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Armando Palacio Valdés
El idilio de un enfermo
IV

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Oiga usted: ¿me podría informar si hay en la villa algún alquilador de caballos?

– Sí, señor; hay dos.

– ¿Quiere usted guiarme a casa de uno de ellos?

Pero en aquel momento un joven alto, de nariz abultada y bermeja, vestido decentemente con pantalón y chaqueta negros, bufanda al cuello, negra también, y ancho sombrero de paño, también negro, los abocó, preguntando al viajero:

– ¿Sería usted, por casualidad, el sobrino del señor cura de Riofrío?

– Servidor.

– Pues vengo de parte de su señor tío para que, si gusta de ir conmigo a las Brañas, lo haga con toda satisfacción. Tengo en la cuadra dos caballerías…

El enviado del cura mantenía suspendido el sombrero sobre la cabeza, sin quitárselo por entero ni acabar de encajárselo.

– ¡Ah! ¿Viene usted de parte de mi tío? ¡Cuánto me alegro!… Pero póngase, por Dios, el sombrero… No esperaba yo esa atención… Pues cuando usted guste… Lo peor es el baúl… no sé cómo lo hemos de llevar…

– Que se lo traiga un mozo hasta la posada, y de allí podrá marchar en un carro… El carretero es de satisfacción.

– Perfectamente… Vamos allá.

Ambos se emparejaron, entrando en la industriosa villa como dos antiguos conocidos.

– Vaya, vaya… pues la verdad, no esperaba yo que mi tío me enviase caballo… No le decía categóricamente el día en que había de llegar.

– Tampoco me lo dio él como seguro. Yo tenía asuntejos que arreglar aquí, en Lada, y pensando venir hoy, se lo dije… Entonces me dijo:– Hombre, Celesto, mañana puede ser que venga un sobrino mío en el tren de la tarde: ¿quieres llevar mi caballo por si acaso?…– Oro molido que fuera, señor cura… ¡Vaya, que no faltaba más!

– Pero lo raro es que usted me haya conocido tan pronto.

Celesto hizo una mueca horrorosa con su nariz multicolora. Porque es tiempo de manifestar que la nariz del mensajero no era bermeja, como a primera vista le había parecido a Andrés, sino que, dominando este color notablemente, todavía dejaba que otros matices, tirando a amarillo, verde y morado, se ofreciesen con más o menos franqueza entre los muchos altibajos y quebraduras que la surcaban. En verdad que era digna de examen aquella nariz. Un geólogo hubiese encontrado en ella ejemplares de todos los terrenos volcánicos.

– ¡Ca, no señor, no es raro! El señor cura tuvo cuidado de decirme:– Mira, mi sobrino viene muy delicadito, casi hético el pobrecito; de modo que no te será difícil conocerlo… Y efectivamente…

No dijo más porque comprendió que no debía decirlo. Andrés se puso triste repentinamente, y caminaron en silencio hasta llegar a la posada, que estaba a la salida de la villa. Fueron a la cuadra, enjaezó Celeste los caballos, sacáronlos fuera. ¡En marcha, en marcha!… No; todavía no. Celesto no se siente bien del estómago, y se hace servir una copa de ginebra, que bebe de un trago, como quien vierte el contenido en otra vasija. Andrés quedó pasmado de tal limpieza y facilidad. Ahora sí; en marcha: ¡Arre, caballo!

Los rucios emprendieron por la carretera un trote cochinero. Las vísceras todas del joven cortesano protestaron enseguida de aquel nefando traqueteo, y a cosa de un kilómetro clamaron de tal suerte, que se vio obligado a tirar de las riendas del caballo.

– ¿Sabe usted, amigo, que el trote de este jamelgo es un poco duro? Si usted tuviese la bondad de ir más despacio…

– Sí, señor; con mucho gusto. Pues no le oí nunca quejarse al señor cura de su caballo. Antes dice que es una alhaja…

– Como yo no estoy acostumbrado a esta clase de montura…

– Eso será… Aunque vayamos con calma, hemos de llegar al oscurecer a casa.

Y ambos se emparejaron y se pusieron a caminar al paso, unas veces vivo, otras muerto, de sus cabalgaduras.

Conforme se alejaban de la villa industrial, el paisaje iba siendo más ameno. La carretera bordaba las márgenes de un río de aguas cristalinas, y era llana y guarnecida de árboles. El polvo y el humo de carbón de piedra que invadían la villa y sus contornos, ensuciándolos y entristeciéndolos, iban desapareciendo del paisaje. La vegetación se ostentaba limpia y briosa: sólo de vez en cuando, en tal o cual raro paraje, se veía el agujero de una mina, y delante algunos escombros que manchaban de negro el hermoso verde del campo.

– ¿Y de qué padece usted, señor de Heredia, del pecho?

– No, señor; más bien del estómago.

– ¿No tiene usted ganas de comer?

– Pocas.

– ¡Hombre, le compadezco de veras! Debe de ser fuerte cosa eso de sentarse delante de un plato de jamón con tomate y no poder meterle el diente. No he padecido nunca de ese mal… Bien es verdad que tampoco usted padecería si se hubiera pasado cinco años en el seminario comiendo judías con sal, y arroz averiado: saldría usted de allí comiéndose las correas de los zapatos, como este cura…

– ¿Es usted cura?

– No, señor; es un decir: estudio para ello.

– ¡Ya me parecía!

– No tengo tomadas más que las órdenes menores… Verá usted: cuando entré en el seminario fue con la intención de seguir la carrera lata; pero se murió mi padre hace cosa de seis meses, y no he aprobado más que un año de teología. La pobre de mi madre no puede sostenerme tanto tiempo en el seminario ni en posada tampoco: es necesario abreviar la carrera y ordenarse cuanto antes… Si no puedo ser teólogo, seré cura de misa y olla… ¿Y qué importa?… De todos modos, la curapería anda perdida; ¿verdad, D. Andrés?

– No me parece tan mala carrera.

– Se asegura el garbanceo y nada más. Ya sabe usted que hasta se están vendiendo los mansos de las parroquias…

– ¿Y cómo está usted ahora aquí, en la aldea?

– Desde el fallecimiento de mi padre (que en gloria esté) vivo en casa: los negocios no han quedado muy bien, y costará todavía algún tiempo el arreglarlos. A pesar de todo cuento, Dios mediante, cantar misa de aquí a dos años… Ea, bajémonos un poco a estirar las piernas y a tomar un piscolabis… ¿No quiere usted echar un cuarterón o una copita, D. Andrés?

Se hallaban delante de una casucha solitaria, sobre cuya puerta tremolaba una banderita blanca y encarnada, dando testimonio de que allí se rendía culto a Baco.

– No tomo nada, pero bajaré a acompañarle a usted. Me está lastimando el diablo de la silla.

– No perderá usted el tiempo— dijo Celesto acercándose a tenerle el estribo y bajando cuanto pudo la voz.– Va usted a ver una de las mejores mozas del partido, más derecha que un pino, bien armada y bien plantada… Se chupará usted los dedos…

Las muecas que el seminarista hizo al proferir tales palabras no son para descritas. Sus ojos acuosos brillaron como diamantes brasileños y la volcánica nariz se estremeció de júbilo.

– Vamos, Amalia, sandunguera, échame una copa de bala rasa y a este señor lo que guste. ¡Así pudieras echarte tú en la copa, salerosa, y beberte yo con toda satisfacción, mas que reventase después como una granada!

– ¿Tan mal estómago te haría, capellán?

– No lo sé, cielo estrellado; lo único que puedo decirte es que me alborotarías mucho los nervios.

– Pues tila, querido, tila. ¿Qué quiere usted tomar, caballero? (dirigiéndose a Andrés).

– Un vaso de agua.

Mientras Amalia lavaba el vaso en un barreño colocado al extremo del mostrador, Andrés la examinó a su talante.

Los datos de Celesto le parecieron exactos. Era una moza de arrogante figura y buenos ojos, de brazos rollizos y amoratados; gorda y colorada en demasía. Cuando abría la boca para reír, enseñaba unos dientes blancos y sanos, aunque nada menudos.

– Échame otra, cara de rosa, que cuando te veo se me seca el gaznate… Vamos, D. Andrés, ¿no se la llevaría para casa de buena gana?

– ¿Y para qué me había de querer este señor en su casa?– preguntó riendo maliciosamente la joven.

– Para darte confites, princesa;– ¿no es verdad, D. Andrés?

– ¡Vaya!

– No me gustan los dulces.

– ¿Y si yo te los diera, lucero?– preguntó el seminarista con voz almibarada, entrando en el recinto cerrado por el mostrador y acercándose con paso de gato a la moza.

– ¡Bah!… entonces me los comería con mucho gusto— replicó ella en tono irónico.

– ¿De veras, cielo?– preguntó Celesto cogiéndola al mismo tiempo por la barba y clavándole sus ojos claros de besugo, encendidos por una chispa amorosa.

Andrés consideró que debía salir a ver cómo andaban los caballos. No se habían movido del sitio; tranquilos, cabizbajos, abstraídos. Los examinó detenidamente, revisó sus cascos a ver cómo estaban de herraduras, arregló los aparejos, mientras escuchaba dentro de la taberna un alegre y continuado retozar, salpicado de frases tiernas, carcajadas y no pocos golpes. Allá, después de bastante rato, salió Celesto con las mejillas pálidas de fatiga y las narices más requemadas que antes.

– Vamos, en marcha… Hay que apretar el paso… ¡Qué moza, D. Andrés! ¿verdad?… Pues tiene una hermana que va a ser mejor que ella todavía… ¡Qué chiquilla más espetada y más rica!– tan bien formadita por delante como si tuviera veinte años, y no tiene más de catorce… ¡Arre caballo! ¿No repara usted, D. Andrés, cómo agradecen los caballos que el jinete eche unas copitas? Es cosa sabida; para hacer andar un caballo remolón, no hay como verterse entre pecho y espalda un jarrito de ginebra… Pues ahí donde usted la ve, D. Andrés, la Amalita no tiene nada de arisca.

– Ya, ya veo que sabe usted buscarle los pliegues.

Celesto rió de satisfacción hasta saltársele las lágrimas.

– ¡Bah! Ya se los han buscado antes que yo otros muchos. Me divierto un poco con ella cuando voy y vengo… pero no pasa de ahí… Por supuesto, D. Andrés, que esto no dura más que hasta que tome las órdenes mayores, porque no quiero ser un mal sacerdote…

– Hará usted muy bien; de otro modo, más vale que siga usted distinta carrera.

– Nada, nada, estoy resuelto a ello: el mismo día que me ordene sanseacabó… fuera vino, fuera mujeres, y vida nueva como Dios manda…

Siguió moviendo la lengua el seminarista con creciente brío mientras duraba la operación que en la cabeza le hacían las copitas de ginebra. Cuando se cansaba de hablar, entonaba alguna canción picaresca con ribetes de obscena, que hacía reír no poco al joven cortesano. La alegría es contagiosa, como la tristeza. La de Celesto consiguió pegársele y llegó pronto a hacerle el dúo, poniendo en inusitado ejercicio las fuerzas de sus desmayados pulmones.

No por eso dejaban de caminar a paso vivo por la amena carretera, que ceñía como una cinta blanca las faldas de las colinas.

El valle se iba cerrando. Por detrás de las colinas frondosas asomaban ya sus crestas algunas montañas anunciando que los viajeros no tardarían en penetrar en otra región más fragosa, en el corazón mismo de la sierra. En efecto, la carretera terminó bruscamente cerca de una fuerte apretura de los montes, donde se asentaba un caserío de poca importancia. Desde allí siguieron por un camino tan pronto ancho como estrecho, que faldeaba la montaña a semejanza de la carretera, y estaba sombrado a largos trechos por los avellanos de las fincas lindantes. El paisaje era cada vez más agreste. El valle se había trasformado en cañada, por donde un río bullicioso y cristalino corría entre angostas aunque muy deleitosas praderas. A trechos la cañada se amplificaba, como si desease merecer tal nombre; otras veces se cerraba hasta más no poder trocándose en verdadera garganta, donde había poco más espacio que el que ocupaban el camino y el río.

Éste, a medida que caminaban hacia su nacimiento, iba perdiendo en caudal, aunque ganando mucho en amenidad y frescura: más vivo, más diáfano y sonoro. Los grandes guijarros de color amarillo que formaban su lecho dejábanse ver con toda limpieza, y hasta en los pozos más hondos, labrados al borde de alguna peña, exploraban los ojos todos los secretos del fondo… Las montañas a veces se levantaban sobre él a pico, y eran blancas y coronadas de vistosa crestería, entre cuyos agujeros se mostraba el azul del cielo. El musgo formaba en ellas grandes machones de un verde oscuro, que resaltaban gallardamente sobre la blancura de la caliza. Muchedumbre de arbustos, y en ocasiones árboles, metían las raíces dentro de sus grietas y aparecían como colgados en retorcidas y fantásticas posiciones sobre el río.

La voz del seminarista, entonando sin cesar sus groseras anacreónticas, resonaba formidablemente entre las peñas.

Andrés callaba ya como un mudo. Se hallaba sobrecogido de respeto y emoción ante aquella vigorosa naturaleza, que no había visto más que en los paisajes al óleo o a la aguada.

– ¿Estamos muy lejos de Riofrío, amigo?

– No, señor; ya hemos entrado en el concejo de las Brañas. Riofrío, que es la capital, está en el centro mismo. En cuanto salgamos de esta apretura y subamos un repechito corto, lo veremos. A usted no le gustarán estos peñascotes, ¿verdad? acostumbrado a vivir en las ciudades…

– Al contrario, me encantan: esto es hermosísimo.

El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba, tornó a coger el hilo de su canción favorita.

«La mujer que es gorda y tierna

Y tiene buena pierna…

Y al cura hace pecar,

Mereciera ser condesa, marquesa, duquesa

Y el cura cardenal.»


Y no dio paz al cántico hasta que divisó a una muchacha que llegaba con un cesto sobre la cabeza.

– Hola, Telva, cuerpo bueno: ¿adónde te vas a estas horas, chiquirritilla? Supongo que no será a Lada…

Al mismo tiempo le cerraba el camino con el caballo y le aplicaba golpecitos en las mejillas con la vara.

– Pues a Lada me voy.

– ¿Y si te comen los lobos?

– Poco se perdería.

– Se perdía una moza como un sol.

– ¡Sí, del mediodía! Déjame pasar, Celesto.

– En seguidita; pero antes vas a decirme adónde vas.

– A Lada, ¿no lo sabes?

– Eso no es verdad: tú te vas a Marín a llevar fruta a tu tía, y de camino a ver a tu primo.

– ¡Buena gana tengo yo de ver a primos ni a tíos! Vamos, déjame paso, que llevo prisa.

Andrés había seguido caminando, en la sospecha de que la conversación iba a ser larga y no muy divertida (para él al menos).

Subió el repechito de que había hablado Celesto, avanzó algo más, y al dar vuelta a un recodo del camino, ofreciose de improviso a su vista un espectáculo que le dejó suspenso. A sus pies, allá en el fondo, se columbraba un vallecito ameno y virginal, surcado por un riachuelo cristalino que hacía eses, dejando a entrambos lados praderas de un verde deslumbrador. Cerraban este valle algunas colinas pobladas de árboles de tono más oscuro. Por detrás de las colinas, en segundo término, alzaban su frente altísimas montañas de piedra blanca; más allá de éstas alzábanse otras aún más altas; después otras más altas todavía, y así sucesivamente una serie indefinida de peñascos, apoyándose los unos sobre los otros, cual si se empinasen para echar una ojeada a aquel rinconcito fresco y deleitoso.

La tarde fenecía y comenzaba el crepúsculo. Andrés quedó en éxtasis ante aquel semicírculo inmenso de montañas, que parecían los escaños vacíos de un congreso de dioses. En los más altos tocaban casi las nubes rojas que acompañaban al sol en su descenso. Desde las colinas a los más bajos mediaba cortísima distancia, aunque la vista suele engañar en tales casos. Manchando de blanco el verde oscuro de las colinas, aparecían sembrados, o mejor, colgados sobre el valle algunos caseríos. En lo más hondo se percibía uno mayor que los otros, descansando entre el follaje de una vegetación soberbia.– Aquél debe de ser Riofrío— se dijo Andrés poniéndose la mano por encima de los ojos, a guisa de pantalla, para examinarle con más comodidad. Mas la gentil aldea se resistía a la inspección, ocultándose a medias detrás de los árboles, que le servían en toda su extensión de poético baluarte. No podía darse nada más bello. El río, iluminado por los rayos oblicuos del sol, era un cinturón de plata bruñida que lo aprisionaba. Nuestro viajero experimentó la dulce sorpresa del que tropieza con un tesoro. Recordó los valles vírgenes de las novelas por entregas, y convino en que nunca se había imaginado cosa tan linda y recatada. Dichoso, pensó, el que haya nacido en este apartado retiro y nunca lo perdió de vista. Al mismo tiempo vino a su mente un tropel de tristes reflexiones, inspiradas en parte por su lastimoso estado, en parte también por la amargura de los escritores románticos, de los cuales estaba saturado.

Mas cuando se hallaba por entero embebido en ellas, he aquí que un caballo, enjaezado y sin jinete, llega y cruza velozmente. Reconoció al punto el jamelgo de Celesto.– ¡Canario! ¿Qué habrá sucedido? ¡Si lo habrá matado!– Y a toda prisa dio la vuelta y bajó hacia el sitio donde lo dejara. Celesto se encontraba en situación apuradísima. Encogido, doblado, hecho un ovillo, yacía al pie de una de las paredillas del camino, mientras Telva se erguía un poco más arriba, en actitud airada, los ojos centelleantes, las mejillas pálidas, arrojándole sin piedad todos los pedruscos que hallaba a mano. Y la lengua la movía con igual celeridad que las manos.

– ¡Desvergonzado! ¡Puerco! ¡Eso te enseñan en el seminario, gran tuno! ¡Malos diablos te lleven a ti y a todos los capellanes! ¡Ven acá, ven otra vez y verás cómo te arranco esas narizotas podridas!

Andrés se interpuso y logró que la moza no arrojase más guijarros sobre el desdichado seminarista, que estaba a punto de pasarlo muy mal si uno de ellos le acertaba; mas los denuestos continuaron a más y mejor, mientras se iba aplacando lentamente la cólera.

– ¡El demonio del capellanzote!… ¡Si pensará que está tratando con alguna pendanga!… ¡Sucio! ¡sucio! ¡suciote!… Ya se lo diré a tu madre, que cree que tiene un santo en casa… ¡Anda, anda con el santo! ¡No, las misas que tú digas que me las claven aquí!

De esta suerte prosiguió vociferando y alejándose poco a poco, mientras Andrés levantaba del suelo a la víctima y la sacudía con la mano el polvo. Celesto se tocó por todas partes, a ver si tenía algún paraje del cuerpo magullado, y dijo exhalando un suspiro:

– ¡Qué gran yegua!

– Yo pensé que le había tirado a usted el caballo, porque pasó delante con gran rapidez…

– Sí, como huele cerca la cuadra no ha querido esperar. Monte usted, D. Andrés.

– ¿Y usted?

– Yo voy perfectamente a pie.

Así se hizo. Celesto estaba un poco avergonzado.

– Por supuesto, D. Andrés, que todos estos líos concluirán el día que tome las órdenes mayores— dijo después de caminar un rato en silencio.

– Tiene usted razón— repuso Andrés sonriendo irónicamente,– ese día… sanseacabó.

– Justamente… sanseacabó.

Bajaron con todo sosiego al valle por un camino estrecho, trazado en zig-zag. La casa rectoral era la primera del pueblo, alejada buen trecho de las otras. Delante de ella se detuvieron. Era de un solo piso, vetusta; gran corredor de madera ya carcomida, cubierto casi todo él por una vigorosa parra, que lo aprisionaba por debajo con sus mil brazos secos y le servía de hermosa guirnalda por arriba; el vasto alero del tejado poblado de nidos de golondrinas; la puerta de la calle negra por el uso y partida al medio como las de toda aquella comarca; por entrambos lados huerta, cuyos árboles frutales aventajaban con mucho la altura de la pared.

– ¡Hola, señor cura!… ¡Doña Rita, doña Rita!… ¡Vamos, despáchense ustedes, carambita, que traigo forasteros!– principió a gritar Celesto, aplicando al propio tiempo rudos golpes a la parte inferior de la puerta, que era la que estaba cerrada.

Casi al mismo tiempo aparecían en el corredor y en la puerta respectivamente el cura de Riofrío y su ama.

– ¿Quién es?– preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo.

– ¡Casi nadie!… Su sobrino en persona, señor cura— contestó Celesto.

– ¡Cáscaras! Me alegro… No pensé yo que sería tan puntual. Allá voy, allá voy ahora mismo…

Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y pálida y la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo que rayaba en frenesí.

– ¡Virgen del Amor Hermoso! ¡El señorito Andrés! ¡Qué escuálido viene el pobrecito! ¡Si parte el corazón!

Y al proferir tales palabras, como Andrés no se había apeado, le besaba una de las manos con efusión. A nuestro viajero le sorprendió agradablemente que su mal estado de salud partiese el corazón de una persona que nunca le había visto. Echó pie a tierra, se despidió afectuosamente de Celesto, y abrazado de su tío y escoltado por el ama, subió la tortuosa escalera de la rectoral.

El idilio de un enfermo

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