Читать книгу Ausencio - Antonio Vásquez - Страница 7

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Aparece la luna como un gran ojo que se abre en el cielo. Su luz fantasmal cae con el aplomo de una mirada acusadora, y yo escondo la culpa que nace en mí mientras enterramos a Ausencio, mi padre.

En mi mano tengo un puño de tierra que dejo caer sobre la tumba como si me desprendiera de un recuerdo. Entonces una voz me susurra: Ya vámonos… Es una voz que proviene de la lejanía, del mismo lugar de donde surge la música de banda y los lamentos. Cuántos lamentos, cuánta gente quiso a mi padre, lloran como se le llora a un hermano fallecido, pero en mí no hay más que silencio y culpa, la culpa de no llorar como los demás. Ya vámonos, vuelve a repetir la voz de mi madre, y yo, embriagado por el incienso y el mezcal que vierten los compañeros borrachos de mi padre sobre su tumba, abandono el panteón atravesándolo como se atraviesa un ensueño.

Al salir, mi cuerpo se torna pesado, aquejado de nuevo por la gravedad que dejé de sentir cuando entré en el panteón. A mi alrededor distingo tres sombras afligidas que caminan con las cabezas agachadas; la más cercana a mí tiene mi mano entre la suya: es Marcela. Ha llorado más que mi madre y mi hermana, ha llorado por mí. Quisiera decirle que no lo haga, que ni siquiera conoció a mi padre, pero en mi boca sólo anida una saliva espesa en la que se pierden las palabras.

A lo largo del camino, un viento pesado que desciende del cerro nos oprime; es un suspiro caluroso que inunda las calles del pueblo. Pasa a nuestro lado y se va por un callejón sombrío, ahí donde hallaron el cadáver de mi padre ahogado en su vómito. Marcela aprieta mi mano y me mira consternada, esperando alguna reacción. Miro impasible la pequeña veladora que brilla débilmente en el lugar donde falleció mi padre, como si mirara cualquier otra, y sigo a mi madre y mi hermana que han decidido irse por el camino largo a casa, evitando pasar por aquel callejón infame.

Cuando llegamos a nuestro hogar, mi familia entra primero. Me detengo en el umbral y veo los ojos de Marcela, cansados por la desvelada. Entonces se disipa la maraña del sueño en el que he estado sumergido desde la misa de difuntos.. Siento la aspereza de mis manos recubiertas por la tierra del panteón, huelo el perfume de Marcela y me tranquiliza saber que al menos no la he enterrado a ella. Le doy las gracias por habernos acompañado y le digo que será mejor que regrese a su casa y descanse; anoche se quedó con nosotros mientras velábamos al difunto. Marcela me abraza y puedo sentir las lágrimas que corren sobre su mejilla pegada a la mía, el ritmo de su respiración que sosiega, sus ganas de cuidarme. Abrazo largamente aquel cuerpo vivo, palpitante, el único cuerpo que deseo que permanezca con vida. Y la beso, conteniendo la necesidad de desmoronarme. Ella no quiere soltarme. Le tengo que asegurar que estaremos bien para que acepte irse.

En mi casa, el patio está repleto de mesas y sillas desordenadas, cartones de cerveza amontonados uno encima de otro y, en una esquina, una gran cazuela tiznada reposa sobre leña apagada. Los muros cubiertos de cal que rodean el patio se han ennegrecido, y aún persiste el olor a pólvora que dejaron las ruedas de cuetes al quemarse. Un desastre. Sólo me reconforta la calma y la soledad en la que ahora se encuentra mi hogar, aunque al rato llegarán las señoras que han venido a hacer guelaguetza y rezarán, con sus voces apagadas, el rosario todas las noches, y revestirán la cruz de cal con flores nuevas hasta que acabe el novenario, como si alguna vez nuestro padre le hubiera regalado flores a mamá, como si alguna vez de niños nos hubiera vestido y llevado a misa para rezar. Y luego tendremos que hacer el levantamiento de cruz al noveno día, regresar al panteón, revivirlo todo… Ni muerto nos dejará en paz.

Podríamos dejar sepultada la imagen de mi padre desde esta noche, sin tener que perturbar más la memoria, pero vienen personas ajenas a dar el pésame, personas extrañas que nunca he tratado y cuyas condolencias sólo logran irritarme, porque parece que conocieron mejor al hombre que para mí siempre fue un desconocido. Anoche, mientras velábamos al difunto en la capilla, sólo deseaba huir, levantarme y salir de aquel escenario funesto, decirle a Marcela que me llevara lejos del pueblo. Pero no pude, permanecí en la capilla asfixiante, atiborrada de señoras sollozantes y borrachos, mirando absorto el cuerpo inerte de mi padre acostado sobre la cruz de cal, con un ladrillo sobre su frente morada, tratando de alcanzar un recuerdo suyo que me provocara una lágrima.

¿Quién fue aquel hombre que ahora yace sepultado, el hombre cuya ausencia hace que bebamos en silencio el chocolate con agua que nos ha calentado mamá en la cocina? Mi hermana sumerge lentamente un trozo de pan de yema en su taza, ensimismada, mojándolo hasta que el pan se deshace en el chocolate. Trae los ojos hinchados por el llanto que se ha guardado; podría llorar más, pero no lo hace por consideración con mamá, quien termina de batir lo que resta del chocolate y se sirve una taza. Se le ve el cansancio que le han dejado sus años de matrimonio, el desencanto; apenas sorbe su chocolate y nos dice que está amargo. Nosotros sólo asentimos con la cabeza. Al acabar, mamá se pone a lavar los trastes. Le digo que deje que las señoras lo hagan mañana, pero ella insiste. Cuando estamos por subir a nuestras habitaciones, mi madre se detiene y nos dice: Ese hombre nunca fue un padre. Y nos abraza.

Entro a mi recámara sin encender las luces y me acuesto, agotado, sin desvestirme. No tardan en llegar las señoras del panteón; escucho desde la oscuridad de mi cuarto sus pasos, que resuenan dentro de la capilla; las palabras sagradas que pronuncian sus labios rajados; los misterios dolorosos del rosario que van acumulándose sobre mis párpados, cerrándolos… Pienso en el hombre al que le rezan, el que no fue un padre; me imagino su rostro que se fue demacrando con los años, el hedor de su boca, las dificultades con las que caminaba. Me pregunto cómo un hombre que vive con su familia puede acabar durmiendo en la calle, cómo uno puede emborracharse hasta morir. ¿Por qué? Llamo a mi padre por última vez, para preguntarle. No hay respuesta.

Silencio, las señoras abandonan la capilla; silencio, mi madre sube las escaleras; silencio, quedo suspendido en la nada. Un dolor punzante hace agujeros en mi interior, dejándome hueco. Y la noche se hace perpetua. Desearía que existiera una cura, una limpia, una pócima que pudiera lavarme el sabor amargo del luto. Desearía que amaneciera… Entonces escucho el eco de unos llantos que retumban como si provinieran de una profunda caverna, y que estremecen como los ventarrones que sacuden la alfalfa en el campo. Aguardo a que cesen, pero la agonía que traen consigo los llantos me hace insoportable la madrugada. De pronto se oyen unos pasos que provienen del callejón que hay debajo de mi balcón. Con cautela, me asomo a la ventana y recorro las cortinas: nada. Sólo veo el fulgor de la veladora que reposa en el lugar donde se ahogó mi padre.

Los llantos se apagan y regreso a mi cama. Trato de dormir, pero oscilo en un duermevela. Cuando estoy a punto de lograr el sueño profundo, vuelvo a despertarme y, con el cuerpo paralizado, un torbellino de sombras me devora. Una fuerza ignota desciende sobre mí, me aplasta y me estruja, es un peso como el de un muerto que me hunde en el fondo de la vorágine. En las tinieblas subterráneas escucho las últimas palabras de mi padre: Arturo, hijo, hijo mío, ayúdame…

Despierto con la frente empapada de sudor. Por la luz del sol que ilumina las cortinas adivino que es mediodía. Desde el patio llegan los rumores de las señoras que preparan el café de olla y los tamales envueltos en hojas de plátano para quienes vendrán hoy a rezar de nuevo, desde la agonía en el huerto hasta la crucifixión.

No asisto al novenario. A la hora de iniciar los rezos, deambulo por los alrededores de mi casa, con un cansancio que se ha acumulado en mis sueños pesados y que hace que despierte tarde y duerma temprano. En la calle es poca la gente que me reconoce, porque cuando vivía en el pueblo me la pasaba encerrado en mi cuarto. Aun así, la gente me da las buenas noches cuando pasa a mi lado, caminando por esas calles llenas de costras de tierra que al pisarlas liberan un polvo pesado que ni el viento se puede llevar. Antes, cuando recién había llegado a vivir al pueblo, la calle que pasa frente a mi casa se convertía en un torrente a causa de los aguaceros de verano; hoy no hay más que sequedad.

El bochorno no tarda en fatigarme, así que regreso a casa. A veces me topo con un borracho en harapos que va tambaleándose. Me pide que le preste unos pesitos. Al verle los ojos enrojecidos, tan familiares, me dan ganas de decirle que se vaya al carajo, de aventar unas monedas al suelo para que se agache y las recoja. Logro contenerme y le digo que no tengo dinero. Ya en mi casa, acostado en mi cama, oigo los misterios que rezan en la capilla y me arrepiento de no haberlo humillado.

El último día del novenario, después de mi paseo nocturno, vuelvo a entrar en la capilla. Mi madre, mi hermana y Marcela están sentadas juntas, frente a la cruz de cal que yace al pie del altar. Unos compadres de mi padre apagan las cinco veladoras colocadas sobre la cruz, luego recogen la cal donde reposó el difunto. Ahora hay que enterrar su sombra, dice un anciano que dirige el levantamiento. Las señoras que han estado rezando se levantan y salen de la capilla, dejando un sendero de pétalos que caen de sus ramos.

Salimos hacia el panteón, igual que hace nueve días. En la tumba de mi padre, sus compadres cavan un hueco en donde depositan la cal de la cruz. Ahora ya puede irse al otro mundo, dice el anciano. Espero que así sea, que esté satisfecho con estos nueve días que le hemos dedicado, que descienda o ascienda a donde tenga que ir. Que no regrese. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, murmuran todos. Amén.

Al día siguiente cumplo años. Por eso Marcela viene a verme con un semblante un poco más alegre que el aire taciturno que la ha rodeado últimamente; es como si quisiera sonreír pero le diera pena hacerlo. Caminamos por el parque del pueblo, sobre las hojas caídas de las bugambilia, bajo el sol de junio que tuesta nuestras pieles y hace que los arbustos se vean más vivos que de costumbre. Envuelvo su cintura con un brazo mientras mi otra mano sostiene el libro que me ha regalado; ella recarga la cabeza sobre mi hombro, mirando perdidamente hacia otro tiempo que ignoro, quizás hacia el pasado o el porvenir, nuestro porvenir.

Nos sentamos en los escalones del kiosco, mirando pasar a los turistas que han venido a ver al ahuehuete que deja caer su sombra sobre la iglesia. No había visto la iglesia desde el día del funeral. ¿No vas a abrir tu regalo?, me pregunta Marcela. Contemplo el bloque envuelto en papel china. Es un libro, ¿verdad?, le pregunto, y lo desenvuelvo. Extrañado, miro la Biblia que tengo entre mis manos. Era de mi abuela, me cuenta Marcela, me la regaló antes de fallecer. La abro y ojeo las páginas amarillentas, oliendo el aroma a libro viejo que desprenden. Gracias, le digo, pero no puedo aceptarlo, es tuyo. Ella niega con la cabeza y me dice que ahora es mío: El otro día recordaba las tardes después de catequesis, cuando comíamos helado afuera de la prepa, esperando a que pasaran nuestras mamás por nosotros. Recordaba cómo siempre estabas muy atento a lo que decía el catequista y me susurrabas tus dudas… ¿Sabes?, me tuviste muy preocupada en el novenario al ver que no bajabas. Arturo, cuéntame, ¿cómo has estado?

Miro la Biblia, sus bordes desgastados, y recuerdo los atardeceres anaranjados y cálidos, el helado que se derretía, escurriéndose lentamente sobre el barquillo, tan lento como el sol. No te preocupes, le digo a Marcela, no fue nada, sólo no quería estar rodeado de tanta gente. He estado mejor, un poco cansado, pero sólo es eso. ¿Y tu familia?, me pregunta. Mejor, aún está en duelo, por eso no haremos nada hoy. Miento. Pero si quieres, continúo, cenamos en la noche en el Centro. Ella dice que claro que sí y quedamos de vernos en la ciudad. Nos despedimos con un largo beso durante el cual no logro mantener los ojos cerrados: en uno de los jardines del parque, un niño vuela un papalote con la ayuda de su padre. Vuela alto el papalote, muy alto, y el hilo se escapa de las pequeñas manos del niño. Atónitos, padre e hijo miran el papalote convertirse en una mariposa que se pierde entre las nubes colosales flotando sobre el valle de Oaxaca. Nunca regresa. El niño, en lugar de entristecerse, ríe lleno de regocijo junto a su padre. A mí me gustaría volar uno así. Nunca volé un papalote de niño.

Al irse Marcela, camino hacia el restaurante que se encuentra enfrente del mercado donde venden artesanías zapotecas. Adentro, mi familia atiende el negocio. No hay muchos clientes comiendo; sin embargo, no es sino hasta que sale el último que mi familia comienza a preparar la mesa donde cenaremos. Tomo asiento en el lugar de en medio, frente al pastel. Es pequeño porque somos una familia pequeña: mamá, sus hermanos, su madre y su padre, y mi hermana. No se llevan con la familia de mi padre.

Durante la cena, mi familia platica sobre el entierro y el novenario; quién fue, quién dijo qué de nosotros… Recuerdan el arranque de ira que tuvo la madre de mi padre: enrojecida, injuriaba a mamá, culpándola de la muerte de su hijo. Fuiste una mala esposa, le gritaba, lo dejaste abandonado. Mencionan cómo llegué y abracé a mamá, apartándola de esa señora a quien ni siquiera le dirigí la mirada. Mi abuela. De eso hablan mientras miro la Biblia que reposa al lado de mi plato. Pienso qué haré con ella. ¿De qué me sirve una Biblia? De nada, pero no importa, la conservaré porque Marcela me la ha regalado.

Sin hablar, termino de comer el mole negro que me sabe insípido. Mi tío se sirve otra copa de mezcal y me ofrece una. Le digo que no. No me gusta tomar. Al acabar todos los platillos partimos el pastel; es entonces cuando llega mi abuelo. Lo estaban esperando para poder darme mi abrazo. Nos levantamos y nos reunimos delante del altar que tiene una virgen de la Asunción y un san Antonio. Siguiendo la costumbre, mi abuelo dice algunas palabras: Felicidades, Arturo, sabes que te queremos y que todo el trabajo que hacemos es por ti y tu hermana. Cuídate y échale ganas al estudio. Ya ves que aquí siempre nos preocupamos por ti. Luego lame su pulgar y traza una cruz de saliva sobre mi frente. Enseguida, cada familiar pasa a darme un abrazo. Cuando le toca a mamá, siento una tristeza lacrimosa que me toma desprevenido. Logro apretar la quijada y tragarme el llanto.

Sin más que hacer, recogemos los platos sucios y los llevamos a la cocina. Mi familia retoma sus labores y yo le aviso a mamá que iré a la ciudad a ver a Marcela.

El aire del Centro es un poco más fresco que el de mi pueblo. Hay más turistas en el andador que los que vimos en la tarde. Sobre el templo de Santo Domingo, al que ilumina un fulgor ámbar, como la luz que se escapa débilmente de los faroles, resplandece una luna blanca y cercenada. No le aviso a Marcela que he llegado; deambulo.

Camino por las calles verdes de cantera que conozco tan bien sin haberme aprendido sus nombres, bajo los balcones de casas pintadas de alegres colores y el cielo inacabable del valle, sin estrellas, que se llena de globos al llegar a la alameda frente a la catedral. De entre los portales del zócalo surge la música de las marimbas mientras busco un restaurante donde cenar con Marcela, aunque no tengo hambre; acabo de comer un mole insípido, un pastel insípido… Lo único que me apetece es dormir o seguir caminando.

Quisiera poder perderme en alguna calle, esfumarme al doblar una esquina, pero cuando estoy a una cuadra de la iglesia de la Soledad me entra el miedo. Delante de mí, cruzando la calle, ya se pueden ver las putas y los borrachos que las buscan. Una calle sórdida, peligrosa; entro a un bar buscando refugio. Adentro, el centelleo de las pequeñas veladoras que reposan sobre las mesas alumbra las vigas del techo. El bar no está lleno, aún es temprano; sólo hay algunas parejas que susurran entre sí. Con voz etérea, fantasmal, una mujer que está sentada en el escenario decorado con cortinas de terciopelo rojo, canta:

…Antenoche fui a tu casa,

tres golpes le di al candado,

tú no sirves para amores,

tienes el sueño pesado…

Tomo asiento en uno de los taburetes de la barra. Oprimo el tabique de mi nariz con los dedos, sin saber qué hacer; irme a casa, llamar a Marcela, regresar a la calle… De nuevo este extraño agotamiento, este sopor que no sé bien de dónde proviene. Una muchacha morena, que luce un huipil bordado con flores istmeñas, interrumpe mi adormecimiento y me pregunta qué deseo tomar. Sin ganas de nada, le pido una cerveza, cuyo envase suda mientras transcurre la noche.

Soy la única persona sola, la única que no se emborracha. Se te va a calentar la cerveza, me dice la istmeña al ver que el envase sigue lleno. No me gusta tomar, le prometí a mi mamá que nunca lo haría. Estoy solo, incómodo entre la gente que comienza a llenar el bar.

Un trago, ¿qué pasaría si sólo le doy un trago? Es amarga, pero la cerveza va relajando mi cuerpo, aflojando mis músculos tensos, mitigando mi cansancio. Después de pedir el segundo mezcal puedo recordar, sin acongojarme, la imagen del féretro de mi padre descendiendo en su fosa.

No sé en qué momento se atiborra el bar; la mujer ya no canta sones, ahora suena una música estridente que hace que todos bailen, sudorosos. Toco la piel adormecida de mi cara después de haber intentado en vano despegarme del taburete: estoy borracho. Un tipo se abre camino entre la muchedumbre y se acerca a la barra para pedir unos tragos. No es bueno tomar, le digo, ¿sabes lo que es tener un padre alcohólico? Él me mira extrañado y, una vez que recoge sus bebidas, se aleja. También quería contarle que no he podido dormir en paz, que los rezos de las mujeres en la capilla se metieron en mis sueños, los trastornaron y sólo puedo ver sus rostros arrugados y tristes. Otro mezcal, morena, le digo a la istmeña, por favor.

De pronto estoy recargado sobre una pared, con una cerveza en la mano; alguien más ha ocupado mi taburete. Me acerco al grupo de personas paradas que tengo cerca. Hola, les digo, sin saber qué más hacer. Le doy un trago a la cerveza. Hola, me responde una muchacha, sonriendo. Platicamos, me dice su nombre, mismo que olvido al instante. Le pregunto: ¿Sabes lo que es perder a un padre? Yo no estoy seguro… Deja de chingar, dice uno de sus amigos. Me empuja violentamente y regreso a la pared.

Ya no tengo dinero, no puedo comprar más cerveza y no sé cómo regresar a casa. ¿Qué hora es? Quiero irme, pero me da miedo salir. ¿Y si me pierdo en alguna calle? ¿Y si me esfumo al doblar una esquina?

Le marco a Marcela, le digo dónde estoy, le pido que venga. Aguardo en el zaguán donde sale la gente a fumar, platico con la señora que vende chicles y cigarros: ¿Sabes lo que es perder a un padre…? No me gusta tomar; la cabeza da vueltas y a uno le da una sed insaciable. A veces hasta se llega a vomitar. Lo he visto, sé de estas cosas… Me siento solo… Me da un chicle, por favor…

Marcela llega y me mira sin comprender. La beso torpemente, buscando la humedad de su lengua. Ella me ayuda a levantarme y nos vamos. Tengo hambre, le digo. Afuera del bar hay un triciclo donde venden consomé de res. Pido uno, pero me cuesta trabajo sostener el vasito de unicel. A ver, me dice Marcela, y se lo doy. Nos sentamos en uno de los escalones que hay frente a una puerta vieja de madera y Marcela me da de comer. ¿Por qué no me hablaste antes?, me pregunta. Perdón, le digo, sólo quería caminar, pero me cansé. Sonrío burlón mientras Marcela acerca la cuchara de plástico a mi boca. Menso, murmura, estás borracho.

De camino a mi casa, el auto se detiene frente a una farmacia, donde Marcela me compra una botella de agua que bebo con avidez. Ya estoy mejor, le aseguro. Apenado, me pregunto cómo pude encontrar un amor así entre tanta desdicha. Desde niño me había acostumbrado a la soledad, aunque siempre, en secreto, había deseado que acabara. Ahora sólo quiero que acaben las vacaciones, regresar a la Ciudad de México, estar lejos de las rencillas familiares y los malos recuerdos. Dormir juntos.

Entramos al pueblo por una calle mal iluminada. A nuestro paso los perros se inquietan y ladran. Bajo la ventana para que entre aire y sólo siento el calor que se desprende del campo. Las calles lucen desoladas. Se hace un silencio que se esparce como tiniebla, acallando los ladridos y el rumor del viento sofocante. Arriba, en el cielo, la luna mueve las nubes a su antojo, se esconde detrás de ellas y luego las fulmina, llenando las calles de penumbra. Delante de nosotros, a unas cuadras, bajo la luz tenue que cae como un velo desde un poste, vemos a tres señoras envueltas en rebozos negros. ¿Qué estarán haciendo a estas horas de la noche?, me pregunta Marcela. No lo sé, le respondo. Arrastran sus pies. Los bordes deshilachados de sus faldas levantan el polvo. Al acercarnos distingo los pétalos que van dejando sobre el sendero de sus huellas. Son ancianas. La luz del poste traza arroyos de sombra y miseria debajo de sus arrugas. ¿Escuchas eso?, me pregunta Marcela, creo que vienen llorando. Vuelvo a mirarles el rostro arrugado y entonces descubro el vacío de sus cuencas, la oscuridad que me apunta y me espanta.

Mi corazón tiembla ante la posibilidad de otra noche de sueño inquieto, de rezos y lamentos. Marcela, le digo, Marcela, vámonos a un motel. Acaricio una de sus manos mientras la otra vira el volante. En el retrovisor, las tres figuras se desvanecen como humo de copal.

Al apear me doy cuenta de que aún sigo mareado. Mi boca sabe a alcohol. Entro a la recepción del motel, pago y me entregan la llave. Afuera me espera Marcela. Caminamos por un corredor buscando nuestro cuarto. Es por aquí, le digo a Marcela mientras la guío. Meto la llave en el cerrojo y entramos.

Voy directo al baño y orino. Intento lavarme la boca con el agua del grifo y veo mi rostro pálido reflejado en el espejo. No tarda en recuperar su color, en encenderse. Se me pasa el susto por las ancianas y recupero la sensación de relajamiento. Me cubre un acaloramiento agradable. Salgo a la recámara y contemplo a Marcela sentada al borde de la cama. Me acerco.

Olvido cómo he llegado aquí, olvido los días recientes; vacío de recuerdos, sólo queda mi deseo ebrio de su cuerpo. Paso mi mano por su cabellera negra y huelo su cuello. Por debajo de su blusa siento la calidez de sus senos. La desvisto y me percato de que la borrachera es como una revelación, que aquella piel blanca, que he saboreado y mordido antes, se me aparece como algo nuevo, desconocido. Sus olores me llegan transformados, intensificados. Cada caricia suya, cada roce de sus labios con mi cuerpo, produce una sensación comparable sólo a la primera venida que tuve de adolescente. Escucho nuestros gemidos como un sueño placentero, lejano. Me gusta que sus uñas tracen líneas rojizas sobre mi espalda. Me gusta sentir su pecho pegado al mío. Y bebo, bebo de ella, bebo hasta prolongar la borrachera y amanecer entre sus brazos.

El único cobijo que hallo es el cuerpo tibio de Marcela, pero después de un mes del entierro de mi padre, ella regresa a la Ciudad de México para sus prácticas universitarias. Antes de irse, me asegura que podría posponerlas para el próximo año. Le digo que no, que vaya, y que iré con ella. Pero Marcela, apenada, me dice que no podría separarme de mi familia que me necesita en estos momentos. ¿Necesitarme para qué? Si paso los días del verano despertándome al mediodía, cuando el calor está en su apogeo y la piel se cubre de un sudor al que se pegan las moscas, haciendo imposible espantarlas.

No ayudo en el negocio familiar, no voy a la ciudad, me quedo sentado en el corredor de mi casa, esperando una corriente de aire afable que me refresque, mientras aplasto las moscas adheridas a mis antebrazos. Una por una van cayendo y juntándose en el suelo como un montón de pasas. Más que el calor, es el tedio lo que me abruma. Cuando me da hambre voy al restaurante de mi familia a comer, luego me regreso a casa. En el camino veo las sombras que trazan las personas en las calles alumbradas por el atardecer, el cansancio que aqueja los rostros de los hombres agobiados, no por el calor ni el trabajo, sino por no tener nada que hacer. Ellos son los que llenan las pocas cantinas del pueblo antes de que anochezca.

Más de una vez me tientan las puertas de vaivén, pero enseguida rechazo la idea al imaginarme lo ridículo que sería entrar; ni siquiera me llevo con la gente del pueblo. Además, recuerdo el juramento de abstinencia que le hice a mamá, y la severa cruda que tuve al despertar al lado de Marcela en el motel. Sentí asco y ganas de vomitar la culpa de haberme pasado de copas. Prefiero regresar a mi silla en el corredor y esperar al menos un roce de viento fresco.

Pero al llegar agosto la canícula empeora, evaporando las esperanzas de los campesinos de tener un solo aguacero que salve sus milpas. Hasta el pasto que hay debajo del ahuehuete se seca y desaparece bajo el polvo.

Un día en el que ni el corredor me resguarda de la reverberación del sol, mientras incremento mi colección de pasas chamuscadas, escucho un alboroto que proviene de la calle, un bramido. Me levanto de mi silla y atravieso el patio ardiente. Entreabro el portón y me embisten los gritos de hombres despavoridos y algunas risas repugnantes.

Observo temeroso cómo un toro negro, brilloso, sacude sus cuernos delante de la casa del vecino. Cinco hombres forcejean con la bestia, intentando lazarlo. Los bramidos y los saltos que da el toro sacuden el polvo de la calle, confundiendo los pasos de sus domadores. La palidez que tiñe sus rostros delata el susto que sufren. Sus compañeros, que aquietan tranquilamente al resto de los toros amarrados con mecates, sólo miran la faena mientras beben latas de cerveza. Escupen al suelo y se mofan de los lazos fallidos. Son policías comunitarios, de la tercera compañía, la que me corresponde. Yo debería estar ahí con ellos, arreando los toros hacia el ruedo del jaripeo; pero como no vivo en el pueblo sólo he tenido que pagar una multa.

Uno de los hombres que intenta lazar al toro se resbala en la tierra y cae. Antes de que pueda ser embestido o aplastado por la bestia, sus compañeros al fin logran domar al toro negro en medio de la polvareda. El viento seco se encarga de dispersar el polvo hacia las fachadas de las casas, hacia mi frente pegajosa. Tardo en darme cuenta de que tengo las manos sudorosas. Entre los portones de los vecinos se asoman ojos curiosos. Pero más que curiosidad, es espanto lo que transmiten las miradas de los niños que aguardan la reanudación de la marcha de los toros.

Comparto ese miedo, desde niño, desde los primeros recuerdos que tengo de los Valles Centrales, del cielo claro oaxaqueño y sus nubes montañosas. Tenía siete años y habíamos venido desde el otro lado de la frontera, del desierto de calor inhóspito. Mamá quería ver de nuevo a sus familiares, los extrañaba. Siempre que nos íbamos de Oaxaca dejaba caer unas lágrimas silenciosas. Llegamos en carro, por estas fechas, en plena fiesta de agosto.

En la calenda que hacían en honor a la virgen de la Asunción, yo miraba fascinado la variedad de colores brillantes de las faldas de satín con que las mujeres desfilaban por las calles, cargando canastas con arreglos de flores en forma de estrellas y corazones. Me gustaba verlas andar, ondeando sus largas faldas, aunque me espantaban los cuetes que estallaban en el cielo. También le temía a las enormes monas hechas de papel y carrizo; gigantes que vestían como personas, con trenzas o cigarros humeantes. Me escondía entre la falda de mamá, la abrazaba fuerte para que no bailara cerca de las monas.

Una semana después de la calenda, en una tarde nublada de las festividades, llegaron los policías de la tercera compañía al restaurante. Venían con canastas de panes y cartones de cerveza, acompañados por la banda del pueblo. Pasaron a la pieza donde tenemos a la virgen, formaron una sola fila frente a mis abuelos y mi tía, y dijeron algunas palabras de agradecimiento. Entregaron los regalos y la banda tocó una diana. Un cuete estalló. De pronto todos salieron de la pieza y caminaron hacia la calle.

Le pregunté a mamá qué sucedía, por qué habían traído tantas cosas, y me respondió que mi tía había aceptado ser la madrina encabezada del tercer jaripeo. Yo no sabía qué era un jaripeo, y mi madre, que no suele asistir a las fiestas, había decidido ir esa vez para acompañar a su hermana menor. Íbamos detrás de la banda; de mi abuelo y de mi abuela, que gustaba arreglarse con pendientes del Istmo; de mi tía, que vestía su traje de china oaxaqueña. Mi padre cargaba una canasta llena de dulces que mamá aventaría en la noche. Yo caminaba al lado de mamá. Quería acercarme a los músicos, pero ella no me soltaría la mano mientras anduviéramos por la calle.

Súbitamente cayó una llovizna desde el cielo gris, que refulgía a pesar de tantos nubarrones. Las gotas asperjaban los sombreros de los policías comunitarios y el campo verde, liberando un aroma a palma seca mojada, mezclado con alfalfa y yerba de conejo. Los instrumentos de latón cromado se cubrían de granitos de lluvia, y los músicos se taparon con impermeables de plástico azul.

Llegamos a la curva por donde se abandona el pueblo. A un costado de la carretera estaban tendidas carpas de plástico para que la gente se refugiara de la llovizna. En los alrededores del paraje, una decena de camionetas viejas con redilas, atiborradas de familias, estaban estacionadas como reses que pasteaban. Para que nadie resbalara, habían puesto un sendero de tablones de madera sobre la tierra humedecida. Lo cruzamos para llegar al espacio debajo de las carpas. Ahí reinaba un ambiente festivo, con la gente sentada en las gradas improvisadas para la ocasión. En medio del graderío se levantaba un ruedo lastimoso construido con morillos de madera.

Me senté junto a mamá, metiendo mano a cada rato en su canasta de dulces. Mi tía había bajado a una mesa puesta delante del ruedo, donde estaba sentada la autoridad municipal. Yo devoraba gozoso los dulces, ignorando lo que estaba por suceder. Mi padre también había bajado, platicaba con unos señores mientras le destapaban una cerveza. Ese fue uno de los olores que inundó el ruedo, cesada la lluvia y sus aromas a yerbas: el olor a cerveza, a meados de burro; el otro fue el hedor del estiércol de los chiqueros.

Hartado de dulces, no tardé en aburrirme. Nada sucedía. La banda, de vez en cuando, tocaba una melodía y, en los descansos, un anunciador animaba al público y prometía las mejores montadas. Yo le temía a los toros, el tamaño de sus cuerpos me dejaba pasmado. El padre de mi padre tenía algunos en su corral; unos días antes del jaripeo me habían llevado a verlos y casi lloro. Mi abuelo materno, por el contrario, no tenía ninguno, sólo puercos y chivos muy enclenques. Comencé a insistirle a mamá que nos fuéramos porque tenía sueño y hambre. Mi abuela me ofreció una empanada de amarillo, pero me desagradaba la comida oaxaqueña y la rechacé.

Entonces el anunciador nos pidió que dirigiéramos nuestras miradas hacia el valiente muchacho que se acercaba al toril. A pesar de que la lluvia había cesado, el cielo se había ennegrecido. El cuerpo flaco que atravesaba el ruedo parecía cargar los nubarrones espesos, agobiado, a punto de ser aplastado. Le supliqué a mamá que nos fuéramos ya, que alguien llamara a mi padre. Traté de buscarlo con la mirada, pero sólo veía un montón de borrachos amontonados sobre los morillos de madera.

El muchacho, con la frente empapada de sudor que delataba su nerviosismo, escaló el toril; ahí se mantuvo un largo rato, dudando, temblando. Yo también temblaba; no encontraba a mi padre. Creía que esos morillos no iban a soportar una embestida del toro y que este saldría y subiría las gradas. No entendía por qué me habían llevado al jaripeo. Del miedo que sentía surgió un ascua de rencor, insignificante, pero vivo.

El montador saltó sobre el toro y las puertas del toril se abrieron. Salió la bestia iracunda, dejando un rastro de polvo y gritos. El toro saltaba y corría sin saber a dónde ir, estrellándose contra los morillos, la cabeza del muchacho peligrando un golpe que lo dejara inconsciente. Cuando ocurrió aquel golpe, de sonido hueco, el muchacho desmayado siguió por algunos instantes más montado sobre el lomo, sacudido como por los ventarrones violentos de una tormenta. No duró. El cuerpo cayó. Los de la policía comunitaria entraron al ruedo, intentaron lazar al toro o al menos distraerlo. La bestia no hizo caso y enterró su cuerno en uno de los costados del montador, desgarrándole la carne y los huesos. Inerte y abierto, el cuerpo raquítico yacía sobre la tierra, como los chivos que mataba mi abuelo sobre una enorme piedra fría. Insatisfecho, embravecido aún más por la sangre que le escurría por el cuerno y le bañaba su ojo, el toro comenzó a saltar, triturando lo que quedaba del montador, dejándolo irreconocible. Esa noche, y muchas más, soñé con el lodo bermejo que se formó donde quedó el cadáver.

En las gradas las mujeres se cubrían las bocas abiertas, también mamá, ahogándose el Dios mío que suspiraban. Yo no comprendía lo que acababa de suceder. Quería a mi padre, que estuviera a mi lado, que me protegiera. Tan sólo tenerlo cerca para saber que cualquier mal que saliera del ruedo no nos alcanzaría. Era la primera vez que veía a un muerto.

Domado el toro, los paramédicos recogieron los despojos del hombre en una camilla y la música no tardó en volver a sonar. Ahora las mujeres también tomaban alcohol, unas copitas de anís que repartían los policías de la tercera compañía, para aliviar el susto. Yo seguía buscando a mi padre, quería bajar y traerlo de vuelta, sobre todo cuando lo vi caminar torpemente hacia el toril. ¡Mamá!, grité, mamá haz algo, se va a matar. Pero ella no sabía qué hacer.

Mi padre, al subir el toril, casi se cae. El corazón me latía deprisa, los latidos iban quebrando mi interior. Desconocía al hombre que estaba por montar un toro, nunca había visto a mi padre comportarse de esa manera. Era algo grotesco, me asustaba. Aun así quería ir por él. Comencé a sentirme huérfano.

Desde las gradas donde estaba sentado se abrió una distancia entre mi padre y yo, una distancia que hería. Mi padre saltó sobre el lomo del cebú y ambos salieron del toril. Lloraba, pero no le hice caso a mis lágrimas; miraba atento a mi padre. El cebú, de cachos cortos, no tardó en derribar, con tres giros, a mi padre. Grité, más fuerte de lo que gritó mamá, y por un instante el paisaje se nubló a causa de la polvareda. La banda tocó una diana y las carcajadas se apoderaron de las gradas. Con los pantalones manchados de tierra mi padre se incorporaba con dificultad. El cebú, sin prestarle la menor atención, se paseaba por los límites del ruedo. Yo no le veía la gracia. Me dolía el estómago y sentía como si una fiebre me aquejara. Tardé en darme cuenta de que me había orinado las bermudas.

Pasado el incidente, mi padre volvió a perderse entre los borrachos. Finalizó el jaripeo y nos fuimos al palacio municipal, donde sería la entrega de premios a los mejores montadores y la regada de dulces. Fuimos sin mi padre. Mamá tuvo que cargar su canasta de dulces y yo la seguí, cabizbajo. Mientras caminaba sentía la capa pegajosa de orina seca que se estiraba y contraía sobre mis piernas.

Atravesamos con dificultad el andador turístico atiborrado de gente, igual que los jardines y los alrededores de la explanada frente al palacio municipal. En medio de esta, unas luces multicolores refulgían bajo una capa de humo. Olía a pólvora. Un cuete con estela se estrelló contra la espalda de un cristiano. Al despejarse el humo se manifestaron un par de toritos de cartón y carrizo, con piernas de humano. Bailaban mientras ardían, persiguiendo a los niños y a los borrachos que se atrevían a retarlos. De puro milagro llegamos al corredor del palacio sin ser chamuscados por los buscapiés.

Tenía esperanzas de encontrar a mi padre ahí, pero sólo estaban las mismas señoras de las gradas, sentadas en sillas de lata plegables, con sus canastos de dulces a sus pies. Me sobresaltaba a cada rato, con cada estallido de cuete. Recordé de pronto una visita que hicimos al circo: mi padre que me llevaba sobre sus hombros, el olor de su crema para afeitar. Comencé a sentir una tristeza desconocida. Desde las montadas no había visto ni una sola familia. Una vez en el jaripeo las familias se dispersaban, y así permanecían.

Acabada la pirotecnia, las señoras recogieron sus canastas y ocuparon el lugar vacío en la explanada que habían dejado los toritos. La banda ejecutó una chilena y las señoras comenzaron a aventar al aire el contenido de sus canastas. Yo miraba desde uno de los arcos del palacio la lluvia de dulces. Caían a mis pies y la gente se abalanzaba sobre ellos, como niños bajo una piñata rota. Yo ya había perdido el apetito, hasta para los dulces, sólo recogí una paleta para dársela a mi padre.

Me escabullí por entre la gente, decidido: iba a reunir a mi familia para regresarnos a casa. Primero busqué a mi padre en los jardines, pero ahí sólo había niños que jugaban a las atrapadas. Mi abuela me había advertido que no me acercara a ellos, que me darían una paliza. Al verme pasar, sus rostros de júbilo y fatiga se tornaron ásperos; me miraban con severidad, echándome en cara lo que yo era: un extranjero.

Me hirió el desprecio que sentían por mí. Si me hubieran visto caminar junto a mi padre no me habrían tratado de esa manera; habrían visto que yo también era del pueblo, que tenía derecho a jugar con ellos si quería.

Continué la búsqueda de mi padre. Rodeé la explanada, siguiendo un rastro de olor a meados. Al fin lo encontré, cerca de la cárcel municipal, en el jardín detrás del busto de Benito Juárez. Lo acompañaban varios hombres que formaban un círculo en cuyo centro se amontonaban cartones de cerveza. Se carcajeaban y daban fuertes gritos, regocijándose de su borrachera. Me acerqué cauteloso; las sombras de los hombres regordetes caían sobre mí y un viento erizó mis vellos. Mi padre, al verme, me cargó entre sus brazos y besó mi mejilla. ¿Cómo estás, mijo? ¿Y tu mamá?, me preguntó. El tufo a alcohol me mareó más que la pólvora. Entonces me bajé y le dije que nos fuéramos a casa. Los borrachos se rieron al oír mi súplica.

Tomé la mano de mi padre y quise llevármelo. Él no se movió. ¿Por qué?, le pregunté con una voz insegura que comenzaba a romperse, ¿por qué estás tomando tanto? Me respondió, sin mirarme a los ojos, que tenía tiempo de no ver a sus viejos amigos. Sólo era eso. Un hombre con una enorme cicatriz que le corría de la boca a la oreja destapó una cerveza y la puso delante de mi rostro: ¿No quieres una?, me ofreció antes de pasársela a mi padre. Los borrachos soltaron otra de sus carcajadas estrepitosas, llenas de malicia. Intenté una vez más: puse mi frente sobre el dorsal de su mano, lo jalé de su chamarra y le dije: Papi, ya vámonos, por favor. Él sólo movió la cabeza aprobando, mordiéndose los labios cobardemente, todavía sin ver mis ojos, que son como los de mi madre.

Oye, pequeño, dijo el hombre que me había ofrecido la cerveza, ¿por qué mejor no vas a ver a tu mami?, nosotros cuidaremos a tu papi. Me sonrió con vileza, tenía los dientes amarillentos por el tabaco. Le respondí que se fuera al diablo. Me abalancé sobre él, quise hacerle daño, pero sólo logré llenarme de lágrimas.

Mamá me encontró sentado sobre el pasto regado por cerveza, derrotado. Me levantó, sacudió mis bermudas y me cubrió con su abrigo. Humedeció con saliva su rebozo y con él limpió mi rostro. Luego miró con un profundo desprecio a mi padre y los borrachos acallaron sus risotadas. Ausencio no se atrevió a pronunciar palabra alguna, ni siquiera un perdóname. Esa noche lo dejamos con sus amigos, y yo le prometí a mamá que nunca me emborracharía. Nunca.

Pero he roto esa promesa. Afuera ya no se distinguen bramidos ni polvaredas, las pequeñas casas de adobe lucen serenas, con sus fachadas de cal que reflejan los destellos anaranjados del atardecer. Los portones de los vecinos se abren y los niños salen con cautela a jugar futbol en la calle. Los perros los siguen, dispuestos a recuperar sus dominios que les arrebataron los toros. Pasado el peligro, también salgo de mi casa.

El viento refrescante que esperaba no llegó, aunque ya no hace falta. A esta hora de la tarde el sol desciende detrás del cerro y uno puede pasear por las calles sin sudar tanto. Camino pensando en mi abuela: me pidió que la acompañara al jaripeo porque Rey, uno de sus ahijados, montará esta tarde.

Rey fue la única persona fuera de mi familia que me trató con aprecio cuando nos mudamos al pueblo. Nunca pude establecer ninguna otra relación con alguien más. A insistencias de mi mamá, accedí a que él me enseñara a cabalgar. En esas tardes de jinetes, mientras cabalgábamos por las faldas del cerro, Rey me contaba su afición por los toros, cómo iba de pueblo en pueblo participando en los jaripeos. Me confesó que no le interesaba nada más, que sólo quería pasarse el resto de su vida criando chivos, montando toros. No le avergonzaba seguir viviendo con su madre, podría hacerlo hasta morir. Yo quería todo lo contrario: largarme cuanto antes. Aun así no lo miré con desdén, como lo hacía con quienes jamás se irían del pueblo, porque era mi amigo.

Después de vagar por las calles llenas de estiércol de toro decido acompañar a mi abuela. No he vuelto a un jaripeo desde mi infancia; tengo curiosidad por saber qué tanto han cambiado, si aún me provocarán pavor. Al llegar ya no veo las carpas de plástico, sino una enorme plaza de toros construida con ladrillos. Entro en la Monumental y, en lugar de un ruedo de morillos de madera, hay uno de hierro. Doy una vuelta por las gradas y encuentro a mi abuela. Me siento a su lado. Las señoras con las que está sentada son sus comadres y no tardan en agobiarme con sus comentarios: ¿Este es tu nieto? Qué tal grandote ya está…

Una señora que sostiene dos botellas entre sus brazos se acerca hacia nosotros contoneándose y alegremente nos pregunta si no queremos una copita de anís o mezcal: Ándenle, una nomás. Mi abuela y sus comadres se ríen entre ellas, esperando a ver quién es la primera en aceptar el trago. Al cabo de un rato todas andan dándole sorbos a sus copitas de anís. Le digo a la señora que me sirva una de mezcal. Claro que sí, responde. Al verme con detenimiento, añade: Tú eres el hijo de Clara, ¿verdad?, casi no te dejas ver. Yo asiento con la cabeza. Te pareces un montón…, me dice. Entonces su semblante se ensombrece y su voz se apaga: Mi más sincero pésame, Ausencio era un buen hombre, se llevaba tan bien con todo el mundo… La señora vierte el mezcal en la copita de plástico y me la entrega. Percibo el aroma fuerte del alcohol y, antes de empinarme el trago, digo salud. El licor me embiste desde dentro, como una cornada, y un acaloramiento se esparce por mis sienes. No era tan bueno, digo después de toser. ¿El mezcal?, pregunta despistada la señora.

Pido otras copas y las bebo con avidez mientras observo que en realidad nada ha cambiado. Las gradas siguen ocupadas sólo por las mujeres, los hombres se emborrachan cerca del ruedo y los niños andan dispersos por toda la plaza. El último de los mezcales que tomo en la Monumental me sabe amargo al advertir que, si mi padre aún viviera, estaría allí abajo emborrachándose.

En seguida me domina una pesadez, una molestia, un querer huir. La tarde se torna fastidiosa y no soporto ni un instante más el ambiente del jaripeo. Le digo a mi abuela que me voy mientras el animador anuncia el nombre de Rey Santiago. Antes de salirme, él se postra en el suelo al lado del toril, cabizbajo, con las manos tendidas hacia el cielo.

Vuelvo a ver aquel hombre corpulento, alto, que se encomienda a la Providencia y se persigna, en la noche, alegre como cuando cabalgábamos, con una sonrisa infantil por haber salido una vez más con vida del ruedo. Baila sin cansarse con una muchacha en la explanada atestada de gente, despreocupado, mientras deambulo por el corredor del palacio, buscando otra copa de mezcal.

De pronto se escucha un balazo, gritos. Tiro mi mezcal. La gente se empuja, se desespera, y en medio de su tumulto le abren un espacio a Rey. Él se arrodilla como en la tarde, cubre su abdomen con sus manos que se manchan de sangre, sangre que cae en hilos formando un charco, escurriéndose entre las grietas del adoquín. Poco a poco Rey va extendiéndose sobre el suelo. Tendido, mira hacia el cielo; parece que habla o reza, pero es sólo su boca que se entreabre para perder el aliento. Intento acercarme a él, pero estoy petrificado. Su madre llega corriendo. Zarandea a su hijo desfallecido, le exige gritando que se despierte, pero Rey sólo logra espirar. Ella, desesperada, se abalanza sobre él, como queriendo detener el desprendimiento del alma de su hijo con el peso de su pena. Cuando sus sollozos no dan para más, se apagan, partiendo el silencio en dos: el silencio de los vivos y el silencio de los muertos.

Ausencio

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