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Armando Palacio Valdés
El Cuarto Poder
VI.
que trata del equipo de cecilia

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En la morada de los Belinchón habían comenzado los preparativos de boda. Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora, y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después se pidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora, acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de la provincia, en el familiar de la casa. La fisgona de doña Petra, hermana de don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearse doña Paula y sus hijos, pudo observar que el criado sacaba del coche una porción de paquetes, que se le antojaron piezas de tela. Bastó para que todo Sarrió supiese que en casa de don Rosendo se trabajaba ya en el equipo de la hija mayor. Doña Paula, con tal motivo, tuvo una sofocación. Echó la culpa a Nieves. Esta protestó de que no había salido palabra alguna de sus labios. Insistió doña Paula. Lloró la bordadora. En fin, un disgusto.

Pues que todo se había descubierto, nada de tapujos, y pelillos a la mar. Constituyóse en la sala de atrás, la que daba a la calle de Caborana, un taller u oficina de ropa blanca, bajo la alta dirección de doña Paula, y la inmediata de Nieves. Se componía de cuatro oficialas, las dos doncellas de la casa, cuando los quehaceres domésticos se lo permitían, Venturita y la misma Cecilia. Era una juventud bulliciosa, a la cual, el trabajo activo no impedía charlar, reir y cantar todo el día. La alegría les rebosaba del alma a aquellas muchachas, y se desbordaba en risas inmotivadas, que a veces duraban larguísimo rato. Que a una se le caían las tijeras: risa. Que otra pedía la madeja del hilo teniéndola colgada al cuello: risa. Que se presentaba la cocinera con la cara tiznada, pidiendo a la señora dinero para la lechera: gran algazara en el costurero.

No solamente eran jóvenes y alegres las que cosían el equipo de Cecilia; pero además guapas, comenzando por su directora. Nieves era una rubia alta y esbelta, de cutis blanco y transparente, ojos azules claros, nariz y boca perfectas. Tenía veintidós años de edad, y un carácter que era una bendición del cielo. Imposible estar melancólico a su lado. No que fuera decidora o chistosa; nada de eso. La pobrecilla tenía poco más ingenio que un pez. Pero su alegría inagotable chispeaba en sus ojos de tan gentil manera, sonaba en la garganta con notas tan puras, tan frescas y argentinas, que como un contagio adorable se esparcía en torno suyo. Era la única riqueza que poseía. Con el trabajo de sus manos mantenía a una madre paralítica y a un hermano vicioso y perezoso, que la maltrataba inicuamente cuando no podía darle lo que necesitaba para emborracharse. Sus padecimientos, que para otra serían insoportables, la turbaban sólo momentáneamente. Por encima de ellos rezumaba muy pronto la linfa de aquel divino y gozoso manantial que guardaba en su corazón. Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eran en el costado izquierdo, después de reirse mucho.

Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Sus ojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada, más baja de estatura. En cambio sus cabellos dorados eran rizosos y le caían con mucha gracia por la frente; sus manos y sus pies más delicados y breves que los de Nieves; y, sobre todo, tenía a menudo, casi constantemente, un ceño, cierto fruncimiento del entrecejo que no era de enfado y prestaba a su fisonomía un matiz picaresco extremadamente simpático. Encarnación era costurera; moza robusta, colorada, mofletuda, de fisonomía vulgar. Entre los artesanos de Sarrió pasaba por la mejor moza de las cuatro: para el catador inteligente y refinado valía muy poco. Teresa, costurera también, era por su rostro una verdadera mora, y de las más oscuritas; el cabello negro como el azabache, los ojos rasgados y tan negros como el pelo, la nariz y la boca correctas. Pasaba por fea en la villa a causa de su color: en realidad era un hermoso tipo oriental. De las dos doncellas de la casa, la una, Generosa, nada tenía que llamase la atención; la otra, Elvira, era una palidita, de ojos grandes y entornados, muy graciosa.

Las artesanas de Sarrió no han entrado jamás por la ridícula imitación de las damas, tan extendida hoy, por desgracia, entre las de otros pueblos de España. Creían y creen estas insignes sarrienses, y yo me adhiero del todo a su opinión, que el traje y las modas adoptadas por las señoritas no avaloran poco ni mucho sus naturales gracias; antes las menoscaban. Y esto es lógico. En primer lugar no están acostumbradas a vestirse con tal sujeción o aprieto como los figurines exigen de sus subordinadas. Después, en las villas no hay quien corte con elegancia. Por último, el género tiene que ser de peor calidad, más pobre y más feo. En cambio, ¿quién sobre el globo terráqueo, y aun sobre los otros globos que navegan por el espacio, compite con ellas en ponerse el rico mantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quién deja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo por la frente en estudiado desgaire? ¿Quién se mueve con más garbo dentro de la giraldilla ni da con más elegancia un rempujón al señorito que se desmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña y enojada?– «¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va a pinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído a la vuelta de una romería aquello de

Aben-Hamet al partir de Granada

el corazón traspasado sintió?


No hay que dudarlo. Las artesanas de Sarrió, cuyos arraigados principios estéticos son la admiración de propios y extraños, hoy sobre todo en que van desapareciendo los caracteres, hacen bien en mantener su independencia y en levantar la cabeza delante de las señoritas encopetadas de la villa. Porque (digámoslo bajo para que éstas no se enteren) la verdad es que son mucho más hermosas. Esto, sin ofender a nadie en particular; líbreme Dios. No hay viajero peninsular que al recordarle a Sarrió no afirme lo mismo con más o menos energía, según la índole de su temperamento. No hay inglesote de aquellos que atracan por unos días a la punta del Peón que al hablar allá en Cardiff o Bristol a sus amigos de este spanish town, no comience por levantar mucho las cejas, abrir la boca en forma de círculo perfecto extendiendo hacia afuera los labios, y echándose hacia atrás en la silla no exclame:– ¡Oh, oh, oh! Sarrió the yeung girls very, very, very beautiful!

Y cuando los ingleses lo dicen, ¡qué no diremos los españoles, y en particular aquellos que hemos vivido tanto tiempo bajo su influencia bienhechora!

Las cuatro oficialas, y Nieves también, aunque ésta picaba más alto, pertenecían, pues, a esta famosísima casta de mujeres por cuya conservación y prosperidad hago votos al cielo todos los días y aconsejo a todo buen católico que los haga. En los días de trabajo vestían de percal, mantoncito de lana atado atrás y pañuelo de seda al cuello, dejando al descubierto, por supuesto, la cabeza. Nieves, por excepción, traía al diario mantón de la China negro con fleco.

Acaban de ponerse al trabajo después de comer. El sol penetra por los dos balcones de la sala al través de los visillos. Para que no les moleste, las costureras se agrupan en uno de los rincones. Teresa, la más filarmónica de ellas, entona con voz suave y tímida un canto romántico de cadencias tristes y prolongadas, a propósito para ser acompañado en terceras. Y en efecto, Nieves no tardó en hacerle el dúo, como allí se decía. Las demás la siguen cantando, unas en primera y otras en segunda voz. De todo lo cual resulta una armonía asaz melancólica, de sabor romántico muy marcado. El romanticismo podrá huir de las costumbres y ser arrojado de la novela y el teatro; más siempre hallará un nido tibio y delicioso donde guarecerse en el corazón de las jóvenes artesanas de Sarrió. Aquella armonía dura hasta que Pablito se encarga de desbaratarla lanzando repentinamente en medio de ella su vozarrón de carnero. Las costureras suspenden el canto y levantan asustadas la cabeza. Después se echan a reir.

El bello Pablito, recostado en su butaca allá en otro rincón, se ríe también con fuertes carcajadas de su gracia.

Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablito manifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamás se había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vida detenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginar que se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a las costureras? Nada más cierto, sin embargo. Hacía ya cerca de un mes que no salía a caballo ni en coche, y no pasaba en la cuadra más de una hora todos los días.

Piscis se hallaba consternado. Venía diariamente a buscarlo, pero en vano.

– Mira, Piscis, hoy tengo que limpiar los estribos de plata, no puedo salir.– Mira, Piscis, tengo que ir a cobrar una letra por encargo de papá.– Mira, Piscis, la Linda está con torozón y no se la puede montar.

– Ya está buena— gruñía Piscis.

– ¿Vienes de la cuadra?

– Sí.

– Bien… pues de todos modos hoy no puedo salir… Tengo una rozadura aquí… salva sea la parte…

Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nada aguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigaba vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le tenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momento oportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o por cualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantaba del asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismo tiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que con palabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya pitos que flautas.

– Hombre, Piscis… ¡tengo una pereza!… ¿Quieres hacerme el favor de ir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite al Romero?

– Yo se la daré— respondía con semblante fosco Piscis.

– Bueno, Piscis, muchas gracias… Adiós… No dejes de venir mañana, ¿eh?… Puede que salga a caballo.

Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día siguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su perspicacia no llegaba a resolverlo.

Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de

Sólo tú, mujer divina,

rezarás una plegaria

en mi tumba solitaria, etc.


Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa. Venturita se puso seria.

– Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que te vayas con Piscis.

A su vez Pablito se pone fosco.

– Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo eche a perder!

Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura se empeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Y así era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez de un berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, que sentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempo guardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque se hallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.

– Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!… ¡Jesús qué criatura!… Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo tiene que purgar.

En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a Cecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertía que todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con el pensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.

Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras se complacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a la novia.

– Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?

Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido de niñas. Es muy frecuente en los pueblos.

– Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.

– No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?

– ¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!

– No lo llevará tan guapo Venturita.

– ¡Quién sabe!– replicaba ésta.

Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa, en los labios y ruborizada. Desde que habían comenzado los preparativos de boda, sus mejillas, antes tan pálidas, estaban casi siempre arreboladas. Esta animación y el brillo que la felicidad prestaba a sus ojos, si no bonita, la hacían interesante y simpática. No hay muchacha que en vísperas de casarse deje de serlo más o menos.

Cecilia era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso en taciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían la palabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No era la nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberano hechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseía nuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todas sus palabras y ademanes que revelaban la perfecta limpidez de su espíritu. Esta serenidad pasaba para algunas personas poco observadoras, si no por orgullo, que bien claro estaba que Cecilia no lo tenía, por frialdad de corazón. Creían, aun los más allegados a la casa, que era incapaz de concebir una pasión viva y tierna. Acostumbrados a verla impasible cumpliendo los deberes domésticos con la regularidad de un reloj, les era forzoso un esfuerzo grande de penetración, que no todos pueden llevar a cabo, para adivinar la verdadera fisonomía moral de la primogénita de los Belinchón. La mayor parte de estos seres viven y mueren desconocidos, porque no poseen una de esas cualidades brillantes que seducen y atraen al que se acerca. La inocencia misma, aunque parezca raro, pertenece a ese número, y no es la que menos relieve presta al carácter de una mujer. Muy contados son los que saben apreciar la hermosura que encierran estas almas cristalinas. La mirada se sumerge en ellas sin hallar nada que despierte la atención. Pero lo mismo pasa con ciertos venenos; igual con ciertos filtros que dan la vida. Porque nuestros ojos torpes y limitados no vean los elementos de salud o de muerte que hay en suspensión en ellos, ¿hemos de afirmar que no existen?

Difícil era averiguar las emociones tristes o placenteras que cruzaban por el alma de Cecilia, aunque no imposible. No sabemos si ponía empeño en ocultarlas o era forzada a ello por su misma naturaleza. Lo cierto es que en la casa, hasta sus mismos padres las desconocían casi siempre. Se trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud:

– ¿Qué te parece, Cecilia?

– Me parece bien— contestaba ésta.

– Te parece bien, ¿de veras?– decía la madre mirándola fijamente a los ojos.

– Sí, mamá, me parece bien.

Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le disgustaba el vestido o lo que fuese.

Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro. Cuando Gonzalo le escribió desde el extranjero, así que leyó la carta se presentó a su madre y se la entregó.

– ¿Te gusta el muchacho?– le preguntó ésta después de leerla con más emoción que había manifestado su hija al entregársela.

– ¿Te gusta a ti?

– A mí sí.

– Pues si te gusta a ti y a papá, a mí también me gusta— replicó la joven.

¿Quién pudiera imaginar después de estas frías palabras que Cecilia estaba tiempo hacía profundamente enamorada? Sin embargo, como el amor es el sentimiento humano más difícil de disimular, y después del consentimiento de sus padres no había razón alguna para ocultarlo, lo dejó ver con bastante claridad. En los temperamentos como el de nuestra heroína, cualquier señal, por leve que sea, tiene una importancia decisiva. La felicidad que henchía su corazón, brotaba, pues, a su rostro a la vista de todos los que la conocían íntimamente. Pocos seres habrán gozado más en la tierra que Cecilia en aquella temporada. Todo aquel lienzo extendido por la estancia, aquellos patrones de papel, los dibujos, los bastidores, los carretes de hilo, le hablaban un lenguaje misterioso y tierno. Las tijeras al cortar chis chis, las agujas al coser cruj, cruj, ¡le decían tantas cosas graciosas de lo futuro! Unas veces le decían: «– ¿Quién te verá, Cecilia, ir a misa los domingos del brazo de tu marido? El te llevará el devocionario, te dejará ir al altar de Nuestra Señora de los Dolores y se colocará detrás entre los hombres. Luego te esperará a la salida, te ofrecerá el agua bendita y volverá a cogerte del brazo». Otras veces le decían: «– Por la mañana temprano te levantarás muy despacito para que él no se despierte, limpiarás su ropa, pondrás los botones a su camisa, y cuando llegue la hora tú misma le servirás el chocolate». Otras exclamaban de pronto: «– ¡Y cuando tengas un niño!» Entonces la novia sentía un vuelco gratísimo en el corazón; sus manos temblaban y echaba una rápida mirada a las costureras temiendo que hubiesen advertido su emoción.

Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas, Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta. Así que estaba llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y guardando la llave en el bolsillo.

Después que hubo saludado, Gonzalo fué a sentarse cerca de Pablito, y pasándole la mano familiarmente por encima del hombro, le dijo al oído:

– ¿Cuál es la que más te gusta?

Y al inclinarse hacia su futuro cuñado, clavaba una mirada intensa en Venturita, que correspondió a ella con otra muy singular. Después ambos las convirtieron a Cecilia. Esta no había levantado la cabeza del bastidor.

– Nieves— respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete.

– Lo sabía, y te aplaudo el gusto— dijo riendo Gonzalo.– ¡Qué cutis de raso!… ¡Qué dentadura!

– ¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes?

Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.

– Vamos, no vale hablarse al oído— dijo doña Paula con la susceptibilidad vidriosa que caracteriza a las mujeres del pueblo.

– Déjelos usted, señora— replicó Nieves.– Están hablando de mí: no hay que quitarles el gusto.

– Cierto; Pablo me hacía notar el color rojo de ciertos labios, la transparencia de cierto cutis, un pelo dorado a fuego…

– Valentina, entonces hablaban de ti— dijo Nieves ruborizada tocando en el muslo a su compañera.

– ¡Qué gracia! No te apures, mujer. ¡Si ya sabemos que eres la más guapa!– dijo la otra visiblemente picada.

– ¡Paz, paz, señoras!– exclamó Gonzalo.– Verdad que Pablo comenzó hablándome de las perfecciones de Nieves; pero también es cierto que pensaba continuar con las de todas las demás, si no se le hubiese interrumpido… ¿No es eso, Pablo?

– Desde luego: contaba seguir con Valentina…

Esta levantó la cabeza y le miró con aquel gracioso ceño burlón que daba carácter a su rostro.

– Ten cuidado, Nieves, que estos señoritos se pierden de vista.

Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:

– Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. Hablaría también de Venturita (para ponerla, por supuesto, por los pies de los caballos). De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas.

– ¡Qué pillastre!– exclamó ésta admirada del donaire de su hijo.

Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.

– ¡Quita, quita, adulador!– dijo ella riendo.

– Ve aflojando el bolsillo, mamá— dijo Venturita.

– ¡Lo ves! La pata de gallo de siempre— exclamó iracundo el joven, volviendo la cabeza hacia su hermana, mientras ésta se reía maliciosamente sin levantar la suya del bastidor.

– Mucho has trabajado— dijo Gonzalo en voz baja, sentándose al lado de su novia.

– Así, así— respondió Cecilia fijando en él sus ojos grandes, llenos de luz.

– Mucho, sí; ayer no tenías bordado ese clavel… digo, me parece que es clavel…

– Es jazmín.

– Ni esas dos hojas más.

– ¡Bah! Eso no es nada.

– ¿Y qué es lo que estás bordando?

Cecilia siguió moviendo la aguja sin contestar.

– ¿Qué es lo que bordas?– preguntó Gonzalo en voz, más alta, pensando que no le había oído.

– Una sábana… ¡calla!– replicó la joven levantando un poco los ojos hacia las costureras y volviendo a abatirlos rápidamente.

Al mismo tiempo, los de Gonzalo y Venturita se tropezaron por encima de la cabeza de Cecilia, y de ellos brotó una chispa.

– Ya ven ustedes que hay para todas— decía Pablito mirando al mismo tiempo fijamente a Nieves, como diciendo: «No hagas caso, esto lo digo por cumplir».

– ¿Qué es lo que hay para todas, don Pablo?– preguntó Valentina con tonillo irónico.

– Flores, criatura.

– Écheselas usted al Santísimo.

– Y a las niñas guapas como tú.

– Si no soy guapa, paso delante de las guapas y no les hago la venia, ¿sabe usted?

– ¡Demonio! No hay que acercarse a esta Valentina; se levanta de atrás— exclamó el apuesto mancebo.

El símil, aunque nada culto, y acaso por eso, hizo reir a las costureras.

– A Valentina no le gustan los señoritos— manifestó Encarnación.

– Hace bien; de los señoritos no se saca más que parola, tiempo perdido y a veces la desgracia para toda la vida— dijo sentenciosamente doña Paula sin acordarse de que ella había sacado la felicidad.– Tocante a eso, Sarrió está perdido. Apenas hay muchacha que se deje acompañar de uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha de fumar con boquilla… aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos cantando al alta la lleva… ¡Pobrecillas! No sabéis lo que os espera. Porque el hijo de don Rudesindo se casó con la de Pepe la Esguila y el piloto de la Trinidad con la de Mechacan, se os figura que todo el monte es orégano. Al freir será el reir… Mirad, mirad a Benita la del señor Matías el sacristán. ¿Qué linda está y que compuestita, verdad?

– Benita está escriturada— dijo Encarnación.

– Escriturada, ¿eh? ¡Ya veréis de qué le vale la escritura!

– Señora, el novio no puede dejarla; si la deja, va a presidio por toda la vida.

– Calla, calla, bobalicona; ¿quién os ha metido esas bolas por la cabeza?

– Eso se sabe… vamos. Benita está consultada.

– Mire, señora— dijo Teresa, la morena sentimental,– la verdad en que nosotras corremos peligro; tiene usted razón… ¿Pero qué quiere que hagamos? Los artesanos de esta villa ¡están tan echados a perder! El que más y el que menos pasa el domingo y el lunes en la taberna, y algún día también por la semana. ¿Cuántos son los que traen el jornal a casa y lo entregan a su mujer, dígame por su vida? Si es marinero, se le ve una vez cada año; trae cuatro cuartos, y hala, otra vez para allá. Los cuartos se concluyen, y la infeliz mujer se ve arrastrada, trabajando para dar un pedazo de pan a sus hijos… Y luego, ¿qué saben ellos de dar estimación ni un poco de gracia a la mujer? Si salen con ella un domingo por la tarde, se van parando en todas las tabernas del camino, dejándola, si se tercia, a la pobrecilla a la puerta, o llamándola para que oiga alguna sandez, que la pone más colorada que una amapola… ¡Calle, calle, señora, si hay cada mostrenco que, como Dios me ha de juzgar, no vale el pan que come!… El otro día encontró a Tomasina… ya sabe, la del tío Rufo, que no hace tan siquiera un año que se casó con un oficial de Próspero… Pues iba en aquel mismo instante a por dos reales en casa de su padre para comprar un pan, porque en todo aquel día no había comido un bocado. Su marido se bebe casi todo el jornal, y a mitad de semana, ¡claro! tiene la infeliz que apretarse la barriga… ¡Válgate Dios! Y las más de las noches viene borracho perdido a casa, y le da cada sopimpa que la deja por muerta. ¡Cuántas veces se va la pobrecilla a la cama sin cenar y harta de palos!… Luego quieren que una, viendo estas cosas… ¡Vaya, más vale callar! Lo que yo digo, ¡caramba! ya que la lleve a una el diablo, que la lleve en coche.

– Oye, tú— saltó Valentina levantando el rostro con su ceño habitual algo más pronunciado,– no te pongas tan fanfarrona. Di que te gustan los señoritos, bueno… yo no me meto en eso; pero no vengas quitando el crédito a los rapaces de tu igual… Se emborrachan, los que se emborrachan… Más de un señorito y mas de dos he visto yo venir como cabras para su casa… Y pegan a sus mujeres, también los que pegan… Si ellas no tuvieran la lengua larga, no las llevarían la mitad de las veces… Atiende; y don Ramón el maestro de música cuando llegaba a casa por la noche ¿daba bizcochos a su mujer? Tú lo debes de saber… bien cerca vivías.

– Mujer, yo no hablo por todos— repuso Teresa amainando por el temor de que su díscola compañera le sacase a relucir el acompañamiento nocturno de Donato Rojo, el médico de la Sanidad,– sólo digo que los hay muy brutos…

– Bueno, pues déjalos en paz y no te acuerdes de ellos, que ellos tampoco se acuerdan de ti. Cada una es cada una, y la que más y la que menos sabe por dónde corre el agua del molino.

– Oyes, Valentina— dijo Elvira sonriendo maliciosamente,– cuando te cases, ¿piensas llevarlas de Cosme?

– Si las merezco las llevaré… Más quiero llevar dos bofetadas de mi Cosme que el desprecio de un señorito, ¡alza!

– Así me gusta; ¡aprended, aprended, chiquillas!– dijo Pablito.

Gonzalo, después de un rato de conversación en voz baja con su novia, se levantó, dió tres o cuatro vueltas por la sala, y vino a sentarse al lado de Venturita, con la cual solía tener jarana. Gustaban ambos de embromarse y retozar después que había nacido la confianza. La niña estaba dibujando unas letras para bordar.

– No vengas a hacer burla, Gonzalo. Ya sabemos que dibujo mal— dijo clavándole una mirada provocativa, relampagueante, que obligó al joven a bajar la suya.

– No es cierto eso; no dibujas mal— respondió él en voz baja y levemente temblorosa, acercando el rostro al papel que Venturita tenía sobre el regazo.

– Pura galantería. Convendrás en que podía estar mejor.

– Mejor… mejor… todo puede estar mejor en el mundo. Está bastante bien.

– Te vas haciendo muy adulador. Yo no quiero que te rías de mí, ¿lo oyes?

– ¡Oh! yo no me río de nadie… pero mucho menos de ti…– repuso él sin levantar los ojos del papel, con voz cada vez más baja y visiblemente conmovido.

El Cuarto Poder

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