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Estocolmo

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—La gente no cambia tan rápido de opinión —dijo el capitán Driver mientras sorbía su infusión diaria antes de acostarse.

—Sí que lo hace —respondió la muchacha sin apartar la vista de su trabajo, un intrínseco código sobre un mapa en tres dimensiones.

—¿Qué motivos te han llevado a cambiar de opinión tan deprisa? Hace unas semanas me odiabas, me escupiste en la cara y me intentaste matar, y ahora trabajas para mí sin rechistar, ¿por qué?

La muchacha estaba agachada sobre la moqueta gris de los aposentos del capitán: en el suelo se extendía un enorme mapa antiguo, con partes incompletas, que la joven intentaba cartografiar a partir de viejos textos, libros y supuestas coordenadas. Sin soltar el lápiz con el que dibujaba y con absoluta calma en la voz respondió:

—Porque me he enamorado de ti.

Al capitán le dio un vuelco el corazón, pero estaba tan entrenado para no mostrar sus emociones que apenas suspiró ante la confesión, únicamente una gota de sudor frío resbaló por su frente:

—Te secuestré, te hice mi esclava, mi prisionera. Te obligo a trabajar para mí, ¿cómo puedes haberte enamorado?

La chica se incorporó y se volvió hacia él: dos brillantes ojos verdes se posaron en los suyos, tan negros como negro era el agujero que tenía en lugar de corazón:

—No lo sé —dijo encogiéndose de hombros—. Llámalo Síndrome de Estocolmo si quieres, o simplemente quédate con el tópico de que «nos gustan los chicos malos». La cuestión es que me he enamorado de ti, y aguardo con paciencia hasta que tú también te des cuenta y me llames para pasar la noche a tu lado.

El tono de voz de la muchacha era tan sobrio como el de una despreocupada conversación sobre el clima. Volvió a inclinarse sobre su mapa y continuó trabajando.

—Eso no sucederá jamás.

—Sí, sí que pasará…

El capitán Driver dio un puñetazo sobre la mesa y derramó la infusión que «teóricamente le ayudaba a conciliar el sueño».

—Ya has trabajado suficiente por hoy, vete a acostar.

La chica obedeció en silencio. Era muy menuda comparada con él, de tez pálida y rasgos suaves, una década más joven que Driver, aunque no sabía exactamente con los años que contaba. Ya hacía un par de meses que la había sacado del vertedero en el que vivía y la había subido a bordo de ese crucero, aún sin rumbo determinado. El mundo estaba en guerra, había estallado la Gran Guerra y su bando, al que la muchacha había autodenominado como «los malos» perdían. Solo unos antiguos seres, prácticamente extinguidos y casi imposibles de dominar podían proclamar un nuevo Orden Mundial y terminar con el conflicto. Esos seres volaban con grandes alas capaces de ensombrecer una ciudad, de su boca emergía un fuego abrasador, más potente que cualquier cañón y sus escamas eran casi imposibles de atravesar con cualquier arma. Aquellas bestias incontrolables habían desaparecido hacía siglos, aunque recientemente los científicos del capitán habían descubierto que, calentando sus huevos a su debida temperatura, aquellos fósiles petrificados podían eclosionar, aunque tuviesen siglos de antigüedad. Y allí era donde entraba en juego la muchacha, solo las de su «raza» podían montar y llegar a controlar aquellas bestias, gracias a un gen que se transmitía de mujer en mujer y que aparecía una vez cada cuatro generaciones. Aquellas chicas se distinguían de la mayoría por el color de su pelo, que crecía blanco y brillante desde temprana edad, y de una marca de nacimiento con la forma de la bestia, que aparecía en su cuerpo. Solo ellas aprendían la Antigua Lengua que les permitía comunicarse con los animales, y en este caso descifrar el código que los llevaría al yacimiento de huevos que necesitaban para ganar la guerra.

El capitán Driver estaba al mando de la misión: fue difícil encontrar a la chica con el gen especial, casi se habían extinguido, pero fue muy sencillo llevársela. La muchacha (el capitán no sabía su nombre, así que siempre la llamaba así) era una paria social, vivía en un basurero, sucia, mugrienta y hambrienta. No tenía familia ni amigos, ni puesto de trabajo, así que nadie iba a echarla de menos. Cuando cayó en sus manos, el capitán Driver se aseguró de que fuese de verdad la joven que buscaba: le cortó la larga cabellera blanca hasta la altura de los hombros y se la tiñó de castaño, aunque en seguida se le volvieron a poner las puntas blancas y le colocó un brazalete localizador en la muñeca izquierda, que la identificaba como propiedad del Capitán AD. Driver Wright.

En un hombro y parte del brazo tenía la mancha de nacimiento que la identificaba como portadora del «gen» y cuando le puso un texto en la Antigua Lengua delante, sus ojos se tornaron violetas y no tuvo ninguna dificultad para leerlo. Además, en una oreja llevaba un extraño pendiente, un tubo de plata con una bola en cada extremo, una joya que solo poseían las familias que nacían con el gen.

Cuando llegó al barco, la joven se negó a participar en la tarea de descifrar el mapa, incluso intentó agredir al capitán, aunque por expresa orden suya no fue castigada por ello.

La chica fue instalada en una habitación (por llamarlo de alguna manera) dentro de sus propios aposentos, con paredes de cristal para poder ver en todo momento lo que hacía, aunque insonorizadas para que no pudiese escuchar nada de lo que sucedía a su alrededor: su habitáculo estaba compuesto por una cama y un baúl con su ropa, también tenía un pequeño cuarto de baño con un retrete, una ducha y un lavabo con paredes de cristal semitransparente. El capitán estableció una rutina muy rigurosa para la muchacha, digna del Instituto Militar donde estudió, se le elaboró una dieta nutritiva y saludable: compuesta por cinco comidas al día, dos horas de ejercicio por la mañana, una ducha diaria y ocho horas de sueño. Driver necesitaba exprimir al máximo el potencial intelectual de la muchacha, y sabía mejor que nadie que el buen funcionamiento del cerebro requería de una vida saludable, descanso y buena alimentación.

Apenas intercambiaba palabras con ella, la joven trabajaba en su mapa y en su código y él se pasaba horas y horas observándola. Era inteligente y estratega, pensaba antes de actuar, valoraba las acciones y sus consecuencias con gran agilidad mental y meditaba sus palabras con gracia y carácter. Él, en cambio, era un hombre instruido en la guerra. No conocía otra cosa en la vida que el duro entrenamiento y la rigurosa instrucción militar. Apenas había oído mencionar la palabra «amor» un par de veces en su vida, que ya sumaba casi las tres décadas. El máximo periodo de tiempo que había pasado con una mujer había sido las horas en las que veía trabajar a la muchacha, y nunca había sido por ocio. Él no sabía qué era eso, ni en su adolescencia, cuando sus compañeros del Instituto habían empezado a esconder revistas de mujeres desnudas bajo sus colchones o a quedar entre ellos a escondidas en los baños, el capitán Driver había intensificado su entrenamiento. Y eso no cambió cuando se hizo con el mando de aquel crucero. No perdonaba ni una falta a sus marineros, ni sus marineros se la perdonaban a él. Les daba una noche libre de vez en cuando y por obligación con sus superiores, pero estaba terminantemente prohibido traer compañía al barco, entrar ebrio o consumir sustancias narcóticas, y si el capitán descubría a alguien bajo los efectos de la resaca, el castigo era severo, cruel y despiadado. Él no tenía noches libres, su mayor pasatiempo era el de observar trabajar a la muchacha.

La chica dejó sus utensilios de cartografía y se puso en pie: vestía una camiseta blanca de media manga y unos pantalones elásticos a la altura de la rodilla, ese era el uniforme que le habían asignado:

—Quiero que me des una cuchilla de afeitar —dijo la muchacha con firmeza.

—¿Para qué quieres eso?

—Quiero depilarme, hay gente a la que le gusta llevar el pelo largo y me parece genial, pero yo quiero depilarme. Dame una cuchilla.

El capitán Driver se puso en pie con su imponente estatura.

—¿Y que te cortes las venas en la ducha y así no terminar de descifrar mi código? Ni hablar.

—No voy a hacer eso, no soy tan estúpida. Pero si no te fías de mí, puedes mirar mientras me ducho. No me importa. —Sonrió pícara.

Driver estuvo a punto de abofetearla, pero se contuvo. Un gesto en falso y la chica podría destrozar todo su trabajo. De todos modos, siempre conseguía lo que quería y al día siguiente, después de su rutina de ejercicio, los propios donceles del capitán se encargaron de proporcionarle la sesión de belleza que la joven había pedido.

No fue un día tan agradable para el capitán Driver, llevaba noches sin dormir bien. Las pesadillas lo atormentaban: a veces soñaba con un enrome mandoble que le caía sobre la cabeza, y cómo no tenía escudo con que protegerse utilizaba su propia mano, que terminaba en el suelo mientras un muñón sangrante le ayudaba a defenderse. Otro de sus sueños eran los de donde alguien que consideraba «su amigo» le partía un hacha sobre la cabeza. E incluso soñaba con la familia que lo abandonó cuando era niño, y no sentía remordimiento alguno cuando perforaba el estómago de su padre con su espada favorita: aquella que tenía una cabeza de animal como pomo y vetas de fuego en el filo. Pero todo eso no eran pesadillas para el capitán Driver, no, él los llamaba dulces sueños. Había sido entrenado desde niño, «era especial» para formar parte del Cuerpo de Elite que se preparaba para combatir la Gran Guerra.

Driver había hecho votos de obediencia y castidad de por vida, desde bien niño estaba acostumbrado a no sentir nada, a servir a sus señores con la vida: A ser cruel con sus enemigos y a matar sin piedad. Por eso, hacía años que se había habituado a esos sueños, para él, una pesadilla era cuando soñaba con la muchacha, e imaginaba lo tibia que debía de ser el contacto con su piel y lo agradable que sería acariciar su boca con los labios… Entonces se levantaba furioso y destrozaba su habitación, por muy adiestrado que estuviese no podía negar lo que en realidad era: un ser humano.

La falta de sueño comenzaba a afectarle y Driver era consciente de ello, además, aquella misma mañana, la muchacha estaba más impertinente de lo habitual:

—Tengo frío.

—Pediré a mis donceles que te traigan un manta para la cama.

—Y quiero un café por la mañana.

—Tienes la cafeína prohibida. Nubla la mente y sabes que lo único que quiero de ti es tu cerebro.

—También quiero un libro, no puedo trabajar todo el día. Quiero relajarme. Pero no quiero una de esas cosas que se leen en las pantallas, quiero un libro de verdad, de los de papel…

El capitán Driver no estaba de humor aquella mañana para soportar las impertinencias de su prisionera, ya le había concedido suficientes caprichos. La agarró del cuello y la empujó contra el suelo. La muchacha tosió enfadada:

—Es un error. —Driver, que se había preparado para marcharse se detuvo en seco ante su insolencia, aunque sin volverse a mirarla—. El rumbo que habéis tomado es erróneo. Navegáis junto a la costa, hay fortalezas allí, probablemente ocupadas por mi bando, os harán pedazos antes de que encontréis lo que buscáis.

Aunque tenía ganas de azotarla de nuevo, Driver apretó los puños y abandonó el amplio y gris camarote para dirigirse a cubierta. Sus avanzadillas no habían detectado ninguna posible amenaza en el rumbo fijado, además de contar con un navío prácticamente impenetrable e indestructible.

La batalla fue más sangrienta de lo que se imaginaba. «Los buenos» (también palabra acuñada por la prisionera) atacaron por varios flancos y desde la costa, tal y como había predicho. Algunos consiguieron entrar en cubierta y herir a varios de sus soldados. Destrozaron maquinaria valorada en millones de dólares y con sus rudimentarias armas inutilizaron equipos tecnológicamente avanzados e imprescindibles para la misión. Pero a pesar de las pérdidas y de los daños sufridos por aquellos salvajes, el capitán Driver solo podía pensar en la impertinencia de la joven y en su estúpido consejo. Ordenó que no le trajeran cena aquella noche a su camarote, tampoco necesitaba donceles para ayudarlo. Solo quería su infusión en una taza de barro sobre el banco de trabajo de su habitación.

A primera hora de la noche, el capitán entró en su camarote dando un portazo:

—Muchacha —la llamó mientras ella trabajaba en el código. Ella levantó el rostro, los rizos plateados le rozaron las mejillas—, ayúdame a desvestirme.

No preguntó el por qué, ni dónde estaban los donceles que solían ayudarlo. Su respuesta fue mucho más inesperada:

—No me llames «muchacha», tengo nombre.

—¿Y cuál es?

La joven dudó un instante antes de contestar:

—Me llamo Ayla.

El capitán asintió con la cabeza.

—Ayla, ayúdame a desvestirme.

Se levantó del suelo y se colocó en frente al capitán, que aguardaba erguido junto a su cama. Dejó el casco sobre una silla, tenía la frente perlada de sudor y los mechones de pelo negro azabache se le pegaban a la sien. Había sido una larga y dura batalla contra el bando de Ayla, aquellos que se negaban a resucitar a las bestias y a utilizarlas como máquinas de guerra. Driver estaba exhausto y sin apenas apetito, solo deseaba darse un buen baño, beberse su infusión y meterse en una cama caliente.

Las manos de Ayla, de dedos largos y huesudos se posaron en su cuello y desataron el broche que sujetaba la capa. El capitán tragó saliva y sintió un cosquilleo allí donde las manos de ella lo tocaban. Sus brazos le recorrieron la cintura con suavidad en el primer «abrazo» que sentía en siglos. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal de abajo a arriba, Ayla le desató el cinturón que sujetaba su sable y lo colgó en la butaca, con el resto de la ropa para que se lo llevara el servicio. Driver seguía nervioso ante esas nuevas sensaciones que le causaba el contacto humano: era agradable, cálido y no sabía por qué extraño y biológico motivo también quería tocarla. Su impenetrable armadura de acero casi se rompió en mil pedazos en el momento en el que ella le quitó los guantes: tenía las manos curtidas por el trabajo duro, pero agradables al tacto, deseaba que le acariciasen todo el cuerpo: el pelo, el rostro, los hombros y el pecho, incluso querían que lo acariciasen en partes que no sabía que podían ser acariciadas. Sus manos, en cambio, estaban frías como el hielo y una gran cicatriz recorría parte de su antebrazo y su mano izquierda, la reconstrucción era casi inapreciable, pero el capitán no había recuperado completamente la sensibilidad en aquella zona donde apenas sentía el roce de la muchacha. Ayla envolvió sus manos entre las suyas, con ternura.

—Siéntate —dijo con una voz suave como la seda—. Voy a quitarte las botas.

El capitán obedeció casi como un auto reflejo, empezaba a sentirse incómodo con aquello. Ayla se arrodilló ante él y alargó sus manos hasta los muslos, las deslizó ejerciendo una leve presión hasta la pierna y le quitó las botas, primero la izquierda, después la derecha. Driver se preguntó si aquella presión en el muslo había sido realmente necesaria. Cuando se alzó de nuevo, Ayla estaba mucho más cerca, tanto, que incluso podía respirar de su aliento. Era como si la tocase, sentía el cosquilleo que le producían sus dedos por todo el cuerpo y un fuego que le abrasaba desde la garganta al calor de su boca. Ansiaba esos labios tanto como ansiaba el mando del ejército, el poder supremo del Cuerpo de Élite.

Hasta la fecha, había pensado en la boca como un órgano que solo servía para comer o hablar: pero en ese instante, quería acariciar la boca de ella, pequeña y apetecible, de labios fibrosos, usando la suya propia. Seguro que su cuerpo era tan tibio y agradable como sus manos, que placer podría proporcionarle dormir junto a él, sentir su piel contra la suya. Ayla desató el nudo del costado de su túnica negra y la deslizó por los hombros hasta que cayó al suelo. Su cuerpo era fuerte, atlético y musculado, con pectorales marcados y un abdomen duro como la piedra bajo una capa de piel clara y endurecida. Tenía una marca rosada en un costado, fruto de una herida de batalla, aunque lo que más le fascinó a ella fue la enorme cicatriz de un dedo de grosor, que le nacía en la frente, atravesaba la mejilla izquierda y casi le rozaba el pezón. Las manos de ella la examinaron fascinada.

—¿Cómo sobreviviste a esto? —preguntó apenada, pero él no respondió. Le había ordenado que lo desvistiese, no que preguntase.

Driver tembló de terror al sentir como lo examinaban, apretó los puños con fuerza y contrajo la mandíbula para soportar el esfuerzo que conllevaba no tomar a aquella chica entre sus brazos, romper sus votos, su palabra de capitán y saltarse sus propias reglas, nunca había sentido tal atracción por otro ser humano, ya fuese hombre o mujer. Las manos de Ayla se deslizaron por su abdomen firme y le acariciaron la tela del pantalón. Una terrible presión le creció en la ingle. Tenía calor. Mucho calor. Una perla de sudor le recorrió la sien mientras sus pulmones se hinchaban a toda velocidad. Ella intentó deshacerle el nudo que le sujetaba la prenda a la cintura, pero entonces el capitán Driver tomó consciencia del asunto y recobró su fortaleza: agarró a la muchacha de las muñecas y la apartó de un empujón.

—Puedo solo —argumentó con furia y rubor en las mejillas con su voz ronca y profunda.

La joven pareció desconcertarse un instante, pero recobró su compostura, se sacudió las rodillas y se retiró a su cubículo. El capitán Driver intentó serenarse en el baño caliente, pero cada vez que cerraba los ojos se imaginaba a Ayla a su lado, dentro de la bañera, con la piel desnuda, limpiándole el cuerpo con una esponja suave, mitigando la presión de la ingle con esas manos tan cálidas y suaves. Estaba tan confuso que estuvo a punto de aliviarse a sí mismo, ya lo había intentado alguna vez, cuando era crío, pero no había conseguido el placer que se suponía que debía alcanzar.

El baño fue más largo de lo habitual y cuando decidió salir, la muchacha ya había tomado su cena, compuesta por un par de tostadas integrales con queso de untar y un yogur natural, y se había puesto a trabajar en su mapa. Driver, vestido con pantalón largo y bata se sentó en su silla con su infusión y se dedicó a observarla. La chica se colocó a cuatro patas y alargó el cuerpo para alcanzar la parte más meridional del mapa. Hasta ese momento, Driver no se había dado cuenta del perfecto ángulo que formaba su espalda arqueada y las nalgas torneadas. Estuvo a punto de caer en la tentación de nuevo, cuando alguien llamó a la puerta. Era su joven teniente, bonita y esbelta. Llevaba el uniforme puesto y el pelo castaño recogido en un moño bajo la gorra de su rango. Ella se sonrojó al ver a su capitán en ropas de dormir.

—Capitán, perdone que le moleste a estas horas, pero el piloto desea saber con qué rumbo seguir. Se ha avistado una tormenta y el radar detecta unas formaciones rocosas a estribor.

—Son las Islas Escudo —respondió Ayla sin que le preguntasen. La mirada de la teniente fue mortal, pero el capitán le dio permiso para seguir hablando—. Están habitadas por pequeñas fortalezas que supongo que habrán ocupado vuestros Rebeldes. Atravesarlas sería un suicido, pero si seguimos por el sur, podemos guarecernos en la desembocadura de un río y cuando pase la tormenta seguir por alta mar.

—Volver al sur nos haría perder al menos tres días de viaje —reprochó la teniente.

—Mucho mejor que morir ahogados por una tormenta o asesinados.

La teniente apretó los puños y contrajo la mandíbula, pero con un gesto de su mano, el capitán la hizo callar.

—Teniente Jazz, informe al piloto que regresamos al sur hasta que pase la tormenta, y que después seguiremos por el este en alta mar hasta llegar a otro archipiélago más grande. ¿No es así, muchacha? —Ella asintió.

La teniente se puso recta y saludó a su superior, indignada por la impertinencia de aquella niña.

—Como ordenéis, mi capitán.

—¿Quién es ella? —preguntó Ayla una vez se hubo marchado.

—Es la teniente Jazz —respondió Driver a pesar de que en escasas ocasiones respondía las preguntas de la muchacha—. Gran espadachín y una muy buena consejera.

—Es guapa, y le gustas. Se nota en la forma en la que se sonroja cuando te mira. Baja la mirada y habla en susurros. ¿Debería estar celosa? —preguntó en tono infantil.

Driver se bebió la infusión de un trago, el líquido le abrasó la garganta, pero no le importó, estaba acostumbrado al dolor y esa maldita mierda no le ayudaba a conciliar el sueño.

—A dormir, niña.

Ayla se levantó de un salto y se retiró a su habitación. Antes de encerrarla con su llave, el capitán Driver se encaró a ella:

—Cuando todo esto termine, te mataré de la manera más cruel, sanguinaria y despiadada que haya visto jamás la humanidad.

No respondió de otra manera que alzando el mentón y desafiándolo con la mirada. Driver no sabía si abofetearla o besarla. En realidad, quería hacer ambas cosas. La empujó a su cubículo y cerró la puerta con la llave que después colgó sobre el cabezal de su cama, se quitó la bata y se acurrucó entre las sábanas, pero como le había sucedido en otras noches, el sueño no llegaba a él: dio incesantes vueltas en la cama, sudaba a mares y gritos de terror se escapaban de su boca: soñaba con la guerra, una lanza traidora en un costado y una espada amiga atravesándole la cara. Una muchacha de cabello blanco y rizado le sanaba las heridas, después la hacía suya y probaba por fin aquella ansiada boca de caramelo que sabía a sangre, a la sangre de todas las personas que habían muerto en aquella guerra por su culpa, por su constante negativa de ayudarles. Su piel se convertía en ceniza cuando la besaba y sus ojos violetas se cerraban para siempre en torno a un paisaje helado. La sacudió por el cuello hasta notar como la tráquea se rompía entre sus dedos y su sangre caliente le salpicaba la cara, y entonces su cuerpo se volvía frío y gris y la lanzaba a una gran fosa llena de cadáveres chamuscados. Los monstruos volaban sobre él, y el fuego de uno de ellos le apagaba la vista. De repente: oscuridad.

El capitán despertó en medio de un grito, hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas, no desde que mató a su primera víctima, y habían pasado casi dos décadas desde aquello. Una película de sudor frío le empapaba las sienes, respiró profundamente para relajarse, pero las manos le temblaban como gelatina. Se revolvió la espesa cabellera negra y entonces se percató de los dos brillantes ojos que lo vigilaban desde su jaula de cristal.

Driver no se lo pensó dos veces, de un salto cogió la llave de su colgador y se dirigió al cubículo, abrió la puerta de una fuerte patada que asustó a Ayla y la hizo retroceder. Agarró a la muchacha del brazo y la sacó de la habitación a la fuerza, después la tomó por los hombros y pegó sus labios a los de ella. Ayla lo miró atónita: tenía el rostro alargado y pecoso, perfectamente bien afeitado, una nariz prominente y unos labios gruesos y oscuros. La mirada almendrada con dos pupilas tan negras como el pelo, que se le escalaba en capas hasta la altura del cuello. El flequillo le ocultaba parte de la cara cuando se peinaba para lucir su uniforme de gala, pero aquella noche, en la penumbra, los remolinos traviesos le surcaban la cabellera.

El beso había sido torpe, más bien patético, pero era la primera vez que besaba a alguien y temía que esta estallase en carcajadas, burlándose de él. El valiente y sanguinario capitán Driver acobardado por un beso. Había cometido el mayor error de su vida, porque si Ayla se echaba a reír no sabría si podía contenerse y la estrangularía allí mismo, echando a perder la misión que le habían encomendado. Afortunadamente para ambos, la reacción de la muchacha fue muy diferente. Tomó a Driver por las mejillas, entreabrió los labios y le acarició los suyos con delicadeza. La sensación era más agradable de lo que se había imaginado. Un intenso calor le abrasó las entrañas desde dentro, y crecía más y más con cada beso, con cada caricia. Su corazón, de hierro, empezaba a emitir un suave y melodioso latido.

Cuando se sintió más seguro, empezó a besarla con más pasión, Ayla se colgó de su cuello e introdujo su lengua dentro de su boca. El capitán se asustó al principio al notar aquel objeto extraño, pero aquella serpiente húmeda y carnosa tenía un sabor especial, se entrelazó con la suya, danzaron, y se abrazaron, hasta que él se animó a explorar la boca de ella. No pudo evitar dejar escapar un gemido de placer cuando ella atrapó su labio entre sus dientes. ¡Qué gesto de debilidad tan absurdo acababa de mostrar frente a aquella prisionera! si alguien le hubiese visto, lo habrían tirado por la borda o algo mucho peor. Si seguía con ello debía ir con pies de plomo y ser lo más discreto posible. Aun así, continuó besándola, esta vez por las mejillas, sobre los párpados y después descendió por el cuello. La tomó en brazos y sus piernas le rodearon las caderas en una nueva sensación, un pálpito de excitación que le pareció fascinante, la condujo a la cama y la tumbó boca arriba, él se inclinó sobre ella y continuó besándola. Ayla recorría su enorme y gélido torso con sus manos de fuego, le revolvía el pelo e inició una extraña danza bajo su peso, contoneándose, atrayéndolo, rozándolo con una presencia espectral que activaba zonas del cerebro de Driver que habían estado dormidas casi treinta años: se sentía vivo, despierto y con una fuerza descomunal creciendo en su interior. Su armadura de hierro lo estaba abrasando por dentro, quemando vivo, pero nunca un dolor le había parecido tan placentero. Besó a la chica por encima de la ropa, preguntándose si su piel sabría tan bien como lo hacían sus labios. La respiración de ambos era agitada y unas gotas de sudor le resbalaron por la frente. Ella percibió su nerviosismo, agarró su mano y la introdujo bajo su ropa. La piel de él era tan fría que fue como si un cuchillo la guillotinase des del abdomen hasta el pecho. Ahogó un gemido y Driver apartó la mano, asustado e inseguro. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué hacía ese ruido? Le había gustado lo que había palpado, la carne ligeramente blanda del abdomen, sentir su respiración bajo las costillas y abarcar la totalidad de su pecho con la mano. Ella se incorporó al ver la expresión del desconcierto del capitán:

—Es la primera vez que hago esto —se excusó en tono militar con la voz ronca.

—¿Acostarte con una prisionera?

—Acostarme con una mujer.

Driver se preparó para otra de las respuestas irónicas de Ayla, o quizá para una de sus preguntas estúpidas. El terror le irrumpió de nuevo cuando pensó en estrangularla, pero desestimó la opción en seguida, no podía besar los labios de un cadáver frío, no podía arrebatarle la llama al fuego que calentaba su cristalizado corazón.

La muchacha se puso de pie de un salto y se desvistió. No era la primera mujer desnuda que veía, pero si la primera que deseaba que fuera suya. No tenía muy claro cómo sería eso del sexo, pero, aunque fuese su esclava no la sentiría de su propiedad hasta romper la barrera física que los separaba.

Se le paró el corazón un instante. Ayla era voluptuosa, de caderas generosas y cintura estrecha, el estómago flácido por la mala alimentación, aunque empezada a endurecerse gracias a la vida saludable que le había proporcionado el capitán. Unas estrías blanquecinas le arañaban los muslos y las nalgas y tenía una marca de mercancía tatuada en la parte derecha de la pelvis. Ayla se acomodó sobre sus rodillas, le rodeó los brazos con el cuello y lo besó con pasión. Las manos heladas del capitán recorrieron su silueta: empezaron por la cintura apretando para intentar estrecharla y prosiguieron por su espalda huesuda y sus hombros angostos que podía abarcar con facilidad con sus grandes manos. Regresó a la parte frontal del cuerpo. Sus dedos rodearon el cuello y lo apretó ligeramente, concentrándose para no matarla, a Ayla pareció agradarle ese juego, cerró los ojos y entreabrió la boca, dejando escapar un suspiro que terminó en la boca de Driver. Acarició los pechos firmes y juveniles. Un instinto primario lo condujo a morderlos: los pezones se endurecieron ante la presión de sus dientes y a ella pareció gustarle, porque apretó más su cabeza contra su pecho.

Ayla lo empujó para obligarlo a tumbarse, el capitán sentía una terrible presión en la ingle, que crecía y latía con fuerza, deseando liberarse de su opresión. «Es como una espada —pensó el capitán Driver—. Una vez desenfundada, solo deseas clavársela a alguien». El cuerpo de Ayla estaba prácticamente pegado al suyo. El sudor los enganchaba, y sus respiraciones se entrelazaban a un ritmo desenfrenado: el gemido que nacía en los pulmones de uno terminaba en los del otro. Driver quería sentir la totalidad de ella sobre su ser, la piel cálida que lo hacía temblar, que lo asustaba pero que lo hacía más fuerte, por eso presionaba su espalda contra su pecho con la fuerza justa para no partirle la columna. La muchacha se enderezó y con dedos expertos comenzó a desatar el nudo del pantalón. A Driver se le paralizaron todos los músculos cuando Ayla tomó su virilidad con una mano y recorrió todo el tallo desde la base hasta el glande. Un ridículo gemido de adolescente asustado se escapó de su boca. Ayla se inclinó sobre su cara: su prisionera lo había derrotado, estaba apresado, indefenso, vulnerable… Era el primer error de cualquier novato y la primera norma del Instituto: no mostrar debilidades, no mostrar emociones, perder la «humanidad». No eran simples soldados, eran máquinas de guerra, de muerte y destrucción, sin alma que ser salvada y sin corazón que latiese. Y él había muerto, derrotado por una mujer que apenas superaba el metro y medio de altura y sin la suficiente fuerza para sujetar una espada, pero que había encontrado un arma mejor que empuñar. No tenía miedo al dolor, ni al sufrimiento, lo habían entrenado para eso, pero en aquel momento estaba aterrado, ni en la más fiera batalla se había sentido tan vivo ni tan muerto a la vez.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con su voz firme y sobria, grave y melódica.

—Soy el capitán Driver, Primer Oficial al mando del crucero Saint George…

Ayla incrementó la fuerza sobre su órgano y el capitán dejó escapar un grito, mezcla de dolor y placer. Una gota de sudor se deslizó por su sien.

—¿Cuál es tu nombre? —repitió autoritaria.

—Adam, me llamo Adam —suplicó como el torturado que acaba de confesar sus crímenes más horrendos.

—Está bien, Adam. Vamos a hacer el amor —le respondió Ayla antes de devorarle los labios con fiereza.

Un nudo en los pulmones le cortó la respiración. Se sentía mareado, no le llegaba suficiente sangre al cerebro, aunque sentía un latido palpitar firmemente dentro de su ser. Sintió una fuerza sobrehumana recorriéndole los músculos: quería destrozar algo, arañarlo, morderlo y romperlo. Desenfundar el sable y sentir como las vísceras de su enemigo se hacían mil pedazos bajo su afilada punta mientras la sangre cálida le salpicaba las mejillas.

Sus manos recorrieron los muslos de la chica y los agarró con dureza. Aquel primer estallido lo había desconcertado lo suficiente para darse cuenta de que ya no eran dos cuerpos separados, sino uno solo. Adam jamás había experimentado una batalla tan despiadada, sangrienta y cruel como la que estaban librando su cuerpo y su mente por no perder el control. La sentía tan cerca, tan próxima que creía poder arrancarle el alma con los dedos. Su interior era húmedo y blando, con músculos que se contraían en busca de la postura más cómoda para ambos. Para Driver, era como matar a alguien, clavarle una espada y sentir sus vísceras romperse y salpicarle, hundir su arma hasta lo más profundo de su enemigo y observar el dolor en su rostro. Y, al igual que cuando mataba, contra más lo hacía, más lo anhelaba. La única diferencia era que, la cara de Ayla, no mostraba precisamente dolor.

Un intenso olor a almizcle anegó la habitación, puesto que se inclinó para darle un ligero beso en el pecho.

Entonces Ayla empezó a bailar sobre él, a ritmo constante pero no desenfrenado. Adam la sujetaba por las caderas y guiaba sus movimientos, y a pesar de no notar nada en parte de una mano sentía la totalidad de Ayla sobre su ser. Recorrió su cuerpo varias veces, desde las caderas a los pechos, mientras ella seguía danzando, suspirando por el placer que le proporcionaba, humedeciéndose los labios y mordiéndolos lentamente. Cerraba los ojos y se dejaba llevar… y en un momento dado y en contra de su moral, Adam hizo lo mismo y se abandonó a los placeres carnales, a aquellas olas de deleite que la muchacha despertaba en él y que estallaban en forma de tormenta en su interior, una tormenta de sonoro placer. No se esperaba que de repente le ahogara un tsunami que le desgarró el pecho e hizo añicos su armadura impenetrable, provocando que volviese a bombear sangre a su petrificado corazón. No sabía muy bien que había sucedido, una fuerza interna había sacudido su cuerpo violentamente desde la cabeza a los pies y había transmitido ese poder al cuerpo que estaba unido al suyo: la había inundado de su esencia y ahora una parte de él siempre sería suya. Todavía experimentaba pequeñas descargas eléctricas en sus muslos cuando se percató de que la muchacha estaba a punto de alcanzar el clímax. La rodeó con los brazos y se incorporó rápidamente, consiguiendo que en lugar de proclamar a los cuatro vientos que se habían acostado, lo hiciese directamente en su boca. Sintió los músculos de ella contrayéndose, le rodeó el cuerpo con los brazos y le arañó la espalda en los últimos instantes que habían sucumbido aquel indescriptible placer. Aún sentía espasmos cuando sus gruesos labios mordieron el apetecible hombro de Ayla. Ella lo abrazó con ternura y lo besó repetidamente en los labios, dejando asomar una dulce sonrisa entre beso y beso mientras le acariciaba el cabello empapado.

Adam se desplomó sobre la cama, exhausto y empapado en sudor y en otros líquidos corporales que no sabía si pertenecían a él, a ella o a ambos. Sus músculos se relajaron, a pesar de su agitada respiración y su cerebro experimentó una agradable sensación de descanso. Ayla se dejó caer a su lado, con los mismos síntomas en su cuerpo. Driver sentía una profunda vergüenza hacia su persona, hacia su cuerpo y hacia su rango. No se merecía estar al mando de una misión tan importante si era incapaz de resistirse a la piel cálida y a los besos de una muchacha. Había tirado hombres a las hélices por encontrarlos acompañados en un camarote. Les había mandado cortar la virilidad a compañeros que habían compartido cama… Pero lo suyo era mucho peor, porque él se había acostado con una prisionera. La manera más eficaz y rápida de acabar con esta locura era matar a la chica y seguidamente clavarse el sable en el estómago. Todas sus preocupaciones se esfumaron de repente cuando la muchacha abrió de nuevo la boca:

—Ha sido… Ha sido estupendo, Adam —confesó entre suspiros—. No me creo que sea la primera vez que te acuestas con una mujer.

Adam se incorporó sobre un codo para mirarla, y aunque no sentía apenas nada con la mano izquierda, se dedicó a acariciarle el estómago desnudo y a observar cómo se le erizaba la piel y su cuerpo se contraía en busca de sus caricias. La marca sobre la pelvis indicaba que antes de ser su esclava, había pertenecido a otro.

—Te juro que es la primera vez. —Una sonrisa traicionera se escapó de sus labios.

—Pero habías estado antes con hombres, ¿no? —Driver negó con la cabeza—. Pues ha sido genial…

Ayla cerró los ojos para rememorar el momento.

—Deduzco que no es la primera vez que estás con alguien.

—Cariño, he estado con bastantes más mujeres que tú.

Los dedos de Adam recorrieron el abdomen de ella, se enredaron entre el vello de la entrepierna y descendieron a la oscura cueva que le había proporcionado tanto placer. Aún estaba húmeda.

—Abre la boca —ordenó mientras introducía sus dedos en ella.

Driver se deleitó viendo como ella saboreaba aquella extraña mezcla que había surgido de la explosión de ambos. Se preguntó qué sabor tendría y si él sería capaz de danzar sobre ella como Ayla había hecho con él. La muchacha se incorporó en silencio y se pasó las manos por el pelo revuelto. Fue a buscar su ropa, pero Adam la detuvo agarrándola con violencia por la muñeca. Contrajo la mandíbula, luchando contra su instinto violento para no forzarla a formar parte de él otra vez. Se le humedecieron los ojos, pero fue incapaz de pronunciar palabra. Ayla le dio un beso en la frente.

—Voy a lavarme, en seguida vuelvo. Te lo prometo.

A pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, Adam fue capaz de distinguir como aquellas caderas se contoneaban hasta desaparecer entre la pared de cristal del cubículo, también aprovechó para asearse, se sentía sucio y asqueado, avergonzado porque su cuerpo se hubiese derramado dentro de ella. Era una debilidad, un obstáculo, tenía que deshacerse de ella antes de que fuese a peor, antes de que, como decía Ayla, «se enamorase de ella». No se oía más sonido en la habitación que el agua de la ducha, como un lejano eco. Podría ir con ella, lavarle aquella piel tan suave y besarla de nuevo, ¡Por todos los dioses! Qué bien sabían esos labios, que maravilloso era sentirlos presionándolos contra los suyos. Desestimó en seguida la idea y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra la pared para olvidar todo lo que había hecho aquella noche. Pensó en coger la llave y aprovechar para encerrarla de nuevo, pero entonces el grifo dejó de funcionar y la muchacha salió de la ducha, se vistió con una túnica limpia, ancha, que apenas dejaba entrever el nacimiento de los pechos y esbozaba la silueta de la cintura sobre la tela blanca. Se acercó de nuevo a la cama, en silencio, e intercambió una mirada solemne con Adam, éste, instintivamente se hizo a un lado y permitió que ella se acomodase con él.

Le temblaron todos los músculos del cuerpo cuando ella se tumbó sobre su pecho y cerró los ojos. Casi rozando la inconsciencia, Ayla continuaba analizando la situación respecto las diferencias entre Adam y el resto de sus amantes.

—Creo que es la primera vez que hago el amor con alguien de quién estoy enamorada. —Otra vez aquella maldita palabra que el capitán Adam Driver odiaba.

Pero a pesar de todo, rodeó su cuerpo con los brazos y se durmió.

Descansó como no había descansado en meses, desde que zarparon de aquella ciudad asiática semi-inundada, con una chica sucia y mugrienta que había intentado arañarle la cara, y con la que ahora retozaba.

Adam se levantó antes de que saliera el sol, como tenía por costumbre, mucho antes de que sus donceles le trajeran el almuerzo y lo ayudasen a vestir. Recogió con cuidado el cuerpo cálido que descansaba a su lado, sus pulmones se hinchaban despacio y apenas podía distinguir las facciones de su rostro por los mechones de pelo blancos que le caían desordenados sobre la frente. Ayla se revolvió cuando la cogió en volandas y abrió los ojos lentamente, la piel se le erizaba al abandonar el cálido contacto de las sábanas. Siempre había tenido un sueño muy profundo, estaba tan acostumbrada a mal dormir en cualquier lugar que la primera vez que se metió en una cama de verdad, durmió doce horas seguidas.

—¿Qué pasa? —murmuró apoyando la mejilla sobre el corazón de Adam.

—Nada. Sigue durmiendo.

Entró en su cubículo de cristal y la metió en la cama. Se quedó a su lado, observándola en silencio, mientras aquellos ojos grandes se entrecerraban y una sonrisa dulce se dibujaba en sus labios. Adam volvió a su habitación antes de que llegasen los donceles quiso tumbarse de nuevo en su lecho, pero cuando lo intentó, el dulce aroma de la muchacha le perforó las fosas nasales. Las sábanas… las malditas sábanas olían a ella. Era un olor suave, dulzón, como el regusto de la miel después de haber desayunado, se mezclaba con el olor a rosa roja, penetrante e intensa que desprendía la muchacha cuando estaba dentro de él. El capitán agarró la almohada donde ella había dormido y se la restregó contra el rostro, recordando sus besos en su boca y sus dientes desgarrando sus labios y entonces, el capitán Adam Driver Wright perdió el control: agarró la almohada y la tiró al suelo. Sacó las sábanas de un tirón y las intentó lanzar al mar por una escotilla. Le dio la vuelta al colchón y propulsó tal patada al somier que los diplomas de sus méritos, sus mapas y cuadros que estaban colgados de la pared cayeron al suelo rompiéndose en mil pedazos. Agarró su sable, el que tenía como pomo una cabeza de lobo y vetas rojas en el filo y destrozó las almohadas, empantanando la habitación de plumas blancas. Ayla, en su camarote insonorizado, no escuchó nada. Cuando los donceles llegaron, intentaron calmar al capitán con un potente analgésico. No era la primera vez que le daban esos ataques de ira, normalmente iban asociados al estrés postraumático y la tripulación lo asoció a la tormenta y a la emboscada que habían vivido el día anterior.

Adam Driver estaba furioso, le había fallado a su equipo, a su tripulación y a su señor. Había sido seleccionado desde niño para formar parte del Cuerpo de Élite. Había entrenado toda la vida para esa misión: le habían cortado media mano y le habían rajado la cara. Una lanza le había atravesado el costado y aun así había seguido luchando. Solo tenía que vigilar a la chica, procurar que trabajase y llegado el momento ejecutarla, pero en su lugar, se había metido en la cama con ella. Y encima, la muy impertinente, no paraba de insistir en que se había enamorado de él: ¿cómo era eso posible? No tenía corazón, ni alma que ser salvada, ni sentimientos, ni emociones, era una máquina, una cruel máquina de matar que no había dudado en atravesar el corazón de su padre cuando fue necesario, y que lo haría mil veces más si eso suponía ganar la Guerra.

Cuando Ayla despertó, la habitación volvía a estar impecable. Se sobresaltó al encontrarse a Adam ya vestido con su túnica negra y su capa de oficial, de pie a su lado, con su imponente estatura de casi dos metros de altura. El sol entraba perezoso por las escotillas, la mañana estaba muy avanzada. El capitán agarró a Ayla por el cuello con su enorme mano, ella no forcejeó, sabía que si lo hacía él apretaría más, pero eso no impidió que agarrase su muñeca con fuerza, en un intento inútil de apartarlo de ella. Sus ojos estaban húmedos, pero no tenía miedo, gorgoteos de dolor se escapaban de su boca entreabierta. Driver introdujo su mano enguantada entre sus labios y la forzó a tragar. Después la soltó bruscamente contra la cama. Ayla tosió por el esfuerzo mientras luchaba para mantenerse incorporada, se llevó las manos temblorosas al cuello enrojecido:

—¿Qué me has dado? —le preguntó con furia—. ¿Me has envenenado?

Adam no dijo nada, se retiró pacientemente del cubículo y cerró la puerta con llave. Ayla pateó el cristal, gritaba, lloraba y golpeaba con todas sus fuerzas, pero gracias a la insonorización, Driver no podía escuchar nada. Mostró a la muchacha un blíster de píldoras de color rosa pegándolo contra el cristal: anticonceptivos… Ayla se quedó aturdida, sin saber cómo reaccionar. El capitán se acercó a través del interfono de su cubículo y le habló en su tono militar, aquel que utilizaba para recordar a sus subordinados que su interior estaba recubierto por una armadura impenetrable de acero:

—Acerca de lo que sucedió anoche…

—¿Qué sucedió anoche? —respondió ella acercándose al micrófono. Si no fuese por la gruesa pared transparente, casi que podía besarla—. Anoche me observaste trabajar mientras bebías tu infusión y la teniente Jazz vino a preguntar qué rumbo debíamos tomar. No sucedió nada más.

Driver se quedó de piedra. La voluntad de aquella muchacha era inquebrantable, una parte de él murió un poco aquella mañana.

—Exacto —respondió abatido—. Anoche no sucedió nada…

—Solo soy una prisionera. Tu prisionera, y cuando deje de serte útil me matarás de la manera más despiadada, cruel y sanguinaria que te puedas imaginar. —No era una amenaza, era una promesa.

El resto del día transcurrió con relativa normalidad para los dos: el capitán evaluó los daños que habían sufrido durante la batalla anterior. No había habido bajas, pero si heridos y una pérdida importante de material y tecnología: dos de sus vehículos anfibios estaban irrecuperables y otros tres habían sufrido daños graves. Ayla, por su parte, seguía con sus estudios de cartografía y traducción, investigando cual era la manera más eficaz de cruzar la gran masa continental que se interponía entre el barco y su objetivo:

—¿No cenas aquí esta noche? —preguntó la muchacha al ver que el capitán se preparaba para salir en lugar de cenar en su camarote como tenía por costumbre.

Se había vestido con el uniforme de gala: una larga túnica gris con una banda roja y hombreras doradas. Llevaba guantes blancos en las manos y una gorra blanca. Incluso a través de las manoplas se apreciaba la rigidez de su mano izquierda. No llevaba su casco y capa habitual, con el que se cubría la mayor parte de su rostro, a Ayla le parecía muy atractivo: era tan hermoso y cruel como un infierno, era malvado, pero le amaba tanto…

—Debo cenar con la teniente Jazz —respondió Driver, quien cada noche mantenía una pequeña conversación de cortesía con la muchacha.

—Así que tienes una cita. —Sonrió ella—. Te vendrá bien divertirte un poco, pareces muy estresado.

—Es una cena para discutir nuestro próximo movimiento, donde es más adecuado desembarcar y qué hacer ahora que tu bando sabe que estamos aquí.

Ayla se tiró al suelo cómicamente y se agarró de los pelos desesperada:

—¿Es que tú nunca te diviertes? ¿Qué haces en tu tiempo libre?

—¿Divertirse? —El capitán Driver tenía una voz gutural con una cadencia muy pronunciada, tan oscura como su alma—. No sé qué es eso. Nos entrenan para servir al Cuerpo de Élite durante toda nuestra vida. Es lo único para lo que vivimos. No somos como esas bestias que tengo que soltar de vez en cuando para que se desahoguen consigo mismos… El Cuerpo nunca descansa.

—Algo habrá que hagas para pasar el rato… ¿Una copa de vino de vez en cuando?

—No bebo alcohol —respondió solemne.

—¿Un cigarro, quizá?

—No fumo.

—¿Leer, dibujar, disparar? ¡Algo habrá! —protestó ella incorporándose de un salto de su lugar de trabajo. El pelo ondulado le acarició las mejillas.

Driver se acercó a ella con pasos firmes y se encararon:

—Me gusta la cartografía… ¿Y qué hay de ti? ¿Qué te gusta hacer?

—Puzles —respondió con el tono de voz grave que la caracterizaba.

—¿Puzles?

—Así es —respondió firme en una actitud infantil que al capitán le pareció de lo más tierna—. Hay que ser inteligente para saber resolverlos, elaborar la mejor estrategia, fijase en los detalles. —Cada vez más le sorprendía el intelecto de la muchacha, le daba mil vueltas a todos los cerebros que había conocido en su vida, y eso que había trabajado con los mejores científicos del mundo—. Además —añadió Ayla—, los puzles son como la vida. Al principio es un desorden, un caos, un lío, pero a medida que formamos nuestros caminos y que construimos nuestros destinos, todo empieza a tener sentido y todas las piezas encajan.

El suspiro final de aquella frase le recordó a Adam los sonidos que emitía su boca la noche anterior y las increíbles sensaciones que despertaban en él.

—Tengo algo para ti —dijo después de un eterno y mágico silencio. Driver se dirigió a su mesa de trabajo y del primer cajón extrajo un objeto cuadrado y amarillento, lleno de polvo. Parecía muy antiguo. Cuando se lo entregó a Ayla, su expresión de asombro fue impresionante. Lo agarró con amor infinito, con muchísimo cuidado.

—Es… es un libro de papel… Un libro de verdad… Esto vale una fortuna, capitán. Quedan… quedan poquísimos.

—Querías algo de lectura para entretenerte. Es un libro de cuentos infantiles. Se llama El Reino de Olar. Trátalo bien —le ordenó mientras sus dedos se tocaban durante un instante.

—¿Qué tal la cena con la teniente Jazz —preguntó Ayla sin levantar la vista de su trabajo al escuchar entrar al capitán a la habitación de un portazo. Los donceles fueron inmediatamente a atender a su señor, pero este los despachó. Driver lanzó su gorra al sillón y se alborotó el pelo. Medio sonrió al estirar el cuello para ver qué hacía la muchacha en su mapa. Tenía su infusión humeante en la misma taza de barro de cada noche, sobre un posavasos al lado de las notas, códigos y pergaminos que Ayla intentaba descifrar. Cuando la muchacha se volvió para mirarlo, tenía los ojos violetas, eso significaba que había pasado un largo rato forzando la vista para traducir la Antigua Lengua.

—De trabajo —respondió él—. La teniente Jazz opina que no deberíamos haber varado en la bahía. Cree que sigo demasiado tus consejos.

—¿Y lo haces? —Ayla se puso en pie y se encaró a él. Sus miradas se cruzaron en un instante eterno.

—No —por supuesto que no—, yo no intimo con nadie, y menos con una prisionera. Además, también he tenido que regañar a Jazz, se ha pasado la noche adulándome, creo que quiere que la ascienda, aunque sabe de sobras que solo considero los méritos militares. Creo que ya va siendo hora de que les dé a los chicos un día libre, han trabajado mucho últimamente.

—¿Por qué me cuentas esto, capitán? —preguntó Ayla mientras le quitaba los guantes blancos del uniforme de gala y acariciaba con cuidado la mano herida—. Apenas hablas conmigo, no has tomado tu baño y no has sorbido tu infusión. ¿Te ocurre algo?

Es cierto, ¿por qué le había contado todo eso? A caso a ella le importaban sus problemas. Un calor, como el que había sentido la noche anterior brotó de nuevo ardiendo en su interior y un cosquilleo en la mano izquierda que no había sentido en años le sorprendió recorriéndole el cuerpo y lanzando potentes impulsos eléctricos a su maltratado cerebro. Ayla tenía su mano izquierda entre las suyas. Sentía su calidez, su presencia, su esencia penetrando en los poros de su piel. La teniente Jazz le había rozado la mano durante la cena, y él la había mirado atónito, inmediatamente ella se había sonrojado y la había retirado. Ayla, en cambio, seguía ahí, frente a él, desafiante. Aún tenía las marcas rojas en el cuello del arrebato de furia del capitán. Driver se miró la mano temblorosa, hacía años que no sentía nada… Flexionó los dedos y miró a la joven: tenía dos opciones. O bien estrangularla o bien abofetearla. Colocó su mano en el rostro de ella: era imposible… el tacto de su mano, ¡Sentía cosas! Los estímulos que recibía su piel mandaban señales al cerebro y Adam Driver sentía: sintió calor cuando le acarició la piel suave, un tacto agradable y sedoso, humedad cuando le pasó el dedo por los labios y un agradable cosquilleo entre los dedos cuando le acarició el cabello de puntas blancas.

—Creo que la teniente Jazz siente cierta atracción hacia ti —murmuró ella mientras Adam le acariciaba las pestañas fascinado—. Por eso cena contigo, porque le gustas… Ella es una chica muy bonita y parece agradable.

Adam rodeó a Ayla por la cintura y la atrajo hacia él. Sus cuerpos se tocaron.

—No parece agradarte. —Su mano descendió por el cuello y el pecho, le desabrochó la túnica y sintió el pezón reaccionar a su tacto siempre frío, se endureció bajo sus dedos. Era increíble, fascinante, quería seguir tocándola por todas partes—. Es más, parece que sientas celos.

Entreabrió los labios, provocativa. Ella empezó a acariciarle también. Le desabrochó la túnica gris de gala y la deslizó por los hombros.

—¿Por qué debería estar celosa yo? Has pronunciado unos votos de castidad, y ella también. Jazz es tu subordinada y yo soy solo una prisionera, una esclava…

—Sí, solo eres eso —susurró Adam antes de alzar a la chica y sentarla sobre el banco de trabajo, tirando a su paso pergaminos, códigos y cuadernos de notas… El vaso con la infusión se derramó cuando el capitán se inclinó sobre ella y la penetró sin previo aviso. Las uñas de Ayla se clavaron en su espalda.

Aquello ocurrió noche tras noche. Después de que el capitán Driver terminase su jornada charlaba un rato con Ayla y después hacían el amor. A la semana, le abandonó el sentimiento de arrepentimiento que le invadía por las mañanas y dejó de destrozar la habitación con cada amanecer. A los diez días, ya no le importaba el placer que ella le proporcionaba, ni como había revivido el tacto en su mano, y su obsesión comenzó a ser la de darle placer a ella. Ayla le enseñaba cómo hacerlo, condujo sus dedos a su entrepierna una noche mientras se bañaban juntos. A Adam le sorprendió como las reacciones de ella le proporcionaban más placer que las suyas propias. Al poco tiempo, ella le enseñó a usar la lengua y él le pidió tímidamente que hiciera lo mismo con él.

No fue hasta pasado casi un mes, cuando estaban a punto de desembarcar y comenzar la expedición por tierra, que Adam Driver no conseguía conciliar el sueño de nuevo. Las infusiones no servían de nada, hacerle el amor a aquella chica era un somnífero mucho más efectivo, se lo había hecho aquella noche, pero algo sacudía la mente del inquieto capitán:

—Ayla, Ayla… Necesito hacerte una pregunta, es importante. —Adam sacudió a la chica, que dormía profundamente acurrucada a su lado. La muchacha se desperezó, se frotó los ojos y se apartó el pelo de la cara.

—¿No me lo puedes preguntar mañana? —respondió somnolienta.

—No, es un asunto muy importante. —A pesar de la oscuridad que reinaba, los ojos de Adam brillaban con la intensidad de mil soles, competían con los mechones de pelo de Ayla, que resplandecían como la luna llena.

—Está bien, ¿qué ocurre?

—Tú estás enamorada de mí, ¿verdad? —Ella asintió con la cabeza más como acto reflejo que en plena consciencia de sus actos—. ¿Y cómo lo supiste? ¿Cómo supiste que estabas enamorada? ¿Cómo te diste cuenta? —Ayla le acarició el rostro con ternura.

—Fue muy sencillo. Empecé a experimentar síntomas.

—¿Síntomas? ¿Qué clase de síntomas? ¿Cómo los de una enfermedad? —dijo poniéndose nervioso y agarrándose el cuello asustado.

—Exacto. —Se incorporó para mirarle a los ojos mientras le tocaba el pelo—. Cuando estabas cerca, un hormigueo me recorría el estómago y el corazón me latía muy deprisa. Me costaba concentrarme y sentía que me derretía cada vez que te miraba a los ojos… Pero el verdadero momento en el que descubrí de que me había enamorado de ti fue cuando me desperté una mañana y me di cuenta de que el mundo había dejado de girar en torno a mí, y empezaba a girar en torno a ti.

Adam reflexionó acerca de lo que querían decir aquellas palabras.

—¿Te he respondido a tu pregunta? —Driver, aún desconcertado, asintió con la cabeza—. Está bien. Me voy a dormir.

Ayla se acurrucó sobre su pecho, bajo el latido de su petrificado corazón, con las caricias de Adam revolviéndole el pelo. Él se inclinó sobre ella y con un hilo de voz fantasmal, susurró:

—Creo que estoy enamorado de ti.

Las frikis también soñamos

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