Читать книгу Dicen que los dioses… Mitos Griegos 1 - Autor Anónimo - Страница 6
El dios Apolo
y la hermosa Dafne
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Eros, el dios del amor, era un niño famoso por sus flechas y por sus travesuras. También es importante recordar que fue quien provocó el primer amor de Apolo. Y este, como sucede muchas veces, fue un amor con final triste.
Cuentan que Eros tenía una gran habilidad para lanzar flechas. Pero las suyas no eran de las comunes, de las que se usaban para cazar animales o para pelear en las guerras. Las flechas de Eros eran de dos tipos. Había unas que al dar en el blanco enamoraban a quien las recibía. Otras que hacían que su destinatario huyera del amor, como si enamorarse fuera lo más terrible que le pudiera suceder a alguien. Las primeras tenían la punta de oro y las segundas, la punta de plomo.
Dicen que cierto día, Eros llegó volando con sus pequeñas alas al Parnaso, el monte donde vivía Apolo. Allí se posó en un rincón, sin que nadie lo viera, y preparó dos flechas. Si hubiera sido un niño sensato, las habría elegido del mismo tipo. Pero, como se sabe desde aquel tiempo, Eros era terrible. Por eso eligió una flecha de cada clase, para hacerles la vida imposible a sus destinatarios.
Lo cierto es que hirió a la joven Dafne con la que hacía rechazar el amor. Y Apolo recibió la que enamoraba.
Sin duda, aquel fue un gran flechazo, pues enseguida a Apolo le entró el amor por los huesos, le llegó hasta la médula y desde ahí, directo al corazón. En cuanto a Dafne, fue ver que Apolo se le acercaba para salir huyendo tan rápido como se lo permitieron sus piernas.
Y desde ese día, la hermosa Dafne no se escapó solo de Apolo. También, de un montón de pretendientes que intentaban enamorarla. Su padre muchas veces le decía que quería tener un yerno y nietos. Pero Dafne se ponía colorada y siempre se negaba.
Mientras tanto Apolo, con solo mirarla, se consumía de amor y no deseaba otra cosa más que casarse con ella. Amaba sus cabellos, sueltos y despeinados por el viento; amaba sus ojos, brillantes como estrellas; sus labios sonrosados; sus manos; sus brazos, y hasta sus hombros. La amaba toda, completa. Hasta que Dafne, cansada de tantas miradas y de tanto acoso, un día huyó corriendo hacia los bosques.
–Hermosa ninfa, espérame –le gritaba Apolo mientras la seguía–. Te lo ruego. No soy tu enemigo ni quiero hacerte daño. Te sigo porque te amo.
Pero ella no le hacía caso y escapaba de su amor como lo hacen las palomas, de las águilas o los corderos, de los lobos.
Sin embargo, Apolo seguía corriendo tras ella. Y le hablaba, para ver si de ese modo lograba convencerla.
–Ten cuidado –le decía–. No vayas a caerte y a golpearte. Mira que las zarzas tienen espinas y yo no quiero ser la causa de tu dolor. Y no me confundas con un pastor. Soy Apolo. Mi padre es Zeus, el rey de todos los dioses. Yo creé la medicina, si bien ahora ninguna hierba me sirve para curar el dolor que me causa tu rechazo.
Y aunque Apolo hablaba y hablaba, nada de lo que decía alcanzaba para que Dafne cambiara de actitud. Después de todo, no era dueña de sus actos, sino que sufría las consecuencias del flechazo de Eros. Por eso seguía huyendo, y las palabras de su enamorado quedaban atrás, casi sin ser oídas.
Así, los dos corrían por el bosque. A Apolo, que iba detrás, Dafne le gustaba más y más, con su vestido y sus cabellos flotando en el viento. Y la esperanza de alcanzarla le daba fuerzas. Mientras que a ella la impulsaba el temor de ser alcanzada.
Hasta que, cuando su enamorado estaba a punto de tocarla, pues el amor parecía darle alas, Dafne, cansada, comprendió que ya no podía seguir huyendo. Entonces, se encomendó al dios padre.
–Oh, Zeus, ayúdame –le rogó–. Ya no tengo fuerzas y Apolo está muy cerca. Realiza un prodigio y haz que mi cuerpo se transforme, para que él se desencante y deje de perseguirme.
Apenas terminó su ruego, Dafne sintió que el cuerpo se le ponía rígido. Las piernas y el pecho se le cubrieron con una suave corteza, sus brazos se convirtieron en ramas, sus cabellos se volvieron hojas y los pies, que habían sido tan veloces, se prendieron al suelo, convertidos en raíces. Dafne ya era un hermoso laurel y de la joven solo quedaba su belleza.
Pero ni aún convertida en árbol, Apolo dejó de amarla. Triste por la transformación que acababa de ver, puso su mano derecha sobre el tronco y sintió cómo todavía latía el corazón de su amada. Después abrazó y besó la madera. Entonces le dijo dulcemente:
–Hermosa Dafne, ya que no podrás ser mi esposa, serás el árbol que me represente. Con tus ramas se harán las coronas de los generales que regresen victoriosos de las batallas, y se adornarán los salones en las fiestas y las puertas de las casas. Y serás, especialmente, la corona que yo siempre lleve en mi cabeza.
En ese momento, las ramas del laurel se agitaron, como si le dijeran sí al dios. Y como si fuera una cabeza, el árbol movió su copa.