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PRÓLOGO

La cabeza, el cuerpo y el bosque

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Que nadie se sienta incapaz de leer esta novela. Al revés, que todo el mundo se atreva a acercarse a ella. Saldríamos ganando.

Siempre he odiado los prólogos y también esas pequeñas introducciones de diez o quince minutos a cargo de los críticos con las que se presenta en la televisión la emisión de determinadas películas. Considero que la buena ficción, tanto literaria como audiovisual, merece que nos adentremos en el universo que recrea completamente desarmados, como si se tratara de un sueño en el que nos reconociéramos de pronto, sin protección ni antecedentes, al habernos quedado dormidos. Ésa es la única manera de que el mensaje de la obra impacte en nosotros y nos hiera, para devolvernos después a la realidad que habitamos mínimamente transformados.

Pocas cosas hay más valientes que enfrentarnos a la mentira sin armadura.

Así que bienvenidos a este sueño, el que en La mujer desnuda, publicada por primera vez en 1950, Armonía Somers (Uruguay, 1914-1994) describe para el lector; un viaje a medio camino entre el erotismo y el terror, tanto el uno como el otro nada maniqueos, mimbres de un ejercicio que no persigue enseñar, sino descubrir, y que para ello impone una condición no negociable: la supresión de todos los filtros de percepción adquiridos.

Rebeca Linke acaba de cumplir treinta años y, para celebrarlo e interrogarse acerca de lo que el acontecimiento supone, decide pasar la noche en una finca que linda con un inmenso y oscuro bosque. Allí, nada más llegar y ante la dificultad para conciliar el sueño, mientras contempla el paisaje nocturno a través del estor que ciega a medias la ventana de su habitación, decide cortarse la cabeza y, tras colocársela de nuevo sobre los hombros, aventurarse desnuda al exterior.

Éste es el planteamiento de partida de una historia cimentada sobre tres conceptos que adquieren entre sus páginas la categoría de símbolos: la cabeza, el cuerpo y el bosque; tres estrellas brillantes que, como los mechones bien cepillados de una trenza, Somers entreteje con un notable sentido del ritmo y una interesante influencia de su tiempo —la lectura nos remitirá desde el inicio al estilo onírico de los relatos de Clarice Lispector y a El bosque de la noche (1936), de Djuna Barnes, pero también a la crudeza del cine más experimental de Buñuel, que tiene su máximo exponente en El perro andaluz (1929), y al terror que William Hope Hodgson supo ligar como nadie a las formas y colores de la naturaleza en La casa del confín de la tierra (1908).

Empecemos por la cabeza y esa decapitación casi involuntaria, más instintiva que consciente, y al fin y al cabo reversible, sin la que Rebeca no hubiera podido comenzar su periplo. ¿Qué significa? ¿No representa acaso una especie de bautismo, el rito con el que Armonía Somers le regala a su personaje —y por extensión a su mirada de autora y a la nuestra de indiscretos voyeurs— un nuevo principio limpio de connotaciones y experiencias previas?

Y es que ésa es, sin duda, una de las pretensiones más loables de La mujer desnuda, su ansia de «desaprender», de vaciar nuestro cerebro (y no hay manera más gráfica de hacerlo que la decapitación) para permitir luego, al recuperarlo, que lo previamente percibido nos impresione otra vez, desintoxicado del conocimiento anterior y el prejuicio, incluido el propio cuerpo, como le sucede a Rebeca al reencontrarse con él tras la traumática y reparada amputación: «Cuando la caricia llegó hasta los pechos tuvo la sensación de descubrirse después de una inmensidad de olvido».

Encierran las primeras páginas de la novela de Somers un interés por dejar en la puerta de la ficción, sin permiso para participar de la misma, todo atisbo de convención social, porque ésa es la única estrategia para liberar al lector de las ataduras morales, los miedos y la culpa y regalarle la historia como un campo de pruebas donde experimentar sin autocensurarse interpretaciones no previstas, en este caso sobre el sexo, el odio y las fronteras del deseo no sólo físico, sino también mental.

Es en este punto de la narración cuando el cuerpo entra en escena, la figura desnuda y libre de Rebeca Linke se adentra en el bosque y se convierte en una provocación para todo aquel que se cruza en su camino y, a diferencia de la mirada de la protagonista y de nuestra propia mirada, no ha sido bendecido con la bula de la autora para percibir la humanidad sin tamiz. Ante estos perfiles encadenados a la realidad, construida con un peso de milenios, Rebeca se rebela y adopta una actitud que interpela y provoca, que desafía: «Ven, toca, estoy desnuda. Tomé mi libertad y salí. He dejado los códigos atrás, las zarzas me arañaron por eso».

¿Por qué nos cuesta aceptar a quien, a pesar de no hacer daño a nadie, se niega a actuar según unas reglas a menudo incomprensibles, asumidas simplemente por la costumbre y la conveniencia de la imitación?

El cuerpo de Rebeca es un grito; un grito en el siglo XXI, desde el que leemos la novela, y un grito aún más fuerte en el ecuador del siglo XX, momento en el que el texto se publicó para, con o sin intención, reivindicar la identidad física de la mujer y combatir la tendencia a ocultar y condenar la belleza ante el temor de las sensaciones que suscita; un gran error.

Armonía Somers nos dice en La mujer desnuda que no hay más que un modo de alcanzar el equilibrio emocional, cierta felicidad, si es que ésta existe; y es partiendo de la incomodidad e interrogándonos acerca de las pulsiones que acentúa en nuestro interior la presencia absoluta del otro.

En este sentido, hombres y mujeres somos víctimas, y la novela va un paso más allá del feminismo para situarse en un plano de denuncia universal y proponer una liberación del pensamiento que, aunque preso durante más de mil años, tiene el poder de desprenderse de las cadenas en un segundo si, como en un conjuro, damos con las palabras adecuadas, por qué no, mágicas: «Había llegado a saber por un sistema tan simple de conocimiento como el de la nariz que un ser encadenado a la realidad por tantos años de grilletes podía soltarse en un segundo los hierros viejos».

Como el aceite en el agua, como un revulsivo, así es como el cuerpo de Rebeca, que además de tentar experimentará el frío de la amenaza a cada paso, se introduce en el bosque, que es el mundo y nuestra última estrella. Allí, donde todos los personajes son el mismo, el leñador y su mujer, los gemelos y el cura, el aficionado a las intrigas y el misterio, y el caballo…, allí es donde habitamos, inmersos en la oscuridad. El bosque es nuestro entorno, nuestra conciencia dormida, un lugar que carece de sentido si no estamos dispuestos a convertirlo en escenario de la batalla.

Porque el conocimiento es una guerra continua.

MARINA SANMARTÍN

Madrid, abril de 2020

La mujer desnuda

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