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Descubriendo a Belkis


Pasé mucho tiempo de mi vida cegándome a mí misma,

me veía como una víctima más de las circunstancias de la vida.

Así fue, hasta que descubrí, entendí, comprendí y acepté

quién soy yo.

Comencé a abrir mis ojos y para mi sorpresa vi

un mundo lleno de hermosura en toda su magnificencia.

Entonces, hice esta pregunta:

«¿Por qué te amo tanto?».

Y respondí:

«¡¡¡Porque tú eres realmente lo que soy yo!!!».

Al ver ese mundo infinito y maravilloso,

supe que él siempre estuvo allí;

pero por mis miedos y por mis viejos conceptos no podía verlo.

También descubrí que nunca estuve sola.

Siquiera antes de mi nacimiento, jamás he estado sola.

Hola, querido Diario:

Yo sé que muchos les dan nombres a sus diarios, pero yo te daré el nombre que realmente tienes: tu nombre es y será Diario. Sé que seremos muy buenos compañeros y amigos.

Para comenzar con buen pie nuestra amistad, empezaré por contarte mi historia desde lo que recuerdo de mi infancia. Haré un resumen de lo que esta fue porque la historia es muy larga y no quiero aburrirte. Después, proseguiré hasta llegar a lo que es mi vida actual. De esta manera, tú podrás conocerme mucho mejor.

Comenzaré contando cosas de cuando yo tenía menos de dos añitos, esto lo sé porque mi hermana, Norma, era una bebé y con ella me llevo dos años de diferencia.

Mi primer recuerdo es de un día en donde estaba comiendo en el porche trasero de la casa, sentada en el piso, con mis pequeñas piernas abiertas y el plato entre ellas. No recuerdo ver a mi madre cerca. Me levanté y fui hacia la papelera para botar la comida. Luego la busqué a ella, aún con el plato en mis manitas.

La encontré en la cama con mi padrastro y lo que vi se quedó en mi memoria. Yo no sabía lo que pasaba, solo observé cómo los dos se cubrían sus cuerpos y que mi madre parecía asustada. Aquel recuerdo causó mucha impresión en mí, sobre todo, porque nunca había visto a mi madre y a mi padrastro en aquella situación.

También recuerdo ver a mi padrastro tratando de sacarme una espina que tenía incrustada en una de mis manos, y que había un bebé en casa. Más tarde notaría que era mi segunda hermana, Norma.

El tiempo pasó y dejamos de vivir en aquel lugar.

A veces, mi mamá me dejaba con una familia y otras veces quién sabe dónde, pero siempre estaba en la casa de alguien que no puedo recordar.

Un día, en la casa de una de esas familias, alguien me amarró las manos juntas a una cama: el motivo no lo sé. Solo recuerdo el acto de verme atada y que yo lloraba.

Recuerdo también cuando vivimos en un lugar llamado Carmen de Uria, el cual ya no existe. Solo estábamos mi mamá, una chica que me cuidaba mientras mi madre estaba en su trabajo, y yo. A veces, nos visitaba un señor llamado Fernando, quien era portugués.

Con la chica que me cuidaba tengo los recuerdos más fuertes de esa vida infantil. Me acuerdo de ella sobre la cama de mi madre, en cuclillas encima de mí, ya que yo estaba acostada bocarriba. Sobre mi boca y sin ropa interior, ella me orinó y me obligó a beber su orina.

Un día, mientras esta chica me bañaba, se agachó tras de mí y comenzó a tocarme y a morderme las nalgas. No sé cuántos días pasaron, pero mi madre, al vestirme, encontró las marcas de los mordiscos en mi trasero. Con mucho miedo, le conté lo que pasaba. Ella me pegó, pero no volví a ver a esa chica en la casa.

Varios días después, celebramos mis seis añitos. Sin embargo, para ese momento, vivíamos en la casa de una amiga de ella. En ese hogar, se repitieron los abusos sexuales: estos fueron hechos por parte de los hijos de esa mujer. Yo nunca hablé con mi madre sobre esto por miedo a recibir una nueva golpiza.

Añado aquí que, después de que mamá comenzó a dejarme en las casas de sus amigas, me percaté de que mi hermana no estaba con nosotras; sencillamente no sabía de ella.

Pronto, mi vida comenzó a cambiar. Mamá se mudó con un señor llamado Luis y tuve tres hermanas más.

Mi vida se volvió más dura, pues las responsabilidades en la casa no se limitaban solo a «ayudar». Fue como si yo me hubiera convertido en la señora de la casa y mi madre, en el esposo. Me encargaba de todo e incluso debía ir al colegio. Cada vez que mis hermanas hacían algo malo según mamá, era yo quien sufría las consecuencias.

Vivía una situación muy amarga para mi corta edad, pues cada vez que mi mamá me pegaba, siempre me rompía la piel con lo que usaba para lastimarme.

Mi vida era un infierno. Comencé a rezar en un altar que mi padrastro tenía ya que me enseñaron que Dios escucha más a los niños que a los adultos. Cada día le pedía a ese Dios que mi papá, el cual no conocía, viniera a buscarme. También le imploraba que, si estaba muerto, me llevara con él.

Un día, durante una de las palizas de mi madre, llegué hasta el punto de gritarle a ese Dios que me llevara con Él o con mi papá. Al escucharme, mi madre se enfureció y me golpeó con más ahínco. Desde ese momento, comencé a pensar que no era su hija biológica, pues no podía entender el porqué de sus maltratos.

Durante una noche, le dije a Norma que no soportaba más, que Dios no respondía a mis peticiones, que no me escuchaba. Busqué algunas pastillas y encontré dos únicos paquetes. Me los tomé en presencia de mi hermana; ella sabía lo que yo intentaba hacer y lo comprendía. Escribí una carta en donde les explicaba a las autoridades el porqué de mi acción. Al día siguiente, me desperté: no sabía si estaba muerta o sí aún vivía. Comencé a ponerme el uniforme para ir al colegio. Durante mi día de escuela, recordé la carta que había escrito la noche anterior y me asusté, pensé que me había metido en un buen lío en el caso de que mamá hubiera encontrado mi nota. Sin embargo, al llegar a casa todo estaba normal. Nunca más supe de aquella carta.

Mi vida siguió su curso. Cuando cumplí doce años, tuve mi primera ilusión. Mi mamá me sacó del país y me envió a Colombia a estudiar en un internado. Allí pasé y viví la parte más hermosa de mi infancia, pues mi madre no estaba conmigo y podía ser yo misma, sin miedos, sin inhibiciones, como debía ser.

Después de un año y medio en Colombia, regresé a Venezuela con mi madre. No fue mi decisión, fue lo que ella quería. Siguieron los maltratos. Sus palabras favoritas hacia mí eran puta, perra y zorra.

Fui violada por cinco hombres cuando tenía quince años. También, viví un accidente en el cual murió una chica. Una noche, salí con una amiga y unas cuantas personas más; éramos un grupo de tres mujeres y de tres hombres. Fuimos a ver una presentación que hacía el grupo Los Melódicos en un club de Ciudad Bolívar. Al llegar al lugar, nos dispersamos; pero al terminar, nos reunimos en la salida y nos subimos a la camioneta de uno de los muchachos. Mi amiga iba en la cabina con dos hombres y la otra chica, el otro muchacho y yo, en la parte trasera.

En el camino, me di cuenta de que salíamos de la ciudad. Estaba oscuro y comencé a sentirme asustada. Le dije a la chica que se encontraba junto a mí: «no sé qué quieren ellos, pero no me gusta esto».

Después de un rato, miré hacia adelante. Había una oscuridad aún mayor; presentía algo malo, realmente malo. Entonces, volví a hablarle a la chica: «yo veo muerte, esto no me gusta».

Le comuniqué mi decisión de tirarme de la camioneta en movimiento. Ella me respondió que se iría conmigo y que no se quedaría allí. Nos tiramos juntas. Cuando caímos, sentí un fuerte golpe en la cabeza. Recuerdo pensar que, si no me mataba, quedaría loca. No obstante, me levanté, aunque la chica no lo hizo, ni siquiera reaccionó.

A los pocos minutos, la camioneta regresó y llevamos a la chica hacia al hospital. Después de esperar mucho, una enfermera y un policía nos dijeron que nos fuéramos, que ella solo había perdido el conocimiento y que estaría bien. Obedecimos.

Muy temprano en la mañana, en la casa de mi amiga, que era donde yo había pasado la noche, se presentó la Policía Técnica Judicial. Ninguno de nosotros había logrado dormir después de aquello y planeábamos ir a ver cómo seguía la chica, pero la llegada del cuerpo policial nos impidió salir. Les abrí la puerta y, tras identificarse, uno me enseñó la foto de una muchacha y me preguntó si la conocía.

Le dije que no, que no sabía quién era.

Lo que el oficial me mostraba, era la foto de una chica que había aparecido en la primera página del periódico. En letras rojas se leía «chica de quince años, violada y asesinada a golpes». La cara de la chica era irreconocible. Cuando el policía me dio el nombre de la chica, nos detuvieron y se abrió una investigación. Las cosas se aclararon, al menos a nivel policial; pero yo me he sentido muy culpable de su muerte. Si yo no decía que me tiraría, ella no lo hubiera hecho.

Pasaron muchas cosas más, sin embargo, la historia sería más larga si continúo hablando de ello.

Pero seguiré. A esa misma edad, también conocí a un guardia nacional. No me gustaba, pero él sí gustaba de mí. A los meses de conocerlo, decidí irme con él. Vivimos un año juntos, no obstante, decidí dejarlo porque no me respetaba. No había maltrato físico, pero sí, otra clase de ofensas. Una semana después de dejarlo, me buscó y yo le correspondí. El mismo día que regresamos, tuvimos un accidente en su moto. A él nada le pasó, pero yo quedé con muchas heridas en mis piernas. Aun así, cuando llegamos a casa, él me buscó de manera sexual. Luego de usarme, me pidió que me fuera. Utilizada y abusada, me fui sin saber que había quedado embarazada. Me di cuenta de la situación en casa de mi mamá y ella, al saberlo, me envió de regreso con el padre de mi futuro hijo o hija.

Al encontrarlo, le informé de mi estado y me dijo que él no estaba seguro de que fuese de él, pues él no sabía si yo me había acostado con otro hombre mientras estábamos separados.

Me fui sin saber a dónde ir ni qué hacer. Me encontraba muy asustada. Para ese entonces, era una niña de dieciséis años. Por tres días, dormí en la calle, no tenía para comer. Sin embargo, una tarde me encontró Elba, una amiga de la infancia de mi madre. Ella fue, y aún es, como una madre para mí. Me llevó a su casa, me ayudó y me dio lo que necesitaba. Con ella me quedé hasta una semana antes del nacimiento de Rebeca, mi hija.

Sin embargo, volví con mi madre. Por aquel tiempo, ella esperaba su último hijo. La pasé mal, pues mamá cada día hablaba de que ella estaba embarazada y que ahora habría más bocas para alimentar. Me sentía terrible, no obstante, al nacer mi hija, fui feliz por tenerla, la protegía de todo y de todos, en especial de mi madre, pues tenía miedo de que ella le hiciera lo mismo que me había hecho mí.

Cuando mi hija tenía cinco meses, yo hacía suplencias en una escuela cerca de la casa de mi mamá. En ese entonces, conocí a un señor en un mitin político. Él comenzó a frecuentarnos, pero mientras él entraba por un lado, yo salía por el otro. Sentía que ese hombre venía por mí, ya que cuando regresaba de la iglesia evangélica, mi padrastro me decía: «Mmm… fulano viene a aquí porque busca algo y no es por tu mamá o por alguna de mis hijas. ¡Belkis, él viene por ti! Mira cómo entró a nosotros, él ya pidió tu mano, es un buen hombre». Por otro lado, mi madre me decía que ese señor podía darme una casa y un apellido para Rebeca. Así comenzó el acoso, parecía que ninguno de los dos podía ver la gran diferencia de edad que existía entre ese señor y yo: él podía ser mi abuelo, pues era mayor o de igual edad que mi propia abuela.

Dos semanas después, nos casamos. Sin embargo, hicimos un acuerdo. Él quería la nacionalidad, porque era argentino, y yo le pedí el apellido para mi hija. Sin embargo, comenzó a pedir más y yo no estaba dispuesta a complacerlo. Pronto, involucró a mi madre en el asunto, pero la rechacé de inmediato. Cuando ella notó que ya no podía manipularme, envió a mi padrastro y, de igual manera, continué firme con mi decisión.

Al cumplir allí dos meses, me fui. No sabía a dónde ir, solo quería marcharme lo más lejos posible, adonde no viera a ninguno de mi familia: era como si los odiara. Compré un boleto para ir hasta Barquisimeto, pero al llegar, no supe qué hacer. Me quedé en la terminal por dos días, dormía con mi hija en una de las bancas del lugar, no comía, solo bebía agua; no me quedaba dinero. Una tarde, un joven que trabajaba en la terminal me preguntó hacia dónde me dirigía. Le respondí que quería ir a Ciudad Bolívar, pero que no podía costear el pasaje. Él se fue y regresó con un conductor de autobús que se ofreció a llevarme hasta Caracas, me dijo que al llegar, él podría ayudarme para ir hasta mi destino. Al llegar, consiguió que otro conductor me alcanzara hasta Ciudad Bolívar.

Sin embargo, durante el viaje conocí a Carmen, una señora que nunca olvidaré. Le conté mis problemas y, sin pensarlo, me ofreció su ayuda incondicional. Fui con ella hasta El Tigre, una ciudad que queda a hora y media de Ciudad Bolívar, y me acogió en su casa. Pronto, conseguí trabajo en una tienda. Carmen tenía una hija y cuidaba a Rebeca como si fuera también fuera suya. Con esta mujer viví hasta que mi hija cumplió su primer añito.

Allí, conocí al padre de mis otros hijos, Sinuhé. Él era una persona extraña, pero dentro de todo era un buen hombre. Comencé a vivir con él, reanudé las relaciones con mi familia y, pronto, quedé embarazada de Beatríz, mi segunda hija. Enterarme de mi embarazo me llenó de felicidad, aunque la relación con mi pareja no era completamente buena. Yo estaba segura de que él se comportaba así por la forma en que fue educado.

Tiempo más tarde, quedé embarazada de mis hijos mellizos: Carlos y Darwin. Cuando los mellizos cumplieron dos años y medio, nos fuimos de El Tigre y nos mudamos a Caracas, donde vivimos en un apartamento de su madre, Carmelina.

Debo aclarar aquí que Carmelina nunca me aceptó en su familia por no haber conocido a mi padre y por mi color, pues no soy de piel blanca, soy morena.

Mientras vivimos en Caracas, mi relación empeoró y se convirtió, otra vez, en un infierno. Decidí dejar a Sinuhé y localicé al papá de Norma. Ese hombre, que no era mi padre biológico y tampoco me había educado, era lo más cercano a un padre y lo veía como tal. Yo lo llamaba «papá». Cuando lo vi por primera vez después más de veinte años, fue increíble para mí. Sentí como si hubiera encontrado a mi verdadero padre. Este hombre, mi papá, me ayudó.

Él tenía una mujer que lo adoraba y con la cual tenía varios hijos que se convirtieron en mis hermanos. Me recibió en su casa como si yo fuera su hija. Durante los días que estuve allí, hablamos de muchas cosas, incluso, de mi padre biológico. Él tuvo la oportunidad de conocerlo y lo había visto varias veces cuando vivía con mi mamá.

Aparentemente, mi verdadero padre intentó verme, pero mi madre no se lo permitió. Los juguetes que compraba para mí nunca me llegaron porque ella los tiraba a la basura. También, me dijo que mi madre me maltrataba físicamente desde que tenía dos años. Las cosas que me desveló, me sorprendieron mucho.

Un día, salí a buscar trabajo. Aunque en su casa y nada nos faltaba a mis hijos y a mí, yo quería ayudar con los gastos. Al regresar, me encontré con que Sinuhé se había llevado a mis hijos con él. Me dirigí a Caracas para buscarlos, pero él me amenazó con sacarlos del país si yo no regresaba con él, dijo que los enviaría a Italia —él proviene de familia italiana—, y yo me llené de miedo. Acepté con una condición: vivir sin sexo. Solo tendríamos la apariencia de una pareja.

Las cosas marchaban bien, no obstante, después de un par de meses, me cerró el paso en el baño. Trató de tocarme y lo rechacé. Comenzamos a discutir y él me golpeó. Perdí el sentido y, al reaccionar, me encontré tirada en el piso del baño, sin ropa y con semen en mi vagina. Recuerdo que lloré mucho, me confirmaba a que todo lo malo me ocurría a mí, pues ahora era violada por mi propia pareja: el colmo de los colmos. Ya no podía, pero debía seguir adelante por mis hijos. Pocos días después, comencé a sentir los síntomas de embarazo y, por supuesto, él no quería un hijo más porque ya teníamos cuatro.

Cuando me confirmaron el embarazo y me hicieron los ecogramas, el ginecólogo me dijo que era un embarazo gemelar.

«¡Ay, no!», dije con expresión de dolor.

Hablé con Sinuhé. Él no quería que tuviera esos niños y, de alguna manera, yo tampoco, aunque nunca he estado de acuerdo con el aborto. Sinuhé se comprometió a ayudarme para deshacernos del embarazo, pero justo en el momento de hacerlo, me arrepentí porque sentí movimiento en mi vientre.

Desde aquel momento, él se dedicó a pelear por la llegada de dos hijos más. Yo ya los había aceptado y los amaba, pero Sinuhé no. Al cumplir siete meses de gestación, supe que eran niñas. Le pregunté a Sinuhé que nombre le gustaba, pero él no respondió. Nunca quiso escoger los nombres de sus hijos.

Mis hijas nacieron al tener ocho meses de gestación —igual que los mellizos—. Debo decir que mi embarazo fue un infierno, no recuerdo hasta ahora ni un día sin que Sinuhé no me despertara en las madrugadas para pelear o cada vez que regresaba del trabajo.

Mi relación con él había terminado de manera emocional. Vivía y dormía con él solo para evitar que se repitiera la misma situación del pasado, la violación.

No me atrevía a dejarlo, no quería separar a mis hijos de su padre. Además, ¿quién me recibiría con seis hijos? Nadie lo haría.

Sin embargo, un día me decidí y, sin medir las consecuencias, me fui otra vez a la casa de mi padre. Sinuhé me siguió y se volvió a llevar a los niños. Volví por mis hijos una vez más, dispuesta a no aceptar chantajes. Él volvió con las amenazas de sacarlos del país, pero esta vez le dije que lo hiciera, porque en Italia tendrían una mejor educación que en Venezuela.

Con mi hija mayor, regresé con mi madre a Ciudad Bolívar. Allí busqué la ayuda de abogados y contacté con el Ministerio del menor. Sin embargo, ellos no encontraron motivos para quitarle los niños a Sinuhé. El abogado me propuso decir que él me golpeaba, pero que lo hacía con las manos abiertas para que así los golpes no dejaran hematomas. Por mi parte, lo vi como injusto, porque no era verdad. Sí, un día él me golpeó y me violó, pero eso nunca más se repitió. Los maltratos de Sinuhé eran de otra clase, ya que él y su madre me hicieron empequeñecer ante el mundo, era como si yo no valiera nada, era un cero a la izquierda.

En definitiva, dejé mis cinco hijos con su padre y, mientras tanto, dejé a mi hija mayor con mi mamá. Necesitaba encontrar la manera de conseguir dinero pronto para alquilar un terreno y construir una casa. Así, podría tener a mis hijos conmigo.

La situación era realmente difícil como para lograr lo que quería. Decidí buscar dinero de la forma más rápida: entré en la prostitución. Esto no me resultó fácil de ninguna manera, pero ya estaba acostumbrada a que la vida me golpeara.

Estuve en la prostitución dos años, pero no logré ahorrar. Cada vez que visitaba a mi hija mayor, le tenía que pagar a mi madre.

Tiempo después, una de las mujeres con las que trabajaba, me propuso ir a Curazao y fui dos veces. Después, decidí ir a Aruba, luego, fui a Bélgica como invitada de un amigo belga. Durante el viaje a Bélgica, conocí a Thierry, un francés que nunca olvidaré y que me presentó a su familia.

Con él, fui a París, donde me llevó a Place du Tertre, mejor conocida como la plaza de los pintores. Thierry y su familia mandaron a hacer una pintura de mí. Después de que el pintor terminó de retratarme, vi su trabajo y quedé en shock. Juraba que ya había visto aquella pintura. Thierry le comentó a Denisse, su madre. Ella me preguntó por qué me sorprendía y añadió:

«Es muy posible que la hayas visto en alguna existencia pasada y, ahora, la ves otra vez».

Sus palabras quedaron en mi mente. Después de eso, comenzó a llegarme información sobre metafísica a la que no le daba la atención que debía.

Después, hice un segundo viaje a Aruba. Allí conocí a un holandés. Este hombre nunca fue mi cliente y me enamoré de él. Regresé a Venezuela y, dos meses después, el holandés tenía listos los permisos para vivir en Aruba para mí y las mellizas.

Viajé a Aruba con mis dos hijas pequeñas y con el sueño de un día poder tener a toda mi familia a mi lado. Pocos meses después, la hermosa relación que había comenzado, cambió.

Más tarde, logré llevar a mi hija mayor, sin embargo, ella fue inmigrante en situación ilegal por algunos años.

En una visita de Sinuhé para ver a sus hijas, el hombre con el que vivía habló con él sin que me entere. Al día siguiente, las mellizas tenían boletos para regresar a Venezuela. Cuando tuve que despedirme de ellas, sentí cómo mi corazón se partió en mil pedazos.

Continué con el holandés a pesar de lo que había hecho. Con él viví seis años: fue un total de lágrimas, de ofensas, de maltratos físicos y de insultos. En nuestro último año juntos, dejé de sentir cosas por él. Me llené de odio, sin embargo, pensaba que algo tenía que valer la pena después de tanto sufrimiento, algo debía ganar. Entonces, hablé con mi hija mayor y le dije que quería ganar su residencia. Me aconsejaron abrir un caso con el presidente de Aruba, el cual podría durar como máximo un año. Si después de ese tiempo, no obteníamos su permiso, saldríamos de la isla. Rebeca aceptó, aunque no estaba contenta con la idea.

A punto de cumplir el año de plazo, ese hombre me golpeó hasta casi matarme e incluso me tiró un auto encima. Rebeca vio lo ocurrido y yo perdí la memoria. Estuve dos semanas en el hospital y, en ese tiempo, mi hija se quedó en la habitación de una de mis amigas. Al salir del hospital, no regresé a mi casa y me fui con ella. En los periódicos de la isla solo se hablaba a favor de mi caso y la única foto que aparecía era la mía; las críticas atacaban al holandés. En poco tiempo, me volví un personaje muy conocido y, por donde caminaba, la gente me preguntaba sobre cómo habían ocurrido las cosas. Yo no quería hablar, no era una situación agradable.

Una semana después de salir del hospital, el hombre con el cual aún estaba casada, me encontró en mi segundo trabajo. Continuó buscándome hasta que, una noche, volví a su cama. La situación se repitió dos o tres veces, pero luego me puse a pensar en qué estaba haciendo. ¿No había sido suficiente?

Decidí cortar ya que noté que no tenía amor por mí misma. Nunca más caí en sus manos y comencé a pensar manera diferente. Me decía que la vida me había maltratado —aun cuando yo no tenía malas intenciones—, que debía vivir, y que empezaría a utilizar a cada hombre que se presentara en mi camino. Sin embargo, no lo hice porque era consciente de que no todos eran iguales.

El permiso de residencia de mi hija salió semanas después de que saliera del hospital.

«Ya se terminó», me dije. ¡Sentí cómo un gran peso se desprendía de mí! Había valido la pena, aunque casi me había costado la vida.

Mi vida continuó aparentemente tranquila. Comencé una relación que duró solo tres meses, pero después me mantuve sola porque mis dos trabajos no me dejaban tiempo libre para una relación.

Cerca del cumpleaños de mi hija, conocí a Eric, mi actual esposo y con el que tuve mis dos últimos hijos: Ana María y Oren. Cuando lo conocí, no me generó confianza ya que él era amigo de mi exesposo. Pensé que me estaban haciendo alguna clase de jugarreta.

Cuando comencé a sentir sentimientos por Eric, le comuniqué mi preocupación y él me respondió que lo dejara ir y accedí. Desde entonces, he mantenido la mejor relación de toda mi vida.

Eric y yo nos casamos cuando yo tenía cuatro meses de embarazo mi última hija. Cuando Ana María tenía cinco meses de vida, llegamos a Holanda. Pues mi actual esposo también es holandés.

Al comienzo, nos quedamos en la casa de sus padres. Sin embargo, me comencé a sentir incómoda. Eric y yo hablamos y decidimos comprar una casa, pero tuvimos que venderla porque no nos quedaba dinero para sobrevivir.

Sentí que mi matrimonio se desbarataba, poco a poco, a raíz de vivir nuevamente con sus padres. Me sentía desilusionada de mi marido, no sentía que lo amaba, pero no quería herirlo. Sin embargo, después de seis años, se lo dije y le mencioné que quería salir con otro hombre. Él me preguntó si ya tenía otra pareja y le respondí que no.

Una noche, él me llamó y me mostró una página de internet. Me explicó cómo entrar y que servía para tener contacto con alguien. Era una página para parejas. Tuve la experiencia de salir con alguien del cual me enamoré (en realidad, así lo sentía) y casi le di la estocada final a mi familia.

Para ese entonces, había comenzado a conocer y a buscar más sobre metafísica. Sin embargo, para mi esposo era la primera vez. Aunque yo estaba segura de que Dios no existía, había comenzado a investigar sobre el asunto. También recordaba el shock que me causó ver mi retrato en París.

Mi esposo vio parte de un programa de Oprah en la televisión. El programa era sobre metafísica y mencionaban la película El secreto. Cuando Eric me avisa, ya estaba por terminar. Busqué el nombre de la película y la descargué. Cuando la tuve, la comenzamos a ver juntos. En algún punto de la película yo expresé:

«Ahora sé por qué nunca me ha funcionado».

Desde ese entonces, trabajo mi vida junto a la metafísica, mejor dicho, con la energía.

Después de esto, se nos presenta la oportunidad de irnos a las islas Canarias, Las Palmas, gracias a una amiga que conocí en una liga de dominó en Yahoo!

Sin embargo, en Las Palmas hubo un problema tras otro. Las cosas no salieron como las habíamos planificado y tuvimos que regresar a Holanda.

Volvimos en las peores condiciones: no teníamos donde quedarnos, no teníamos casa y el padre de Eric nos dio la espalda. Solo poseíamos un auto lleno de cosas y dos niños pequeños. Rob, un amigo que conocimos en la página para parejas, fue la única persona que nos ayudó incondicionalmente sin pedir nada a cambio. Lo sorprendente es que él ni siquiera tenía espacio para recibirnos —lo cual no se podía decir del padre de Eric—. Vivimos poco tiempo en la casa de Rob. Mis hijos comenzaron la escuela allí.

Sin embargo, casi tres meses después, conseguimos un hogar propio. No teníamos nada más que a nosotros mismos.

Recuerdo que, cuando le conté a mi amiga en Canarias que regresaríamos a Holanda, ella se preocupó. No obstante, yo le dije:

«Tranquila, todo va a salir bien. Por lo menos, vamos a vivir en otra ciudad. Ahora, amueblaré mi casa de la manera como la quiero, no importa lo que me cueste lo haré. Tú... tranquila».

Cuando llegamos a la nueva casa, noté que era la mejor casa que habíamos tenido en Holanda en seis años. Al principio, solo teníamos un mueble para una televisión y una cocina pequeñita que nos regaló Rob. ¡El mueble de la tele ni siquiera estaba cuando llegamos! También estaba la televisión y un aparato para captar los canales que nos prestó el director del colegio donde Eric trabaja.

Durante una semana, dormimos sobre dos colchones pequeños y nos cubríamos con una colcha de Rob. Comíamos y bebíamos en platos y en tazas prestadas por el director del colegio, no teníamos nada para sentarnos. Aunque no poseíamos casi nada, no sentíamos la carencia de mobiliario. Tampoco nos preocupaba cómo íbamos a hacer para arreglar la situación.

Todos los días decía: «todo saldrá bien, ya verás». Cualquier persona lógica hubiera pensado que mi actitud era ilógica e irresponsable. Sin embargo, fue ahí cuando todo comenzó a cambiar de la manera menos esperada. La vida resultó ser como magia... bueno, al menos así lo era y aún lo es para nosotros.

Días más tarde, nuestra nueva casa ya estaba equipada. ¡Fue maravilloso! Todas las áreas estaban amuebladas; las cosas encajaban y encajan nuestro gusto. Incluso, tenemos un cuarto de visitas amueblado. ¡Tenemos todo! Hay una televisión en cada cuarto —menos en el de visitas, pero pronto llegará, solo debo esperar—.

Es en este punto donde comienza nuestra aventura en la vida que hemos escogido. Es en este punto donde nuestras vidas sufrieron una transformación indescriptible ante los ojos de una persona que aún no sabe quién es.

Diario, ¿quieres saber más?

Esta es la parte más emocionante.

Mi despertar

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