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Más allá del arte de curar
Pedro Cahn1
Aquellos médicos que como Daniel Flichtentrei –director de la Colección Puentes, en cuyo marco se publica el presente volumen– ven en la medicina algo más que el simple arte de curar se formulan la pregunta: ¿por qué ser médico hoy? Y por cierto que la misma no tiene una respuesta unívoca. Y no la tiene porque en rigor el médico de talle único tampoco existe. El médico es antes que nada un ser humano, y como tal, en primer lugar un ser social. Esto último implica señalar que según se posicione en el complejo entramado social que nos toca vivir, será un cierto tipo de ser social-ser humano-profesional-médico.
Ser médico implica ejercer una profesión, hacerlo con responsabilidad y procurando aplicar los propios conocimientos para beneficiar a otra persona o a la comunidad en su conjunto, según las acciones se centren en la práctica asistencial en el primer caso o en la investigación o la salud pública en el segundo. Pero esta descripción bien podría caberle a otras profesiones, tanto dentro como fuera del área del equipo de salud. ¿Cuáles son entonces las diferencias que caracterizan a la profesión médica?
Una respuesta frecuente es que el médico toma contacto con el sufrimiento. Esto es cierto, pero eso no lo hace diferente de un psicólogo, un abogado penalista o de asuntos de familia ni tampoco de un funcionario de un servicio fúnebre. “Contacto con el sufrimiento”, en sus diversos grados, describe solamente una parte del todo. Otra opción es describir al médico como un asesor, consejero, capaz de recomendar pautas de conducta (régimen higiénico-dietético, ejercicio, consumo de tabaco, alcohol y drogas, prescripción de tratamientos). Nuevamente la respuesta es correcta, pero volvemos a encontrar otros actores sociales que cumplen una o más de esas funciones (maestros, religiosos, comunicadores sociales, etc.).
Una tercera posible respuesta describe la responsabilidad del médico, al tener en sus manos la vida de otras personas, definición paradigmática del cirujano, anestesista o intensivista. Pero, acaso, ¿un ingeniero que diseña un puente, un arquitecto que calcula el soporte para un balcón, un chofer de transporte público o un piloto de avión no confrontan responsabilidades similares? Otra alternativa es considerar la medicina como una fuente de ingresos, un trabajo. Y es bueno que esto sea así, dado que el médico es un trabajador, por cierto especializado, dentro del equipo de salud. Obviamente, ésta tampoco es una característica exclusiva de la profesión. Desde la mirada de Florencio Sánchez (M’ hijo el dotor), la medicina es un facilitador del ascenso social, por el prestigio y respeto que la actividad inspira. O mejor debería decir inspiraba, ya que la realidad actual del ejercicio profesional, al menos en nuestro país, hace de esa pieza teatral un documento histórico que, como tal, remite al pasado. En todo caso, tanto en lo económico como en lo relativo al ascenso social son muchas las actividades mejor recompensadas que la medicina.
Ser médico hoy implica, al menos en nuestro país, además de todo lo descripto, saber que la práctica de la medicina se inscribe en una atmósfera poco amigable, cuando no hostil. El médico de hospital es la cara visible de un sistema ineficiente, expulsivo y poco amigable para el supuesto beneficiario, el otro que padece. El médico de prepaga u obra social, obligado a trabajar a destajo por la degradante remuneración que recibe, con contadísimas excepciones, es el rostro de una institución que aumenta sus cuotas y/o restringe servicios al supuesto beneficiario.
El libro que tengo el honor de prologar nos ofrece un variado mosaico de puntos de vista que procuran responder esta desafiante pregunta: ¿por qué ser médico hoy?
Alberto Agrest le escribe a algún interlocutor imaginario que desee ser médico que “acertaría si aprende a amar lo que hace y se frustraría si sólo desea hacer lo que ama”. También nos recuerda el progresivo abandono del estado de sus responsabilidades, en manos inescrupulosas que usan a la salud como un campo para sus negocios, en ocasiones más cercanos al código penal que al juramento hipocrático. Y, en pocas palabras describe, con la claridad de los maestros: “Hoy la medicina asistencial es una industria que produce recursos para combatir enfermedades pero, sobre todo, riesgos y los vende como seguros de salud. Los médicos hemos pasado a ser concesionarios de esa industria”.
El decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Prof. Alfredo Buzzi, ofrece una prolija descripción del camino que deberá recorrer el estudiante interesado en aprender y ejercer esta profesión, desde el Ciclo Básico Común hasta la culminación de la Residencia, en un relato que nos permite entender por qué la universidad pública en general –y la Universidad de Buenos Aires en particular– sigue siendo el sitio de excelencia para la formación médica en nuestro país.
El cambio en las condiciones de ejercicio de la medicina, la deformante sobrevaloración de la tecnología como “elixir mágico” y las consecuencias de la mercantilización de la profesión son discutidos por el Dr. José María Ceriani Cernadas, quien nos advierte sobre el creciente fenómeno de insatisfacción que ya es objeto de estudio en diferentes países, como resultado de la “pérdida progresiva de nuestra dignidad como profesionales, la profunda alteración en la relación médico-paciente”; derivación directa de esto es, a su entender, el empeoramiento paulatino en el cuidado de la salud de la población.
El Dr. Carlos Gherardi describe cómo se deshumaniza el médico, al hacerse experto en interpretar estudios complementarios, sin conocer la biografía de quien presta su cuerpo para su obtención, hecho que desemboca en una incapacidad para interpretar su significado en relación con el paciente. Esta deshumanización opaca la figura del médico. Sin embargo, no lo releva de la responsabilidad profesional que la tarea implica. Por ello, Gherardi nos convoca a “trabajar por un nuevo perfil de médico y recrear la confianza de la sociedad en las personas que manejan este avance incontenible”, avisándonos que “resultará una empresa difícil pero imprescindible. Por lo menos quien desee hoy ser médico y afrontar la responsabilidad de la atención de los pacientes deberá también trabajar para reconstituir la confianza de la sociedad en esta noble profesión que debe ser reconocida como un proyecto moral”.
En un sentido similar, el Dr. Arnoldo Kraus nos convoca a recuperar la escucha, como base para volver al diálogo fecundo entre paciente y médico. Y nos dice: “La clínica y lo que ahí sucede, es decir, la cara que mira y las manos que palpan, sigue siendo la parte medular, no sólo de la escuela, sino de la vida de la medicina. La clínica es la morada obligada a la cual deben siempre recurrir los doctores; es el instrumento que le permite al galeno entender lo que dice el enfermo. En ese espacio, la tecnología no irrumpe ni manda”.
A su vez, el Dr. Enrique Graue Wiechers de la Universidad Autónoma de México describe la tarea del médico centrada en confrontar con la muerte y que, para cuando ésta llegue, “lo haga silenciosa y prudentemente; sin agobios ni dolor”. Lejos de limitar su responsabilidad a esta trascendente cuestión, el autor subraya la necesidad de abordarla con un fuerte compromiso social. Así, influir positivamente en la sociedad parece ser parte del compromiso del médico.
Francisco Maglio, mi maestro, describe la relación médico-paciente como la de dos “cosufrientes” encerrados en un triángulo cuyos lados son el modelo médico hegemónico, la medicalización y la formación enfática. Nos convoca a comprender al paciente desde el paciente, ya que en esta relación no hay una sola racionalidad, la médica, sino también la del paciente, igualmente válida. Y como si esto no representara suficiente desafío nos convoca al afecto, recordándonos que “el paciente necesita ser querido”, pero además nos advierte que debemos hacerlo sin perder la objetividad: “Se trata de estar con el paciente sin ser el paciente”. Veracidad, integridad, ecuanimidad, respeto, privilegio de la confidencialidad, autonomía y privacidad forman parte del listado de cualidades exigibles al médico de hoy y de siempre, según Maglio. Al igual que Arnoldo Kraus, subraya la importancia de la escucha. Y como complemento imprescindible, saber confortar y acompañar para estar, como Hipócrates, no al lado, sino del lado del paciente.
El Prof. Leonardo Palacios, de Colombia, señala que los profesores debemos actuar como mediadores en el encuentro alumno-conocimiento, orientar y guiar la actividad, proporcionando ayuda pedagógica, procurando incrementar las competencias del alumno, su comprensión y actuación autónoma. Tras describir algunos de los dilemas éticos que nos plantea el avance científico-técnico, el autor nos plantea el interrogante acerca de si aún vale la pena elegir la profesión médica. Y de inmediato nos entrega valiosos argumentos para considerar, llegando a la conclusión de que “estudiar medicina en el siglo XXI es una apasionante decisión”.
La Dra. Zulma Ortiz, desde su particular visión de epidemióloga nos relata el desafío que implica “escribir sobre la profesión y tal vez sobre las razones para no ser médico”, y nos propone reflexionar sobre tres conceptos: se es médico para toda la vida, la medicina no es inocua (el clásico primum non nocere) y finalmente, los actos médicos son una expresión de hegemonía.
Los tres remiten al imaginario colectivo: el médico sabe siempre sin importar su especialización; el médico debe acertar siempre; y como consecuencia su palabra es siempre verdadera. A partir de estos tres planteos, la autora nos invita a pensar acerca de si ¿se puede ser médico/a sin asistir pacientes? Invito al lector ansioso por conocer la respuesta a abandonar este prólogo y sumergirse directamente en el capítulo de la Dra. Ortiz. El manejo del error en medicina, su potencial rol docente y sus implicancias legales son analizados desde la mejor perspectiva: la bioética y dos de sus principios esenciales: la beneficencia y la no maleficencia. Para hacerlo, se apoya en Michel Foucault para describir lo que este considera como un poder-saber, es decir, “un saber al servicio del poder, un poder que se vale de saberes concebidos como verdaderos e incuestionables”. Su contratara, la medicalización de la vida social, cierra este valioso capítulo, no sin antes incluir los otros elementos esenciales de la bioética, esto es los principios de autonomía y de justicia.
A partir de las valiosas enseñanzas que Viktor von Weizsaecker hiciera en el campo de la antropología médica, el Dr. Luis Chiozza reflexiona sobre aquello que, a algunos de nosotros, nos empuja hacia la práctica médica, encontrando en una sensación de certeza acerca de la posibilidad de ayudar al prójimo –sensación íntima y anterior a cualquier racionalización– una respuesta posible al interrogante.
El Dr. Guillermo Del Bosco, por su parte, se preocupa por analizar el corrimiento experimentado por aquellas pautas culturales que arropaban el quehacer médico hace algunas décadas (en cuyo seno, el profesional de la salud era remunerado económicamente en concordancia con el reconocimiento social que le estaba destinado). Del Bosco opone aquella “edad de oro” a la situación actual del sistema médico argentino (que, dada la globalización imperante, podría extenderse al sistema gerenciado de la salud, donde sea que éste se aplique), en cuyo marco el ejercicio de la medicina es, por momentos, hostil. El Dr. Olindo Martino retoma esta dicotomía y la ilustra con interesantes anécdotas de su vida personal y profesional como médico con ejercicio en lugares tan disímiles como Ruanda, Perú o el norte argentino.
También a partir de episodios biográficos reflexiona Juan Gérvas sobre los cuatro tipo de razones que, a su entender, justifican la decisión de aventurarse por el camino de la medicina hoy en día. Nos habla de las enorme diversificación laboral que los adelantos tecnológicos del área hacen posible y de aquellas pequeñas grandes cosas que hacen única la práctica médica.
De manera crítica y certera desmonta el Dr. Alcides Greca el –en su opinión– mito de la “vocación”, al tiempo que analiza los claroscuros impuestas a la profesión por las exigencias de una salud gerenciada.
Por último, el Dr. Guillermo Jaim Etcheverry se explaya sobre distintas problemáticas de la formación del médico y advierte sobre los peligros de dejarse seducir por nuevas técnicas educativas, enemigas del esfuerzo (que conlleva trabajo, pero también la alegría de superar los obstáculos encontrados).
Un epílogo para este prólogo
Desde mi visión, habiendo transcurrido largamente más de la mitad de mi vida ejerciendo la medicina, entiendo que para ser médico se necesita, en primer lugar, tener un alto grado de vocación de servicio a los demás. Estar dispuesto a ser muy humilde y a reconocer la necesidad de estudiar permanentemente, dado que la velocidad de reproducción de los conocimientos supera cualquier chance de estar al día. Ningún médico esta absolutamente al día.
En países como el nuestro, el médico tiene que estar dispuesto a confrontar la “máquina de impedir” que funciona en el muy ineficiente sistema sanitario argentino. Un sistema que superpone mecanismos de coberturas, en el que la cultura del “no se puede” o “no hay” ha ganado la ideología y la práctica de muchos colegas, sobre todo en el sistema público. La resignación florece como semilla de la parálisis y la mediocridad. Quienes elegimos trabajar en hospitales públicos sabemos que éstos representan la ultima línea de defensa para los pacientes. Paciente que se “cae” de la prepaga pasa a la seguridad social; el que cae de la seguridad social pasa al hospital público; al que cae del hospital público sólo le queda el precipicio. El médico, al igual que el resto del equipo de salud, trabaja en malas condiciones salariales, malas condiciones de horarios, sin insumos, asistiendo a una población que con toda justicia reclama servicios mas eficientes, que no los obliguen a humillantes “colas” desde la madrugada para conseguir un turno. Ese reclamo muchas veces se ejercita contra el médico, cara visible de un sistema inhumano, dirigido generalmente por funcionarios que atienden su salud en forma privada. Sin embargo, los médicos seguimos empujando y lo hacemos porque entendemos que estamos trabajando en pésimas condiciones, pero que el que está del otro lado del mostrador está mucho peor, porque sufre todas las consecuencias del sistema, pero además está enfermo. El día que eso deje de importarnos, deberemos dedicarnos a otra cosa.
Ser médico hoy implica tener un compromiso humanístico. Entender que lo biológico es importante, pero lo biológico es sólo un componente. No estamos tratando un conjunto de células organizadas de tal o cual manera, sino un ser humano que tiene una vida, problemas, una familia, una sociedad que lo rodea, que lo empuja, que lo discrimina o no, que lo ayuda o no, que lo soporta o no.
Entonces, ¿por qué ser médico hoy?
A quien se formule esta pregunta le sugiero que lo piense bien, que medite acerca de cuál es su objetivo. Si lo que quiere es una profesión para ganar dinero seguramente hay otras mucho más rentables. Si busca una profesión de prestigio social, esta razón tiene mas pasado que futuro, ya no corre más. Ahora, si desea una profesión que le pueda dar la satisfacción de ayudar al otro y de recibir una sonrisa, o un apretón de manos, o simplemente un cálido agradecimiento, si es capaz de sentirse gratificado con eso, entonces, habrá encontrado un por qué elegir la profesión.
Termino citando a dos escritores, también filósofos: Jean-Paul Sartre dijo: “Todos somos responsables de lo que no tratamos de evitar”. Cuando uno ve la obscena desigualdad social, que genera marginalidad y desesperación y con ella enfermedad y sufrimiento, impregnando tan fuerte nuestras actividades, creo que todos somos responsables. El primer paso para defender la salud es amar la vida. Y para ello, la vida debe ser digna de ser vivida, para todos. Para Albert Camus: “El artista debe estar siempre con aquellos que padecen la historia, no con los que la hacen”. Me permito hacer extensiva esta definición a nuestra profesión.
Hay buenas razones para ser médico, sobre todo si nos preocupa el ser humano y la sociedad que lo rodea, y estamos dispuestos a no ser cómplices por omisión frente al sufrimiento y la injusticia. Desde el rol de médicos no podremos solucionar todos estas cuestiones, pero no dudo en afirmar que quienes lean este libro seguramente aprenderán a no agravarlas y a elegir adecuadamente en la contradicción esencial entre ser parte del problema o parte de la solución.
1 Jefe de Infectología, Hospital “Juan A. Fernández”. Presidente de Fundación Huésped. Profesor adjunto de Infectología, Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires. Ex presidente de la International AIDS Society.