Читать книгу La extraña en mí - Antonio Ortiz - Страница 7
ОглавлениеLas personas son como la Luna:Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.
Mark Twain
REVISAR MI VIDA PASO A PASO y darme cuenta de que la mayor parte de ella está llena de dolor, parece ser un cruel inventario del mismo destino. Un año nuevo comienza y, aunque todos esperan que el futuro sea aún mejor, que todos los problemas se solucionen y que desaparezcan una a una las penas, sé por experiencia propia que a veces el pasado se devuelve como un búmeran. Tengo miedo de recordar, pero al mismo tiempo no quiero olvidar. Si olvido, entonces aquellos que están ahí afuera no tendrán esperanza, no podré prevenirlos y la historia se repetirá, ya no en mí, sino en todos los que no pueden ver a lo que se enfrentan.
* * *
Cuando tenía seis años hablaba sin parar y tenía sueños, muchos sueños que fui enterrando al ir creciendo; esas ilusiones de niña pequeña fueron quedando atrás en la amnesia de la vida. Muchas personas les preguntaban a mis padres a manera de chiste: “¿Dónde se apaga?”.
Era muy elocuente y me encantaba ser el centro de atención. Sin embargo, en unas vacaciones en San Bernardo del Viento, un pueblo que está ubicado cerca del mar Caribe, en el norte de Colombia, y donde nació mi padre, conocí un silencio ensordecedor en el que me sumí y con el cual acallé la tormenta de pensamientos que vivía en mi cabeza. Viajábamos cada dos años a ese lugar a visitar a mis abuelos, pero lo extraño es que solo puedo recordar ese momento como quien ve una fotografía. Fue el año en el cual fuimos felices como familia, el año en que me embriagaba una alegría desbordante y ocultaba sin temor toda mi oscuridad. Sentada en la playa con Meli vimos un verdadero atardecer y, mientras el sol se ocultaba en un ritual celestial, mi mente se fundía con esa hermosa postal y con la música interpretada por las olas.
En la casa de mis abuelos había algunos animales, entre ellos unos cerdos. Mi mamá, quien creció en una ciudad, se sentía incómoda con el calor, con la casa y con los animales. Estos últimos sentían que no eran de su agrado. Una tarde, mientras mi madre ayudaba a mi abuela a tender unas sábanas en el patio trasero, la mamá de todos los cerdos pequeños se sintió amenazada y empezó a correr detrás de ella. Mi madre gritaba y pedía ayuda como si ese día fuese el último que viviría, pero lo extraño es que nunca fue hacia el interior de la casa para tratar de esquivar a la bestia hambrienta y cruel que la perseguía. Solo corría en círculos y daba vueltas como un vaquero en un rodeo. Mi hermana, mis abuelos y yo nos ahogábamos en el llanto y el dolor causado por una risa incontrolable. Mi padre se nos unió, pero con la gran desventaja de tener que aguantarse la cantaleta de mi mamá por no haberla ayudado en ningún momento.
Esa familia enmarcada en esa felicidad tan anhelada se diluyó poco a poco con el tiempo. La grieta del amor de mis padres se fue haciendo más grande y destruyó sus lazos de confianza y comunicación como pareja. Nosotras formábamos parte de un bote que naufragaba en un mar llamado vida, cuyas aguas se llevarían lo mejor de mí.
* * *
En clase, muchas veces me sentía triste, pero no dejaba que la tristeza ganara la batalla porque lograba obtener muy buenos resultados académicos. Sin embargo, no tenía tolerancia al fracaso y al obtener notas inferiores a noventa y cinco, me sentía indignada y vulnerada; poco a poco fui cediéndole espacio a esa melancolía. Traté muchas veces en vano de recordar ese sentimiento de felicidad, aquel que me había dado tantas lágrimas de alegría y que por un momento corto me dejaba saborear ese hermoso mundo del cual me alejaba cada día. Esa sombra se alimentaba de mis problemas e intensificaba mis angustias y mi dolor.
* * *
Los frecuentes viajes de mi padre y la dedicación de mi madre a su trabajo, no les dieron el espacio para rescatar el romance que agonizaba. Descubrí con pesar, a los ocho años, que mi padre había decidido que mi madre no sería más la musa de su inspiración. Mientras volvíamos de un almuerzo en las afueras de Bogotá, mi papá me permitió jugar con su teléfono, pero por error abrí las conversaciones de WhatsApp y pude ver que alguien más ocupaba su corazón. Según los diálogos y las fotografías, también su alma y su cuerpo. Sus “viajes” de negocios eran la excusa perfecta para irse a otro lugar y refugiarse en los brazos de la que, a la postre, sería mi madrastra.
Esa vez, un silencio ensordecedor me devolvió todos los pensamientos; sentí que algo dentro de mí se deshacía y me hacía sentir que ya no tendría fuerzas para levantarme ni para comer. Mi respiración fue desapareciendo, mi visión se nubló, mi corazón latía en mi cabeza y, por un momento, me sentí desmayar. Cuando reaccioné, mis padres, en parte preocupados y en parte recriminando, me preguntaron la razón por la cual no había dicho que sentía ganas de expulsar el almuerzo dentro del auto. El olor era nauseabundo; vomité dos o tres veces y manché la intocable cojinería del auto.
Me sentía traicionada por mi papá, abandonada y engañada. No sabía cómo mirarlo ni tampoco qué decirle. Fue entonces cuando, sin previo aviso, se cortó la comunicación entre los dos, la confianza hizo las maletas y se marchó para no volver. Aún lo seguía amando, pero me sentía desilusionada, ya que, aunque quería creerle cada palabra que me decía, sus ondas sonoras, sus besos, sus caricias y sus sonrisas sabían al trago amargo de las mentiras.
Dejé de compartir todo con Meli porque, cuando le comenté lo que sucedía, simplemente no me creyó. Era lógico: ella siempre había sido la más cercana a mi padre y él había sido más que un héroe para ella. No sé si mi madre sospechaba o sabía algo sobre lo que sucedía, o si solamente lo dejó pasar. Me comencé a retraer y a aislar, pero mi comportamiento errático empezó a hacerme compañía.
* * *
Cuando estaba en octavo grado, unos años después de darme cuenta de las mentiras de mi padre, ingresó al colegio Mariana Riveros, una niña con gran capacidad intelectual. A medida que pasaban los días se hacía más evidente la competencia entre las dos. En todas las clases, durante el primer mes, le llevaba ventaja porque sabía cómo funcionaban las cosas en mi salón, pero hubo un momento en el que ella comenzó a obtener victoria tras victoria y entonces todos comenzaron a hacer comentarios que para mí eran hirientes.
Recuerdo que ese día era tan gris y frío como todo lo que había en mi interior. La vi bajarse del auto de su papá, quien la acompañó hasta la entrada. Al despedirse, se fundieron en un abrazo, y un beso cálido se estampó en su frente; un “te amo” poco tímido rompió el bullicio mañanero y la rutina de ese día.
María Paula Abril, que estaba cerca de mí, me preguntó si había visto un fantasma porque estaba pálida y mis ojos parecían dos lunas llenas.
Nunca me hizo nada malo, nunca me criticó, ni me juzgó, pero yo la consideré más que una enemiga; ni siquiera sentía tanto odio por Carolina Cantor. Durante más de quince días preparé la estrategia para ya no sentirme así. En el colegio, muchas personas se ufanaban de los celulares que tenían, en especial Manuela Ruiz, una fanática de la tecnología y miembro activo del grupo de Carolina. Ella siempre tenía el celular más reciente antes de que saliera al mercado; no sé cómo lo hacía, pero así era.
Mientras estábamos en una obra de teatro, fingí que estaba enferma y pedí permiso para ir a la enfermería. Mi directora de curso le pidió a Mariana que me acompañara. No cruzamos palabra durante el trayecto, pero al llegar a nuestro destino ella rompió el silencio.
—No sé qué te he hecho, ni sé por qué me miras con odio, solo sé que muy dentro de ti hay una buena persona. Te admiro y te respeto, pero esa actitud que tienes solo te va a aislar y te vas a consumir en la soledad —dijo muy claramente, mientras me recostaba en la camilla.
—¿Es todo o tienes algo más para decirme? —pregunté, con un aire de ironía.
Solo me sonrió y frunció los labios como admitiendo que era un caso perdido. La enfermera me preguntó qué me pasaba y le dije que era el habitual cólico, por lo cual me dio agua aromática y me pidió que me recostara un rato.
—Es una lástima que no puedas ver la obra; es para no perdérsela. Deberías ir —le dije, mirándola a los ojos.
Ella trató de convencerme de que lo mejor era quedarse para hacerme compañía, pero logré que aceptara mi oferta por solo diez minutos. Con el panorama despejado, salí por otra puerta que llevaba a un patio secundario y, mientras todos estaban viendo la obra, logré llegar a nuestro salón, tomar la mochila de Manuela y… El resto se convertiría en un viacrucis para Mariana y su papá. No sé si de esta manera se rompió esa sólida confianza que había entre ellos, solo sé que creí haberme quitado un obstáculo del camino.
Antes de salir hacia los buses que nos llevaban a casa, Manuela hizo un escándalo gigante al darse cuenta de que su preciado iPhone había desaparecido, e hizo dudar a las directivas del colegio de todos nosotros. El rector y los profesores nos hicieron formar afuera con nuestras mochilas. Como sabía que a María Paula Abril le encantaban los chismes y también le caía mal Mariana, de una manera muy diplomática e imperceptible le sugerí que seguramente el celular lo había robado alguien que hubiera tenido acceso a los baños o a la enfermería durante la obra. Mi querida amiga “Gollum” fue corriendo donde el rector y, para quedar muy bien, le hizo la misma sugerencia, por lo cual seis personas terminamos en la oficina del rector con nuestra mochila, mientras Manuela y unos profesores revisaban nuestros lockers. El rector nos empezó a hablar de la honestidad, diciendo que aquel que hubiese cometido semejante delito podía redimirse si entregaba el celular y que de esa manera no sufriría las consecuencias nefastas de una expulsión.
Aunque en algún momento una parte de mí se arrepintió y quiso aclarar el asunto, en mi cabeza retumbaron las palabras de Mariana, que se clavaban como una espada en lo más profundo de mi orgullo. Cuando levanté la mano para decir la verdad, mis palabras fueron cambiadas por la Dama Oscura, quien de una forma desafiante simplemente dijo:
—Si usted cree que en este colegio hay ladrones, debería perseguirlos y sacarlos, ya que de lo contrario vamos a ganarnos una fama de “hueco”. Marque al número y así sabrá que nosotros no lo tenemos.
Mi mirada furiosa pareció tener efecto. El rector dejó escapar un suspiro y, ante semejante presión, miró a Manuela, quien para ese momento había terminado la búsqueda en los salones, y le pidió el número. Lentamente, sus dedos fueron digitando las cifras que lo llevarían a la evidencia. Mi corazón latía a dos mil por hora y mi respiración se agitó tanto que pensé que me iba a desmayar. Todos miramos mientras el rector ubicaba el teléfono en su oído y un silencio sepulcral llenó la oficina. Esperamos unos segundos y nada. Volvió a marcar, pero esta vez con el altavoz puesto. El maldito estaba apagado. En ese momento me sentí aliviada por un lado, pero frustrada por el otro. El rector solo nos dijo que lo lamentaba y que esperaba que entendiéramos la situación. Cuando estábamos bajando las escaleras, Manuela nos pidió que volviéramos.
—Señor rector, no les han revisado las mochilas —dijo de forma vehemente.
Volvimos a la oficina. Entre susurros y groserías cada uno debía pasar por la requisa.
—Señorita de la Roche, ya que usted ha sido la que más ha protestado, la invito a que sea la primera —dijo el rector, con una sonrisa burlona.
Sacaron todo de mi mochila, hasta la tapa de gaseosa que usaba para cortarme. Nada. Era de suponer que no encontrarían lo que buscaban. Muy lentamente empaqué todo mientras miraba a todos en la fila.
—Ya se puede marchar, no hay nada más qué ver —indicó el rector.
Mientras esperaba en el parqueadero, vi al papá de Mariana; se veía tranquilo, como si nada pasara. Me sorprendí cuando vi detrás de él a mi padre, quien fue a recogerme esa misma tarde. Tenía terapia y lo había olvidado por completo. Tuve que marcharme sin saber qué iba a suceder y, mientras estaba en el consultorio, mi cabeza se volvió un ocho tratando de pensar en los posibles escenarios.
No pude hablar con María Paula Abril porque esa noche sus padres la llevaron a un concierto y nunca se conectó. Mi hermana estaba en un retiro espiritual y no llegaba sino hasta el fin de semana. Me desesperé y traté por todos los medios de averiguar qué sucedía. Volví a abrir mi cuenta de Facebook, pero extrañamente nadie mencionaba nada.
* * *
La sinceridad y honestidad son el principio de cualquier sociedad. Me enfrentaba a la incriminación de una persona inocente. Llegué sin saber qué sucedía y todo era un misterio. Delante de mí, en la oficina del rector, estaban mis padres, mi hermana, Mariana, Manuela, Carolina y la enfermera. Sabía que nada podía salir tan bien, pero, cuando lo hice, nunca pensé que las cosas iban a estar tan mal.
—Yo te vi entrar al salón y poner el teléfono en la mochila de una inocente —dijo la enfermera, mientras mis padres lloraban con inmenso dolor.
—Sabía que no debía confiar en ti. Eres mala, traicionera, y por eso siempre, siempre estarás sola —me gritó Mariana.
—Qué vergüenza. Me siento muy desilusionada. Podremos tener la misma sangre, el mismo ADN, pero no somos iguales —continuó mi hermana mientras lloraba.
—Tranquila. Sé por qué lo hiciste y te entiendo. Podrás ser gorda, fea y rara, pero no eres una ladrona —decía Carolina mientras me abrazaba.
Abrí los ojos ahogada en llanto y entre lágrimas vi el rostro de mi mamá tratando de decirme algo que no entendía. Cuando agité la cabeza para despejar mi mente, me di cuenta de que estaba en mi cuarto y de que todo era un sueño. Mi madre se asustó bastante porque pensó que era otra crisis. Al siguiente día me reporté como enferma y no fui al colegio, pero, como era de esperar, las noticias de última hora las obtuve de mi mejor fuente. María Paula Abril me contó con detalles lo que había sucedido.
* * *
Mariana fue la penúltima persona a la que le revisaron la mochila; cuando la abrieron, el celular estaba allí. La enfermera y el jardinero corroboraron que después de dejarme en la enfermería, Mariana se había desviado hacia el salón y después se había dirigido al baño. Ella argumentó que solo había ido allá por una toalla higiénica, pero la evidencia era contundente. Su padre se sintió tan avergonzado que no fue necesario que la expulsaran del colegio.
Mientras Abril me contaba el acontecimiento con cierto deleite, una lágrima atravesaba mi rostro. Por primera vez me dolía lo que estaba pasando. Recordé el abrazo entre esa niña y su padre, y pensé en el dolor que ambos estarían sintiendo. Sus palabras retumbaron en mi cabeza. Había aprendido de mi madre que solo los verdaderos amigos te dicen la verdad sin pensar en cuánto te duela. Mariana se había mostrado como una persona digna y valiente, me enfrentó sin temores ni tapujos y cuando me dio la espalda, le clave el puñal de la mentira y la traición. No había ninguna diferencia entre mi padre y yo: éramos iguales y hacíamos las mismas cosas.
Mi apetito se marchó por unos cuantos días al igual que mi sueño; no lo pude conciliar porque cada vez que cerraba los ojos veía el rostro y la mirada de Mariana acusándome. Le pregunté a mi padre si alguna vez había hecho algo muy malo, si había mentido y herido a personas que fueran inocentes. Un silencio largo e incómodo nos invadió, a mí por la certeza de una respuesta afirmativa y a él por la incertidumbre de mostrarse honesto o seguir mintiendo. Su respuesta me sonó a discurso de político:
—La mentira muchas veces es la omisión de cierta información que podría hacer más daño. Verás, si le decimos toda la verdad a alguien que tiene una enfermedad terminal, podríamos acelerar su muerte, mientras que, si maquillamos un poco la información, tal vez esa esperanza le dé más oportunidades.
Eso no era lo que esperaba oír, pero no insistí más. Aunque mi pregunta había sido respondida tácitamente, quería mirarlo a los ojos mientras me decía que sí, que se sentía muy mal por habernos mentido. Solo quería escucharlo decir “lo siento mucho”. Vi cómo se atragantaba con su saliva porque él en el fondo sabía que yo no me le “comía” ese cuento de hadas y que lo consideraba un mentiroso. Fue un gran mal para mí, pues no estaba tan lejos de todo lo que me fastidiaba. Me había convertido en una mentirosa y traicionera como mi padre, y era igual de manipuladora que María Paula. Como quien dice, estaba condenada al fracaso.
Volví a ver a Mariana meses después mientras acompañaba a mi madre a hacer mercado. Al encontrármela de frente, mi mirada esquivó la suya y, aunque no sé por qué ni con qué intención, ella trató de hablarme. No quise escucharla ni enfrentarla, por eso, de manera angustiante, salí lo más rápido que pude al parqueadero, tratando de esconder mi culpa, ocultándome como la criminal que creía ser. En síntesis, hice lo que aprendí de mi padre.
Mamá me siguió y me preguntó si estaba bien, pero por un momento no pude respirar, sentí que me ahogaba; por más esfuerzo que hacía, el aire no llegaba a mis pulmones. Mi madre estaba desesperada y comenzó a pedir auxilio. De repente, una señora me hizo agachar la cabeza y me empezó a dar instrucciones sobre cómo respirar. Una bolsa de papel se instaló en mi boca y mis ojos veían cómo se inflaba y se desinflaba, al tiempo que recuperaba mi capacidad de respirar; era algo que dolía ver. Poco a poco volví a sentir que la sangre recorría mi cuerpo como un río que fluye de nuevo después de estar congelado. Recliné mi cabeza en el asiento delantero de nuestro auto y me empecé a recuperar de lo que me estaba sucediendo. Fue horrible, sentí que mi cuerpo se petrificaba y que cada célula se detenía sin previo aviso.
Un ataque de pánico, así se lo definió la señora que nos ayudó, quien resultó ser la madre de Mariana. La ironía de la vida me cobijaba otra vez para burlarse de mí. Mi pecado me perseguía como queriendo hacer justicia y no me iba a librar tan fácilmente, aunque sabía que para tapar una mentira tendría que hacerlo con una cadena de más mentiras. Tal vez llevaría las cosas un poco más lejos, allí donde la fantasía se convierte en algo cierto, donde la cordura y la locura se dicen adiós. Todo llegaría hasta el punto en que no podría saber qué era real y qué no.