesús, sino un conjunto de unidades de la predicación primera, fruto de la tradición y transidas de intereses teológicos de la comunidad creyente. Esto tiene una consecuencia importantísima en la búsqueda del Jesús histórico porque si sólo podemos acceder de forma histórico-crítica a la predicación primera, el objetivo de la exégesis no puede ser llegar a la historia de Jesús, sino sólo trazar la historia de la primera predicación. De ahí que el objetivo no sea ahora el Jesús histórico, sino la búsqueda y captura de esas primeras formas originales independientes, el contexto en el que surgieron y la comprensión de las mismas. Así, M. Dibelius afirma que «en el principio existía la predicación», no el Jesús de la historia que, poco a poco, se va haciendo más irrelevante para la fe:

«No existió nunca un testimonio “puramente” histórico sobre Jesús. Los relatos de sus palabras y hechos eran, desde el principio, testimonios de fe para la predicación y la exhortación, para ganar a los no creyentes y confirmar a los fieles»[17].

Las constataciones históricas del escepticismo acerca de la búsqueda crítica del Jesús histórico alcanzan rango teológico en el programa de R. Bultmann (1884-1976)[18]. El protagonismo absoluto de la propuesta teológica existencial reside en el kerygma, único elemento cierto que podemos asir con nuestro saber. Si poco o nada podemos conocer del Jesús histórico, sí es posible exponernos a su influjo a través de la corriente testimonial que desplegó en sus discípulos y la Iglesia primitiva. Aquí encontramos una conexión con Kähler, pero radicalizada ya que, si este encuentra continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, para Bultmann tal continuidad es irrelevante. Para la fe no interesa el Jesús en sí, sino el Jesús para mí; y este es el Jesús del kerygma[19].

Todo este planteamiento tiene como trasfondo una meditada hermenéutica heideggeriana que trasciende la historia considerada como hechos brutos (historisch) y la abre a un significado más hondo como historia humana (geschichtlich), cargada de significado para el presente aun cuando se trate de un evento pasado. Por ello, no interesa el Jesús de Nazaret, el judío mediterráneo, sino el evento del misterio pascual que se recoge en el kerygma y que es capaz de seguir provocando a la existencia, instando al hombre a tomar una decisión vital y personal. De esta manera, el existencialismo de Heidegger es transportado a la teología desde una antropología que no considera al hombre, al igual que la metafísica griega, como una esencia cerrada, hecha, acabada, ahistórica, sino como un ser ahí (dasein) que se está haciendo constantemente desde su posicionamiento en la realidad. La investigación de la vida de Jesús pretendía trascender el kerygma para alcanzar al Jesús conocido según la carne, pero este no tiene relevancia para la fe, ni siquiera este Jesús es todavía cristiano porque pertenece irremediablemente al pasado y a la muerte. Sin embargo, en el kerygma, el hecho bruto se transforma en evento y el Cristo resucitado, anunciado por la Iglesia, tiene el valor de provocar al hombre contemporáneo a optar y tomar una decisión existencial en pro o en contra de la salvación. No obstante, esto no indica que para Bultmann el kerygma sea independiente del Jesús histórico. El teólogo alemán reconoce que el hecho Jesús de Nazaret, indudablemente histórico, es el fundamento del kerygma, pero no es este hecho en sus contenidos y modalidad el dato relevante para la fe, sino el potencial que el Cristo del kerygma tiene para engendrar una vida nueva. En este sentido afirma J. Jeremías:

«La historia de Jesús pertenece para Bultmann a la historia del judaísmo, no del cristianismo. Este gran profeta judío tiene ciertamente un interés histórico para la Teología del Nuevo Testamento, pero no tiene ninguna significación, ni puede tenerla, para la fe cristiana, pues (y esta es la tesis sorprendente) el cristianismo comenzó por primera vez en Pascua»[20].

La labor fundamental de la teología será pues establecer el significado que tiene la salvación de Cristo para el hombre contemporáneo. Para ello, Bultmann plantea un instrumental determinado que ha pasado a la historia de la teología con el nombre de «desmitologización». Este programa de desmitologización se plantea la tarea de eliminar del Nuevo Testamento todo aquello que pertenece al pasado de una mentalidad mítica y que, por ende, se hace inaceptable para el hombre contemporáneo[21]. Así, la interpretación existencial, antes apuntada, y la desmitologización son pues respectivamente el momento positivo y negativo de un mismo proceso.

En este recorrido no podemos dejar de tener la impresión de que existe un terrible foso entre lo que Jesús ha sido en la historia y aquello que es para nosotros. Si los teólogos liberales afirmaban la discontinuidad de «Jesús es Señor» a favor del primer término de la frase (Jesús), en Bultmann encontramos una acentuación unilateral del segundo término de la misma (Señor). La consecuencia manifiesta de este planteamiento es que se opera una especie de vaciamiento del kerygma en la medida en que se despoja al mensaje del Nuevo Testamento de su intencionalidad más palmaria: aquel judío concreto de la Galilea del siglo I que muere dramáticamente en una cruz es el Dios vivo venido en carne. El contenido mismo del kerygma, en el contexto de la Iglesia primitiva, posee esta inaudita pretensión de una identidad en la contradicción, de una continuidad en la discontinuidad: el Crucificado, por querer revelar el rostro del Dios padre y la venida de su reinado al mundo, es el Resucitado, en el que se patentiza la salvación plena de Dios para el hombre.

3. El nuevo impulso de búsqueda: E. Käsemann

La discontinuidad operada con la teología bultmaniana consagró un período de ausencia de interés por el Jesús histórico que exigía ser superado. De hecho, esta superación crítica va a llegar en la década de los 50 de la mano de los mismos discípulos de Bultmann. El momento esencial del resurgimiento del interés por el Jesús histórico, que sea capaz de relacionar coherentemente los dos términos de la confesión «Jesús es Señor», tiene lugar en 1953 con una conferencia en Marburgo de E. Käsemann (1906-1980) titulada El problema del Jesús histórico. La línea de investigación apuntada por el discípulo de Bultmann va a tener dos frentes fundamentales. En primer lugar, se pone fin a la época de escepticismo histórico al constatar que la investigación crítica tiene de hecho instrumentos suficientes para alcanzar un núcleo veraz significativo perteneciente al Jesús histórico. En segundo lugar, no sólo se constata esta posibilidad científica, sino que se subraya su pertinencia para la fe. El kerygma no surge de la nada, sino que se sustenta en un anuncio de los apóstoles que ha conservado evidentemente palabras y hechos de Jesús (cristología implícita pre-pascual). Es decir, sin el fundamento de los ipsissima verba y los ipsissima facta de Jesús hubiera sido impensable el anuncio apostólico porque la fe cristiana se define siempre en relación a Cristo. O de otro modo, el Jesús histórico no es simplemente un presupuesto del kerygma, sino su contenido esencial y su criterio de autenticidad.

Detrás de esta constatación de los discípulos de Bultmann hay una preocupación protestante por la centralidad que la Iglesia ocupa. En efecto, si mi fe es pura referencialidad al kerygma, la Iglesia acaba identificándose con la palabra de Dios ya que ella es el sujeto de dicho anuncio[22]. El protagonismo que adopta la Iglesia en la cosmovisión bultmaniana es tal que algún discípulo, como es H. Schlierl, acaba convirtiéndose al catolicismo e incluso llega a esperar la conversión del maestro. Así, esta nueva búsqueda pretende rescatar dichos y hechos del Jesús histórico que sirvan de confrontación para una Iglesia que, desde la postura mencionada, alcanza una autoridad que puede llevarla a generar autónomamente la palabra de Dios. De esta postura van a participar también teólogos católicos tales como H. Küng y E. Schillebeeckx. Por tanto, la época posbultmaniana puede ser definida con la constatación que G. Bornkamm hace en 1956 con su obra Jesús de Nazaret:

«Si la parte de experiencia subjetiva y de imaginación poética es indiscutible, queda el que, por su fundamento y su origen, la tradición, nacida de la fe de la comunidad, no es un simple producto de la imaginación sino una respuesta a Jesús, a su persona y a su misión en su conjunto. La tradición se interesa, más allá de ella misma, por aquel que la comunidad ha encontrado en su condición terrestre y que le manifiesta su presencia de Señor resucitado y glorificado. Así en cada capa, en cada elemento de los evangelios, la tradición da testimonio de la realidad de la historia de Jesús y de la realidad de la resurrección. He aquí por qué nuestra tarea consiste en buscar la historia en el kerygma de los evangelios, como también el kerygma en esta historia»[23].

Ahora bien, esta nueva búsqueda requiere un instrumental científico que sea capaz de asegurar núcleos de tradición jesuánica en el análisis de los textos evangélicos[24]. Aquí nos encontramos con el problema de establecer criterios de historicidad que sean capaces de asegurarnos esta importante tarea para la fe. De otra manera, si el Jesús histórico es necesario: ¿cómo llegar a Él?

Por tanto, el nuevo momento no sólo requiere una clarificación conceptual del problema, sino un instrumental riguroso para alcanzar los objetivos propuestos. Así, cobra una especial relevancia el criterio de desemejanza o de doble discontinuidad. Este pone de relieve cómo deben considerarse auténticos aquellos elementos evangélicos que sea imposible deducir del contexto judío en que vivió Jesús, así como aquellos otros que no sean fácilmente derivables de la reflexión teológica del cristianismo primitivo inmediatamente posterior a Él. Por ejemplo, una expresión del tipo «venid detrás de mí y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17) difícilmente se puede derivar del contexto vital de Jesús, ya que en el judaísmo de la época era el discípulo el que elegía a su maestro y no al revés. Del mismo modo, esta expresión está también en discontinuidad con el ambiente de la Iglesia primitiva porque seguir a Jesús no tiene sentido sin referencia al Jesús histórico, ni tampoco expresa una confesión de fe en Cristo. Igualmente, la invocación de Dios como Abbá es única en labios de Jesús, ya que en ninguna parte en la literatura de las oraciones del antiguo judaísmo se encuentra esa invocación para tratar con Dios. También, el hecho de la muerte de Jesús de la manera más ignominiosa, indicando así su fracaso, o el episodio de las tentaciones son elementos difícilmente creados por una comunidad cristiana primitiva que más bien tendería no a remarcar los aspectos «débiles» del maestro cuanto su condición glorificada.

No obstante, este criterio de historicidad, que dio un serio impulso a la investigación, ha evidenciado, con el paso del tiempo, sus propios límites. Dos son las objeciones fundamentales que se realizan a nivel metodológico. La primera manifiesta un presupuesto del criterio de desemejanza o doble discontinuidad: el conocimiento seguro y completo de cómo era el judaísmo en tiempos de Jesús y el cristianismo primitivo. El avance en la investigación ha revelado que el judaísmo del siglo I es lo suficientemente complejo y pluriforme como para que seamos humildes en nuestras apreciaciones. Del mismo modo, el nacimiento del cristianismo, la estructuración de la primera Iglesia y su rápida propagación por el mundo pertenecen a una historia que se está empezando a escribir. De aquí, la primera constatación crítica nos recuerda la saludable modestia que debe emplear el estudioso de los dichos y hechos de Jesús.

En segundo lugar, y con un tono más serio, el criterio de desemejanza tiene el peligro de acabar haciendo de Jesús un extraño a su propio tiempo porque parte de un a priori que es dogmática encubierta: la inderivabilidad de Jesús. En efecto, este criterio de historicidad pretende mostrar la singularidad de Jesús en contraste con todo un contexto histórico-vital que tiene rasgos religiosos, sociales, económicos y políticos. Así, el peligro de una completa ruptura con el contexto inmediatamente anterior y posterior puede hacer de Jesús una caricatura de su persona, un extraterrestre que cae equivocadamente a nuestro mundo. Esta crítica se ve reforzada al poner de relieve el argumento de que un Jesús tal nunca hubiera inquietado a sus contemporáneos y nunca hubiera suscitado la ira de aquellos que lo escuchaban porque, apartado del flujo de la historia, hubiera resultado ininteligible a sus contemporáneos. Si Jesús quería transmitir un mensaje y pretendía que este tuviera una significatividad en aquellos que lo rodeaban, el maestro tuvo que someterse a los imperativos de la comunicación, los imperativos de su situación histórica. Por ello, «trazar una imagen de Jesús completamente al margen o en contra del judaísmo y el cristianismo del siglo I equivale a colocarlo fuera de la historia»[25].

4. El Jesús histórico en la actualidad: J. Meier

La constatación de los límites del criterio de desemejanza ha dado lugar a una nueva etapa en el proceso de búsqueda del Jesús histórico; es lo que se conoce con el nombre de «tercera búsqueda». Si en la etapa anteriormente mencionada se corría el riesgo de aislar a Jesús de su contexto, ahora se intenta subsanar esta deficiencia haciendo de Jesús un judío del siglo I, enraizado en la cultura mediterránea, perteneciente a una sociedad agraria y con una población eminentemente rural. Esta nueva orientación, que presupone el convencimiento de que nadie puede ser conocido de modo real sin la reconstrucción de su contexto histórico-social, tiene evidentes consecuencias de orden metodológico. Así pues, se va a dar una importancia primordial a las investigaciones de tipo sociológico, se va a ampliar el contexto de estudio a fuentes extracanónicas como el Evangelio Copto de Tomás, el Evangelio de Pedro o el Protoevangelio de Santiago y, por primera vez en la historia de este proceso de reconstrucción crítica del Jesús de la historia, se va a establecer un debate que ya no es eminentemente teológico y que ha quedado desplazado del ámbito germano al angloamericano.

Este viraje metodológico toma carta de ciudadanía en el nuevo criterio de historicidad de la plausibilidad histórica. En este sentido reconoce Theissen:

«El criterio de desemejanza debe sustituirse por el criterio de plausibilidad histórica, que admite la influencia de Jesús en el cristianismo primitivo y su inserción en un contexto judío. Es histórico en las fuentes lo que cabe entender como influencia de Jesús y, al mismo tiempo, sólo puede haber surgido en un contexto judío»[26].

El nuevo criterio viene determinado por aquello que es plausible en el contexto judío y hace comprensible el cristianismo de los orígenes como verdadero. O de otro modo, se trata de encontrar lo típico judío que en Jesús asume una forma peculiar. En este sentido, la auténtica singularidad de Jesús no es vista en la diferenciación, sino en la particularidad ligada a un contexto. Por ejemplo, el discurso de la montaña con la afirmación «pero yo os digo...». Esta fórmula era utilizada por los rabinos para diferenciar su propia doctrina de otras pero nunca para diferenciar, como hace Jesús, la propia doctrina de la Torá. Aquí se cumple el criterio: contexto judío con una peculiaridad inédita hasta el momento. O también, el mandato del amor es propio del contexto judío pero en Jesús se hace específico el que este se extienda especialmente para los extranjeros, enemigos y pecadores de la religión.

El criterio de plausibilidad, justamente porque sitúa a Jesús en su contexto, ayuda también a ubicar al Jesús de la historia en continuidad con el Cristo predicado, es decir, armoniza historia y kerygma. Esta continuidad se puede argumentar desde un doble aspecto:

«La primera, de tipo sociológico, la origina un hecho innegable: del grupo de discípulos galileos que siguieron a Jesús surgió el núcleo de los primeros cristianos; la segunda es de naturaleza conceptual: el misterio personal del Resucitado pudo ser expresado recurriendo a la memoria de una convivencia compartida previamente y fue explicado con modelos de interpretación que la tradición bíblica ofrecía»[27].

No obstante, también este nuevo criterio de historicidad tiene sus límites y puede desvelar inconscientes posicionamientos hermenéuticos. En efecto, la inserción de Jesús en su contexto vital tiene la ventaja de poner rostro judío a Jesús pero puede tener el serio inconveniente de desdibujar su especificidad, la singularidad que aporta al judaísmo de la época. Es decir, el problema aquí es hacer insignificante a Jesús desdibujando su originalidad. De hecho, la Third Quest ha ayudado a que Jesús vuelva a ser motivo de interés para judíos que, viendo en Él a uno de los suyos, han intentado devolverlo a su hogar. Pero también es cierto que la investigación judía sobre Jesús tiende a empequeñecer el conflicto con la ley y a buscar otras posibles explicaciones para entender su vida y su muerte[28]. Por ello, el enraizamiento judío de Jesús en la Palestina del siglo I tiene que ser completado con importantes diferencias que nos dan una medida más acorde con la historia:

«…el amor al enemigo no encuentra paralelo auténtico en el judaísmo; la inaudita autoridad con que explica la voluntad de Dios, donde la ley escrita no es ya el criterio último y que en la observancia del sábado, la pureza cultual y el divorcio encuentran su más neto contraste; la fe de Jesús en un Dios que adelanta su gracia a la obediencia, ofrece su perdón a quien se arrepienta y no vincula su experiencia al cumplimiento de la ley no es asimilable en el judaísmo. La ruptura con el judaísmo no surge, pues, en el Cristo de la fe, helenizado por Pablo y Juan, sino en Jesús de Nazaret»[29].

Después de apuntar las líneas comunes que configuran este nuevo y joven movimiento, sobre todo de origen angloamericano, es importante subrayar que no existe un resultado homogéneo en las investigaciones realizadas, sino más bien una gran pluralidad de teologías. Del mismo modo, el hecho de que este movimiento de búsqueda del Jesús histórico haya saltado las barreras intraeclesiales manifiesta que el interés ya no es estrictamente teológico cuanto histórico-social. De ahí que muchas de las imágenes que se derivan del judío Jesús no sean conciliables con la fe cristiana. Para una clarificación en este sentido, queremos apuntar dos líneas básicas de investigación: el foro de discusión conocido como el Jesus Seminar y la obra magna Un judío marginal, aún por acabar, del sacerdote católico neoyorquino J. P. Meier.

El Jesus Seminar, como foro de investigación y discusión, fue fundado en 1985 en EE. UU por J. D. Crossan y se proponía como meta, a realizar en cinco años, un ambicioso proyecto: la realización de una criba en los Evangelios a la búsqueda de las ipsissima verba Iesu. Este seminario de trabajo tiene una curiosa metodología que consiste en la votación, después de la correspondiente discusión científica, de la autenticidad de todos los dichos de Jesús. El fruto más importante de este movimiento, que aúna a un nutrido grupo de especialistas, ha sido la publicación de los Cinco Evangelios[30]. Hablamos de cinco evangelios porque esta corriente, aconfesional y ajena a los problemas de canonicidad, usa el Evangelio Copto de Tomás como una fuente fidedigna fundamental para el conocimiento del Jesús histórico. Este quinto evangelio es un apócrifo de tinte gnóstico encontrado en 1945 por un campesino de Nag Hammadi (alto Egipto) que los miembros del seminario consideran una fuente extrasinóptica datada, al igual que la fuente Q, en el 50-70 d.C[31].

Ahora bien, lo realmente interesante, más allá de los aspectos puramente metodológicos, es descubrir el retrato que este seminario de investigación hace del Jesús histórico. El aspecto fundamental a destacar, volviendo curiosamente a las antiguas tesis de Reimarus, es la insistencia en un Jesús «no escatológico». La escatologización del mensaje de Jesús sería una contaminación de los evangelios provocada por la torpe interpretación de la primitiva comunidad cristiana. Jesús no proclamó la inminente intervención de Dios en la historia, ni un juicio final, ni siquiera su pretensión mesiánica. Así pues, el retrato de Jesús, acorde con la coloración gnóstica del Evangelio de Tomás, perfila los rasgos de un filósofo cínico itinerante que comerciaba en sabiduría. Esta exposición de la sabiduría de Jesús queda plasmada en la selección que el Jesus Seminar ha hecho de los dichos evangélicos auténticos de este maestro itinerante. Jesús nunca enciende los debates, sino que se manifiesta pasivo hasta que es requerido para diversas cuestiones. Entonces inicia una conversación que es rica en imágenes, parábolas, aforismos, hipérboles, etc… De esta manera, tenemos ante nuestra mirada, más que a un judío del siglo I, a un californiano de nuestra época:

«La distorsión está más en lo que se niega que en lo que se afirma. La descripción de Jesús como un filósofo cínico sin ningún interés por el destino de Israel, sin ninguna conexión con los intereses y esperanzas que animaban a sus contemporáneos judíos, sin ningún interés por la interpretación de la Escritura y sin ningún mensaje sobre el futuro juicio de Dios escatológico es –simple y llanamente– una ficción ahistórica, conseguida mediante la extirpación quirúrgica de Jesús de su contexto judío»[32].

Esta imagen de Jesús tiene un serio y definitivo inconveniente: no ser capaz de dar una explicación convincente del dramático desenlace de la vida de Jesús. En efecto, según el criterio de plausibilidad histórica se hace difícil entender cómo la forma de vida de un filósofo cínico itinerante es capaz de generar un desenlace de muerte en cruz. Un Jesús tal hubiera sido visto, más que como una amenaza al sistema político y religioso vigente, como un poeta romántico que encantaba a las gentes con una sabiduría inofensiva:

«Un poetastro informal que se pasara el tiempo pronunciando parábolas y cuentos japoneses, un esteta literario que se opusiera a los movimientos del siglo I o un Jesús blandengue que simplemente invitase a la gente a contemplar los lirios del campo no habría supuesto una amenaza para nadie, como tampoco son una amenaza los profesores de la universidad que crean esa imagen de él. El Jesús histórico amenazó, molestó, irritó a mucha gente: desde los intérpretes de la ley hasta la aristocracia sacerdotal, pasando por el prefecto romano, que finalmente lo procesó y crucificó. Este énfasis en el violento final de Jesús no es simplemente una perspectiva impuesta a los datos por la teología cristiana. Para autores no cristianos como Josefo, Tácito y Luciano de Samosata, una de las cosas más llamativas en torno a Jesús fue su crucifixión o ejecución por Roma. Un Jesús cuyas palabras y hechos no encontraran rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús histórico»[33].

Sin embargo, una imagen muy distinta de este Jesús es la que nos ofrece la investigación histórico-crítica más amplia hasta ahora conocida, a cargo del profesor de la Universidad Católica de América J. P. Meier. Este sacerdote católico explícitamente quiere hacer una reflexión exclusivamente histórica que pueda ser compartida por cualquier científico independientemente de su credo religioso. Para explicar esta pretensión, nos ofrece la imagen del «cónclave no papal». Este cónclave estaría formado por un católico, un protestante, un judío y un agnóstico, que tendrían que reunir como requisito indispensable su profesionalidad en materia histórica, especialmente en los movimientos religiosos del siglo I.

Pues bien, la pretensión de esta obra magna es ofrecer algo así como el consenso al que, por motivos estrictamente históricos, tendrían que llegar estos científicos acerca de la imagen de un judío del siglo I llamado Jesús de Nazaret[34].

El título global de la obra, que en castellano conoce ya sus cuatro primeros volúmenes[35], es lo suficientemente elocuente: Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico. Ya en el título aparece la orientación metodológica fundamental de la Third Quest que, como hemos visto, cristaliza en el criterio de plausibilidad histórica. En efecto, este criterio, que era entendido como el de una particularidad ligada a un contexto, queda perfectamente plasmado en el título. Cuando hablamos de Jesús estamos hablando de un judío del siglo I pero, al mismo tiempo, no se trata de un judío más, sino de un hombre que presenta su peculiaridad, es decir, en Jesús encontramos a un judío marginal. Esta marginalidad será determinante para poder entender tanto la pretensión de Jesús como el desenlace trágico de su vida porque evidencia, en el personaje a estudiar, que se encuentra en camino entre dos lugares, dos mundos, dos cosmovisiones, dos realidades existenciales.

Así pues, Meier tematiza esta marginalidad en tres aspectos fundamentales que dan razón del principio formal que unifica su entera obra[36]:

Primero, la marginalidad de Jesús viene fundamentada por el dato objetivo de su insignificancia para la historia tanto universal como de Israel. En efecto, para los historiadores del siglo I y II la existencia de Jesús es simplemente un punto intrascendente dentro del devenir de acontecimientos del Imperio romano, así como de la historia nacional judía.

Segundo, una marginalidad que tiene en la forma ignominiosa de su muerte su más palmaria expresión. La muerte en cruz es una metáfora perfecta de la pobreza y marginalidad máximas; una muerte de esclavos y rebeldes a los ojos de los romanos y una muerte que evidencia la maldición de Dios a los ojos judíos: «Dios maldice al que está colgado de un árbol» (Dt 21,23).

Tercero, y esto es fundamental para entender la pretensión de Jesús, una marginalidad no sólo fruto del desprecio de los otros, sino autogenerada. En efecto, Jesús se marginó primero a sí mismo. En este sentido afirma Meier:

«Por la razón que fuera, abandonó su medio de vida y lugar de origen, se convirtió en “desocupado” e itinerante a fin de asumir un ministerio profético y, no sorprendentemente, se encontró con la incredulidad y el rechazo cuando regresó a su pueblo a enseñar en la sinagoga. En lugar de la “honra” de que antaño gozaba, se encontró ahora expuesto a la “vergüenza” en una sociedad que pivotaba sobre la honra-deshonra, donde la estima de los demás determinaba la propia existencia en mucha mayor medida que hoy»[37].

Esta presentación de Jesús, más en sus rasgos generales que en el detalle, evidencia la discreta confianza que la investigación de Meier tiene en la posibilidad de conocer al Jesús histórico. Nos situamos ahora lejos del optimismo desbordante de la Old Quest, beligerantes con el pesimismo fideísta de la No Quest y críticos con la imagen desencarnada de la New Quest. Los criterios de historicidad no son absolutos y nos ofrecen juicios históricos que tienen un mayor o menor grado de certeza, pero usados a la manera de una argumentación convergente pueden ofrecer un armazón lo suficientemente sólido para mostrar sobradamente que la fe cristiana no está fundada en un mito, sino en acontecimientos históricos. Del mismo modo, es importante apuntar que no podemos confundir criterios de historicidad con pruebas. En este sentido, asumimos como propios los criterios de historicidad que ofrece Meier[38]. Estos cinco criterios son:

Criterio de dificultad o contradicción: Afirma que podemos considerar proveniente de Jesús aquellos hechos o dichos que hubieran creado dificultades en la Iglesia primitiva, ya que es inverosímil que la comunidad creara la causa de su propio embarazo. Así, por ejemplo, el bautismo de Jesús de manos del Bautista, el desconocimiento de Jesús del día y la hora finales, la traición de Judas o las negaciones de Pedro, la crucifixión en manos de los romanos… son muestras evidentes de este criterio.

Criterio de discontinuidad, disimilitud, de originalidad o de irreductibilidad dual: Tienen visos de mayor historicidad aquellos dichos y hechos de Jesús que no pueden derivarse del judaísmo de la época ni de la Iglesia primitiva posterior a Él. Este es el criterio estrella de la New Quest.

Criterio de testimonio múltiple: Hace referencia a aquellos materiales que están atestiguados en más de una fuente literaria independiente (Mc, Q, M, L, Pablo, Juan) y en más de una forma o género literario. Por ejemplo, no hay duda de que Jesús habló del reino de Dios como tema fundamental de su predicación, algo que se encuentra atestiguado en todas las fuentes.

Criterio de coherencia: Presupone los tres anteriores y afirma que otros dichos y hechos de Jesús encuentran su veracidad histórica en la medida en que se manifiestan conformes o encajan bien en la base de datos preliminar.

Criterio de rechazo y ejecución: No se encarga de establecer primariamente si tal o cual dicho o hecho de Jesús es histórico, sino que dirige la reflexión al esencial punto del desenlace violento de la vida de Jesús. Este criterio nos orienta hacia un determinante fundamental del evangelio: el conflicto. Un Jesús que no provoque con su predicación y forma de vida el rechazo, la irritación y la confrontación de las autoridades no es el Jesús de la historia.

Por último, y como conclusión de todo lo expuesto acerca de esta tercera búsqueda, queremos ofrecer los esenciales resultados a los que ha llegado la investigación y que pueden ser compartidos por la fe cristiana. Este retrato robot de Jesús lo hacemos inspirándonos en la reflexión de Theissen y Merz antes citada[39].

Según estos autores, Jesús es hijo de José y de su mujer María, nacido en Nazaret. Tiene una elemental formación judía y familiaridad con la tradición religiosa de su pueblo. En su actividad pública es llamado Rabí. Se encuentra unido al movimiento del Bautista que llama a la conversión y propone el bautismo en el Jordán frente al juicio inminente de Dios. El Bautista ofrece, mediante este bautismo, el perdón de los pecados contra un judaísmo oficial que aparece como inútil. Jesús es bautizado por Juan, aunque se presenta en escena de modo independiente al Bautista pero con un mensaje análogo que acentúa de modo predominante la gracia y la misericordia divina. Jesús se muestra como predicador itinerante que recorre toda Palestina y es seguido de gente sencilla del pueblo, en la seguridad de que el fin del mundo es inminente. Junto a las gentes que lo acompañan también aparecen mujeres, algo insólito para la época. María Magdalena ocupa entre ellas una posición particular. Así, Jesús es considerado loco por su misma familia.

Al centro del mensaje de Jesús está el Dios hebreo, con un fuerte acento ético en su predicación. Cada uno debe elegir ante la oferta del Reino de los pobres, ganarse o perderse. Jesús se encuentra en comunión con los publicanos y pecadores. Tiene tal capacidad de persuasión que levanta la adhesión de las masas gracias a su manera de hablar en parábolas, haciendo muy asequible su mensaje. Al mismo tiempo, es un curandero carismático que realiza signos indicativos de la cercanía del reino de Dios. Tiene una aproximación liberal a la Torá y acentúa sus grandes líneas, especialmente el mandamiento del amor a Dios y a los demás, radicalizado con la invitación al amor también a los enemigos y a los extranjeros. Relativiza el sábado y el reino de Dios aparece abierto a judíos y paganos. Critica fuertemente el Templo, que ya había sido deslegitimado indirectamente por el Bautista, con el agravante de que Jesús afirma que Dios lo destruirá. De esta manera, provoca a la clase aristócrata. En los últimos días de su vida sustituye el culto del Templo por la cena. En el huerto aparece un Jesús inseguro que oscila entre la esperanza de que su Padre actúe y el miedo a la muerte. Judas, uno de sus discípulos, lo delata y Jesús es arrestado por los aristócratas que arguyen como acusación su crítica al Templo. Esta acusación, ante la autoridad romana, se convierte en política. Frente a Pilato, Jesús no toma distancia de sus acusaciones y es condenado como agitador político en abril del año 30. Sus discípulos lo abandonan, excepto algunos que acuden a la crucifixión desde la lejanía. Después los discípulos aparecen convencidos de que Jesús está vivo y refuerzan la esperaza de que Dios ha actuado. De esta manera, los seguidores interpretan toda la historia anterior y ven en Él la encarnación de un mesianismo de sufrimiento. Durante el primer siglo, este nuevo movimiento se separa de la religión madre.

5. Conclusión: ¿El Jesús histórico, el Cristo de la fe o el Jesucristo real?

La monumental obra de J. P. Meier, Un judío marginal, comienza su cabalgadura con una constatación metodológica fundamental: «El Jesús histórico no es el Jesús real. El Jesús real no es el Jesús histórico»[40]. La distinción entre «histórico» y «real» se presenta al autor norteamericano como fundamental para establecer los límites por los que tiene que discurrir el debate. El Jesús real nunca podrá quedar reducido al Jesús histórico porque, como para cualquier individuo del pasado, la ciencia histórica está imposibilitada para agotar la riqueza de una persona. Esto se hace especialmente dificultoso para un personaje que vivió en la Palestina del siglo I y que mantuvo la mayor parte de su vida en la cotidianidad de una aldea, innominada para la historia universal, llamada Nazaret. De ahí que los pocos datos que nos son conocidos de la vida pública de Jesús hagan de las sucesivas investigaciones histórico-críticas reconstrucciones abstractas.

Ahora bien, aunque nos parece acertada la distinción entre histórico y real, Meier no llega a establecer unas conclusiones que nos resulten enteramente satisfactorias. En efecto, dicha distinción parece que se mueve en el ámbito cuantitativo, es decir, el Jesús real no es accesible porque es imposible históricamente recomponer la totalidad de sus dichos y obras. Sin embargo, el problema fundamental de toda la investigación histórica sobre Jesús tiene su clave de bóveda no en el ámbito cuantitativo, sino específicamente cualitativo. O de otra manera, la razón y los diversos instrumentales que ella reelabore para su justo uso nunca podrán agotar la totalidad del conocimiento. En este sentido, reivindicamos las posibilidades cognitivas del amor o de la fe[41]. Por ello, y al contrario de lo que opina Meier[42], los evangelios sí pretenden presentarnos al Jesús real porque ellos no interpretan esa realidad como acumulación cuantitativa de datos, sino como una experiencia vital que ha ganado el corazón y que es reconocible sólo en la fe. Creemos que aquí Meier confunde al Jesús real con el Jesús total. Indudablemente que el Jesús real no equivale al Jesús total que, por estar inserto en el ámbito del misterio, siempre mantendrá una infinita distancia del sujeto creyente.

Así pues, la polémica ilustrada acerca de la continuidad o discontinuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe sólo puede ser «superada» en la medida en que el discurso teológico rechace las condiciones previas que se imponen a dicho debate. Desde este presupuesto, la ciencia histórica no puede reducir la realidad en virtud del purismo del método, sino que tendrá que estar continuamente en un tentativo de búsqueda que no acabe reduciendo la inabarcable riqueza de la vida[43]. Por ejemplo, si preguntáramos si ha existido alguna vez en la historia un hombre que haya amado sin reservas, de modo incondicional y universal… el historiador se vería sobrepasado por la naturaleza misma de la pregunta. Pero, al mismo tiempo, la certeza de un amor que se haya manifestado realmente sólo podrá ser percibida a través de un hecho verificable en la historia y, en este sentido, entra en el campo de los objetos propios de esta disciplina. Ahora bien, la naturaleza del objeto propuesto impondrá a la ciencia histórica una reubicación de su método. Así, la pregunta por la existencia de un amor incondicionado tropieza con la imposibilidad de una verificación objetiva del mismo y empuja a la investigación histórica a un cambio de perspectiva.

El amor sólo es reconocible a través de aquellos que se han visto provocados existencialmente por él, que han sentido su influjo y han visto su vida envuelta en una dinámica de amor que superaba sus propias expectativas y previsiones. O de otro modo, hay acontecimientos vitales que sólo pueden ser objetivados o verificados en el interior de una corriente de tradición que es capaz de mantener vivo el influjo primero de tal evento. Y tal tradición se media inevitablemente en unos testigos que se han dejado transfigurar por el influjo primero:

«Así también, en el campo del conocimiento histórico existen hechos de cuya realidad es imposible juzgar acumulando probabilidades; se parecen a un relámpago que, independientemente de dónde se verifique, sacude de modo incondicionado. Este carácter de no equiparabilidad con la restante experiencia empírica es el que tiene el evento al que se refieren como fundamento de su propia existencia los que creen en Jesucristo»[44].

Desde esta óptica, el terrible foso del que hablaba Lessing tiene unas connotaciones muy distintas. Porque el amor sólo es verificable en la medida en que la persona es alcanzada por su influjo vital. O de otro modo, sólo se sabe del amor sintiéndose amado. El problema del Jesús de la historia y el Cristo de la fe se redimensiona si la teología reivindica la peculiaridad del objeto con el que trabaja y solicita métodos adecuados a dicho objeto[45]. Así, «la perspectiva teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de Jesús»[46].

No obstante, queda una pregunta que no podemos obviar: ¿Cuál es la utilidad del Jesús histórico para la vida creyente? En palabras de Meier:

«Mi respuesta es clara: ninguna, si se pregunta sólo por el objeto directo de la fe cristiana: Jesucristo, crucificado, resucitado y ahora reinante en su Iglesia. Este Señor ahora reinante es accesible a todos los creyentes, incluidos los que nunca, ni un solo día de su vida, estudiaran historia o teología. Sin embargo, mantengo que la búsqueda del Jesús histórico puede ser muy útil si aquello por lo que se pregunta es la fe que trata de entender; o sea, la teología, en un contexto contemporáneo»[47].

En efecto, la utilidad de la investigación crítica sobre el Jesús histórico tiene un interés dialogal en el actual contexto posilustrado. De esta manera, la teología trata de mostrar con credibilidad, ante los interrogantes del hombre contemporáneo, que el fundamento del cristianismo no se cifra en un mito o en un arquetipo ideal de humanidad. Al origen de la fe pascual encontramos la provocación de un hombre concreto de carne y hueso, que vivió en la Palestina del siglo I y que, después de un breve ministerio público, fue crucificado. Pero al mismo tiempo, y esto es determinante, el objeto de la teología nunca podrá quedar reducido a este Jesús histórico, sino al Jesucristo real que sólo podemos encontrar en la comunidad creyente. Porque el único criterio normativo para nuestra fe son los textos neotestamentarios donde se ha objetivado la revelación de Dios en Cristo.

Así, la intencionalidad de los evangelios es devolvernos una realidad que sólo es accesible con los ojos de la fe; o de otra manera, los evangelios tienen la pretensión de verdad de que el judío Jesús es el Hijo de Dios bendito[48]. Por tanto, la mirada de fe nos ayuda a trascender lo empírico e inmediato para descubrir «lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el corazón humano imaginó» (1Cor 2,9):

«Nunca ninguna ciencia, ni veinte siglos de acreditación del cristianismo, harán manifiesto que un judío era el Hijo de Dios, Dios en persona. La fe no es sólo la cualificación que Dios da a quienes no fuimos contemporáneos de Jesús para que podamos creer en él sin haberle visto sino que es la cualificación ontológica para que podamos conocerle a él como Dios, en sí mismo y en su figura histórica. Dios, cuando se da a conocer, crea la figura exterior proporcionada y la luz interior proporcionante»[49].

Vida de san Pedro

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