Читать книгу Colección integral de Sherlock Holmes (Estudio en Escarlata, El Signo de los cuatro, Las Aventuras de Sherlock Holmes, Las Memorias de Sherlock Holmes, El Sabueso de los Baskerville) - Arthur Conan Doyle - Страница 10
6. Tobías Gregson en acción
ОглавлениеAl día siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El misterio de Brixton», según fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada relación de lo ocurrido, algún periódico le dedicaba además el artículo de fondo. Vine así al conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo todavía en mi libro de recortes numerosos extractos y fragmentos relativos al caso. He aquí una muestra de ellos:
El Daily Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente podría hallarse un episodio rodeado de circunstancias más desconcertantes. El nombre alemán de la víctima, la ausencia de móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones en América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas del juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un tanto extemporáneamente a colación a la Vehmgericht, el aqua tofana, los Carbonari, a la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de Ratcliff, el autor del artículo remataba su perorata con una admonición al gobierno y la recomendación de que los extranjeros residentes en Inglaterra fuesen vigilados más de cerca.
Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían a cundir bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el soliviantamiento de las masas y la consiguiente debilitación de la autoridad. El finado era de hecho un caballero americano que llevaba residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. El señor Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba en sus viajes. El martes día 4 habían partido los dos hacia Euston Station con el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían dudas sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación. Aquí se extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido hallazgo del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton Road, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo pudo la víctima alcanzar el escenario del crimen y hallar la muerte, eran interrogantes aún abiertos. Acerca del paradero del señor Stangerson no se sabía absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor Lestrade y al señor Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, sobre cuyo esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría esperar pronto noticias.
Según el Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio despótico del poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos continentales, arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado por el recuerdo de los padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía un puntilloso código de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la búsqueda del secretario, Stangerson, ni en la investigación de algunos puntos concernientes a los hábitos de vida del interfecto. De gran importancia resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde éste se había hospedado, hazaña imputable enteramente a la perspicacia y energía del señor Gregson, de Scotland Yard.
Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con gran regocijo por parte de mi amigo.
—Ya le dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia, los laureles serían al foral para Gregson y Lestrade.
—Según qué visos tome la cosa.
—¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo habrá sido en razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo hará pese a ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar... Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire.
—¿Qué demonios sucede? —exclamé yo, pues se había producido de pronto, en el vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito de pasos, acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del ama de llaves.
—Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en Baker Street —repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se precipitaron en la habitación media docena de los más costrosos pilluelos que nunca haya acertado a ver.
—¡Fiiirmés! —gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se alinearon enhiestos y horribles como seis esfinges de quincallería.
—De aquí en adelante —prosiguió Holmes—, será Wiggins quien suba a darme el parte, y vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte, Wiggins?
—No, patrón, todavía no —dijo uno de los jóvenes.
—En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis vuestro jornal.
Dio a cada uno un chelín.
—Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.
Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras abajo. Un instante después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.
—Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular —observó Holmes—. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la gente se llene de reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no oigan. Son además vivos como ardillas; perfectos policías a poco que uno dirija sus acciones.
—¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? —pregunté.
—Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo. ¡Ahora prepárese a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco de veneno, porque ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos visita!
Se oyó un violento campanillazo y un instante después las zancadas del rubicundo detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se plantó de sopetón en la sala.
—Querido colega, ¡felicíteme! —gritó sacudiendo la mano inerte de Holmes—. He dejado el asunto tan claro como el día.
Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo rostro de mi compañero.
—¿Quiere usted decirme que está en la verdadera pista?
—¡Pista...! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!
—¿Cómo se llama?
—Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica —exclamó pomposamente Gregson juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el semblante por una sonrisa.
—Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos puros —dijo—. Ardemos en curiosidad por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco de whisky con agua?
—No voy a decirle que no —repuso el detective—. La tensión formidable a que me he visto sometido estos últimos días ha concluido por agotarme. No se trata tanto, compréndame, del esfuerzo físico como del constante ejercicio de la inteligencia. Sabrá apreciarlo, amigo mío, porque los dos nos ganamos la vida a fuerza de sesos.
—Me abruma usted —repuso Holmes con mucha solemnidad—. Ahora, relátenos cómo llevó a término esta importante investigación.
El detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su cigarro. De pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y dándose una palmada en el muslo, dijo:
—Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan listo, ha seguido desde el principio una pista equivocada. Anda a la caza de Stangerson, el secretario, no más culpable de asesinato que usted o que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.
Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta que a poco más se ahoga.
—¿Y de qué manera dio usted con la clave?
—Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson, sin duda comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era obligado averiguar los antecedentes americanos del difunto. Ciertas personas habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen respuesta, o espontáneamente suministrasen información las distintas partes interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el sombrero que encontramos junto al muerto?
—Sí —dijo Holmes—; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129, Camberwell Road.
Gregson pareció al punto desarbolado.
—No sospechaba que lo hubiese usted advertido —dijo—. ¿Ha estado en la sombrerería?
—No.
—Pues sepa usted —repuso con voz otra vez firme—, que no debe desdeñarse ningún indicio, por pequeño que parezca.
—Para un espíritu superior nada es pequeño —observó Holmes sentenciosamente.
—Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un sombrero semejante en hechura y aspecto al de la víctima. En efecto, consultó los libros y de inmediato dio con la respuesta. Había sido enviado el sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la dirección del muerto.
—Hábil... ¡Muy hábil! —murmuró Sherlock Holmes.
—A continuación pregunté por madame Charpentier —prosiguió el detective—. Estaba pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha de belleza notable, dicho sea de paso, se hallaba con ella en la habitación; tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello. Empezaba a olerme la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor Holmes, la sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen camino. Es un hormigueo muy especial.
—¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino, el señor Enoch J. Drebber, de Cleveland? —pregunté.
La madre asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a llorar. Tuve más que nunca la sensación de que aquella gente no era ajena a lo ocurrido.
—¿A qué hora partió el señor Drebber hacia la estación? —añadí.
—A las ocho —contestó ella, tragando saliva para dominar el nerviosismo—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las 9,15 y otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.
—¿Y no volvió a verlo?
Una mutación terrible se produjo en el semblante de la mujer. Sus facciones adquirieron palidez extraordinaria. Pasaron varios segundos antes de que pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta pronunciada en tono brusco, poco natural.
Se hizo el silencio, roto al cabo por la voz firme y tranquila de la muchacha.
—A nada, madre, conduce el mentir —dijo—. Seamos sinceras con este caballero. Vimos de nuevo al señor Drebber.
—¡Dios sea misericordioso!— gritó la madre echando los brazos a lo alto y dejándose caer en la butaca—. ¡Acabas de asesinar a tu hermano!
—Arthur preferiría siempre que dijésemos la verdad— repuso enérgica la joven.
—Será mejor que hablen por lo derecho —tercié yo—. Con las medias palabras no se adelanta nada. Además, ignoran ustedes hasta dónde llega nuestro conocimiento del caso.
—¡Tú lo has querido, Alice!— exclamó la madre, y volviéndose hacia mí, añadió—: No le ocultaré nada, señor. No atribuya mi agitación a temor sobre la parte desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es absolutamente inocente. Me asusta tan sólo que a los ojos de usted o de los demás pueda parecer que le toca alguna culpa. Mas ello no es ciertamente concebible. Sus altas prendas morales, su profesión, sus antecedentes, constituyen garantía bastante.
—Sólo puede prestarle ayuda declarando la verdad —contesté—. Si su hijo es inocente, se beneficiará de ella.
—Quizá, Alice, sea conveniente que nos dejes solos —apuntó la mujer, y su hija abandonó el cuarto—. Bien, señor, prosiguió—, no tenía intención de hacerle semejantes confidencias, pero dado que mi niña le ha desvelado lo ocurrido, no me queda otra alternativa. Se lo relataré todo sin omitir detalle.
—El señor Drebber ha permanecido con nosotros cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, volvían de un viaje por el continente. Sus baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de "Copenhagen", señal de que había sido éste su último apeadero. Stangerson era hombre pacífico y retraído: siento tener que dar muy distinta cuenta de su patrón, agresivo y de maneras toscas. La misma noche de su llegada el alcohol acentuó tales rasgos. No recuerdo, de hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce del mediodía. Con el servicio se concedía licencias intolerables. Peor aún, pronto hizo extensiva a mi hija tan reprobable actitud, llegando a permitirse una serie de insinuaciones que afortunadamente ella es demasiado inocente para comprender. En cierta ocasión la tomó en sus brazos y la apretó contra sí, arrebato cobarde que su mismo secretario no pudo por menos de echarle en cara.
—¿Por qué toleró esos desmanes tanto tiempo? —repuse—: ¿Acaso no está usted en el derecho de deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?
—La señora Charpentier se ruborizó ante mi pertinente pregunta.«¡Válgame Dios, ojalá lo hubiera despedido el día mismo de su llegada!", dijo. "Pero la tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día —lo que hace catorce a la semana—, y estamos en la temporada baja. Soy viuda, con un hijo en la Armada que me ha costado por demás. Me afligía la idea de desaprovechar ese dinero. Hice lo que me dictaba la conciencia. Lo último acaecido rebasaba el límite de lo tolerable y conminé a mi huésped para que abandonara la casa. Fue ése el motivo de su marcha."
—Prosiga.
—Cuando lo vi partir sentí como si me quitaran un peso de encima. Mi hijo se encuentra precisamente ahora de permiso, pero no le dije nada porque es de natural violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta detrás de aquellos hombres respiré tranquila. Sin embargo, no había pasado una hora cuando se oyó un timbrazo y recibí la noticia de que el señor Drebber estaba de vuelta. Daba muestras de gran agitación, extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió camino hasta la sala que ocupábamos mi hija y yo e hizo algunas incoherentes observaciones acerca del tren, que según él no había podido tomar. Se encaró después con Alice y delante de mis mismísimos ojos le propuso que se fugara con él. "Eres mayor de edad", dijo "y la ley no puede impedirlo. Tengo dinero abundante. Olvida a la vieja y vente conmigo. Vivirás como una princesa." La pobre chiquilla estaba tan asustada que quiso huir, pero aquel salvaje la sujetó por la muñeca e intentó arrastrarla hasta la puerta. Dio un grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur. Desconozco lo que ocurrió después. Oí juramentos y los ruidos confusos de una pelea. Mi miedo era tanto que no me atrevía a levantar la cabeza. Cuando al fin alcé los ojos, Arthur estaba en el umbral riendo y con un bastón en la mano. "No creo que este tipo vuelva a molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo para ver qué hace." A la mañana siguiente nos enteramos de la muerte misteriosa del señor Drebber.
El relato de la señora Charpentier fue entrecortado y dificultoso. A ratos hablaba tan quedo que apenas se alcanzaba a oír lo que decía. Hice sin embargo un rápido resumen escrito de cuanto iba relatando, de modo que no pudiese existir posibilidad de error.
—Apasionante —observó Sherlock Holmes con un bostezo—. ¿Qué ocurrió después?
—Concluida la declaración de la señora Charpentier —repuso el detective—, eché de ver que todo el caso reposaba sobre un solo punto. Fijando en ella la mirada de una forma que siempre he hallado efectiva con las mujeres, le pregunté a qué hora había vuelto su hijo.
—¿No lo sabe?
—No..., dispone de una llave y entra y sale cuando quiere.
—¿Había vuelto cuando fue usted a la cama?
—No.
—¿Cuándo se acostó?
—Hacia las once.
—¿De modo que su hijo ya llevaba fuera más de dos horas?
—Sí.
—¿Quizá cuatro o cinco?
—Sí.
—¿Qué estuvo haciendo durante ese tiempo?
—Lo ignoro —repuso ella palideciendo intensamente.
Por supuesto, estaba todo dicho. Adivinado el paradero del teniente Charpentier, me hice acompañar de dos oficiales y arresté al sospechoso. Cuando posé la mano sobre su hombro conminándole a que se entregase sin resistencia, contestó insolente: "Imagino que estoy siendo arrestado por complicidad en el asesinato de ese miserable de Drebber." Nada le habíamos dicho sobre el caso, de modo que semejante comentario da mucho que pensar.
—Mucho —repuso Holmes.
—Aún portaba el grueso bastón que su madre afirma haberle visto cuando salió en persecución de Drebber. Se trata de una auténtica tranca de roble.
—En resumen, ¿cuál es su teoría?
—Bien, mi teoría es que siguió a Drebber hasta la calle Brixton. Allí se produjo una disputa entre los dos hombres, en el curso de la cual Drebber recibió un golpe de bastón, en la boca del estómago quizá, bastante para producirle la muerte sin la aparición de ninguna huella visible. Estaba la noche muy mala y la calle desierta, de modo que Charpentier pudo arrastrar el cuerpo de su víctima hasta el interior de la casa vacía. La vela, la sangre, la inscripción sobre la pared, el anillo, son probablemente pistas falsas con que se ha querido confundir a la Policía.
—¡Magnífico! —dijo Holmes en un tono alentador—. Realmente, progresa deprisa. ¡Acabaremos por hacer carrera de usted!
—Me precio de haber realizado un buen trabajo —contestó envanecido el detective—. El joven ha declarado que siguió un trecho el rastro de Drebber, hasta que éste, viéndose acechado, montó en un coche de punto. De vuelta a casa se tropezó a un antiguo camarada de a bordo, y los dos dieron un largo paseo. No ha sabido sin embargo decirme a satisfacción dónde se aloja este segundo individuo. Opino que las piezas encajan con pulcritud. Me divierte sobre todo pensar en las inútiles idas y venidas de Lestrade. Temo que le valgan de poco. ¡Pero caramba, aquí lo tenemos!
Sí, era Lestrade, que había subido las escaleras mientras hablábamos, y entraba ahora en la habitación. Eché sin embargo en falta la viveza y desenvoltura propios de su porte. Traía el semblante oscurecido, y hasta en la vestimenta se percibía un vago desaliño. Había venido evidentemente con el propósito de asesorarse cerca de Sherlock Holmes, porque la vista de su colega pareció turbarle. Permaneció todo confuso en el centro de la estancia, manoseando nerviosamente su sombrero y sin saber qué hacer.
—Se trata —dijo por fin— del más extraordinario, incomprensible asunto que nunca me haya echado en cara.
—¿Usted cree, señor Lestrade? —exclamó Gregson con voz triunfante—. Sabía que no podría ser otra su conclusión. ¿Qué hay del secretario, el señor Stangerson?
—El secretario, el señor Joseph Stangerson —repuso Lestrade gravemente—, ha sido asesinado hacia las seis de esta mañana, en el Private Hotel de Halliday.