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Los McWilliams y el timbre de alarma


La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente, del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy la oportunidad de desahogarse. Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:

“No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando estábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pensaba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya podíamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche sentimos humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa. Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un aposento con una cesta llena de cacharros de hojalata que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.

“—Amigo —le dije—, no se permite fumar en esta habitación.

“Confesó que era forastero y que no podíamos esperar que conociese las normas de la casa, añadiendo que había estado en muchas por lo menos tan buenas como aquella y que nunca hasta entonces se le había hecho la menor objeción en ese sentido. En toda una larga experiencia, puntualizó, en ningún sitio se pensó jamás que tales normas obligasen a los ladrones.

“Yo repuse:

“—Pues nada, siga fumando, si esa es la costumbre; creo, no obstante, que conceder a un ladrón el privilegio que se niega a un obispo constituye una clara demostración de la relajación de los tiempos en que vivimos. Pero dejando eso a un lado, ¿con qué derecho entra usted en esta casa, furtiva y clandestinamente, sin hacer sonar la alarma contra los ladrones?

“Pareció confuso y avergonzado, y con visible embarazo declaró:

“—Le pido mil perdones. No sabía que tuviesen ustedes una alarma contra ladrones, pues de haberlo sabido la habría hecho sonar. Le suplico que no lo comente donde puedan oírlo mis padres, porque están viejos y delicados, y tan imperdonable infracción de los convencionalismos consagrados por nuestra civilización cristiana podría cortar con demasiada brusquedad el frágil puente que pende en las tinieblas entre el presente pálido y evanescente y las grandes profundidades solemnes de la eternidad. ¿Le importaría darme una cerilla?

“—Sus sentimientos lo honran —contesté—, pero si me permite decirlo, la metáfora no es su fuerte. Déjese la pierna quieta: estos fósforos solo se encienden con la caja, y aun así no siempre, si puede darse crédito a mi experiencia. Pero volviendo al asunto: ¿cómo ha entrado usted aquí?

“—Por una ventana del segundo piso.

“Así había sido, en efecto. Procedí a rescatar mis cacharros de hojalata según las tarifas de las casas de compra-venta, descontando los gastos de publicidad; di las buenas noches al ladrón, cerré la ventana tras él y fui a presentar mi informe ante el cuartel general. A la mañana siguiente mandamos aviso al de las alarmas contra ladrones, vino y nos explicó que la razón de que la alarma no se hubiera disparado era que solo la primera planta de la casa estaba conectada a la misma. Era lo que se dice una idiotez: en una batalla, tanto da no llevar armadura en absoluto como llevarla solo para las piernas. Así pues, el técnico conectó a la alarma todo el segundo piso, nos sacó trescientos dólares más y se fue como si nada. Al cabo de cierto tiempo sorprendí una noche a un ladrón en el tercer piso cuando se disponía a bajar por una escala de mano con un lote de efectos variados míos. Mi primer impulso fue el de partirle la cabeza con un taco de billar; pero el segundo fue el de abstenerme de tal designio, ya que el hombre se encontraba entre la taquera y yo. El segundo impulso era sin duda alguna el más sensato, de modo que me contuve y procedí a la consabida transacción. Recuperé los efectos a la misma tarifa que la vez anterior, descontando el diez por ciento en concepto de uso de la escalera de mano, que era mía, y al día siguiente mandé llamar otra vez al experto, el cual conectó a la alarma el tercer piso a cambio de otros trescientos dólares.

“Para entonces el «avisador» alcanzaba ya dimensiones impresionantes. Tenía cuarenta y siete etiquetas con los nombres de las diversas dependencias y chimeneas de la cassa, y ocupaba el espacio de un ropero. El timbre era del tamaño de una palangana y había sido instalado sobre la cabecera de nuestro lecho. Un alambre iba desde la casa hasta el alojamiento del cochero en la caballeriza, quien junto a su almohada tenía un gong.

“Era para que nos hubiésemos encontrado ya a nuestras anchas; sin embargo, había un pero. Todas las mañanas, a las cinco, la cocinera abría la puerta de la cocina en cumplimiento de sus obligaciones, ¡y para qué contar la que se armaba! La primera vez que sucedió tal cosa pensé que había llegado el juicio final. No lo pensé dentro de la cama, sino fuera, y es que el primer efecto de ese timbre apocalíptico es el de proyectarlo a uno a través de la casa y estamparlo contra la pared, y dejarlo allí enroscado y retorciéndose como una araña cuando cae en la tapa de la estufa, hasta que llega alguien y cierra la puerta de la cocina. Con toda sinceridad, no hay estruendo que pueda compararse ni remotamente a la horrísona estridencia de ese timbre. Pues bien, semejante catástrofe acontecía regularmente todas las mañanas a las cinco en punto, haciéndonos perder tres horas de sueño; porque cuando ese artilugio despierta a uno no se limita a despabilarlo a medias; lo despabila del todo, en cuerpo y alma, y uno ya está listo para dieciocho horas de vigilia integral: dieciocho horas en el más inconcebible desvelo que hayamos experimentado en la vida. Cierto visitante se nos murió una vez en casa, y lo pusimos para velarlo aquella noche en nuestro dormitorio. ¿Cree usted que el difunto esperó al juicio final? No, señor; se incorporó a las cinco de la mañana siguiente del modo más simple y automático. Yo sabía de antemano lo que iba a pasar; lo sabía a ciencia cierta. Cobró su seguro de vida y siguió viviendo tan campante, ya que había sobradas pruebas del absoluto rigor científico de su fallecimiento.

“Así las cosas, íbamos languideciendo poco a poco camino del reino que nos está destinado, debido a nuestra diaria merma de horas de sueño; hasta que al fin llamamos otra vez al técnico, que conectó un alambre en el lado exterior de la puerta e instaló un interruptor; solo que Thomas, el mayordomo, solía incurrir en un pequeño error: desconectaba la alarma por la noche al irse a acostar y volvía a conectarla por la mañana al rayar el día, a tiempo precisamente para que la cocinera abriese la puerta de la cocina y diese lugar a que el timbre nos proyectara a través de la casa, rompiendo a veces una ventana con alguno de nosotros. Al cabo de una semana llegamos a la conclusión de que aquel lío del interruptor era un embeleco y una trampa. Descubrimos también que una banda de ladrones llevaba alojada en la casa no sé cuánto tiempo, no precisamente para robar, pues a la sazón no quedaba ya gran cosa que llevarse, sino para esconderse de la policía, porque andaban muy acosados, y sagazmente consideraron que los inspectores jamás imaginarían que una cuadrilla de ladrones se había acogido al santuario de una casa notoriamente protegida por el dispositivo de alarma contra los ladrones más impresionante y complicado de toda Norteamérica.

“Avisamos una vez más al técnico, que en esta ocasión nos sorprendió con una idea deslumbrante: arregló el aparato de suerte que al abrirse la puerta de la cocina quedase cortada la alarma. Era una idea de alto copete, y nos la hizo pagar en consonancia. Pero ya habrá previsto usted el resultado. Yo conectaba la alarma todas las noches a la hora de acostarnos, perdida la confianza en la frágil memoria de Thomas; y en cuanto se apagaban las luces entraban los ladrones por la puerta de la cocina, desconectando de este modo la alarma sin necesidad de esperar a que la cocinera lo hiciese por la mañana. Puede verse lo delicado de nuestra situación. En muchos meses no pudimos tener huéspedes. No había en la casa ni una sola cama libre, ya que todas estaban ocupadas por los ladrones.

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