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CONFIDENCIA PRELIMINAR

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SIN gusto he cedido al propósito de publicar un volumen de páginas escogidas entre mis obras. Opiné siempre que este es un honor que debe reservarse a los muertos. Pero los vivos en los tiempos presentes acaparan los derechos de los muertos y se regalan con monumentos y epitafios.

Un editor piadoso ha imaginado que de los diversos libros por mí publicados pudieran entresacarse algunos trozos de valor excepcional. Le dejo por entero la responsabilidad del intento.

Contra mi gusto también, ¿por qué no he de decirlo? he sido y soy literato. En los años de mi adolescencia y en los primeros de la juventud he creído firmemente que yo había nacido para cultivar las ciencias filosóficas y políticas y para ser un faro esplendoroso dentro de ellas. Llegar a ser un sabio respetado y solemne fué mi única ambición entre los quince y los veinte años. Después por un juego de la fortuna me vi convertido en novelista, y comprendí que la fortuna tenía razón. Me acaeció lo que a Federico II de Prusia. Creyó haber nacido para músico y literato y resultó un guerrero.

Lo que puede hacer con más facilidad es lo que el hombre debe hacer. Para mí ha sido tan fácil escribir novelas como a un tenedor de libros efectuar sus operaciones aritméticas. Cuando un amigo comerciante me dice que le sería imposible escribir una novela me sorprende, y cuando le comunico, en secreto, que me siento incapaz de efectuar una división de muchas cifras sin equivocarme varias veces le dejo estupefacto.

¡Cuán fácil es dejarnos arrastrar por aquello que nos es fácil! Así yo puesto a escribir novelas me hallé cautivo de ellas y tan contento como el pez en el agua. El sabio no volvió a sacar la cabeza fuera hasta muchos años después al publicar los Papeles del doctor Angélico.

Pero dentro de la facilidad apetecí toda la facilidad que fuese posible. En el arte como en la vida, he sido siempre insaciable de independencia. Ya que en aras de la literatura sacrificaba mi ambición, quise y me propuse escribir completamente a mi gusto.

Observé desde luego que en la república de las letras, a pesar de ser república, existían no pocas servidumbres.

La primera que me llamó la atención fué la de la actitud. Los escritores, en general, adoptan al empezar una postura y no la cambian jamás. O se calzan el coturno o se encasquetan el gorro de cascabeles. Un amigo tuve, bien conocido y estimado en el mundo literario, que nos hacía desternillar de risa con su gracejo inagotable. Pues bien, este ilustre literato así que se ponía a escribir se alzaba de manos como un caballo fogoso y no dejaba escapar más que rugidos épicos.

¿No es una verdadera esclavitud? Cada cual debe escribir según el humor en que se halla. Esto no es perder la unidad del carácter sino mostrar su invariable complejidad. ¡Libertad! Este ha sido siempre mi santo y seña al penetrar en el alcázar de las bellas letras.

Los más altos ejemplos de esta amable libertad no me han venido, sin embargo, de la poesía sino de la música. Haydn y Beethoven han sido los hombres más libres que han existido dentro de su arte. Ayer mismo escuchaba la famosa sonata séptima del último. El tiempo tercero principia por un alegro risueño, feliz. El poeta-músico disfruta apaciblemente de la dulzura del vivir, de los gozosos recuerdos de su juventud. De pronto, como si repentinamente le asaltase la memoria aciaga de un gran dolor de su vida, de un desengaño cruel, de la pérdida de un ser amado, aquella alegría se nubla, comienzan a escucharse notas graves, patéticas, que poco a poco se transforman en un lamento desgarrador.

¡Esta, esta es—me decía yo con emoción—la santa libertad que he apetecido siempre!

Otra de las servidumbres que nos amenaza a los escritores es la de la imitación. Por lo mismo que es la menos peligrosa es la menos frecuente, a lo menos en estos últimos tiempos en que a los literatos les ha acometido la rabia de la originalidad.

La admiración de los grandes maestros y el empeño en seguir sus huellas no es sólo un sentimiento plausible sino también la prueba más evidente de la vocación de un artista. Cuando admiramos de corazón nos elevamos por un instante a la altura del ser que admiramos. Ni en la literatura ni en ninguna de las artes bellas hay otro medio más eficaz para adquirir superioridad. “La imitación—ha dicho quien lo entiende—se encontraría hasta en los arcángeles si conociésemos su historia.”

Pero la admiración no debe degenerar en idolatría. Se soporta con gusto la influencia bienhechora de un genio, pero no se puede sufrir su dictadura. Todos tenemos brazos y piernas y es necesario que nos dejen andar y obrar sin ligaduras. El maestro debe ser un faro que nos guíe, no un harpón que nos desangre. En España los admiradores de Cervantes han llegado a hacerle empalagoso.

Por eso más que la imitación exclusiva de un genio hallo mucho más beneficiosa la influencia de un grupo de maestros. Nuestros padres imitaban a los clásicos griegos y latinos, y marchaban seguros. En la antigüedad greco-latina hallaron una disciplina feliz que les salvaba de toda aberración. Muchos que eran pequeños se hicieron grandes. Así como la lectura de Plutarco ha despertado el heroismo en muchos corazones, así la de Homero y Virgilio, Sófocles y Horacio hizo fluir de algunas plumas páginas deliciosas. Recordemos nada más que la admirable poesía de nuestro Fray Luis de León sobre la vida del campo en que imita una oda de Horacio.

Hay épocas de bueno y de mal gusto. Hay locuras y groserías que infestan a un período entero. Malhadado el escritor que nace en uno de estos momentos tenebrosos. Por milagro logrará salvarse del desastre. En cambio, será para él dichosa la suerte si se halla rodeado por hombres de razón y de gusto. Recibir las enseñanzas de los contemporáneos cuando son puras; no hay otro lote más feliz para un poeta o novelista. Los que respiran a nuestro lado son los más eficaces maestros. Quien haya visto la luz en el siglo de oro de nuestra literatura y vivido en el comercio de Calderón, de Tirso, de Cervantes y Quevedo, tenía la mitad del camino andado para llegar a las cumbres de la gloria. El que ha tenido la mala fortuna de escribir en la segunda mitad del siglo XIX, entre naturalistas, decadentistas, luciferanos, etc., harto ha hecho si ha podido alcanzar la falda de la montaña. El mal gusto es mucho más contagioso que el bueno. Permanecer sensato entre insensatos exige una fuerza que a muy pocos es dado poseer. No presumo de haberla tenido, pero he luchado por mantenerme firme.

Otra esclavitud más triste y vergonzosa nos está aparejada a los que escribimos para el público; la esclavitud de la moda. La moda se nos impone: el que pretenda sustraerse a ella queda sumergido. Al comienzo de mi carrera literaria la avalancha de los naturalistas franceses lo había arrollado todo. Quien no penetrase en los burdeles y nos hiciese saber lo que allí ocurre o no tuviese arrestos para describir en cien apretadas páginas los productos alimenticios que se exhiben en un mercado (el rojo inflamado de las zanahorias contrastando con la nota argentada de las sardinas, etc.), era tenido por un literato anticuado y chirle. Cuando publiqué mi segunda novela Marta y María, un joven naturalista, amigo mío, me dijo: “Está bien, querido, pero todo eso es agua tibia”. Pasó la ola, sin embargo, y esta florecita regada con agua tibia que brotó hace treinta y cuatro años, aún no se ha marchitado por completo.

Acatar servilmente el gusto del público, poner el oído a los rumores de la calle y adular los caprichos del amo es algo que degrada al escritor. No era esa mi cuenta. Preferí pasar inadvertido a marchar encadenado al carro triunfal de los naturalistas franceses.

No obstante, lo confieso con dolor, todavía ejercieron sobre algunas de mis novelas perniciosa influencia. Al repasarlas en este momento por la tarea que se me impone, observo redundancias, prosaismos, puerilidades, hijas de un afán desmedido de realismo. Era el agua que se bebía en aquella época. No había llegado a penetrarme por completo de que las novelas se componen de retratos no de fotografías. Las últimas que escribí se han librado mejor del contagio.

Quisiera borrar las manchas que afean las otras. Si se me permitiese rehacerlas quedarían seguramente menos mal. No me creo autorizado para ello. En la vida como en el arte debemos cargar con los pecados de la juventud. Todos los seres creados guardan como las pirámides de Egipto los jeroglíficos de su historia. En el hombre, en el animal, en la planta y hasta en los pedruscos y los metales cada cual guarda las huellas de sus aventuras. Ruego al lector que cuando tropiece en mis obras con alguna harto plebeya la desprecie; pero no al autor que ya está arrepentido.

Hablemos ahora del lenguaje que es otro de los escollos en que tropieza el escritor español. Y por de pronto no lo confundamos con el estilo como a menudo lo veo confundido. El lenguaje para el escritor es un instrumento como para un violinista el violín. Nunca he visto a un violinista postrarse delante de su violín y adorarlo; pero he visto y veo a muchos literatos hincados de rodillas delante del lenguaje.

¿Por qué tal rendimiento? Hagámosle elegante, limpio, flexible, despojémosle de toda vileza, pero no le convirtamos en un ídolo de piedra. ¿Por qué escribir hoy como en tiempo de Fray Luis de Granada? ¿Se habla así en el hogar, en la calle, en el Parlamento?

Si se me diese a elegir entre el tan ultrajado lenguaje periodístico y el artificiosamente arcaico, pedantesco y desabrido de ciertos escritores que el vulgo de los críticos admira, me quedaría con el primero.

El lenguaje periodístico, con ser malo, me parece preferible a ese otro rebuscado de ciertos escritores pseudoclásicos. Porque, en fin, el periodista mal o bien dice lo que quiere decir, pero el otro, arrastrado por la combinación de las palabras, no lo dice casi nunca. Hay quien piensa, después de haber copiado un giro de Quevedo o Cervantes, que ha llevado a término una acción heroica y que se le debe la cruz de San Hermenegildo. Y si exhuma del Diccionario una palabrita allí sepultada, se sorprende de que no le arrojen flores desde los balcones.

Recuerdo que cuando llegué a Madrid siendo casi un adolescente, fuí a visitar, por encargo de mi familia, a un conocido escritor erudito y bibliófilo, en cuyo salón hallé a otros tres o cuatro sujetos de sus mismas aficiones. Estaban leyendo, con mucha algazara, la carta de un amigo, y apenas hicieron caso de mí, como puede suponerse.—“¡Qué donoso!”—exclamaba uno.—“¡Qué regocijado!”—respondía otro.—“¡Qué bien que da en el hito nuestro amigo!”—apuntaba el tercero.—“¡Es cosa para mucho holgarse!”—añadía el cuarto.

Yo creía hallarme en un baile de máscaras.

Estos disfraces aún continúan. Los avisados ríen, pero el vulgo queda deslumbrado. No se es Quevedo por ponerse las antiparras de Quevedo. Cuando tomo en las manos un libro de estos flamantes clásicos, me parece estar viendo desfilar una cabalgata histórica. ¿En qué fabla me fablades, infanzones? Ellos podrán decir: “No tenemos ingenio, ni amenidad, ni ciencia, ni gracia, ni observación, ni sentimiento; pero tenemos lenguaje.”

He pensado siempre que éste ha de ser lo más claro, lo más sencillo y transparente posible. ¿Buscaba Santa Teresa los giros de los siglos pretéritos para introducirlos en sus Moradas? No; escribía en estilo llano como oía hablar en torno suyo. Y, no obstante, resulta su prosa de una nobleza extremada, más penetrante y sugestiva que la de ningún otro escritor español.

Peor aún que el lenguaje pseudoclásico es el llamado colorista que en Francia inauguró Teófilo Gautier, y que Zola y los hermanos Goncourt llevaron a una monstruosa exageración. Buscar palabras nuevas importadas de la pintura, es fácil tarea. Los grandes escritores no han tenido necesidad de apelar a tanta palabrería pictórica para grabar profundamente los tipos y las escenas que han creado. ¿Quién no se representa vivamente la aventura de los molinos de viento en el Quijote? ¿Quién no ha visto a Carlota en el Werther, de Goethe, cortando el pan y distribuyéndolo a sus hermanitos?

Entre nosotros ha echado raíces este nuevo preciosismo ridículo y se ha desarrollado con la velocidad del microbio del tifus. En una revista literaria he leído la siguiente descripción de un salón de baile:

“En los senos duermen las flores con esa voluptuosidad del pétalo marchito, y en los labios rojos ruedan las sonrisas amables y brotan las frases cortesanas. El piano, envidioso, muestra en risa irónica sus dientes blancos; y tableteando sobre los cristales una lluvia fría, menudita y soñolienta.

“Sobre el grupo va la luz tonificando los rosas, el rosa de crepúsculo de los trajes, el rosa de las mejillas, el de grano de granada de las uñas y el rosa suave, diluído, enervante de las flores.”

Después de leer esto ¿no se siente la nostalgia del Boletín de Pósitos? En verdad que si tal es el estilo colorista hay motivo para aborrecer el arco iris.

Pero dejemos estas inepcias y vengamos a otra servidumbre más peligrosa en que con frecuencia caemos los que emborronamos papel. Hablo del dinero.

“Poderoso caballero es don Dinero”, dijo nuestro poeta. El dinero es un magnífico señor que paga bien a quien mal le sirve. Paga bien, pero nos disminuye. El escritor que se pone a su servicio pierde la iniciativa y el reposo, tan necesarios a los que cultivan la belleza. Sus cadenas son de oro, pero cadenas al fin.

¿Debe vivir el escritor de su pluma? Parece lógico. Si presta un servicio a sus semejantes, éstos se hallan obligados a remunerarle.—“Quien sirve al altar, viva del altar”—ha dicho San Pablo. El poeta que sacrifica en el altar de las Musas, debe vivir de él.

Debe vivir, es cierto; ¿pero debe vivir en un palacio rodeado de domésticos y caballos? No hay necesidad. Una posición independiente y modesta es suficiente para que pueda ofrecernos los frutos de su ingenio. Si la riqueza le ha venido por otros caminos, no le perjudicará cuando sepa emplearla adecuadamente. Viajes, libros, juegos, muebles suntuosos, cuadros, saraos, todo esto es un alimento para la fantasía y se halla en la dirección de su vida. Equipado de esta manera espléndida acaso su vuelo sea más alto. Mas para alcanzar estas doradas herramientas, aun en los países en que es factible, necesita forzar la mano, y esto no se consigue sin detrimento de la calidad del artículo.

En otros tiempos la literatura no daba dinero, y se escribía, y no se escribía del todo mal. Hoy da dinero y se escribe, y no se escribe del todo bien. Quiero decir que cebados por la ganancia, escribimos más de lo que debiéramos. Nuestras obras no suelen salir bien cosidas, sino hilvanadas. Cuando el hombre no piensa en el resultado de su trabajo, es cuando sale mejor. Nuestros abuelos escribían libros más duraderos, porque pensaban más en ellos que en el editor.

Sin embargo, bueno es rechazar la absurda especie que corre válida entre los ignorantes y frívolos de que el hambre aguza el ingenio. El hambre no aguza más que los malos instintos. Jamás me convencerá nadie de que las musas reciben con agrado en su jardín del Parnaso a los poetas famélicos. El escritor necesita cierto grado de bienestar, y además aquello que nuestros antepasados llamaban ocios; esto es, el descuido de los intereses materiales. Pero este reposo no lo consiguen los actuales escritores de profesión pensando en las pesetas que les vale cada cuartilla. Mejor lo lograban aquellos abuelos, aceptando un modesto empleo en las oficinas del Estado o en el archivo de cualquier prócer.—“Cuando al sonar la hora—me decía un amigo literato empleado en una casa de banca—cierro los libros de cuentas, mi imaginación queda absolutamente libre y puedo ocuparla en lo que se me antoje.”

Claro está que un empleado en una casa de banca no podrá escribir ochenta novelas en su vida, pero escribirá tres o cuatro que valgan por las ochenta, y el mundo quedará satisfecho aunque renieguen los fabricantes de papel. Escribir poco es, en los días que corren, una gran virtud. Confieso humildemente que yo no la he poseído; pero los hay más viciosos, todo el mundo lo sabe.

A los que no caen en la esclavitud del dinero les suele poner el yugo sobre la cerviz el ansia de gloria. El aplauso es tan necesario al escritor como el aire mismo que respira. Todos los seres humanos viven sedientos de él. Hasta los caballos necesitan palmaditas en el cuello para correr. Los que lo rehuyen es que quieren ser aplaudidos dos veces, como dice La Rochefoucauld, o marineros que bogan de espalda al sitio donde quieren ir, según San Francisco de Sales.

Como no soy un impostor, declaro que amo y he amado siempre el aplauso.

Pero existen dos clases de aplauso: el sincero, el espontáneo que brota del corazón de los hombres y sale fervoroso a sus labios, y aquél que se les arranca a fuerza de reverencias.

Parece natural que todos amemos el primero y desdeñemos el segundo. Sin embargo, no es así. Hay escritores que corren desalados en pos del elogio, y para alcanzarlo montan en toda clase de vehículos, sucios o limpios. Un académico, ya fallecido, decía a cierto amigo suyo, en uno de esos momentos de expansión que suelen tener hasta los criminales: “¡Tú no sabes, querido, la serie de bajezas que he necesitado hacer para entrar en la Academia!” Hay otros que llevan el bolsillo provisto de artículos acaramelados firmados por sus amiguitos, y se los ofrecen a los directores de periódicos cuando les tropiezan en la calle, como si fuesen en efecto caramelos de la Pajarita.

No he amado nunca esa clase humillante de aplauso. Me gusta limpio, sincero, confortante. ¿Para qué sirve que os palmotee todo el mundo en la calle, si al llegar a casa y meteros en la cama os silba vuestra conciencia?

El elogio venido de lejanas tierras, donde no saben si soy gordo o flaco, torcido o derecho, me ha seducido siempre. Me seduce, porque es absolutamente espontáneo y me parece una promesa de inmortalidad. Aún más me siento halagado por las cartas que me envían personas desconocidas expresándome la impresión que mis libros les han causado.

Esto es halagüeño, sí, lo confieso. Pero cuando me encierro en mi cuarto y después me encierro en mí mismo, no puedo menos de decirme: “¡Pura vanidad! Mis libros no son más que burbujas del agua que se mantienen un instante sobre la corriente y desaparecen; leves sonidos que el aire produce al penetrar casualmente en una flauta. Si se me despojase de lo que pertenece a los grandes maestros que me han precedido, quedaría desnudo. Hay, sin embargo, algo de lo cual nadie en este mundo me puede despojar, y es la dulce satisfacción de saber que algunas de mis páginas han hecho asomar la risa a los labios, y otras, lágrimas de ternura a los ojos; es la certidumbre consoladora de que nadie ha salido de la lectura de mis novelas menos puro y menos noble de lo que era”.

A. PALACIO VALDÉS

Mayo de 1917.

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