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CAPÍTULO II

Arabella permaneció sin dormir, acostada en una camita de cuatro postes, con un dosel de volantes. Estaba cansada, pero su mente rondaba obsesivamente los acontencimientos del día; después de cierto tiempo renunció dormir. Se sentía exhausta cuando la señorita Harrison ordenó que acostaran a Beulah, pero permaneció despierta.

—Será mejor que tú también te vayas a acostar, niñita— había sugerido la señorita Harrison. Arabella comprendió que no era tanto por consideración que la enviaban a descansar, sino porque la institutriz programaba divertirse un rato con la doncella principal, la señorita Fellows. Había una botella de brandy, cerrada, sobre la mesa, dos copas de cristal cortado y un paquete de naipes.

Al poco rato de estar en el Castillo, Arabella notó que la señorita Harrison se tomaba las atribuciones de señora de la casa. Los sirvientes corrían a obedecer sus órdenes, y varias elegantes piezas del mobiliario habían sido subidas a la sección infantil.

Después del almuerzo, acostaban a Beulah en su pequeño dormitorio, que daba al salón de clases, frente a una habitación mucho más grande, ocupada por la señorita Harrison. Beulah dormía con la sola compañía de sus gatitos acomodados en una cesta al pie de su cama.

Era evidente que la señorita Harrison buscaba la forma más fácil de cumplir con sus deberes, en lo que a su pupila se refería. Todo estaba permitido, mientras no afectara su propio bienestar.

Arabella comprendió por qué el doctor Simpson deseaba que Beulah tuviera alguien con quien jugar y, si era posible, que la instruyera en algunas costumbres. La señorita Harrison no hacía ninguna de las dos cosas. Jamás hablaba con la niña, como no fuera para decirle que era hora de comer o de acostarse. No parecía preocuparle de modo alguno lo que Beulah hiciera con su tiempo, tampoco se sentía feliz.

La señorita Fellows era una mujer delgada, de aspecto poco amigable, que parecía no tener nada mejor que hacer que sentarse en un sillón, bien cerca de la señorita Harrison, para intercambiar chismes horas enteras.

Pasaban la mayor parte de la mañana en esos menesteres y después del almuerzo, que consistía en una comida muy abundante y bien preparada, servida por dos lacayos, la señorita Harrison se instalaba con toda comodi-

dad en un diván, recostándose sobre mullidos cojines y una manta de piel sobre las piernas. Además de la considerable cantidad de vino bebido en el almuerzo, mantenía junto a ella una botella de brandy sobre una mesita.

Como sabía que la señorita Harrison no estaba interesada en sus actividades, Arabella se retiró, pero en lugar de dirigirse a su dormitorio, bajó la escalera para conocer las habitaciones principales del Castillo. No pudo apreciar la belleza del salón porque los muebles estaban cubiertos con fundas de tela, las persianas sobre los grandes ventanales estaban cerradas, y la habitación olía a polvo y humedad.

Una sala adyacente, más pequeña, le pareció menos interesante por lo que continuó avanzando, hasta que abrió una gran puerta doble quedándose inmóvil, con la boca abierta por la admiración. ¡Había encontrado la biblioteca! Sus muros estaban tapizados de anaqueles llenos de libros, del techo al piso.

Eran libros encuadernados en piel, que con la tenue luz de la habitación formaban un colorido caleidoscopio. Arabella se acercó a las ventanas, entusiasmada, descorrió las cortinas y las propias ventanas, para dejar entrar aire y sol.

¡Libros! ¡Libros! ¡Más libros de los que hubiera imaginado nunca leer! ¡Libros! Además, en el Castillo no habría nadie que como su padrastro le diría: “¡La lectura no es para las mujeres!”

Se percibía con nitidez el olor del cuero viejo de los libros y había polvo por todas partes. Cuando Arabella tocó un libro se propuso que en el futuro los mantendría limpios y les devolvería la belleza que en otros tiempos debieron tener.

El alto techo estaba decorado con pinturas de dioses mitológicos y sobre la chimenea colgaba un enorme espejo con marco dorado, tallado en madera, en el que se reflejaban los libreros. Arabella lanzó un suspiro de profunda felicidad. Allí podría continuar leyendo a los clásicos y aumentando sus conocimientos en muchas otras materias por sí sola.

Por iniciativa de su padre, el vicario del pueblo, hombre erudito y amante del conocimiento, le había dado clases de griego y latín, entre muchas otras materias.

Después de la muerte de su padre y del casamiento de su madre con Sir Lawrence, había interrumpido sus clases por oposición terminante de su padrastro.

Y ahora, inesperadamente, las puertas del conocimiento se abrían pródigas a sus aspiraciones. Sus ojos brillaban de emoción a medida que tomaba un libro tras otro; por fin seleccionó tres de ellos para llevárselos a su habitación.

Cerró las ventanas, corrió las cortinas y salió al vestíbulo. Estaba llegando al pie de la amplia escalera, cuando una joven doncella de mejillas sonrosadas y cofia ladeada, llegó corriendo a ella.

—¡Ah, ahí… ahí… está usted, señorita Arabella!— exclamó sin aliento—, la he buscado por todas partes; creí que se había escondido.

—No, sólo estaba recorriendo el Castillo— explicó Arabella—. ¿Me llama la señorita Harrison?

—No, ella no— contestó la doncella—, la señorita Harrison está dormida y no despertará hasta la hora del té. Es la señorita Matherson quien desea verla.

—¿Quién es la señorita Matherson?— preguntó Arabella.

La joven doncella levantó la vista, como temiendo que alguien escuchara. Bajó la voz y contestó:

—Es difícil explicarle. La señorita Matherson era la doncella personal de la Marquesa, la madre de Su Señoria. Fue ella quien dirigió el Castillo desde un tiempo antes de la muerte de la señora Marquesa, pero… hubo problemas.

—¿Qué problemas?— preguntó Arabella con curiosidad.

—No podría explicarlos… y menos a una niña como usted, pero sé que los hubo.

—Será incómodo para mí— dijo Arabella con gentileza—, convivir en un Castillo y no saber quién es quién. Usted me comprende, ¿verdad?

La joven doncella, que no debía tener más de dieciséis años y, por lo tanto, era más joven que Arabella, le sonrió con picardía.

—Sí, comprendo cómo se siente— respondió en tono confidencial mientras empezaban a subir la escalera—, yo llegué aquí hace casi tres años. Ya desde ese entonces era la señorita Harrison la que dirigía el Castillo, en ausencia del Marqués. Ella da las órdenes y la señorita Fellows las cumple. Las dos odian a la señorita Matherson y han hecho todo lo posible por librarse de ella, aunque no han logrado que se vaya; y nadie puede despedirla a no ser Su Señoria, que nunca viene.

Hizo una pausa y prosiguió su relato:

—Se ha recluido en sus habitaciones y no habla ni con la señorita Harrison ni con la señorita Fellows. Nosotras la atendemos igual, porque no nos atrevemos a desobedecerla como siempre nos aconseja la señorita Fellows.

—Debe resultar muy difícil para ustedes— comentó Arabella.

—No, en realidad es divertido. No nos podemos quejar— repuso la doncella riendo con suavidad—. Pagan bien, se come bien y se trabaja poco… si hay algo raro aquí, es cuestión de cerrar los ojos… y hacerse el distraído.

—Ya veo— murmuró Arabella y comprendió que la doncella se refería a la poca dedicación al trabajo y al descuido que reinaba en el Castillo.

—Se dice que cuando la señorita Matherson estaba a cargo del Castillo, éste relucía de limpio.

Habían llegado al primer piso y se encaminaban por un ancho corredor con altas puertas de caoba a sus lados.

—Esa era la habitación de la señora Marquesa— murmuró la doncella, señalando una puerta—, y ésa era la del señor Marqués. Desde luego, yo no los conocí, pero dicen que él era un buen amo, bondadoso y de reconocida generosidad con todos.

Cuando llegaron al final del corredor, la doncella llamó a la puerta y una voz suave contestó:

—Pase.

—Ya encontré a la señorita Arabella —dijo la doncella al abrir la puerta. Arabella entró.

—Gracias, Rose— contestó la señorita Matherson—, puedes retirarte ahora.

La señorita Matherson se levantó de la silla donde estaba sentada cosiendo. Arabella notó que era una mujer anciana, de baja estatura, de cabellos grises, con un limpio vestido negro y un delantal del mismo color, y un gran llavero redondo pendiendo de su cintura.

—Encantada de conocerla, señorita— dijo la anciana con acento respetuoso.

Arabella extendió la mano y al hacerlo descubrió que sus dedos estaban sucios de polvo.

—Lamento traer las manos sucias— se disculpó—, pero estuve en la biblioteca y he traído unos libros prestados.

—Y descubrió lo sucio que estaban— comentó la señorita Matherson con amargura. Tomó los libros que Arabella llevaba en las manos y los apoyó sobre una mesa. Sacó un paño de un cajón y empezó a limpiarlos, mientras desaprobaba con un sonido de indignación.

—Tal vez, señorita, desee lavarse las manos— sugirió, al finalizar su tarea.

La condujo por una habitación llena de guardarropas, hacia un cuarto de baño. Las cortinas estaban descorridas y Arabella miró a su alrededor con visible deleite. Nunca había visto un baño semejante. La bañera de mármol estaba hundida en el piso, para sumergirse en ella, había que bajar unos escalones del mismo material. También el piso era de mármol y contra un muro había un juego de lavamanos, jofaina y jarra, todos de plata muy bien pulida.

—¡Qué preciosidad!— exclamó Arabella.

—El lavamanos fue obsequio del Rey Carlos II, que estuvo aquí después de su coronación. El baño es la réplica de uno que la señora Marquesa vio en un viaje a Italia.

—¡Es maravilloso!

—¡No hay otro igual en todo el país!— exclamó la señorita Matherson con orgullo—. Se necesitaban más de veinte minutos para que los lacayos llenaran la bañera con baldes de agua caliente. Ahora, ¿no le importará lavarse con agua fría, señorita?

—¡No, por supuesto que no!— contestó Arabella.

El agua que le puso en la jofaina estaba perfumada, al igual que el jabón que le ofreció. La toalla que la señorita Matherson le trajo era de lino finísimo, bordado con encaje legítimo.

—He procurado mantener las habitaciones listas, por si alguna vez llegaran a necesitarse. Estoy segura de que le gustará ver la alcoba de la señora Marquesa.

Abrió otra puerta y Arabella se encontró frente a la habitación más hermosa que hubiera imaginado. El sol entraba a raudales por las ventanas abiertas resaltando la gran cama de cuatro postes, con cortinajes de seda bordada. En lo alto había espejos rematados con ángeles, muebles dorados tallados en madera, una alfombra tan suave como las plumas de un cisne. Había flores frescas en el tocador y Arabella sintió como si la habitación esperara la entrada de su dueña en cualquier momento, para reanudar la vida en el mismo punto en que la había abandonado. Era como un santuario del pasado y la señorita Matherson no sólo era la sacerdotisa, sino además la única devota.

Como si adivinara lo que Arabella pensaba, la señorita Matherson se apresuró a decir:

—Regresemos a mi salita. Espero me disculpe, señorita, por reclamar su visita. Estaba ansiosa de conocerla. ¡Recibimos tan pocos invitados en el Castillo!

—El doctor Simpson pensó que sería bueno para Lady Beulah tener una compañera— contestó Arabella.

—Sí, conocí su sugerencia de traer a una niña aquí, pero nadie esperaba que hallara una tan pronto. Estas habitaciones reciben todo el sol— afirmó la señorita Matherson al llegar a la salita—. Yo no dormía aquí, por supuesto, en vida de la señora Marquesa. Mi habitación estaba en el segundo piso. Pero he pensado que sería mejor estar cerca de las que fueron sus habitaciones.

—Y mantenerlas tan hermosas. Sería una r.na…— dijo Arabella.

—¡Que esta parte se estropeara como el resto del Castillo!—concluyó la señorita Matherson—, una vez fue espléndido y elegante, ahora es una verdadera desgracia.

—¿El Marqués nunca viene a casa?— preguntó Arabella.

—Su Señoria estuvo en el extranjero con su regimiento, hasta hace dos años. Ahora tengo entendido que está muy ocupado en Londres. La Casa Meridale, en la Plaza Berkeley, está, desde luego, abierta a las amistades de Su Señoria y de vez en cuando oímos noticias de ella, cuando mandan por un sirviente o un caballo.

—¡Es una pena que no venga hasta aquí!— exclamó Arabella.

—En verdad, me alegra mucho que usted permanezca aquí, acompañando a Lady Beulah. Ahora, señorita, se me disculpa sugerirlo, será mejor que regrese con la señorita Harrison, ya está cerca la hora del té. No debe importunarla por culpa de Matty.

—¿Matty? ¿Así es como la llaman a usted?— preguntó Arabella.

—Tengo aquí muchos años. Matty es el nombre que Su Señoria me dio cuando era un niñito. La señora Marquesa adoptó el nombre y me gusta pensar que lo hizo como expresión de cariño.

La señorita Matherson tenía los ojos húmedos.

—¿Cómo es el Marqués?— preguntó Arabella con curiosidad.

—Apuesto y testarudo— afirmó la señorita Matherson.

—¿Y usted lo quiere mucho?

—Lo adoraba cuando era un niño, desde luego— contestó la anciana sin vacilación—, pero no he visto a Su Señoria en más de ocho años. Cómo es ahora, nadie lo sabe. Tal vez algún día lo averiguaremos.

—¿Puedo visitarla otra vez?— preguntó Arabella—, me gustaría que me contara cómo era el Castillo en otros tiempos. ¿Hacían grandes fiestas? Tal vez pueda decirme cómo era el Marqués de niño. Yo no tuve hermanos. Y siempre quise ser hombre.

—¿Por qué iba a desear tal cosa?— preguntó la señorita con una sonrisa—, pronto será una linda jovencita y los caballeros empezarán a cortejarla.

—No tengo deseos de ser cortejada— contestó Arabella con voz dura—, porque soy mujer, odio a los hombres, ¡sí, los odio! ¡Son bestias, todos y cada uno de ellos!

Habló con vehemencia, sin pensar, y sólo advirtió el efecto de sus palabras cuando vio la expresión asombrada en el rostro de la señorita Matherson.

—Lo siento— añadió con suavidad—, no debí hablar así.

—Yo comprendo— dijo la señorita Matherson con gentileza—. Ahora,

por favor, tome sus libros y corra, señorita. Y vuelva aquí cuantas veces quiera. Siempre será bienvenida en esta habitación.

—Gracias— repuso Arabella sonriendo. Entonces, al llegar a la puerta, la señorita Matherson agregó:

—Tenga cuidado. Le suplico que sea cuidadosa. Noto que usted no es tan pequeña como imaginaba. Aquí sólo estará segura mientras aparente ser muy pequeña y tonta.

—¿Qué quiere decir con eso?— preguntó Arabella.

—jNada que pueda explicarle!

La señorita Matherson cruzó la habitación y casi empujó a Arabella para que saliera. Impulsada por una sensación de peligro, que no lograba comprender, Arabella se echó a correr para llegar a la sección infantil justo a tiempo. Un lacayo llevaba el servicio del té en una enorme bandeja de plata, y otro ponía la mesa, con un fino mantel de lino.

Era obvio que la señorita Harrison llevaba una buena vida. Sólo la nobleza y la gente muy rica podía darse el lujo de tomar té todos los días, ya que era un producto muy caro.

Arabella entró en la habitación y oyó a la señorita Harrison lanzar un tremendo ronquido antes de despertar.

—¡El té!— exclamó—, justo lo que necesito… tengo la garganta seca y áspera como lija!

Beulah estaba despierta, sentada en la cama, con tres gatitos que forcejea* ban en sus brazos. Su cara grande y redonda era inexpresiva, pero sus ojos se veían brillantes, algo inteligentes.

—Con cuidado— dijo Arabella—, los gatitos son pequeños. Y tú eres muy fuerte.

—Gatitos… de Beulah… todos de Beulah…

—Sí, por supuesto que son tuyos— replicó Arabella—, y no debes lastimarlos, porque son pequeñitos.

Se dedicó a vestir a la niña, la peinó y la llevó al salón de clases.

La señorita Harrison ya estaba instalada en la mesa. Llevaba puesto un llamativo vestido de raso rojo y servía el costoso té en porciones considerables dentro la tetera de agua hirviente.

—¿Quieres té?— preguntó a Arabella—. Beulah toma leche.

—Chocolate… chocolate— gritó Beulah.

—Haz sonar la campanilla— ordenó la señorita Harrison a Arabella—. ¡Esos inútiles! ¿Por qué no preguntan a la niña lo que desea antes de salir de aquí?

Arabella vio los pastelillos, galletas y bizcochos que había servidos, pero no tenía hambre. Había almorzado más de lo que acostumbraba.

—Yo ceno a las seis —informó la señorita Harrison con satisfacción, mientras esparcía una gruesa capa de mantequilla sobre un bizcocho, para continuar cubriéndolo con una dorada miel de un pequeño plato de cristal cortado—. Beulah se va a dormir a las cinco y media.

Arabella se alegró cuando llegó la hora de acostar a Beulah que gritaba pidiendo sus gatitos. La institutriz sugirió que también ella podía retirarse a su cuarto.

—Buenas noches, señorita Harrison— dijo con cortesía, haciendo una rápida reverencia.

—Buenas noches, Arabella— contestó la institutriz.

A la joven le resultaba difícil no mirar en la mano regordeta de la mujer, el anillo de su madre. A la luz del sol brillaba revelando los dos corazones entrelazados, uno formado por un rubí y otro por un brillante. Recordó con toda claridad y cercanía, la Navidad en que su padre obsequiara a su madre esa costosa joya.

Con forzada indiferencia dijo como por casualidad:

—¡Qué bonito anillo tiene usted, señorita Harrison!

La institutriz extendió los dedos.

—Sí, en verdad que es bonito — reconoció.

—¿Se lo regaló alguien especial?— preguntó Arabella.

Hubo una leve pausa. Entonces la señprita Harrison retiró la mano con violencia y dijo:

—Vete ya a descansar. Mañana quiero que salgas al jardín a jugar con Beulah.

Ya acostada en su cama, no podía apartar de sus pensamientos a aquella institutriz absurda, bebedora, que no enseñaba nada a su pupila, y que lucía un anillo de su madre. Pero, ¿qué podía hacer? Nadie lograría obtener la confesión de la señorita Harrison sobre el origen del anillo. Si en cambio ella trataba de investigar mediante un tercero que la interrogara, la mujer se enfadaría con ella y la devolvería a su casa.

Arabella recordó que esto significaría regresar con Sir Lawrence, y se estremeció. No era su ira a la que ella temía… ni siquiera al látigo con que la había castigado con frecuencia. Era algo muy diferente… algo que le hizo apretar las manos con fuerza.

Debió haberse quedado dormida, porque despertó con un estremecimiento, al escuchar las campanadas de un reloj dando las cinco de la mañana. Empezaba a amanecer. Sintió un deseo repentino de respirar aire fresco. El polvo de la casa parecía habérsele impregnado en las narices, por eso sentía pesadez en la cabeza.

Bajó de la cama, se lavó con agua fría y se vistió. Se echó un chal sobre

los hombros, para protegerse del frío matinal y bajó. Se daba cuenta de que la servidumbre, al no tener control alguno, ertt perezosa hasta para levantarse, así que no esperaba encontrar a nadie, mientras caminaba como un pequeño fantasma a través de corredores y escaleras.

Cruzó la sección de la cocina, llegó a una puerta lateral que daba al patio, descorrió el cerrojo y salió.

Una profunda sensación de alivio le brindó el aire fresco y limpio de la mañana. Más allá divisó un sendero que conducía a lo que debía ser la caballeriza. Llena de entusiasmo se encaminó hacia allá.

Montaba desde los tres años. Esta era otra de las actividades que su padrastro le prohibía, argumentando lo costoso que resultaba mantener su caballo, además de los que necesitaba para él y sus carruajes. Arabella había llorado toda la noche en su almohada, cuando vendieron su caballo, pero había decidido ocultar a su padrastro, el dolor que sentía. Había permanecido inmóvil, inexpresiva, escuchando el sermón de él sobre lo impropio de que una jovencita cabalgara por el campo.

Intuía con certeza que su caballo había sido vendido sólo para humillarla, por su rebeldía a su autoritarismo. Sir Lawrence sabía que ella lo odiaba y estaba decidido a doblegar su espíritu. Arabella por su parte estaba igualmente decidida a desafiarlo.

Ahora, la esperanza de poder montar alguno de ellos le hacía apresurar el paso. Aún no era de día, pero había suficiente claridad para percibir lo enorme que eran las caballerizas, con capacidad para albergar un centenar de animales. En el extremo más lejano donde el patio hacía una pequeña curva, Arabella vio que algo se movía.

Instintivamente, se refugió en la sombra del arco que marcaba la entrada al patio. Un jinete entraba en la caballeriza y luego se dirigía hacia uno de los cubículos que en apariencia estaba abierto para él.

Al llegar a la entrada del cubículo, el jinete desmontó y condujo su caballo al interior. Fue seguido por otro y otro más, cada uno en dirección a una casilla abierta, todos se movían con lentitud, en silencio, sin más sonido que el de las herraduras de los caballos sobre las baldosas del piso. Las puertas se cerraron tras ellos y se hizo el silencio total.

Cinco hombres, cinco caballos. Arabella se preguntó quiénes eran y por qué estaban ahí. De pronto, sintió que su corazón daba un vuelco; una mano le estaba oprimiendo el brazo.

—¿Quién diablos es usted y qué hace aquí?

La apretaba con tanta fuerza, que casi gritó de dolor. Arabella levantó la vista hacia el rostro de un hombre. Era de edad madura, con gruesas líneas duras desde la nariz a la boca. Las cejas, espesas y oscuras, casi se juntaban en su frente. Era apuesto, aunque de expresión fría, casi siniestra. Su rostro era cruel a pesar del ángulo elegante de su sombrero de copa. Estaba vestido con elegancia. Llevaba pantalones de montar, botas bien pulidas y una fina chaqueta de paño gris. Su corbata era negra y estaba atada con gran habilidad, a la moda.

Arabella trató de retroceder, pero él aferró con mayor fuerza su brazo delgado.

—¡Contésteme!— repitió el hombre con brusquedad, aunque su tono era culto—. ¿Por qué diablos nos espía?

Arabella aspiró una bocanada de aire y comprendió lo que debía decir.

—Soy Arabella— dijo con una aguda vocecilk infantil—, y estoy buscando el gatito de Beulah que se perdió.

—¡Beulah! ¿Qué tiene que ver esa pequeña loca con esto?

—Estoy viviendo en el Castillo, para jugar con ella— explicó Arabella.

Sintió que él la soltaba un poco y aprovechó la oportunidad para escapar corriendo.

—¿Gatito?— murmuró Arabella con voz aguda— ¡gatito… minino!

Corrió hacia la casa, llamando al animal imaginario. Como sabía que el hombre la observaba, al llegar a la puerta de la cocina, se inclinó simulando tomar algo. Entonces, como si llevara un gato en los brazos, abrió la puerta.

Subió corriendo la escalera hasta llegar jadeante al salón de clases. Sentía que había escapado de un peligro terrible, y que no lograba explicarse. ¿Quién era aquel hombre y por qué se había enfadado al encontrarla en la caballeriza?

Un gatito maullaba junto a la puerta entreabierta. Arabella lo levantó y entró con él. Se dirigió al dormitorio de Beulah y comprobó que la niña estaba dormida, muy tranquila. Parecía un pequeño gnomo, joven y vulnerable. Arabella sintió una repentina compasión por ella. ¡La pequeña Beulah… la niña a la que nadie quería! Se prometió que trataría de ayudarla.

Al cerrar la puerta del dormitorio oyó pasos acercándose por el corredor. Sin pensarlo miró en torno suyo ansiosa de esconderse, como acostumbraba hacerlo de su padrastro.

Se lanzó debajo de la mesa, cubierta por la carpeta, donde descubriera a Beulah el día anterior. Oyó que la puerta se abría y los pasos cruzaban la habitación.

—¿Olive?— dijo una voz masculina que Arabella reconoció como la del hombre que la había amenazado en la caballeriza.

—¿Olive?— repitió y abrió la puerta del dormitorio de la señorita Harrison. Como la dejó abierta, Arabella pudo escucharlos bien.

—¿Qué diablos sucede aquí?— oyó que preguntaba el hombre en tono irritado.

—¡Oh, eres tú, Jack!— exclamó la señorita Harrison con voz gruesa y somnolienta—, me quedé dormida… hace horas que te espero.

—Nos entretuvimos— respondió el hombre—. ¡Despierta y contéstame! Encontré a una chiquilla en la caballeriza. Me dijo que se llama Arabella y que ahora vive aquí.

—Sí, así es. Pero, ¿qué estaba haciendo en el patio a estas horas?

—Dijo que andaba buscando un gatito de Beulah…— contestó Jack—, ya te he dicho, Olive, que no quiero a ningún maldito extraño aquí… no importa la edad que tenga. Es peligroso y tú lo sabes…

—No fue mi culpa— respondió la señorita Harrison con voz quejumbrosa—, el nuevo médico, el doctor Simpson, dijo que buscaría alguien con quien Beulah pueda jugar. Y antes que yo supiera qué sucedía, Arabella estaba aquí. Es muy tranquila y no debe dar ningún problema.

—¡Es peligroso! ¡Líbrate de ella!

—Pero, ¿qué razón puedo dar?— preguntó la señorita Harrison en tono débil—. No hace ningún daño, de veras, y si puede ayudar a Beulah…

—¡Beulah! ¡Nada puede ayudarla a ella!— exclamó con voz alta el hombre—, debieron ahorcarla al nacer. No se debía permitir que algo tan monstruoso como ella sobreviviera. Como te he dicho tantas veces, Olive, nada me daría más placer que estrangular a esa criatura con mis propias manos. ¡Y una vez más escucha mi ultimatúm… una palabra de alguien en este lugar y Beulah se muere!

—Oh, no seas tan violento, Jack— suplicó la señorita Harrison—. Beulah no hace daño a nadie. Además, ya sabes que, si no fuera por ella, yo no tendría razón de permanecer aquí. Vamos, deja de preocuparte. Las niñas no son ningún peligro para ti. Ven a la cama, mi amor. Estas cansado. Tengo mucho tiempo de estar esperando por ti…

—Estás muy segura de ti misma, ¿eh?— contestó malhumorado.

—Si… y es que sólo estoy segura de una cosa— contestó la señorita Harrison—, estás cansado, tienes frío y eso te ha puesto de malhumor. Aquí conmigo y la cama caliente, todo te parecerá mejor. Duerme algunas horas. ¡Ven, te estoy esperando! Y echa llave a la puerta.

La puerta del dormitorio fue cerrada con brusquedad. Arabella se quedó inmóvil. Luego, con lentitud, se llevó las manos a la boca ahogando el grito que subía a sus labios. Ahora sabía quién era aquel hombre… ¡El Caballero Jack, el salteador de caminos más peligroso y odiado que había al norte de Londres!

La Extraña Hermanita

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