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EL PASEO DE LOS COCHES
ОглавлениеSe trabó una lucha titánica en el Ayuntamiento y en las columnas de los periódicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzos increíbles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasión; pero quedamos vencidos. En las hermosas calles de árboles nunca profanadas, chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernos conquistadores, los bárbaros de la riqueza entraron soberbios, arrollándonos entre las patas de sus corceles.
Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos:—«Tenéis los teatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueños de Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro. Para gozar el aroma de sus flores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de sus calles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis un poco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y el Ayuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»
Mas he aquí que un día se les antoja a los bárbaros penetrar con sus carros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeron los árboles más o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra a los triunfadores. También nuestras frentes humilladas les sirvieron de alfombra.
Y lo peor de todo es que, imitando la crueldad de los soldados de Alarico y Atila, nos han llevado y nos llevan atados a su carro. He conocido a un joven que luchó valerosamente contra la invasión desde las columnas de La Correspondencia. Recuerdo cierto suelto de su mano que decía: «No es exacto que el Municipio trate de abrir en el Retiro un paseo para los carruajes.» Este suelto cayó como una bomba en el campo enemigo, haciendo en él graves destrozos, y estuvo a punto de dejar fallidas sus esperanzas. Pues bien; a este mismo joven le he visto después ignominiosamente atado a la carretela de un bárbaro, que le llevaba a un paso muy superior a sus piernas. Y la hija del bárbaro aún parece que se reía de él.
Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a cierto caballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometido del spleen y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un día entre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa su extravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente le persuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante se extienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bien educados. El amo, que era regidor, lo propuso en concejo, y pronunció con tal motivo un bello discurso, donde expuso a la consideración del Ayuntamiento los argumentos capitales que su jaca le había insinuado. Armose el consiguiente motín, los bípedos se resistieron a abandonar sus franquicias, acudieron a la prensa, dijeron que el echar árboles al suelo era propio de los pueblos primitivos, y que es muy fácil construir una casa, pero que un árbol nadie lo construye mas que la naturaleza; hablaron del hacha devastadora y se autorizaron el dudar de los sentimientos poéticos de los concejales. A tales afirmaciones contestó el potro inglés, por boca de su amo, diciendo, que no eran más que «huecas declamaciones», y que cuando el paseo estuviese abierto y terminado, ya se vería. Y en efecto, después se vio que el potro tenía razón. El paseo de coches, no sólo no ha quitado belleza al Retiro, pero le ha añadido cierto esplendor fastuoso que antes no tenía; a cada cual lo suyo.
No está trazado en línea recta como el de la Castellana, porque no tiene por objeto despertar en el vecindario ideas generales, sino que forma una curva graciosa y bastante prolongada, que se extiende desde la Casa de fieras hasta la estatua del Angel caído, en torno de la cual giran los carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel doblado por el espinazo, el cuello descoyuntado y los músculos tendidos, que parece un artista ecuestre del circo de Price. Sus colegas de acá, otros ángeles caídos que suelen llamarse «la Tomasa, la Adela, la Paz, la Asunción, etc.», al cruzar por su lado le miran con soberano desdén: ninguno ha caído como él en medroso despeñadero; todos han venido a dar sobre algún milord con un caballo.
En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en las tardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse un par de horas, después de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a uña de caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatro horitas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es la contemplación. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, y arruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven a todas partes a contemplar a otros hombres que también se han quedado calvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismo objeto. Los madrileños, mejor que ningún otro pueblo antiguo o moderno, han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, en los teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios de contemplarse con más comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salir de Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de San Sebastián, a fin de no perderse un instante de vista.
De cinco a cinco y media de la tarde está el paseo en todo su esplendor; un millar de coches se apiña en la no muy ancha carretera, de tal suerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar una sola vuelta más de hora y media, lo cual constituye, como es fácil de comprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de esta guisa, la contemplación es más fácil y más intensa. Las señoras levantan suavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otras señoras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada por mirada. Hace ya muchos años que se miran y llevan por cuenta los vestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, el colorete y hasta los lunares que gastan; así que, ordinariamente, se habla muy poco: sólo de vez en cuando alguna dama comunica a su compañera en voz baja y estilo telegráfico ciertas observaciones de poca monta:
—¿Has visto a Bermejillo?
—Sí.
—¿Va detrás de Enriqueta?
—Sí.
Y de nuevo guardan silencio.
—¿Has visto a la de Quintanar?
—Hasta ahora no.
—¿Y a la de Beleño?
—Tampoco.
La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que se vaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que estén en el paseo la de Quintanar, la de Beleño, la de Casagonzalo, la de Trujillo, la de Torrealta, la de Villavicencio, la de Córdova, la de Perales, la de Vélez Málaga y la de Cerezangos, a quienes está viendo hace veinte años, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada, diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo alto de los pescantes, dejan caer miradas olímpicas sobre las carrozas, y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena a propósito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreas de sus compañeros, proponiéndose exigir otras iguales de sus amos. Los caballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio como sus señores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidos y cabezadas, alguna observación punzante acerca de sus colegas:
—¡Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos de Villamediana! ¡Me da risa!
—¿Qué otra cosa quieres que les pongan, chico? ¡Si son dos burros sin orejas!
—¿Y qué te parece del tren de Rebolledo?
—Que esos potros son tan ingleses como el forro de mis pezuñas.
Así hablan los caballos a menudo; y a menudo también los amos.
Por una de las calles laterales y antiguas caminan los bípedos de la burguesía, contemplando sin pestañear el fastuoso cortejo de los cuadrúpedos aristocráticos. Cuando se cansan de caminar, toman asiento en las sillas metálicas puestas allí adrede para mirarse cómodamente. Numerosas y respetables familias, cuyos jefes sirven dignamente a la Administración pública, se autorizan diariamente el sabroso placer de ver pasar en procesión a las damas y caballeros que en Madrid gastan coche. La vida cortesana ofrece vivos y punzantes atractivos: el jefe de familia la encuentra demasiado agitada cuando llega a su casa.
Ciñendo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelen cruzar a paso largo algunos señoritos de palo, con el felpudo sombrero ladeado, puños salientes, levita abrochada hasta la nuez y báculo. Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener el paso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, ponérselo otra vez y seguir andando.
Y el sol, por no ser menos que todos, contempla con ojo de moribundo esta escena interesante enfilando sus rayos oblicuos entre los árboles y levantando mil graciosos reflejos en el barniz de los coches, en el cristal de las linternas y en el metal de los botones de cocheros y lacayos. Antes de morir envuelve con suave caricia la pompa abigarrada de aquella muchedumbre, que no tiene ojos más que para sí misma, hace brillar los arreos de los caballos y las joyas de las señoras, tiñe de vivos colores la seda de los vestidos y extiende un manto brillante de oro sobre la inmóvil y silenciosa comitiva. Los árboles recogen con más placer que los hombres el último beso del astro del día, y entre sus copas frondosas surgen gratas y fugitivas luces. A la izquierda el puro azul del cielo se deja ver, desvaído ya y marchito, y su fondo luminoso queda cortado a trechos por las formas rígidas de alguna conífera o por los tricornios de los guardias que permanecen clavados a sus caballos, y los caballos a la tierra como verdaderas estatuas. En el medio de la curva que el paseo describe, hay abierto un boquete sin árboles, por donde se contempla el paisaje: parece un enorme balcón desde donde se divisan algunas leguas de tierra árida como toda la que rodea a Madrid. Este paisaje sólo es bello a la caída de la tarde: entonces las brumas del crepúsculo, traspasadas un instante por los rayos del sol, matizan delicadamente la vasta planicie, las colinas lejanas flotan en una neblina azulada, y sobre ellas resaltan como puntos blancos algunos caseríos. Los juegos de la luz fingen en la llanura bosques, campos, ríos y pueblos que no existen: es un país falso y teatral que guarda cierta semejanza con el fondo del cuadro de las Lanzas, de Velázquez; pero cautiva la vista por su esplendor, y dilata el pecho por su inmensidad.
El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguando los vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos de los caballos, esfumando las facciones de las damas y prestándole a todo aspecto escenográfico, pierde lentamente su brillo y se transforma en un polvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche. La noche se llega al fin: el sol sepulta sus fuegos en los confines de la yerma llanura: algunas nubecillas finas y delgadas, como rayas trazadas en el firmamento, después de ennegrecerse fuertemente, concluyen por desaparecer. El paseo pierde todo su esplendor; ya no es más que un grupo numeroso de coches sin brillo ni poesía. La comitiva siente casi al mismo tiempo un leve temblor de frío; las señoras se embozan en los chales y tiran hacia sí las pieles que cubren sus rodillas; los caballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en el aire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las próximas dulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el látigo enderezándolos ya hacia la ciudad. En pocos minutos queda la carretera desierta. Los peones, que como es natural permanecen rezagados, escuchan algún tiempo el ruido de los coches, como un rumor distante de olas que se estrellan.