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SOLEDAD

Las moscas comienzan a abandonar la tiendita una por una. Afuera ha escampado y el sol se refleja en los charcos formados en la terracería. Es fuerte el sol del atardecer. Y no tardará en endurecerse el lodo. No me gusta cuando eso sucede; la gente y los carros que pasan rompen las costras de tierra y alborotan el polvo que después se asienta dentro de la tienda. Luego yo tengo que desempolvar los anaqueles y el mostrador, y por más que limpie, cada vez que paso el trapo sale negro. Es como cuando tengo que darle un baño a Soledad, mi madrina.

Ella, al notar que la tormenta ya paró, asoma su cara arrugada a través del umbral de la casa que está frente a la tiendita; con sus brazos flacos y tostados arrastra una silla de plástico y la coloca justo debajo del dintel. Le gusta estarse ahí, sentada, con las manos quietas en el regazo, vislumbrando Dios sabe qué con sus ojos nebulosos de cataratas.

Recuerdo cuando aún podía verme con claridad, cuando acariciaba mi pelo largo y me decía Qué buena niña y me regalaba muñecas. Eran unas muñecas viejas, cuyos vestidos se habían vuelto amarillentos, pero que aún eran chulas, de una porcelana muy brillosa. Ahora ya no estoy en edad para muñecas, pero me gustaría que Soledad pudiera ver mi rostro y no tuviera que revisarme con sus manos resecas cada vez que voy a visitarla. ¿Cuándo te me vas a casar, Lichita?, me pregunta siempre. Yo le respondo que no sé, que no hay nadie. Que para qué. Ella entonces abre bien los ojos, arruga su frente como tasajo chamuscado y me recrimina: No digas esas cosas, Lichita, si te oyera tu mamá…

¿Si me oyera? Si ya lo sabe. Por eso me ha puesto a atender la tienda, para ver si algún fulano entra y me lleva. Pero yo no me dejo. Aunque vengan a fregar a cada rato con su Qué bonita te ves hoy, Lichita, con su ¿Por qué tan solita?, no les muerdo el anzuelo. Que pescadores habrá muchos, ¿pero peces, en este charco? Y no es que me dé a cotizar, como cree mi madrina, sino que cuál es la necesidad de casarse: es pura necedad.

Mi mamá siempre quiso eso, casarse, aunque ahora lo niegue. Cree que una no debe andar sola por la vida, porque entre más sola más piensa la gente que se anda en malos pasos. Pues sus pasos la llevaron a juntarse con papá, y sepa lo que haya pensado la gente del pueblo cuando lo agarraron preso. Ahí sigue en la cárcel, y ahí que se quede. Tenía mala cara, grasosa, y no paraba de gruñir. Se quejaba de todo: que no había agua en el garrafón, que la comida estaba fría, que la vida le era ingrata. Entonces caían los golpes secos. La tunda. ¿Quieres que te dé una tunda?, así amenazaba. Mamá siempre era la más cercana, la que estaba a la mano, a ella le tocaban los primeros golpes. Mamá lloraba mientras los puños de papá la sacudían, pedía clemencia, juraba que lo haría mejor, que le exigiría caridad a la mismísima vida. Pero papá solo quería que se callara. Terminado el asunto, si papá aún tenía fuerzas, me buscaba. A veces lograba escabullirme.

Salía corriendo de la casa, cruzaba la calle y tocaba desesperada el portón de mi madrina. En ocasiones se tardaba en abrir, eso le daba la oportunidad a papá de alcanzarme y arrastrarme de vuelta a casa. Por fortuna, la mayoría de las veces mi madrina abría la puerta a tiempo. Ella me hacía pasar al patio, bajo el árbol de nísperos, y con su voz dulce me preguntaba cómo estaba: ¿Y tu mamá? Bien, le contestaba. ¿Y tu papá? Ahí anda… Luego sacaba una caja de madera con dulces que había mandado traer desde la capital. Siempre me regalaba dos; uno a mi llegada y otro cuando me iba.

Su casa me parecía enorme, la fachada modesta de adobe no anunciaba los muebles suntuosos que se encontraban dentro. Mi madrina me contó que mucho antes de que yo naciera la casa era aún más grande: Toda la cuadra era de mi papá, que en paz descanse, casi todo el pueblo lo fue, hasta que el gobierno le compró sus tierras por decreto.

Siempre creí que mi madrina era muy rica; por los vestidos que usaba, por la manera en que se enchinaba las pestañas y se paseaba altiva como las estrellas de cine que veía en su televisor con antena parabólica, el único del pueblo en ese entonces. Aunque las malas lenguas decían que de la fortuna que le había heredado su difunto padre ya le quedaba poco: Esa viuda gasta mucho, esa viuda se va a quedar en la miseria. Lenguas malas siempre hay, se echan a perder de tanta habladuría. A pesar de que Soledad nunca rechazaba una petición de que fuera madrina de casamiento, de bautizo, de confirmación… aún quedaban muchos en el pueblo que no eran ni compadres ni ahijados suyos, por eso tanta envidia con nosotros que sí lo éramos, por eso nos contaban esos chismes.

No es que mi madrina se haya acabado la fortuna de su padre, es que sus hijos pedían y pedían, como puerquitos que piden teta. De la capital llegaban los tres hermanos que se habían ido del pueblo para abrir una carnicería allá, llegaban sin siquiera preguntarle a su mamá cómo se encontraba: Mamá, mamita chula, préstenos dinero, es que no sale el gasto con lo de las ventas. Sus visitas se fueron haciendo más costumbre hasta que la costumbre fue tanta que mejor se quedaron a vivir en esa casa que había construido su abuelo. La carnicería acabó clausurada por falta de ganancias y puerquitos.

Los vi la noche en que tramaron la desgracia de su madre. Estaban reunidos en el comedor que se encuentra al lado de la cocina. Cuchicheaban sin vergüenza, los ojos negros, llenos de codicia. Mi madrina estaba en la sala, viendo la telenovela; yo la había dejado para servirnos más chocolate de leche. Ellos no se dieron cuenta de que me acercaba. Pegué oreja y oí a los hermanos decidirse por un disparejo: Quien gane elige primero, dijo uno, el segundo lugar que se decida con un volado, el perdedor será quien se quede con mamá. Los hermanos decidieron su suerte y el perdedor mentó a su madre. Al otro día vi muy triste a mi madrina, sentada sola bajo el níspero. ¿Qué tienes? Nada, me respondió. Sus hijos se habían dividido la casa, y el menor de ellos amontonaba las pertenencias de su mamá frente a la pieza donde ella tenía su altar. Aquí vas a estar muy bien, mamita, con tus santitos, aseguró el hijo cansado por haber arrastrado la cama hasta ese cuartucho.

Me chocaba visitarla bajo esas condiciones, encontraba a mi madrina cada vez más decaída. Pues aunque habían vuelto sus hijos, para nada le hacían caso. Ni sus nietas le mostraban cariño. Yo las odiaba; cuando me veían me correteaban y al alcanzarme me jaloneaban el cabello. Suficientes cabellos me arrancaban en casa como para perder más en el único lugar que consideraba seguro. ¿Y tú qué vienes a hacer aquí?, me decían. Qué les importa, me habría gustado contestarles. Esta casa es nuestra, vete a la tuya. Les molestaba que hiciera tantas visitas, y que su abuela me regalara tantas cosas mientras a ellas solo les contaba historias que consideraban aburridas: ¿Para qué vienes a ver a la abuela, para aburrirte? ¿Qué, no te quieren en tu casa? Pues no, quizá, pero no les iba a confesar eso, no les iba a dar ese gusto. Si con trabajo escondía, para que ellas no se burlaran, los moretones que me dejaba papá.

Mi madrina se daba cuenta de lo mal que me trataban, al principio les llamaba la atención pero sus nietas no le hacían caso: Abuela, hueles a mueble viejo, ¿por qué hueles así? Por eso ella se puso a regalarme aún más muñecas y dulces, hasta mandó traer el televisor, que estaba en la sala, a su cuarto para que solo nosotras dos lo viéramos. Esto enfureció a las tres hermanas, que hoy en día ya están casadas. Siempre que pasan frente a la tienda me llaman, entre dientes, solterona. Qué simpáticas son las tres, dice mi madre cuando las ve pasar. A ella no le dicen nada, les cae bien a las hermanas como ellas a mi madre. Lichita, aprende de esas mujeres que ves andar, suele decirme mamá, son gente bien, de familia buena.

Mi madre dice eso porque no vio lo que yo vi, lo que sigo viendo: la humillación. ¿Qué infiernos vivirá Soledad mientras estoy en casa? Ni Dios lo sabe. Pero cuando estoy con ella veo lo suficiente. Vi hace años cómo su hijo mayor llegó frente a ella y le dijo que se habían acabado la herencia del abuelo: Vamos a vender los muebles y los pocos terrenos que quedan. Mañana te llevaremos con el notario para que firmes las escrituras. Es todo lo que dijo, luego salió. Es la penumbra, dijo mi madrina, la oscuridad. ¿Qué?, le pregunté. No entendí.

Apareció primero como un destello. Yo pensé que solo era el reflejo de las velas del altar en sus ojos. Después las dos manchas luminosas fueron expandiéndose con las noches, deslumbrando las pupilas hasta que acabaron convertidas en humo. Las cataratas. Mi madrina ya no podía ver bien y sus hijos se negaban a pagarle la operación que le devolvería la claridad. Una noche, mientras ella escuchaba el televisor, se puso a llorar. Fue un llanto hueco, sofocado, como si le diera pena que la escucharan. No me quieren, balbuceó, ¿por qué no me quieren? No supe qué hacer o qué decir para consolarla. No podía mentirle: No, madrina, sí te quieren. Ni podía darle esperanzas: Ya verás que todo estará bien. Solo reposé mi frente sobre sus rodillas y lloré con ella.

No entendía, y sigo sin entender, por qué nos tocan las familias que nos tocan. ¿Por qué las nietas de Soledad no fueron mejor las hijas de mi madre? ¿Por qué Soledad no fue mi abuela, mi mamá? ¿Qué hicimos para merecer esto? En mi casa siempre era lo mismo; el chisme que echaba mamá con la víbora de su hermana en la sala. Así como hablas de los demás hablan de ti, y más, pero nunca le eché en cara eso a mamá, me habría acusado con papá. Porque cuando no era el chisme lo que me oprimía, era mi padre y su mano gruesa, rasposa, apretando mi garganta; era la asfixia y las ganas de desaparecer para siempre, de largarme a vivir con mi madrina. Y me hubiera ido a vivir con ella de no haber sido por las tinieblas de su cuarto.

¿Qué es exactamente lo que ven los ciegos? Al acercarme a los quince años ya casi no le tenía miedo a muchas cosas, es más, presumía de no tenerle miedo a nada. Aunque todavía evitaba caminar sola por las calles de noche, y no me gustaban las iglesias tenebrosas. A eso se parece el cuarto de mi madrina, a una capilla abandonada, en ruinas. A Soledad no le gusta que los focos estén encendidos, dice que no puede ver. Solo permite que prenda las velas y las veladoras de su altar, que esa luz discreta alumbre su cuarto. La primera vez que encendí las mechas vi cómo la luz latía como un corazón en la oscuridad. Así está mejor, aseguró mi madrina, así puedo ver.

¿Ver?, cómo que ver, si todos dábamos por hecha la ceguera de Soledad. Pero es verdad, cuando el sol muere y las velas se prenden, ella ve. Me di cuenta una vez que andaba arrinconada frente a mi madrina, mirando las sombras desplazarse. Mira, murmuró ella de pronto, ¿no oyes?, shhh… Mi madrina extendió sus manos hacia la penumbra y la palpó con una precisión inusual, muy distinta a la que emplea cuando come, tanteando la mesa buscando los cubiertos y el plato. Qué rostro más suave, chulo, aseguraba mientras acariciaba el aire: Es la Virgen del Carmen. Yo no veía ni oía nada, apenas si podía distinguir los surcos de sombra que tenía mi madrina en su frente. Solo sentía frío y unas ganas tremendas de huir de aquella pieza.

Pero no había a dónde huir; en casa la cosa estaba igual o peor. Mamá andaba tomando mucho rompope y papá se ponía más bravo que nunca. A veces mi mamá estaba tan borracha que ni sentía los golpes que le daba su marido. Esto encendía aún más a mi padre, quien buscaba algo con qué desquitarse que le respondiera. Mirando a su alrededor, sus ojos caían sobre mí. Yo no iba a andar aguantando sus frustraciones. Apenas veía que llegaba y yo me echaba a correr. En las noches también me largaba; por culpa de los quejidos de mamá, de las palabras sucias que salían de la boca de mi padre y el ruido de la cama que se desbarataba.

La cama nueva de Soledad era pequeña, pero cabíamos las dos, pegaditas. El menor de los males era cuando se orinaba en sus sueños, entonces sentía la tibieza de su enagua. Alzaba lentamente la cobija y le cambiaba con cuidado, para que no fuera a despertarse, el pañal. Porque lo terrible era que despertara y viera. Como la vez que me dijo que había alguien a nuestro lado que me conocía. ¿Quién?, le pregunté, duérmase usted que ya es de madrugada. Dice que puede hacerte un favor si quieres, Lichita. Ni de loca, pensé y le di la espalda a mi madrina.

En las tardes, al llegar después de la escuela, hallaba a Soledad hablando amena en la oscuridad de su cuarto. Una vez su nieta, la de en medio, cruzó el patio detrás de mí: Ya está demente, no sé para qué sigues viniendo. Déjala, solita se irá muriendo. Pude haberle dado una cachetada, pero me contuve. Solo la miré como si fuera la cosa más vil del mundo, así como ella miraba a su abuela estirarse las calcetas y acomodarse las alpargatas. Era lamentable ver a mi madrina irse encorvando con los meses; en cuestión de días había envejecido un siglo. La mayoría de sus dientes se le habían caído, y sus trenzas eran dos vainas secas, blancas. Pero no la notaba triste.

Muchas sabandijas comenzaron a aparecer en el cuarto de mi madrina: cuijas, alacranes, arañas e hileras interminables de hormigas. Afuera los perros rondaban, se echaban frente al portón, vigilantes. Tampoco faltaron los gatos y sus bufidos; se la pasaban peleando en la azotea. Soledad ya no estaba sola; abrazaba las sombras que trazaba su altar, platicaba con las presencias que con el tiempo fui intuyendo e invocaba a santos y santas. Una noche de nuevo me comunicó la oferta que me había hecho uno de sus visitantes. Dice que la propuesta sigue en pie, Lichita. ¿Qué dices?

¿Pues qué podría decir? Estaba tendida en la cama con los dedos de las manos entrelazados, observando en el techo el pulso de la luz del altar. Mi lengua no dejaba de moverse dentro de mi boca, tocaba a cada rato el hueco que me había dejado papá entre mis dientes. Estaba chimuela. Aún podía lamer el sabor a hierro de la herida. ¿Quién será ese visitante?, me preguntaba, sepa. ¿Y cómo le pido el favor, madrina?, pregunté después de pensar bien las cosas, ¿se lo tengo que decir en voz alta? ¿Tengo que darle algo a cambio? Mi madrina escuchó con atención el silencio, luego respondió: No, nada de eso, nomás con que lo pienses, con que lo pidas de verdad.

Cerré los ojos y lo pedí de verdad, de todo corazón: Seas quien seas, te pido por favor que desaparezcas a mi papá. Que no vuelva nunca.

No sabía a qué se dedicaba mi padre. Quién sabe cómo le hacía para que mamá y yo tuviéramos de comer. Eso sí, nunca nos faltó lo esencial: techo, agua, luz, arroz y frijoles. Mamá siempre le proponía que abriéramos una tienda. Es lo más fácil, decía ella, y lo más seguro. Pero él jamás le hizo caso. Cuando al fin llegó el día en que se las vio en aprietos, optó por una solución más sencilla que eso de andar invirtiendo en negocios.

Dicen que lo agarraron con facturas del cabildo en las manos, que a pesar de todo su esfuerzo no pudo dar con el dinero que creía que guardaban en la tesorería del municipio. Es un delito grave lo que acaba de cometer su esposo, le dijeron a mamá los policías que nos vinieron a avisar. Después le hicieron un juicio y le imputaron otros delitos que él jura, hasta la fecha, que no cometió. Mamá no tenía dinero para pagar un buen abogado así que lo declararon culpable. Yo quedé muy contenta porque el visitante de mi madrina había cumplido y ahora podía volver a dormir en mi propia cama; pero a pesar del favor concedido, no quería volver a tener nada que ver con las presencias que rondan a Soledad.

Ochenta años tiene ya mi madrina, y yo nunca he dejado de visitarla, mientras no sea muy noche, claro está. He visto su cuerpo hacerse como adobe, un cuerpo que requiere de mucha paciencia y de un mísero bastón, sin empuñadura, para andar. Duerme en una cama vieja, con los resortes gastados y ruidosos, tapada con cobijas malolientes. Por más que las lave y le compre nuevas, algo sucede que acaban apestosas. Pasa lo mismo con su piel. Cuando baño a mi madrina, ella se sienta en una banquita de madera. Lleno dos cubetas con agua potable y la desvisto con cuidado, para que el frío o el calor no la sorprendan de pronto, que su cuerpo se acostumbre a la desnudez poco a poco. Sus senos cuelgan a la intemperie como dos ciruelas que no cayeron a su tiempo y que ahora lucen chupadas. No habla, se queda mirando fijamente su escapulario de la Virgen del Carmen mientras tallo, con delicadeza, su cuerpo terroso que temo desbaratar.

Una tarde, al vestirla en la pieza, me dijo que había visto a su marido al mediodía: Anduvo viendo los árboles que él había sembrado, luego se asomó al pozo. Está seco, le avisé, por más que llueva ya no se llena.

A veces Soledad se queja de buena manera: Alicia, me reprocha seria, ¿cuándo te me vas a casar? Dices que tienes veinticinco años. Déjame ser madrina una vez más, por favor, antes de que me muera. Algún día, le respondo, algún día…

Uno de los hombres que entraron a la tienda para guarecerse de la tormenta me chifla y guiña el ojo. Aún tiene la misma cerveza que pidió al llegar. No le hago caso. Paso el trapo sobre el mostrador por enésima vez, inútilmente. Las moscas se han ido, ahora revolotean alrededor de mi madrina; se posan sobre su frente y sobre sus manos, pero ella no las ve, no las siente. Mira, a través de la polvareda y del ocaso, y ve a su marido. Le pregunta si cree que esta vez al fin se llenará el pozo.

Señales distantes

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