Читать книгу La guardia blanca - Артур Конан Дойл, Исмаил Шихлы - Страница 3
CAPÍTULO II
DE CÓMO ROGER DE CLINTON EMPEZÓ Á VER EL MUNDO
ОглавлениеLOS muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalo semejante. Pero Fray Diego de Berguén tenía en mucho la buena disciplina de la comunidad para permitir que ésta quedase bajo la impresión de la rebeldía triunfante del novicio; así fué que convocando nuevamente á los hermanos les dirigió una filípica como pocas, comparando la expulsión del iracundo Tristán á la de nuestros primeros padres del Paraíso, llamando sobre él los castigos del cielo y advirtiendo de paso á sus oyentes que si algunos de ellos no mostraban más celo y obediencia que hasta entonces, la expulsión de aquel día no sería la última. Con esto quedó restablecida la calma y en buen lugar la autoridad de Fray Diego, quien ordenó á los religiosos que volvieran á sus faenas respectivas y se retiró á su celda.
Apenas comenzadas sus oraciones oyó que llamaban suavemente á la puerta.
– Entrad, dijo con voz en que se traslucía el mal humor; pero apenas fijó los ojos en el importuno que así le interrumpía, desapareció la expresión ceñuda del semblante, reemplazándola bondadosa sonrisa.
El que llegaba era un esbelto doncel, de facciones algo delgadas, rubios cabellos, buena presencia y muy joven á juzgar por la expresión aniñada del rostro. Sus claros y hermosos ojos revelaban también un candor casi infantil; su mirada era la del adolescente cuyo espíritu se había desarrollado hasta entonces lejos de las emociones, de las penas y de los combates del mundo. Sin embargo, las líneas de la boca y la pronunciada forma de la barba indicaban un carácter enérgico y resuelto.
Aunque no vestía el hábito monástico, su ropilla, calzas y gruesas medias eran de obscuro color, cual convenía á un morador de aquella santa casa. De una ancha correa cruzada al hombro pendía henchido zurrón de los que por entonces usaban los viajeros; llevaba en la diestra un grueso bastón herrado y en la otra mano su gorra de paño pardo, que tenía cosida al frente una gran medalla con la imagen de Nuestra Señora de Rocamador.
– Veo que estás ya pronto á ponerte en camino, hijo querido. Y no deja de ser coincidencia curiosa, continuó el abad con aire pensativo, la de que en un mismo día salgan de este monasterio el más perverso de sus novicios y el mancebo á quien todos consideramos como el más digno de nuestros jóvenes discípulos y que es también el predilecto de mi corazón.
– Sois demasiado bondadoso, padre mío, contestó el doncel. Por mi parte, si me fuese dado elegir, acabaría mis días en Belmonte. Aquí he tenido mi dulce hogar desde la infancia y al salir de esta casa lo hago con verdadero pesar.
– Pruebas impuestas por Dios son esas penas, Roger, y cada cual tiene su cruz. Pero tu partida, que á todos nos contrista, es inevitable. Yo prometí á tu padre que al cumplir los veinte años saldrías de Belmonte, para ver algo del mundo y juzgar por tí mismo si preferías seguir en él ó volver á este sagrado refugio. Acerca ese escabel y toma asiento.
Hízolo así Roger y el abad continuó diciendo, después de reflexionar algunos momentos:
– Veinte años hace que tu padre, el arrendador de la granja de Munster, murió, dejando valiosos cortijos y terrenos á la abadía y dejándonos también á su hijo menor, niño de pocos meses, á condición de criarlo y educarlo en el monasterio. Hízolo así el buen hidalgo no sólo porque había muerto tu santa madre, sino porque Hugo de Clinton, su hijo mayor y único hermano tuyo, había dado ya pruebas de su carácter díscolo y violento, y hubiera sido absurdo dejarte encomendado á él. Pero como dije antes, tu padre no quería dedicarte irrevocablemente á la vida monástica; la elección dependerá de tí, y no has de hacerla ahora, sino cuando tengas alguna experiencia de la vida, para resolver con acierto.
– ¿Y no impedirán mi partida los cargos que he ejercido ya en la comunidad, aparte de mis funciones de amanuense?
– En manera alguna. Veamos: ¿has sido despensero y acólito?
– Sí, padre.
– ¿Exorcista y lector después?
– Sí, padre.
– Y obediente y piadoso como un hermano profeso, pero nunca has hecho voto de castidad. ¿No es cierto?
– Así es, padre mío.
– Pues nada te impide entrar en el mundo y vivir en él tan libremente como el que nunca ha pisado el claustro. Y puedo decir con placer que esa nueva vida se abre ante tí con buenos auspicios, porque además de los sanos principios que te hemos inculcado, eres hábil y puedes bastarte á tí mismo haciéndote útil á otros. Dime qué has aprendido últimamente; ya sé que eres escultor de no mediano mérito y que pocos mancebos de tu edad te ganan á tocar la cítara y el rabel. Y nada diré de tu voz; nuestro coro pierde contigo el mejor de sus cantores.
Sonrióse complacido el doncel y dijo:
– Á la paciencia del buen hermano Jerónimo debo también el oficio de grabador, que he aprendido pasablemente y llevo hechos muchos trabajos en madera, marfil, bronce y plata. Con Fray Gregorio he aprendido á pintar sobre pergamino, metal y vidrio. Sé esmaltar, conozco algo el tallado de piedras preciosas, puedo construir muchos instrumentos músicos y cuanto á la heráldica, no hay en Belmonte amanuense ni novicio que la sepa mejor que yo.
– ¡Pues no es corta la lista! exclamó el superior con alegre acento. No hubieras aprendido más en el Real Colegio de Exeter. Pero ¿qué me dices de tus otros estudios, de tus lecturas y composiciones?
– Sin ser mucho lo que he leído, el hermano Canciller os podrá decir que no he descuidado la biblioteca. Los Evangelios comentados, Santo Tomás, la Colección de Cánones…
– Bueno es todo eso, pero más necesitas hoy otra clase de lecturas, algo de ciencias naturales, geografía y matemáticas. Veamos: desde esta ventana se divisa la desembocadura del Lande y más allá unas cuantas velas de barcos pescadores que han cruzado la barra y salido al mar. Supongamos que en lugar de volver esta noche al puerto, continuasen esas barcas su viaje por días y días en la dirección que ahora llevan. ¿Sabes á dónde llegarían?
– Tienen puesta la proa en dirección á Oriente, contestó prontamente el joven, y van en derechura hacia aquella región de Francia que hoy forma parte de los dominios de nuestro poderoso señor el Rey de Inglaterra. Volviendo la proa hacia el sur llegarían á España y por el nordeste encontrarían los estados de Flandes y más allá la gente moscovita.
– Cierto es. ¿Y si después de llegar á los dominios de nuestro rey en Francia emprendiese un caminante la marcha en dirección á Oriente?
– Pues visitaría las tierras francesas que todavía están en tela de juicio y la famosa ciudad de Avignón, donde reside temporalmente Su Santidad. Más allá se extienden los estados de Alemania, el gran Imperio Romano, las tribus de los paganos Hunos y Lituanos y por último la ciudad de Constantino y el dominio de los odiados hijos de Mahoma.
– Bien, Roger. ¿Y más allá?
– Jerusalén, la Tierra Santa y el caudaloso río que tuvo sus fuentes en el paraíso terrenal. Después… no sé, padre mío; pero el fin del mundo no andará muy lejos de aquellos lugares, á lo que imagino.
– No tal, mi buen Roger, y eso te probará que siempre queda algo que aprender. Has de saber que entre los Santos Lugares y el fin del mundo habitan muchos y muy numerosos pueblos, cuales son el de las amazonas, el de los pigmeos y aun el de ciertas mujeres, tan bellas como peligrosas, que matan con la mirada, como se dice del basilisco. Y al oriente de todas esas naciones está el reino del Preste Juan, cuyas vagas descripciones habrás hallado en los libros. Todo esto lo sé de buena tinta, por habérmelo asegurado y descrito un valiente capitán y gran viajero, el señor Farfán de Setién, que descansó en Belmonte á su paso para Southampton y nos refirió sus viajes, descubrimientos y aventuras en el refectorio, con detalles tan curiosos é interesantes que muchos hermanos se olvidaron de comer por el placer de escucharle sin perder una sílaba de su relato.
– Lo que yo quisiera saber, padre mío, es qué hay al fin del mundo…
– Poco á poco, amiguito, interrumpió el abad. Lo que allí hay ó deja de haber no es para preguntado. Pero hablemos de tu viaje. ¿Cuál será tu primera etapa?
– La casa de mi hermano en Munster. No sólo deseo conocerlo, sino que los informes desfavorables que siempre he tenido de su carácter y método de vida me parecen una razón más para intentar reformarlo y atraerlo al buen camino.
El abad movió la cabeza negativamente.
– Pronto se echa de ver tu inexperiencia. La mala reputación del arrendador de Munster data de antiguo, y quiera Dios que no sea él quien logre apartarte del buen camino que has seguido hasta ahora. Pero ya vivas con él ya te lleve la suerte por otros rumbos, desconfía sobre todo de los falsos atractivos y de las artes de la mujer, el mayor peligro que amenaza á los hombres de tu edad y sobre todo á los que como tú no han encontrado jamás en su camino á ese enemigo de nuestra tranquilidad. Adiós, hijo mío. Abrázame y recibe la bendición del cielo que invoco sobre tu cabeza. Encomiéndote también fervientemente al glorioso San Julián, patrón de los viajeros. Sea tu vida cristiana y feliz.
Penosa fué la despedida de aquellos dos hombres, el uno animado por el cariño paternal que profesaba al huérfano y el otro por su gratitud infinita hacia el bondadoso protector de toda su vida. Hacía más dura su separación la idea que ambos tenían formada del mundo, al que consideraban desde su tranquilo refugio como centro de iniquidades, peligros y rencores. Los monjes y novicios que no habían salido á sus quehaceres esperaban á Roger en el pórtico, donde se despidieron de él con efusión, pues de todos era grandemente apreciado. También le hicieron algunos regalos; un pequeño crucifijo de marfil, un libro de oraciones y un cuadrito que representaba la Degollación de los Inocentes, artísticamente ejecutado en pergamino. Todos aquellos recuerdos de sus cariñosos amigos quedaron pronto bien acondicionados en el zurrón, sobre el cual el previsor hermano Atanasio colocó también un paquete que recomendó mucho á Roger y que según descubrió éste después, contenía una hogaza de pan blanco, un magnífico queso y una botella de buen vino.
Púsose por fin en camino el conmovido joven, en cuyos oídos resonaban las bendiciones y las frases de despedida de los bondadosos monjes. Al llegar á una altura vecina se detuvo para contemplar por última vez aquellos lugares en los que se había deslizado su vida tranquila y dichosa. Allí el obscuro y monumental edificio de la abadía, la residencia de Fray Diego, con su capilla adjunta, los jardines y huertos, iluminado todo ello por un sol espléndido. Más allá la anchurosa ría del Lande, el vetusto pozo de piedra, la capilla de la Virgen y en la esplanada frente al convento el grupo de blancos hábitos, aquellos amigos de su adolescencia, que al verle detenido renovaron sus saludos.
Dos lágrimas surcaron las mejillas de Roger, que suspiró profundamente y volvió á emprender su jornada.