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II

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Peñascosa está situada en el fondo de una pequeña ensenada del Cantábrico. Su caserío se extiende todo él por la orilla del mar, sin penetrar más de cien varas en lo interior. Sólo allá en el vértice de la angostura hay una plaza medianamente espaciosa, de la cual arranca la carretera que conduce a Nieva. La parte de la villa que se extiende a la derecha es menos importante y extensa que la de la izquierda. Por esta orilla corre la mejor y aun puede decirse la única calle del pueblo. Es larga, empinada a trozos, a trozos llana, ancha en algunos parajes y en otros estrecha, con ánditos de un lado para los transeúntes. Las casas de la derecha tienen todas salida a la mar por medio de escaleras mejor o peor labradas, según la importancia del edificio. Termina en el Campo de los Desmayos, donde se alza la iglesia, sobre una punta de tierra que avanza en el mar. Este campo toma su nombre de algunos sauces que allí dejan caer sus ramas sobre toscos bancos de piedra, donde los honrados vecinos se sientan a tomar el sol en invierno o a respirar la brisa en verano. Es el paraje en que se efectúan todas las fiestas y regocijos públicos de la villa, las iluminaciones y verbenas, fuegos de artificio, ascensión de globos, música, danza y giraldilla: sirve además de punto de reunión para el gremio de mareantes cuando necesitan congregarse y tomar algún acuerdo, y de real para la feria y de campo de maniobras para los chiquillos de la escuela. No es maravilla que así suceda, dada la particular estructura de la población, donde fuera de la plaza, no hay ningún otro espacio abierto y cómodo más que éste.

El muelle es un espolón de piedra que arranca de la calle mencionada hacia su promedio y avanza poco más de cien varas por el mar. Bajase a él por una rampa suave donde hay media docena de tabernas por lo menos y dos cafetuchos, el de la Marina y el Imperial. Unas y otros hierven de gente a todas horas, pero muy especialmente a la del crepúsculo, cuando llegan del mar las lanchas pescadoras y termina sus faenas la tripulación de los pataches y quechemarines anclados. Éstos son los únicos buques que llegan hasta Peñascosa. Hay, no obstante, un vapor que surca de vez en cuando las aguas de la ensenada y osa acercarse al muelle. Es un remolcador de Sarrió llamado Gaviota: sus largos quejumbrosos silbos estremecen al vecindario de orgullo. Porque en lo tocante a amar a su pueblo y despreciar a los demás de la tierra, nadie ha ganado jamás a los peñascos, ni los romanos siquiera. No hay peñasco que no esté plenamente convencido de que su puerto es el más favorecido por la naturaleza en toda la costa española: si no tiene la importancia comercial de Barcelona, Málaga o Bilbao, consiste en que nadie se ha ocupado en proporcionársela por medio de obras adecuadas. Hacia Sarrió, villa que quintuplica su población y que ha adquirido gran importancia en los últimos años, sienten un odio y un desprecio inveterados. Cuando ven los vapores cruzar por delante de la «abrigada, tranquila y segura ensenada» de Peñascosa y meterse en el «sucio y peligroso fondeadero» de Sarrió, todo buen peñasco siente latir su pecho con indignación, como el que ha sido víctima de un robo mira cruzar en coche a su estafador. Hay que oírles hablar de las cualidades del puerto de Sarrió, sobre todo cuando les escucha un forastero. Principia a dibujarse en sus labios una sonrisa levemente irónica y despreciativa que poco a poco se va acentuando hasta trasformarse en sonora, homérica carcajada cuando llegan a aquello de: «Los cangrejos están muy satisfechos todos de la boca de Sarrió. Dicen que entran y salen sin peligro alguno.» Si alguna vez las lanchas pescadoras de este puerto se ven precisadas a arribar a Peñascosa a causa del temporal, ¡con qué protección tan humillante los reciben los indígenas! Y cuando por sus negocios van éstos a la aborrecida villa, están allá inquietos, nerviosos: el tráfago y los ruidos del muelle les suena dolorosamente en el corazón: llegan a su pueblo con el estómago sucio y excitados, narrando los mil disgustos que la envidia de los sarrienses les ha causado. Llevan cuenta exactísima de todos los siniestros ocurridos en la barra de su rival y no se cansan jamás de compadecer a los pobres buques extranjeros a quienes la suerte impía conduce a un puerto tan inhospitalario.

No sólo en el calado, en el abrigo, en la seguridad del puerto, cifran su orgullo los peñascos. Poseen además otra porción de ventajas naturales verdaderamente inapreciables. Existe en las afueras de la villa una fuente de agua ferruginosa que es admiración de propios y extraños, sobre todo de propios. Los extraños consideran que si el agua no viniese unida a tantos cuerpos heterogéneos, se bebería con más facilidad y produciría los mismos resultados. Y verdaderamente nosotros también nos inclinamos a pensar que su virtud saludable no se acrecienta con que los chicos del barrio orinen en ella y a veces se desahoguen de otro modo aún menos diplomático. Por influencia del clima, críanse en Peñascosa los mejores cerdos del orbe, con lo cual está dicho que en ningún país del extranjero saben lo que es comer jamón mas que en éste afortunado pueblo. Dicho se está igualmente que, si los cerdos de Peñascosa son los mejores del mundo, las castañas con que se crían estos cerdos son las más gordas, las más suaves y nutritivas. El mar de Peñascosa tampoco es igual al de otros puertos: sobre todo con el de Sarrió no guarda parecido alguno. Hay personas que, sin saber por qué, se van debilitando paulatinamente en este pueblo, pierden el apetito y el humor: pues bien, hasta que van a tomar los baños de mar en Peñascosa no se ponen buenas. Los de Sarrió no producen efecto alguno medicinal: al contrario, todo el que se bañe allí se expone a erupciones, catarros, reuma y otros desarreglos tristísimos. Por la parte de Oeste, o mejor dicho Noroeste, la villa está resguardada de los vientos más vivos y constantes. El clima es, por lo tanto, suave y benigno: las epidemias no prosperan. Los peñascos hacen saber con orgullo que, mientras en el último cólera murieron en Sarrió trescientas doce personas, en Peñascosa sólo murieron sesenta y una, y de éstas por lo menos treinta bajaron a la tumba por descuidos lamentables que las familias respectivas debieron evitar, aunque no fuese más que por el crédito de la villa. Inútil es hablar del pescado que se coge en este privilegiado puerto. En cien leguas a la redonda, nadie ignora que ni la sardina, ni la merluza, ni el congrio, ni el besugo admiten comparación con los de Sarrió. Como el caso parece extraño habiendo tan poca distancia de un pueblo a otro, los de Peñascosa lo explican por los mejores pastos que sus peces tienen. En suma, nosotros no conocemos otro pueblo más agradecido al Supremo Hacedor por las condiciones topográficas, hidrográficas y climatológicas con que le plugo favorecerle.

Respecto a las etnográficas, la mayor ventaja que hemos podido apreciar es la hermosura y gallardía de las mujeres. Son altas, macizas, de tez sonrosada y ojos negros; la voz es dulce, sonora y hablan con un dejo musical muy característico: parece que recitan al piano. No presumen de bellas y lo son. En cambio se vanaglorian de cantar mejor que las de ningún otro pueblo de la provincia, y no es así. Cierto que, como acabamos de indicar, hay entre ellas muchas voces gratas y extensas; pero el oído y sobre todo el gusto no corresponden a la voz. Repicotean de tal modo lo que cantan que no lo conoce nadie, ni el mismo autor que lo creó. En verdad que las peñascas abusan de las fermatas y fiorituras que las muchachas de Sarrió, sin tener tan buena voz, cantan con mejor gusto y afinación. Silencio acerca de este particular, porque si alguien lo dice en Peñascosa, le sacan los ojos.

Igualmente tienen metido las jóvenes peñascas en la cabeza (digamos en la hermosa cabeza, que no hay mentira en ello) que poseen especialísima aptitud para componer coplas oportunas o de circunstancias. Las componen generalmente sobre canciones populares que sirven para bailar en las romerías. Que se inaugura el edificio de las escuelas, copla al canto; que llegó el diputado del distrito a tomar baños, serenata y coplas; que D. José el Estanquero monta un servicio de ómnibus a la capital, coplita laudatoria a D. José el Estanquero. Pero donde brilla principalmente el estro de las jóvenes artesanas es en las coplas satíricas: no necesitamos añadir que el blanco preferente de sus sátiras es el mezquino, peligroso y sucio puerto de Sarrió. No suelen estar bien medidas las coplas; tampoco se ve en muchas de ellas el aguijón. ¡Qué importa! Las peñascas las cantan con un fuego y un retintín que desespera a las jóvenes de Sarrió y les hace enfermar de ira.

Los hombres suelen ser como en todas partes, más feos que hermosos, más tontos que graciosos, más groseros que corteses, más vulgares que originales. Sin embargo, hay en casi todos ellos un rescoldo de imaginación que, si no les sirve para escribir novelas, les hace más noveleros y curiosos que a los del resto de la provincia. Cualquier acontecimiento insignificante adquiere proporciones grandiosas en Peñascosa. El pueblo se conmueve hondamente cada vez que arriba cierto bergantín-goleta trayendo tabla de pino rojo del Norte para D. Romualdo, y acude todo a presenciar la descarga. Un prestidigitador vulgar produce extraordinaria agitación y ocasiona largas y violentas disputas en el casino, en los cafés, en las tertulias de las tiendas, y encauza el gusto y la fantasía de los peñascos por distintos derroteros. Llegó en cierta ocasión un magnetizador que dio algunas sesiones en el teatro (llamémoslo así). Durante seis meses los peñascos no se ocuparon apenas en otra cosa que en magnetizarse los unos a los otros. En ninguna tertulia se entraba que no se tropezase con alguna señorita dormida mientras un joven indígena, en actitud de espantarle las moscas, le arrojaba puñados de fluido a la cara: todo era mediums y espíritus, y veladores giratorios: algunos honrados vecinos quisieron volverse locos: uno de ellos salió de noche pidiendo confesión a gritos porque había hablado con cierto pariente difunto. Después llegó un frenólogo. Los peñascos se dedicaron otra temporada a palparse la cabeza y hacer vaticinios sobre el destino reservado a los niños. Los cuadros disolventes de algún saltimbanqui engendraban la afición a las linternas mágicas, y las compañías dramáticas que por casualidad llegaban hasta allí, verdaderas cuadrillas de facinerosos, despertaban extrañas aptitudes para el arte escénico en muchos vecinos que hasta entonces jamás las habían revelado. Un náufrago austriaco les infundió el amor a la filología; dio unas cuantas lecciones de alemán y ruso a varias personas caracterizadas de la localidad, y al cabo de dos meses se escapó con seis mil reales de D. José el Estanquero, dos mil de D. Remigio Flórez y algunas pesetas más de otros caballeros. No se habló de otra cosa en un par de meses.

Hay en Peñascosa un casino suscrito a cinco periódicos de Madrid y a uno de Lancia. El Faro de Sarrió, que les enviaban gratuitamente, fue devuelto a su destino a propuesta de varios socios dignísimos cuando este periódico propuso (¡qué asco!) la construcción de un gran puerto de refugio en Sarrió. Existe además una sociedad de recreo, de la cual es alma y vida D. Gaspar de Silva, un poeta de la localidad que tiene escritas más obras dramáticas que Shakspeare. Púsole por nombre el Ágora, en consonancia con sus aficiones clásicas. Es el templo del arte. Allí se representan las piezas de D. Gaspar por los jóvenes aficionados y se leen sus poesías líricas, en medio de las lágrimas y los aplausos de las señoritas de la localidad, adivínanse charadas y logogrifos, se cantan mandolinatas y stornellos en un italiano estupendo y se juega de mil modos ingeniosos. Verdaderamente el Ágora de Peñascosa recuerda, más que la asamblea griega que le ha dado nombre, la tertulia de la reina de Navarra, aquella gozosa y poética reunión de hermosas damas y caballeros, donde rebosaba el ingenio y de la cual tanta gallarda invención ha salido. No llevaremos, sin embargo, nuestro afán de similitudes hasta comparar a D. Gaspar con Margarita de Valois. Cada cual en su género deben considerarse como seres privilegiados; mas pertenecen a géneros diferentes.

D. Gaspar era un hombre alto, seco, con el rostro lleno de manchas coloradas que delataban su juventud borrascosa, el pelo ralo, la barba, que gastaba al uso de Espronceda, Larra y los literatos del treinta al cuarenta, entrecana y erizada, las manos y los pies descomunales, tan apretados por los callos estos últimos que el poeta andaba apoyado siempre en una muleta y doblado fuertemente por el espinazo. A pesar de esta circunstancia, no puede negarse que era un hombre notabilísimo, y con razón se vanagloriaba Peñascosa de haber sido su cuna y guardarle en su seno. No se limitó jamás, como la mayoría de los literatos, a cultivar un género con mejor o peor fortuna. Escribió poemas épicos, poesías líricas de todas clases, amorosas, satíricas, filosóficas, didascálicas; fue novelista y autor dramático. Las tres cuartas partes de sus obras permanecen manuscritas; pero bastan las impresas (a expensas de un primo hermano que el poeta tiene en Puerto Rico) para dejar de él imperecedera memoria. Por lo menos, los que hemos tenido la dicha de conocerle personalmente, es seguro que no lo olvidaremos mientras nos dure la existencia. Silva era un poeta que guardaba más semejanza con los vates antiguos que con los modernos. Como Shakspeare, como Molière y Lope de Rueda, él mismo representaba sus obras en la escena, reservándose los papeles de característico, a causa de la curvatura del espinazo. En este caso solía sacar una voz engolada y tremante que causaba honda emoción en sus convecinos. Los títulos de ellas tenían un sello de originalidad que recordaba bastante los del inmortal dramaturgo inglés. Entre otros títulos extraños, originalísimos, recordamos los siguientes: No me vengas con belenes, que te rompo el esternón (comedia en tres actos), Entre col y col, lechuga (pieza en un acto), Y sin embargo se muere (drama en tres actos), ¿Le gustan o no las rubias? (pieza en un acto). Aunque ha brillado y brilla en todos los géneros literarios, nosotros pensamos que su genio es más dramático que lírico.

No hay más sociedades reglamentadas en Peñascosa. La tertulia de la botica, la de D. Martín de las Casas y la de los mosqueteros (esta última al aire libre, en el Campo de los Desmayos) son agrupaciones libres, sin ideal artístico ni político.

De esta villa insigne por su maravillosa situación geográfica y por el talento de sus hijos, blanco de la envidia, no sólo de Sarrió, sino también de Santander y Bilbao y todos los demás puertos de la costa cantábrica, que en vano han pretendido humillarla; de este pueblo generoso, patriota, idealista, fue nombrado teniente párroco el joven presbítero protagonista de esta verídica historia. Lo fue por influencia o mediación de D. Martín de las Casas y otros próceres. No les costó trabajo obtener este nombramiento del obispo, porque Gil se había hecho notar extremadamente como alumno aplicado e inteligente en el seminario de Lancia. Al mismo tiempo sus costumbres puras y la suavidad y mansedumbre de su carácter, acreditadas por todos los profesores, le ponían en aptitud de desempeñar cualquier oficio en la iglesia. El rector del seminario, varios dignatarios del clero y hasta el mismo prelado le insinuaron la idea de quedarse en Lancia y hacer oposición a alguna de las prebendas que pudieran vacar en la catedral. Nadie dudaba de su pericia para conseguirla. Sin embargo, el nuevo presbítero rechazó con humildad la proposición, alegando la insuficiencia de sus estudios, que esperaba ampliar con el tiempo, y su excesiva juventud para desempeñar cargo de tal importancia, caso de que se lo otorgasen. En el fondo de su ser existía también, sin que él mismo se diera cuenta de ello, cierta repugnancia a la vida sociable y regalona de los canónigos.

Gil era un místico. Había tenido la fortuna de tropezar, en el rector del seminario, con un hombre de una piedad exaltada, con un orador elocuente, apasionado, genial, un verdadero apóstol. Este hombre extraordinario, que formaba contraste con el clero prudente y prosaico que le rodeaba, ejerció influencia decisiva en el espíritu delicado y soñador de nuestro héroe, consiguió arrastrarlo en su vuelo, comunicándole el fuego que devoraba su alma de asceta. Era medianamente instruido, pero hasta su pequeño bagaje de instrucción le pesaba. Sentía un respeto idolátrico, que comunicó a su discípulo, hacia la Teología por lo que había en ella de misterioso e incomprensible. En cambio miraba con indiferencia la Filosofía y despreciaba las ciencias naturales. Era, como todos los hombres de fe viva y corazón ardiente, enemigo de la razón. Cuando se cree y se ama de veras se apetece el absurdo, se despoja el alma con placer de su facultad analítica y la deposita a los pies del objeto amado, como Santa Isabel ponía su corona ducal a los pies de la imagen de Jesús antes de orar. Era un caso de suicidio por ortodoxia mística. Bajo su dirección, el seminario de Lancia fue perdiendo el ligero barniz científico que por las últimas reformas se le había dado. Seguíanse los cursos de física, de historia natural, de matemáticas, de filosofía, pero con tan poco aprovechamiento que ningún profesor se atrevía a dejar suspenso a un alumno, por mucho que disparatase en el simulacro de examen que se hacía. En cambio concedíase importancia decisiva a las prácticas religiosas, a todos los ejercicios de piedad. Se pasaba el día orando, meditando. El alumno más apreciado no era el que mejor dijese y entendiese las lecciones, sino el que supiera pasar más horas de rodillas, o ayunase con más rigor, el más silencioso y taciturno.

La mayoría de los colegiales, hijos de labradores y artesanos, cumplía con estos deberes sin gran esfuerzo, viendo en ello una manera de arribar pronto y sin dificultades al sacerdocio. El estudio les hubiera mortificado más. Para Gil, tal género de vida representaba un trabajo constante, una lucha consigo mismo. Su inteligencia vigorosa apetecía el estudio, su fantasía el movimiento. Con sistemática tenacidad se puso a contrariar las expansiones de su naturaleza, dio comienzo al lento suicidio que primero había operado su maestro y antes todos los místicos del mundo. Penetró en el pensamiento de aquél, participó del ideal sombrío de su vida, de su furor de penitencias, de su desprecio de los placeres, de los horrores y también de la ciencia del mundo. En esta lucha con la carne hay su poesía. De otra suerte, no habría místicos. Cuando terminó la carrera era el modelo que se ofrecía a los colegiales. Humilde, reservado, grave y dulce a la par, rezador incansable y con la nota de meritissimus en todos los cursos.

Ya le tenemos ejerciendo el cargo de teniente párroco en Peñascosa. Hubiera preferido marcharse a regentar una parroquia rural. El trato mundanal le producía penosa impresión: para él Peñascosa, con su casino, sus cafés y tertulias, era un centro de frivolidad, por no decir corrupción. Pero Dª Eloisa y sus protectoras se habían empeñado en tenerle en el pueblo, y el rector del seminario, su venerado maestro, le aconsejó que no desatendiese sus ruegos: si la frivolidad de la villa le molestaba, su tarea, en cambio, sería más meritoria y fructífera; las almas de los campesinos no necesitan tanto prolijo cuidado. Con la emoción y el anhelo de quien pone mano en una obra sacratísima, dio comienzo el nuevo presbítero a sus tareas. Levantábase al amanecer y se dirigía a la iglesia, donde entraba el primero, antes que el sacristán. Sentábase en el confesonario y allí permanecía escuchando a los que se acercaban al sagrado tribunal hasta las ocho, hora en que decía su misa. Después, aún se sentaba otro rato a confesar, y se iba a casa. Hasta la hora de comer, estudio, meditación, rezo. Después otra vez a la iglesia: rosario, enseñanza de doctrina, arreglo y aseo del templo. Desde que él llegó, éste comenzó a estar limpio y decoroso. Sin reprenderle, logró con el ejemplo, echando él mismo mano al plumero y a la escoba, que el sacristán cumpliese con su deber. Pero en lo que más se placía su alma fervorosa era en acudir prontamente al lado de los moribundos, en permanecer clavado junto a su lecho, exhortándoles al arrepentimiento, sosteniendo su confianza en Dios hasta que exhalaban el último suspiro. Esta era la parte grata de su tarea, la obra verdaderamente divina que le dejaba el corazón anegado de dulzura y entusiasmo. ¡Arrancar un alma de las garras del demonio! Cuando a la madrugada, después de cerrar los ojos a un pobre feligrés, se dirigía a la iglesia transido de frío, rota su flaca naturaleza por una noche de vigilia y trabajo, sus ojos se posaban en aquel mar siempre colérico, en aquel cielo sombrío, y en vez de sentir la tristeza y el dolor de la existencia, su espíritu se dilataba por la alegría y acudían a sus ojos lágrimas de reconocimiento. Era el gozo sublime de Jesús recorriendo a pie las abrasadas márgenes del lago Tiberiade, anunciando el reinado del Padre; era el gozo de San Francisco cuando tornaba a la Porciúncula con algún nuevo compañero de penitencia; era el del santo rey Fernando al apoderarse de Sevilla; era, en suma, el gozo de todos los apóstoles.

La Fe

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