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Capítulo 1
1870
ОглавлениеLA Princesa Thea canturreaba mientras descendía por una escalera lateral.
Iba pensando que era una lástima que la mejor parte del palacio estuviera reservada exclusivamente para las Recepciones Reales.
A ella le gustaba mucho la Escalinata de Honor con sus adornos dorados y la baranda de cristal.
Le encantaban las pinturas que colgaban de las paredes y las imponentes chimeneas esculpidas por artistas italianos. A su abuelo se debía que aquel palacio fuera uno de los más impresionantes de los Balcanes.
La Princesa suponía que lo había hecho para contrarrestar la pequeñez y falta de importancia de Kostas, su país. Sospechaba también que su abuelo padecía de cierto complejo de inferioridad, pues siempre había insistido en estar rodeado de toda la pompa y la grandeza que corresponden a la Monarquía.
Había impuesto a sus descendientes tales ideas y la Princesa Thea fue bautizada como Sydel Niobe Anthea.
Pero ella había rechazado aquella retahíla de nombres desde el momento en que pudo hablar.
Desde un principio se hizo llamar simplemente Thea, y la familia se acostumbró a nombrarla así.
Entró en el comedor, una estancia agradable, no demasiado impresionante, bañada por la luz del sol.
Allí se encontraba, desayunando, su Hermano Georgi, que observó al verla entrar,
–¡Llegas tarde!
–Sí, lo sé– respondió Thea– La mañana es deliciosa y Mercurio pareció volar por encima de todos los obstáculos.
Tomaban un desayuno muy a la inglesa, porque su padre, el Rey Alpheus de Kostas, había pasado gran parte de su juventud en Inglaterra e incluso obtuvo un título en la Universidad de Oxford.
Por lo tanto, seguía muchas costumbres británicas e insistía en que sus hijos hablaran inglés.
Esto no resultaba difícil para Thea y Georgi, quienes habían aprendido todos los idiomas de los países balcánicos que los rodeaban.
En alguna ocasión, Georgi había comentado que, después de aquello, aprender inglés había sido como una diversión. Thea se sentó a la mesa.
Su mente estaba aún en el paseo que había disfrutado.
–A propósito, las cercas deberían de ser más altas– dijo mientras empezaba a comer.
–Lo sé– convino su Hermanó–. Debes encargarte de eso.
–¿Por qué yo?
–Porque yo me marcho mañana.
–¿Mañana?– se sorprendió Thea–. ¿A dónde?
Georgi la miró con cierta petulancia.
–Me voy a París. ¡Pero no debes decírselo a Mamá! Ella cree que voy a hacer una visita Semioficial al Ejército Francés.
–¿Vas a París otra vez?– preguntó Thea–. No entiendo por qué no puedes quedarte aquí.
Su Hermano sonrió.
–Puedo responder con facilidad a tu pregunta. París es muy divertido y las mujeres son fantásticas.
Thea lo miró fijamente.
–¿Quieres decir que sólo vas a divertirte?
–Creo que esa es la expresión más adecuada.
–¿Y vas solo?
–No lo estaré por mucho tiempo.
–¡Llévame contigo! ¡Por favor, llévame contigo!– suplicó Thea.
–No creo que Mamá lo autorice– se burló Georgi.
–Podríamos decir que yo me quedaré en casa de una de tus amigas.
–Mamá no estaría de acuerdo.
–¿Por qué no?
–Porque mis amigas son fascinantes, pero, ciertamente, no la compañía idónea para una Princesa.
Thea hizo un gesto de disgusto.
–¡Oh!, ¿por qué no nacería hombre?
–¡Ya descubrirás que hay muchos encantados de que seas mujer!
Thea lo miró con ironía.
–¿Hombres?– preguntó–. Jamás los veo, salvo a los viejos cortesanos que prácticamente tienen ya un pie en la tumba.
Su hermano se sirvió más café.
–Tienes algo de razón en lo que dices..., pero resulta que Papá anda concertando tu matrimonio. Anoche estuvimos hablando al respecto.
Thea quedó como paralizada.
–¿Mi... mi matrimonio?– dijo en voz baja.
–Ya tienes dieciocho años– le recordó su hermano–, Papá cree que debe contribuir al prestigio del país casándote con uno de nuestros vecinos más distinguidos.
–¿Quién?– se alarmó Thea.
–Parece muy probable que sea el Rey Otho de Kanaris.
Hubo un silencio abrumador hasta que Thea preguntó,
–¿Hablas en serio?
–Parece que no hay otro.
–Pero... ¡pero si es mucho más viejo que Papá!
–Sí..., pero su país es el doble que el nuestro.
–¿Y qué? ¿Voy a casarme con un anciano como ése? La última vez que lo vi tenía ya el cabello y la barba completamente blancos.
–Comprendo que es un poco duro para ti– concedió Georgi–, pero tienes que casarte con alguien.
–Yo quiero casarme con un hombre joven, ¡alguien de quien esté enamorada!
Georgi se reclinó en su silla.
–Thea, sabes tan bien como yo que, como pertenecemos a la Realeza, debemos someternos a las circunstancias. ¡Piensa en tu país antes que en ti misma!
–Pues si es eso lo que realmente piensas, ¿por qué no te casas tú?
Hubo un silencio antes de que Georgi respondiera,
–Papá está buscándome ya algún buen partido. ¡Seguramente, alguna dama gorda, simplona y aburrida!
Se encogió de hombros y añadió,
–Por eso deseo ir a París, ¡a divertirme mientras pueda!– había cierta amargura en el tono del joven Príncipe.
Thea preguntó con voz casi inaudible,
–¿Tengo que hacerlo?
–Tú sabes la respuesta– repuso su hermano.
–¡Tiene que haber alguien mejor que el Rey Otho!
–Eso fue lo que yo le dije anoche a Papá, pero él me indicó que casi todos nuestros vecinos están casados ya y con muchos hijos, son viudos como el Rey Otho o misóginos como el Rey Arpad.
–¿Qué es un misógino?– preguntó Thea.
–Un hombre que detesta a las mujeres. Por lo general ocurre cuando un hombre ha tenido una relación amorosa desgraciada que lo deja amargado para el resto de su vida.
–¡Pero tiene– que haber algún otro!– insistió Thea, desesperada.
–Lo siento, hermanita, Papá y yo estudiamos todas las posibilidades y no pudimos encontrar nada mejor.
–¡Es injusto!– casi gritó Thea–. ¡No me casaré con él! ¡Me niego!
Hablaba con vehemencia, pero en el fondo sabía que, de no presentarse otra alternativa, no le quedaría más remedio que casarse con el viejo Rey.
Era consciente de que su Padre, en su afán de mejorar la situación de Kostas, se mostraría muy obstinado y lo que ella dijera no le haría el menor efecto.
Miró a Georgi y a sus ojos acudieron las lágrimas cuando le suplicó,
–¡Ayúdame, Georgi, por favor, ayúdame!
–Ojalá pudiera hacerlo –respondió su Hermano–. Desafortunadamente, yo me encuentro en el mismo barco que tú. El mes próximo cumpliré veintidós años y Papá ya me ha dicho que debo casarme en el plazo de un año y proporcionar más herederos al Trono.
Thea se levantó de la mesa.
–¡Todo esto me enferma!
Se acercó a la ventana para mirar el bien cuidado Jardín, lleno de flores primaverales.
En realidad lo que le parecía ver era la cara surcada de arrugas del Rey Otho.
Jamás había imaginado que tendría que casarse con un hombre como aquél.
Como pasaba mucho tiempo sola después de que su hermano se marchó al Colegio y al Ejército, Thea había leído muchos cuentos de hadas... y se los creía hasta el punto de convertirlos en parte de su existencia. Por eso siempre había soñado que, algún día, un Príncipe alto y apuesto llegaría a su vida, se enamorarían uno del otro, se casarían...
Su marido comprendería cuánto significaban para ella la belleza del paisaje, las altas montañas de picos nevados que rodeaban Kostas, el río plateado que corría por el valle entre verdes prados... Los campesinos eran pobres, pero siempre tenían suficientes frutas y verduras y las mujeres eran notables por la belleza de su piel.
Kostas se encontraba junto a la Frontera Sur de Hungría. La sangre de ambos países se había mezclado en el curso de los años, lo cual explicaba que muchas de sus mujeres tuvieran el cabello rojo tan característico de los húngaros. El de Thea era de un rojizo dorado, por lo que bajo la luz del sol hacía pensar en llamas danzarinas. Con aquel pelo, era casi inevitable que sus ojos fueran verdes; pero cuando Thea se alteraba, se le oscurecían hasta adquirir un tono casi púrpura.
La joven Princesa no tenía idea de que su hermano la observaba pensando que en los últimos años se había convertido en una belleza y con el tiempo se pondría más bonita aún. Era lamentable que no hubiera algún candidato más adecuado que el Rey Otho para convertirse en esposo de su hermana, pero él, Georgi, no podía hacer nada al respecto. En realidad, ya había hecho lo posible al discutir con su Padre hasta que éste, desesperado, le espetó,
–¡No seas más torpe de lo que sueles! No somos lo bastante importante como para ser tenidos en cuenta por la Realeza de los Países más poderosos. Además..., tampoco cuenta Thea con una dote tan grande como para atraer a partidos más codiciables.
Georgi era consciente de que su padre nunca había disfrutado de una situación económica holgada. Ello se debía, en parte, a sus ambiciosos planes. Había gastado una cantidad enorme de dinero en la construcción del palacio y los jardines. También dotó a su pequeño Ejército de vistosos uniformes así como de las armas más modernas, aunque jamás las utilizaban.
Así pues, a menos que encontraran oro en las montañas o perlas en el río, cosa improbable, tendrían que seguir luchando para lograr que la situación financiera fuera estable.
Georgi se daba cuenta de que ésa era la causa de que su padre buscara una Princesa acaudalada para desposarla con él. Poco importaba que fuese gorda, simple o antipática, si su dote era conveniente, tendría que aceptarla.
Era esta idea lo que le impulsaba a huir rumbo a París. Allí las cortesanas serían caras, pero, ciertamente, sabían cómo hacer que un hombre se olvidara de todo. Su última estancia en la capital francesa había sido muy agradable; seguro que ahora muchas "chicas de la vida alegre" lo recibirían con los brazos abiertos; no solamente porque era Príncipe y generoso, sino también porque era un joven muy bien parecido y, como casi todos los hombres de Kostas, un amante muy fogoso.
Esto y su habilidad de jinete eran cualidades que había heredado de Hungría.
Georgi se levantó de la silla y se acercó a su hermana. le pasó un brazo por los hombros y exclamó,
–¡Anímate, muchachita! Cuando los dos estemos casados, ya buscaré algún pretexto para llevarte a París o quizá a Inglaterra. Una mujer casada tiene mucha más libertad que una soltera.
–¡Pero yo quiero acompañarte ahora!
–Me gustaría complacerte, pero creo que te escandalizarías y también podrías alterar un poco mi estancia allí.
Thea aceptó el razonamiento, mas dijo temerosa,
–¿Tú no crees que Papá... tome alguna determinación mientras estás ausente?
–Trataré de convencerlo de que no lo haga, si tengo oportunidad– prometió Georgi–. Sin embargo, no quiero que eso se convierta en motivo para cancelar mi viaje.
Thea suspiró profundamente.
–No..., por supuesto que no.
–Lo que tú tienes que hacer es divertirte mientras puedas– le aconsejó su Hermano–. Haz levantar las cercas y cabalga libre como el viento en tanto no tengas que ser acompañada. Thea lo miró con viveza.
–¿Quieres decir que cuando esté casada... tendré que llevar una dama de compañía ó un ayudante de campo siempre conmigo?
Georgi no respondió nada y ella infirió la respuesta. Sin duda, como Reina sería vigilada igual que un prisionero. En el palacio estaban actualmente un poco escasos de personal. Por lo tanto, a Thea le habían dado permiso para montar sin llevar a un caballerango como acompañante.
Pero se sobreentendía que no debía salir fuera de los muros que delimitaban el parque. Allí podía estar a solas, pensar y dialogar con su caballo Mercurio sin que nadie la oyera. Ahora le horrorizó pensar que, al ser tan importante, jamás podría tener unos momentos de intimidad.
"Sería muy diferente", pensó, "si pudiera pasear a caballo con alguien a quien amara, alguien con quien pudiera conversar".
En los cuentos que imaginaba, el hombre de sus sueños, su "Príncipe Azul", resultaba ser siempre un magnífico jinete. Así cabalgarían juntos y solos hacia un horizonte indefinido... Mucho se temía que el Rey Otho, a causa de su avanzada edad, no sería precisamente un jinete como para cabalgar con ella.
Además, estaba segura de que era un hombre muy apegado al protocolo.
Thea siempre había tratado de pasar por alto las observaciones de sus Institutrices:
"Una Princesa no hace esto; una Princesa no hace aquello; ¡Su Alteza Real debe recordar en todo momento quién es!"
Estaba convencida de que lo mismo le diría su esposo, "¡Una Reina no puede hacer nada de lo que desea hacer!"
Como si adivinara lo que estaba pensando, Georgi la oprimió cariñosamente los hombros y dijo,
–Tengo que marcharme para acompañar a Papá en un desfile que será tan aburrido como de costumbre.
–¿Estarás libre mañana?– preguntó Thea.
–¡Sí, gracias a Dios tendré unos momentos para mí mismo! Bien sabes lo breves y poco frecuentes que son.
Tras decir esto, Georgi salió de comedor y Thea permaneció mirando sin ver a través de la ventana.
Todo su ser se rebelaba contra su destino.
Cuando finalmente se dirigió al Salón de Música, donde el Profesor la esperaba, su rostro se veía muy pálido. De todos los Maestros que tenía, el de música era su preferido. Había sido un artista de fama europea antes de retirarse por la edad.
Era la Reina quien había decidido que sería el Maestro ideal para su hija y, en efecto, le enseñó a expresarse a sí misma en su modo de tocar y en las composiciones que escribía. Thea intentaba trasladar al pentagrama las emociones que la belleza inspiraba a su corazón. Solía escuchar el canto de las aves y luego trataba de reproducir en el piano la alegría de sus trinos.
Cuando entró en la Sala de Música, el Profesor se hallaba ante el teclado, interpretando un vals lento y ensoñador. Aquella mañana hizo recordar a Thea al "Príncipe Azul" que confiaba en encontrar algún día.
Volviendo bruscamente a la realidad, recordó que su esposo sería el Rey Otho. ¡Más valía olvidar los sueños!
El Profesor le hizo una reverencia y ella se sentó al piano. Sin darse cuenta, reflejó en su interpretación todo el miedo y la rebeldía que experimentaba ante lo que le deparaba el futuro.
Cerca del anochecer, Thea recibió un mensaje de su padre.
El Primer Ayuda de Campo del Rey era un hombre de mediana edad, que desempeñaba el cargo desde hacía muchos años. Fue él quien acudió a la salita de la Princesa para decirle:
–Su Majestad me ha encargado que informe a su Alteza Real de que desea verla en su estudio.
Thea, que estaba leyendo, dejó el libro y pensó que aquél era el momento de la sentencia.
Había rezado para que su padre aplazara lo que tuviera que comunicarle hasta después de que Georgi regresara de París.
Confiaba en que su hermano hubiera tratado de aplazar aquella conversación.
Ahora se daba cuenta de que el Rey estaba más impaciente que nunca y deseaba resolver la cuestión de una vez. "Antes de que me dé cuenta de lo que está pasando, ya estaré casada", pensó.
¿Podría decirle al ayuda de campo que se sentía cansada y un tanto indispuesta para poder obedecer a la llamada de su Padre?
Mas comprendió que si lo hacía, no podría cabalgar al día siguiente.
Mercurio la estaría esperando y tal vez sólo él pudiera comprender su angustia.
–También debo informar a su Alteza Real– continuó diciendo el ayuda de campo– de que el Príncipe Georgi alteró sus planes y salió hacia París esta misma tarde.
–¿Quiere decir que ya se ha marchado?– preguntó Thea, sorprendida.
–En efecto. Apenas tuvo tiempo de alcanzar el tren. Me pidió que lo despidiera de Su Alteza.
Thea adivinó que, incapaz de convencer a su padre para que aplazara la decisión respecto al matrimonio, había optado por marcharse.
No era raro, porque a Georgi le disgustaban mucho las escenas, sobre todo las recriminaciones.
Thea no culpaba a su hermano por haber elegido la salida más fácil. Simplemente, se había dado cuenta de que no podía hacer nada contra lo inevitable.
Disimulando sus sensaciones, se levantó y dijo al ayuda de campo,
–Comunique a Su Majestad que iré dentro de unos minutos.
El ayuda de campo hizo una reverencia y salió de la estancia. Thea se situó ante el espejo de marco dorado que colgaba de la pared.
Mirando su imagen allí reflejada, recitó,
–Espejo, espejo, dime la verdad,
Ayúdame, aconséjame qué debo hacer.
Contuvo la respiración como si aguardase una respuesta, pero sólo vio su propia imagen: su pequeño rostro ovalado, su naricilla recta y sus enormes ojos verdes.
Los últimos rayos del sol poniente convertían su cabello en una llamarada de oro.
Conteniendo apenas el llanto, se apartó del espejo y salió de la habitación.
El Estudio de su padre era muy confortable. En lugar de los muebles dorados con tapicería de damasco que había en las otras estancias del palacio, los de aquella estaban tapizados en piel.
El sofá era mullido como un colchón de plumas y la mesa resultaba sumamente cómoda para escribir.
Todos los cuadros que allí había representaban a sus antepasados. Los marcos, tallados y bruñidos, estaban rematados por una corona.
También había alguna porcelana china muy del gusto de su padre.
A menudo, Thea pensaba que aquella habitación expresaba las diferentes facetas del carácter de su progenitor. Pero tampoco se podía pasar por alto la gran Insignia Real, tallada y policromada que pendía sobre la chimenea.
Al entrar Thea, el Rey se encontraba de pie y de espaldas al ventanal.
–Buenas tardes, Hija mía– la acogió cariñoso–. He estado muy ocupado todo el día, mas ahora deseo hablar contigo.
Thea lo besó en la mejilla y tomó asiento en el sofá. Consciente de a lo que iba, se oprimió las manos con nerviosismo.
–Ya tienes dieciocho años y debemos pensar en tu futuro– comenzó a decir el Rey.
–Yo me siento feliz como estoy, Papá.
–Y yo de tenerte conmigo– aseguró el Monarca–. Pero tu madre tenía tu edad cuando se casó.
Thea estuvo a punto de decir,
"Con un hombre solamente cinco años mayor que ella".
Pero al hacerlo traicionaría a su hermano, pues su padre descubriría que Georgi le había hablado acerca del Rey Otho.
–He estado pensando quién sería el mejor aliado para nuestro país– añadió el Soberano e hizo una pausa como si esperase que Thea lo interrumpiera, mas como ella no lo hiciera, continuó diciendo,
–Precisamente tengo aquí una carta del Rey Otho en la cual pide autorización para venir a visitarnos dentro de cuatro días.
Thea contuvo el aliento y apretó los dedos hasta que sus nudillos blanquearon.
–Se diría– prosiguió su padre– que adivinó mis pensamientos.
–¿Y... qué piensas tú, Papá?– la voz de Thea le sonó extraña a ella misma.
–Que una alianza entre el país de Otho y el nuestro sería muy ventajosa– contestó el Rey–. Por lo tanto, le he hecho saber lo complacidos que estaremos por su visita.
–¿Quieres decir que, en tu opinión, el Rey Otho... sería un esposo adecuado para mí?
–Serías Reina de un País grande, próspero y desde esa posición podrías ayudar a Kostas de muchas maneras.
Thea contuvo la respiración antes de atreverse a oponer,
–Lo... lo lamento mucho, Papá..., pero no puedo casarme con el Rey Otho.
Su Padre frunció el entrecejo.
–¿Qué has dicho?
–¡Es un anciano, Papá! Si me caso, deseo hacerlo enamorada.
–¿Qué quieres decir con eso de "si me caso"? ¡Por supuesto que te casarás! ¡Es tu deber hacerlo!
–¡Pero no con un hombre que podría ser mi abuelo!
–¿Y eso qué tiene que ver? Otho es Rey y tu serás Reina.
La voz del padre de Thea sonaba dura, terminante.
–¡Yo quiero amar al hombre con quien me case!
–¡Amar! ¡Amar!– desdeñó el Rey–. ¿Es eso lo único en que pueden pensar las mujeres jóvenes? Pues bien, tu llegarás a amar a tu esposo.
–¿Cómo puedes afirmar eso?
Haciendo un esfuerzo, el Rey trató de mostrarse conciliador.
–Eres muy joven, Hija mía, y, por lo tanto, debes dejar que yo decida qué es lo mejor para ti. Estoy seguro de que Otho será siempre muy bondadoso y te tratará con la mayor consideración.
–¡Pero yo deseo ser amada!– insistió Thea.
–El amor vendrá después del matrimonio.
–¿Cómo puedes estar seguro? Si ahora no me parece atractivo, ¿voy a cambiar de sentimientos sólo porque lleve una alianza en el dedo?
El Rey pareció dudar y Thea aprovechó la pausa para ponerse en pie y decir,
–Lo siento, Papá, pero no me casaré con el Rey Otho, así que sería un error permitirle venir... con unas expectativas que no se cumplirán.
El Rey la miró fijamente.
–¿Pretendes enseñarme cómo debo actuar?– demandó muy molesto–. ¡Por Dios! La mayoría de las jóvenes Princesas se sentirían encantadas ante la idea de convertirse en Reinas.
–No junto a un hombre tan decrépito como el Rey Otho– respondió Thea.
–¿Y qué tiene que ver si es joven o viejo?– se exaltó el Rey.
–¡Me importa a mí! ¡Soy yo quien tiene que casarse con él, no tú!
El Rey perdió al fin el dominio de sí mismo.
–¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Harás lo que te ordeno y no hay más que discutir!
–¿Qué puedes hacer?– replicó Thea–. ¿Llevarme inconsciente al altar? Te juro que jamás pronunciaré las palabras rituales que me convertirían en su esposa.
–¡Maldición! –vociferó el Monarca–. ¡Eres capaz de agotar la paciencia de un santo! ¡Harás lo que se te ordene, es mi última palabra!
Su cólera no intimidaba a Thea.
La Princesa era menuda y de aspecto frágil; sin embargo, en aquel momento había una notable semejanza entre ambos. Uno y otro estaban determinados a salirse con la suya.
–¡Te casarás con el Rey!
–¡No lo haré, Papá! ¡Me niego!
–¿Sí? ¡Pues a menos que cambies de opinión en las próximas veinticuatro horas, serás confinada en tu habitación y te alimentarás a pan y agua! Además, no se te permitirá cabalgar y tu caballo Mercurio será vendido en la Feria que se celebra dentro de dos días.
La sangre desapareció del rostro de Thea.
–¿Has dicho... que venderás a Mercurio?
–Y mantendré mi palabra si no aceptas casarte con el Rey Otho: ¡venderé a Mercurio!
Por un momento, Thea miró estupefacta a su padre. Después con el grito de un animalillo que ha caído en la trampa, salió precipitadamente del estudio.
*
Thea corrió a su habitación y, una vez dentro, cerró la puerta y echó la llave.
Después se arrojó sobre el lecho y estalló en sollozos. Lloró desesperadamente, pues sabía que su padre había vencido.
Quería mucho a Mercurio, que era suyo desde que nació, y le parecía imposible poder vivir sin él.
Por un momento detestó a su padre, pues éste había usado la única arma que la dejaba completamente indefensa. Preferiría casarse con el mismo demonio antes de permitir que Mercurio pasara a manos de otra persona que quizá lo golpeara o le hicieran pasar hambre.
Permaneció llorando sobre la cama hasta que llamaron a la puerta.
–¿Quién es?– preguntó entonces.
–Soy Martha... Ya es hora de que Su Alteza se vista para la cena.
–Me siento demasiado débil para bajar a cenar– se excusó Thea.
–Bien, Alteza. Diré que suban la cena. Martha se alejó.
Ahora comprobaría si le mandaban lo que todos iban a comer o simplemente pan y agua, pensó Thea.
Sin duda su padre era consciente de que había ganado la batalla.
La había derrotado y estaba obligada a obedecer sus órdenes como una esclava.
Se casaría con el anciano Otho y sería una gran boda. Todos los habitantes de la ciudad llenarían las calles, gritando, aclamándola y arrojándole flores y en la Catedral la esperaría un anciano de cabellos blancos. El Rey Otho había enterrado a su primera esposa, y Thea estaba segura de que se casaba por segunda vez simplemente porque deseaba tener un heredero.
Esta idea hizo que se estremeciera de repugnancia.
No tenía una idea clara de lo que ocurría cuando un hombre y una mujer hacían el amor. Pero sabía que cuando las parejas se casaban compartían el mismo lecho, así que el Rey Otho dormiría junto a ella y la acariciaría con sus manos flácidas y venosas...
Supuso que la besaría también y hubo de contener un grito de repulsa.
–¡No podré soportarlo.... no podré!
Mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, pensó una vez más en Mercurio y en lo bien que había saltado los obstáculos aquella mañana. Mercurio, que se le acercaba en cuanto ella entraba en las caballerizas...
Mercurio que acudía siempre a su llamada... ¡No, no! ¿Cómo iba a perderlo?
Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Como era primavera, el sol brillaba en lontananza con sus reflejos rojizos y dorados. Los últimos rayos hacían relucir la nieve de los picos y las primeras estrellas titilaban en el cielo. Todo era tan hermoso que, a pesar de su desolación, Thea sintió que se le animaba el espíritu.
En la tierra la vida podía ser una pesadilla. Pero por encima de todo estaba el cielo. Si ella pudiese alcanzarlo... Entonces conduciría su caballo a través de la bóveda celeste, igual que hacía Apolo, el dios que había llevado la luz a quienes se encontraban en la oscuridad.
La luz que elevaba no sólo el corazón, sino también la mente...
Y de pronto la joven Princesa tuvo una idea tan maravillosa y revolucionaria, que por un momento casi no pudo aprehenderla.
Después, con una exclamación, levantó los brazos como si quisiera alcanzar las estrellas que brillaban en el firmamento y le habían dado una respuesta: ellas habían llevado la luz a su mente.
–¡Lo haré!– exclamó Thea–. ¡Sí, eso es lo que haré!