Читать книгу La dama vestía de azul - Arturo Castellá - Страница 8
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ОглавлениеCon las manos en los bolsillos, Helmud miraba la calle a través de la pequeña ventana que daba a Juncal. La niebla invernal de media mañana permanecía densa y parecía no diluirse nunca. Apenas se hacían visibles algunos pocos edificios asomando sus grises moles por detrás de las azoteas. El año 96 no estaba siendo bueno. El trabajo mermaba en forma alarmante y la competencia de empresas con grandes capitales y sofisticada tecnología lo apretaban contra las cuerdas. Solo un par de típicos casos de parejas desencontradas, más allá del esfuerzo y de la magra paga, habían servido para arrimar al presupuesto mensual. De todos modos, debía el alquiler y no quería recordar cuánto hacía que no aportaba un peso a Impositiva ni al Banco de Previsión. Se dio media vuelta y observó la puerta del pequeño cuchitril. Hilda no había llegado; tampoco la esperaba, le pedía tantos préstamos personales que lo mejor, para ella, era no ir a trabajar, al menos no perdería dinero.
Se acercó a su mesa de trabajo y desparramándose en la silla puso las piernas sobre el escritorio atestado de papeles. Cerró los ojos y con las manos en la nuca se quedó quieto un buen rato, tratando de no pensar en nada. Era un ejercicio difícil porque no se llega a la nada sin tener que eliminar previamente las miles de imágenes que se apiñan en el cerebro. Pero tenía un método que nunca fallaba: fijaba la atención en un punto negro que luego agrandaba hasta convertirlo en un gran círculo que se iba comiendo todas las imágenes, todos los colores, todos los recuerdos, que desaparecían ante la negra ofensiva geométrica.
Un fuerte calambre en la pierna derecha lo hizo volver al mísero mundo. No era un hombre joven. Tampoco exactamente viejo. «N’il messo del camino de nostra vita me he perdido en la selva oscura…», balbuceó en cocoliche, con burla y algo de tristeza, recomponiendo su cuerpo nuevamente y bajando las piernas del escritorio. Leyó rápidamente la correspondencia consistente en estados de cuentas, facturas vencidas y folletos de propaganda invitándolo al maravilloso mundo del consumo. Con fastidio, al mejor estilo de Jordan, fue tirando uno a uno los papeles al basurero y no se rindió hasta llenarlo de modernos electrodomésticos, computadoras de última generación y magníficos autos cero kilómetros. Observó los papeles arrugados y las torneadas piernas de una modelo promoviendo idílicos programas para adelgazar y conservar la eterna juventud; viajes exóticos donde los leones te lamen la mano y las batucadas folclóricas te danzan el baile del ombligo a la luz de una luna que ni siquiera Gaugin pudo imaginar… Un mundo perfecto, sincronizado y a entera disposición en cómodas cuotas mensuales. Helmud hacía años que estaba alejado del american way of life y, a ciencia cierta, ignoraba el porqué de esa actitud ajena al consumismo, ya que nunca había elaborado al respecto ningún pensamiento crítico que justificara ese comportamiento. Su vida, simplemente, tomó otros carriles y, cuando quiso darse cuenta, había sido absorbido por necesidades distintas al propuesto por el circo americano. Entregado a un trabajo poco común, sus tiempos no coincidieron con ese mundo aparentemente tan maravilloso.
Con la paciencia cultivada por quien no tiene apuro, armó el primer tabaco del día. Fumaba Peruano, y armar el cigarro con sus propias manos le producía un extraño placer. Gozaba de todo el proceso, desde que arrancaba la frágil hojilla amarilla y la alisaba suavemente entre sus dedos, hasta el momento en que pasaba su lengua por el borde del papel y escupía luego los pedazos del tabaco sobrante. Exhalar la primera bocanada de humo, de alguna manera lo conectaba con la vida, todo está en orden, todo está en su lugar, todo está bien…
—¿El señor Krausse?
No se percató de la presencia de la mujer que, parada frente a su escritorio, lo llamaba por ese molesto apellido alemán con el que había cargado durante toda su vida.
—El mismo… —murmuró.
Se levantó de golpe y le extendió la mano. La mujer le ofreció la suya con tanta timidez que la sintió floja, débil, nada franca, por cierto. Apagó el pucho hediondo y, solícito, corrió la silla de Hilda y se la ofreció con cierta galantería. La mujer se sentó con modosidad acomodando prolijamente la cartera sobre sus rodillas, que las mantuvo bien apretadas y apenas visibles bajo la pollera del conjunto Chanel.
Se quedaron mirando en silencio hasta que Helmud tomó la iniciativa.
—¿Qué puedo hacer por usted, señora…?
—Noemí López de Zanjahonda, pero dígame solo Noemí.
—Bien —expresó escuetamente Helmud, aplicando toda su energía al riguroso análisis visual de primera instancia: Alrededor de cincuenta años, increíblemente conservada, bonita, cabellos cortos y negros, ojos verdes muy grandes, ropa fina, anillo, pulseras y colgantes con buen porcentaje de oro…
La mujer esbozó una sonrisa y nerviosamente replicó:
—Fumar no le hace bien.
Helmud no profirió ningún comentario al respecto, pese a que le molestaba profundamente ese tipo de aserto intelectual sobre los efectos nocivos del tabaco.
Se observaron nuevamente sin decir nada. La austera oficina no era un lugar propicio para rodeos en la charla. Dos escritorios con sus respectivas sillas, un pesado mueble metálico, un gastado sillón que en ocasiones servía también como cama, una mesa ratona y un biombo de madera que ocultaba la puerta del baño y la pequeña cocina… era todo.
—Busco a una persona —agregó la mujer después de la larga pausa.
—Bueno, encontrar es mi oficio… —murmuró bajito Helmud mientras aspiraba el fuerte olor a perfume que, ahora, al diluirse el olor a tabaco, copaba todo el pequeño ambiente. «No es francés», pensó, tratando de retenerlo en sus narinas. Era muy áspero y dulce, del tipo Maja catalán.
—Perdón. ¿Cómo llegó a mí?
La mujer abrió el bolso y con celeridad sacó una tarjeta que le extendió: Helmud Krausse. Investigaciones especiales. Reconoció esa porción de papel impreso en cartulina barata que databa de por lo menos un par de años atrás.
—Quien lo recomendó tiene un buen concepto profesional de usted. Como le dije, busco a una persona que desapareció hace ya unos cuantos años. Se trata de mi hija.
El investigador abrió los ojos con interés; en forma pausada, estirando las palabras e intentando ser muy amable, dijo:
—Cuénteme…, señora…
—Noemí…
—Señora Noemí, ¿cuándo fue y qué edad tenía su hija?
—Marzo, 1977. Ella estaba cerca de cumplir los veinticinco años de edad.
Helmud no pudo evitar ahora una mueca de disgusto. Aquellos fueron años terribles. Sus ojos quedaron brevemente perdidos. Definitivamente parecía no tener suerte. Lo urgía trabajar, no eran tiempos para andar eligiendo los casos, y este, sin duda, trataba de un asunto político. En esa época todo era político… Por principio no se involucraba en casos de ese tipo y menos relacionados con los años de la dictadura militar donde el poder, el terrorismo y la corrupción habían llegado a extremos inimaginables. Conocía todas sus dificultades y riesgos, un terreno escabroso que todavía en democracia carecía de transparencia y garantías suficientes. A pocos años de superada la dictadura, indagar en el pasado reciente parecía molestar todavía a muchos personajes encaramados en estructuras de poder. Pero fue tan grande el interés que la mujer había despertado que preguntó sin rodeos:
—¿Problemas políticos?
—No lo sé. Usted tiene que averiguarlo. Le reitero: me han dicho que en el rubro es uno de los mejores profesionales.
Helmud no hizo caso del halago.
—Voy a necesitar muchos datos, estudios de antecedentes, el perfil detallado de su hija, quién era, qué hacía, en fin…, imaginará que es un caso complicado.
—No se preocupe… —cortó la mujer secamente—. Yo he venido de Europa, España concretamente, y me voy por la tarde. Le dejo la dirección de mi abogado, que le aportará todos los datos que necesite.
—¿Barcelona?
La mujer lo miró con cierta suspicacia y sonrió.
—Cerca.
Su fino olfato, una vez más, no le había fallado. Se sintió reconfortado: esos pequeños triunfos hedonistas alimentaban su ego cotidiano. Tras una pausa, la mujer sacó un pesado sobre de su cartera.
—Le dejo también diez mil dólares en efectivo para que no dude y comience ya a trabajar. No se prive de ningún gasto necesario.
Helmud pegó un enorme suspiro, casi convertido en silbido. Observó el paquete del dinero sobre el escritorio y, por un instante, caviló sobre la sorprendente situación. No se trataba solo de dinero, ¡por Dios, cómo lo necesitaba!, estaba en juego también su persona, su autoestima, el reto a su capacidad y a la ética profesional. Sabía de las dificultades de una indagatoria cargada de espinas y la posibilidad de no arribar nunca a una definición cierta, capaz de satisfacer las demandas emocionales de su potencial cliente. La problemática de las desapariciones forzosas operadas en esos infames años había abierto en la sociedad heridas profundas que no dejaban de sangrar. Necesitaba imperiosamente de la justificación moral para emprender una tarea hasta ahora ajena a sus objetivos. Aceptar el desafío serviría como pago de una deuda solidaria siempre pendiente, un gesto de grandeza consigo mismo, la ruptura de una parálisis mental y del nocivo silencio que se mantenía sobre aquellos oscuros años… Y, además, ese montón de dinero sobre la mesa que, como conejo salido de la galera, estaba ahí, al alcance de su mano: una rara, rarísima coyuntura. Como la duda tampoco era su fuerte, respiró profundamente y, golpeando levemente el escritorio, dijo:
—Está bien, señora… Noemí. Veremos qué puedo hacer. ¿Le firmo un recibo?
—No, para nada. Le deposito mi total confianza, arréglelo con mi abogado.
—Perdón, ¿ha hecho antes alguna otra gestión por encontrar a su hija?
—No, es la primera vez que indago así, digamos, oficialmente. —Elevando la voz, agregó—: Solo le pido dos cosas: celeridad y mucha discreción. Nada de prensa, usted me entiende.
—Entiendo…
Sus ojos se encontraron nuevamente. Era una mujer increíblemente hermosa, pero no podía disimular en su rostro un velo de extraña tristeza.
—Es una pregunta muy dura, pero se la tengo que hacer. ¿Cree que se encuentre viva?
—Sé que está viva. —respondió con firmeza la mujer.
Recordaría tiempo después la convicción de esas palabras.
Al filo del mediodía, la niebla dejaba filtrar algunos pálidos rayos de sol. Ya a solas, repasó cada palabra, cada gesto de la sorprendente visita matutina. La deformación profesional lo impulsaba a desear una síntesis inmediata, un estudio de situación. Pero no existía, solo la presencia del fuerte perfume catalán que había dejado la mujer y el insólito paquete con el dinero. Además de la tarjeta de su abogado. Muy despacio, meditabundo, tomó el teléfono. Tenía la costumbre de discar a través de la lapicera y, mientras hablaba, realizar cientos de garabatos y dibujos en los papeles que nunca faltaban en su escritorio. «Algún día tendré que mostrarle estos grafismos al psicólogo», sonrió frente a la ocurrencia, porque aun en los momentos difíciles de su vida, jamás había contado con la ayuda de ningún profesional del ramo…
—¡Hola! ¿Helmud? ¿Cómo te va? —Era la voz de Hilda del otro lado de la línea.
—¿No vas a venir por la oficina?
—No lo creo, me siento mal, me duele mucho la cadera. Los años no pasan en vano y el tiempo no ayuda…, ¿sabés cuánto hay de humedad?
—No, no lo sé… —Helmud fue directamente al grano. Las disquisiciones de Hilda sobre el estado del tiempo podían demorarlo un buen rato—. Mirá, surgió un trabajo muy especial. En principio tenés que buscar toda la documentación que haya sobre una persona nacida en el país que se llama Noemí López y usa el apellido del marido español, Zanjahonda. La mujer, de edad incierta, ronda la década los cincuenta. Necesito además la información nacional de 1977. Importa todo: hechos políticos, sociales, policiales, comunicados, detenciones, en fin, todo lo sucedido en el país en esa época.
—Helmud, esos años no me gustan nada. ¿De qué se trata?
—Por teléfono no puedo explicarte. Luego paso por tu casa y conversamos detenidamente. Ahora tengo que ver a otra persona.
—Bueno, te espero. Cuídate, hijo.
—No te preocupes, mamá.