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INTRODUCCIÓN

Vivimos una era única y singular. Por vez primera en la historia conocida, se vienen produciendo enormes cambios en el mundo sin que dichos cambios hayan sido consecuencia de una hecatombe bé­lica o catástrofes naturales. Los grandes cambios de poder suelen ser resultado de decisiones humanas en forma de guerras. España impuso su poder mundial con guerras; Francia la sustituyó como poder hegemónico también con guerras, y guerras de siglos dieron origen al Imperio británico. EEUU se hizo potencia mundial merced a la Primera Guerra Mundial, y poder hegemónico en Occiden­te y sus contornos gracias a la Segunda. Hechos naturales han puesto fin a civilizaciones enteras, como la minoica, destruida por una erupción volcánica, o como las pestes que asolaron Europa y retrasaron siglos su resurgimiento.

Pero los cambios del presente tienen su origen en un hecho sin parangón en la historia: el suicidio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la gran superpotencia que competía con EEUU por el dominio mundial –o se lo repartían–. No hay antecedentes históricos conocidos de un hecho similar. La historia muestra que las grandes potencias caen o desaparecen como consecuencia de sus declives internos, que llevan a provocar su derrota militar. Le pasó a España en Utrecht, en 1714; a la Francia napoleónica en Waterloo, en 1815; a Alemania en 1918 y 1945… La URSS desapareció por decisión de un hombre alcohólico y enajenado, un Rasputín entronizado, a quien sus asistentes terminarían encerrando en sus habitaciones para evitar que hiciera ridículos mayores, como ser encontrado en paños menores en una calle de Washington. De golpe, sin guerras externas, terremotos sociales o meteoritos apocalípticos, Boris Yeltsin declaró, en diciembre de 1991, que la URSS había dejado de existir. Y el Estado creado por Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, en 1921 desapareció sin más, en lo que otro Vladimir, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha considerado «la mayor catástrofe geopolítica del siglo xx». Efectivamente lo fue, sobre todo para Rusia que, de golpe y sin mediar derrota militar, vio desaparecer dominios adquiridos duramente a lo largo de 500 años.

La autodestrucción de la Unión Soviética desató una euforia infinita en EEUU y sus aliados. En Washington se dieron a la tarea de rediseñar el mundo para lo que, creían, sería «un nuevo siglo americano». Imponer una hegemonía mundial, un mundo unipolar, requería de conflictos armados. Una tras otra se sucedieron las guerras entre 1998 y 2013, afectando a tres continentes. Con la excepción de la agresión contra Yugoslavia, todas las aventuras armadas terminaron en fracaso. Su único resultado tangible ha sido potenciar un fenómeno antiguo en cuanto a su práctica, pero residual en el mundo –salvo contados países– hasta las guerras de agresión lanzadas por la OTAN. Ese fenómeno viejo pero residual era –es– el terrorismo. La más sofisticada tecnología militar y la maquinaria militar más potente del mundo fueron derrotadas por ejércitos desharrapados, desprovistos de misiles, blindados o aeronaves. Los ejércitos que pensaban desfilar victoriosos en sus respectivos países retornaron uno a uno en silencio y humillados. Lo único que dejaron tras de sí fueron pueblos destruidos, millones de víctimas, decenas de millones de desplazados y refugiados, y un virulento resurgimiento del fanatismo religioso. La unipolaridad y el sueño de un «nuevo siglo americano» se quedaron rápidamente sin pólvora, pero no será ése el peor de sus problemas. Mientras la OTAN se desgastaba en guerras infecundas, otras potencias emergían.

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En los cinco siglos que duró la hegemonía europea en el plane­ta nunca ningún ideólogo consideró otro mundo que no fuera el dominado por Europa y la cultura occidental. Asia no contaba, África no existía, América era excéntrica. De repente, sin ostentaciones, alardes o prepotencia, la República Popular China emergió con fuerza inusitada, convirtiéndose, en menos de dos décadas, en el ombligo industrial del mundo, como Gran Bretaña lo fue en el siglo xix y EEUU en el xx. El ascenso chino ha sido tan fulgurante que, al día de hoy, un porcentaje considerable de población occidental sigue sin imaginarse el brusco cambio de las coordenadas económicas y políticas mundiales. No pasa igual en otras partes, como Iberoamérica o África. En 2015, China facilitó más fondos monetarios a países iberoamericanos que el FMI. Las inversiones chinas en África están cambiando el rostro de ese continente. El poder económico chino ha visto reconocido su peso con la decisión del FMI, en noviembre de 2015, de incorporar el yuan a la «cesta» de monedas de reserva que maneja ese organismo. Hasta el momento, el selecto club de monedas lo integraban dólar estadounidense, euro, libra esterlina y yen japonés. Estas monedas son las utilizadas por el FMI y otros organismos financieros internacionales para regular las tasas de cambio y controlar la deuda externa de los países, entre otras operaciones. China se había quejado de menosprecio a su moneda, no obstante ser la segunda economía mundial y primera en términos de paridad adquisitiva. Desde noviembre pasado, el yuan ha pasado a formar parte del club.

No sería China la única gran potencia en reaparecer. Tras la era Yeltsin, una Rusia dirigida con mano de hierro por Putin daba golpes contundentes en el tablero mundial (para emplear el título del libro del impronunciable Zbigniew Brzezinski), primero poniendo fin a la rebelión secesionista en Chechenia, luego al reincorporar Crimea a Rusia y parar los pies a la OTAN en Ucrania para, finalmente, irrumpir en Siria y remover drásticamente la situación en Oriente Medio y Próximo. Debe aceptarse que la enér­gica reacción rusa agarró a la OTAN por sorpresa y sin capacidad de respuesta. Tampoco la había. Bajo Putin, la economía rusa se ha reordenado y nadie –argumento definitivo– hace la guerra a un país que posee 15.000 ingenios nucleares. Más aún, el rearme de Rusia ha sido –y sigue siendo– simplemente espectacular, superando su desarrollo tecnológico incluso al alcanzado por la URSS en su periodo de esplendor.

Brzezinski escribió que uno de los objetivos de EEUU en Eura­sia era manejar su política en este vasto continente de forma que «impida la emergencia de una potencia euroasiática dominante y antagónica», creando un equilibrio continental en el que los EEUU «ejerzan las funciones de árbitro político». Quería decir que EEUU debía actuar de forma que impidiera el renacimiento de Rusia como «una gran potencia dominante y antagónica». Otro objetivo fracasado. En Eurasia, ahora, no hay sólo una potencia dominante y antagónica, hay dos grandes potencias que, además, han establecido una alianza estratégica entre ellas. Con motivo de su visita oficial a Rusia, para asistir a los actos conmemorativos del 70 Aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, el pre­sidente de China, Xi Jinping, publicó en mayo de 2015 un mensaje en el que afirmaba que «los pueblos de China y de Rusia defenderán el mundo hombro con hombro, contribuirán al desarrollo y harán su aporte para asegurar una paz duradera en el planeta». El mensaje de Xi Jinping tenía un obvio destinatario: EEUU y la OTAN. Un mensaje a tomar en cuenta en el devenir de este siglo xxi, ahora que está próximo a cumplir su segunda década.

La gran derrotada en la nueva recomposición del mundo ha sido la Unión Europea, proyecto integracionista devorado por la OTAN. Europa es la única región del mundo donde EEUU ha podido alcanzar plenamente sus objetivos, excepción hecha de Ucrania y Georgia. Poco queda ya del proyecto europeo, salvo unas instituciones antidemocráticas al servicio del gran capital. Nada queda del proyecto social, devorado por el neoimperialismo alemán. Nada del Euroejército, convertido en anécdota. Nada de la política exterior y de seguridad común. La UE es un remedo de las «banana republics» que llenaron el mar Caribe de dictadores y sangre. «Banana republics» desarrolladas, ricas, sí, pero sometidas a Washington, igual que las subdesarrolladas y míseras Cuba o Nicaragua de los años treinta y cuarenta. Mientras los europeos se desperdician en el renacimiento de los nacionalismos –fenómeno del siglo xix– o de los fascismos –propio de los años treinta del siglo xx–, EEUU aprovecha el desconcierto europeo para militarizar el este de Europa, preparando escenarios de guerra que sólo a EEUU pueden interesar. Los países bálticos y Polonia han sido convertidos en los guardianes de los intereses estadounidenses y responden más a ellos que a cualquier proyecto europeísta. No obstante el abismo que puede abrirse en el este de Europa, los medios de comunicación occidentales apenas informan de esos hechos. ¿No interesa informar o está vetado en una prensa cada vez más concentrada en pocas manos? Europa no sólo se ha convertido en un peón de EEUU, sino que está viendo renacer el darwinismo social con la tragedia de los refugiados. Dicho más claramente, desde hace casi dos décadas, la UE vive un proceso kafkiano de convertirse, de proyecto de futuro, en triste escarabajo.

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Una de las causas del desconcierto europeo es que, hasta ahora, no ha tomado en cuenta un factor geoestratégico que separa hondamente a Europa de EEUU. Como ha señalado Brzezinski, el «concepto estadounidense de seguridad [está] basado en la idea de que los Estados Unidos son una isla continental». Para entender cabalmente este concepto no sería mal ejercicio darle un vistazo a un mapamundi. EEUU, como todo el continente americano, está separado del resto de continentes por dos inmensos océanos, el Atlántico y el Pacífico. Es el único continente aislado completamente del resto del mundo, sin que el estrecho de Bering sirva de excepción. Unos pocos kilómetros separan Asia de Europa, y menos de 20 kilómetros España de África. Asia y Oceanía están conectadas por miríadas de islas. A América debe irse en barco o en avión. Decenas de horas y de días. Las dos guerras mundiales la enriquecieron a niveles astronómicos sin que una sola bomba afectara su territorio (en 1941, cuando el ataque japonés a Pearl Harbor, Hawái tenía el estatus de colonia). Por la misma causa que las bombas de las guerras mundiales no alcanzaron su territorio, resulta imposible para los refugiados de las guerras de la OTAN alcanzar territorio estadounidense. A EEUU, las guerras que provoca –Afganistán, Iraq, Libia, Siria– le quedan lejos, infinitamente lejos. El terrorismo también. Su condición de Estado-isla en un continente-isla determina toda su política. Puede provocar cualquier cantidad de caos en el mundo sin que ese caos llegue a rozar sus costas, salvo cuando se trata del narcotráfico, que es un fenómeno esencialmente americano y del que –aun así– escapa, pues la peor parte se la llevan países como México o Colombia. Con Europa ocurre exactamente lo contrario. Europa limita con Asia y África. Lo que ocurra en esos dos continentes le afecta de lleno, sobre todo si se trata de guerras promovidas por la Alianza Atlántica.

Los europeos no han entendido la profundidad y extensión de esta regla axiomática de la geopolítica. Han hecho una alianza a muerte con un país que nunca morirá con ellos. Todo lo contrario, los ha visto morir y se ha enriquecido hasta la obscenidad con sus desgracias. Para EEUU, las dos guerras mundiales fueron un regalo de dioses. Sin esas guerras no habría llegado nunca a lo que llegó sin sacrificar un dólar. Los europeos occidentales le siguen agradeciendo que les ayudara a vencer a Alemania, aunque, en la verdad histórica, su participación en la Primera Guerra Mundial fue simbólica y, en la Segunda, limitada, correspondiendo el mayor mérito a la URSS. Las decisiones que tome la UE respecto a Rusia nos dirán si habrá paz o guerra.

Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos

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