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Introducción

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Es evidente que la presencia de las nuevas tecnologías impregna nuestras vidas cada vez de un modo más potente. Este fenómeno ya se venía produciendo desde hace algún tiempo en todos los sectores de nuestra sociedad, y, particularmente, en relación con el sector jurídico, podemos citar como ejemplo de ello la digitalización de los expedientes judiciales, la presentación de escritos a través de Lexnet o el auge de la Administración electrónica. No obstante, este proceso de informatización se ha precipitado, si cabe de un modo más acusado, debido a la lamentable situación de pandemia que estamos sufriendo a nivel global, donde la necesidad de mantener la denominada distancia social ha desembocado en un impulso inconmensurable del uso de las nuevas tecnologías a todos los niveles, especialmente en el ámbito del teletrabajo donde se ha hecho palpable la imperiosa necesidad de su regulación y a nivel educativo con el desarrollo de las clases online1, pero también en los gestos más cotidianos de nuestra vida, con el despunte del comercio electrónico hasta para abastecer nuestra despensa de viandas.

Al margen de este nuevo impulso al uso de las nuevas tecnologías consecuencia de la pandemia, como decimos, ya se venía produciendo años atrás esta tecnificación de la sociedad. Como es lógico, a dicho proceso de tecnificación no escapan los delincuentes, quienes aprovechan el carácter anónimo de la red para la comisión de delitos2, ni consecuentemente los investigadores, quienes han de acudir a nuevas técnicas de investigación, ni el Derecho, que ha de adaptarse a este nuevo terreno de juego, el cual como ordenador de las conductas sociales, debe regular el marco jurídico de este nuevo escenario a distintos niveles; por citar sólo algunos ejemplos de ello, a nivel civil (especialmente con la contratación electrónica), administrativo (con las relaciones electrónicas de los ciudadanos con la Administración o la protección de datos), penal (previendo los delitos informáticos y nuevos medios comisivos para los delitos tradicionales) y también, a nivel procesal cuestión de la que nos vamos a ocupar centrándonos, específicamente, en la validez de las pruebas obtenidas a través de la intervención de las comunicaciones electrónicas, tema de plena actualidad y gran interés para cualquier jurista que se precie.

En este contexto, a la par que han surgido nuevas modalidades delictivas, otros delitos ya existentes han colonizado ahora el terreno tecnológico, abrazando ahora nuevos medios de comisión; como representación de estos supuestos, y sin ánimo de ser exhaustivos, podemos citar: las infracciones patrimoniales en el comercio electrónico (uso ilícito de las tarjetas de crédito, robo de identidad, phishing, pharming, etc.), el grooming3, la pornografía infantil virtual, los delitos contra la propiedad intelectual, el ciberterrorismo o el ciberespionaje, este último ahora de plena actualidad en el ámbito del desarrollo de la tan deseada vacuna contra el coronavirus.

Apreciamos, por tanto, que la fenomenología delictiva asociada a las nuevas tecnologías es cada vez más habitual y variada.

Asimismo, podemos observar que estas nuevas conductas han dejado también su impronta en nuestro vocabulario, que se ha visto anegado de todo un abanico de anglicismos, que se usan por comodidad lingüística, dado que el castellano emplea fórmulas más largas para definir esas conductas.

Sin embargo, en el ámbito del Derecho, aunque en un principio, nos hemos asomado tímidamente a esta nueva realidad (como, por ejemplo, a nivel internacional con la firma del Convenio sobre Ciberdelincuencia, denominado Convenio de Budapest4 o las Directivas 2013/48/UE5 y 2016/1148/UE6, de 6 de julio, lo cierto es que, la regulación procesal española al respecto, hasta hace muy poco tiempo con la reforma operada en 2015 por la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Lecrim para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica y la Ley 41/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales, ha sido prácticamente escasa, sustentándose, hasta ese momento, en un parco art. 579 a pesar de todos los avances tecnológicos producidos hasta la fecha; y, todo ello, a pesar de que, como ya puso de manifiesto ORTUÑO NAVALÓN, “es en sede penal donde se constata una mayor intensidad en el empleo de los medios informáticos para llevar a cabo actuaciones delictivas. […] lo cierto es que a través de la utilización del correo electrónico y de Internet se pueden cometer un amplio conjunto de delitos comunes, tales como estafas, fraudes, amenazas, acoso, pornografía, daños informáticos, revelación de secretos delitos contra el honor, etc.”7. Por tanto, su regulación en el ámbito procesal era una necesidad.

Al respecto, todos sabemos que, por regla general, el Derecho siempre va a la zaga de la sociedad, dado que el primero intenta dar solución a los problemas que se suscitan en la segunda. Es claro que cuando se promulgó la Lecrim, aprobada por Real Decreto de 14 de septiembre de 1882, no existían las llamadas nuevas8 tecnologías, ni consecuentemente los móviles, los SMS, los MMS, las videoconferencias a través de móvil u ordenador (a través de Google Meet, Microsoft Teams, Jitsi, Zoom, Skype o WhatsApp, por ejemplo), las redes sociales (como Facebook, Twitter, Instagram o Tuenti, TikTok), los programas de mensajería instantánea (como WhatsApp o Telegram), ni muchísimo menos Internet. A pesar de la calidad de dicha ley, motivo por el cual se ha mantenido vigente durante tantos años, no hay que olvidar que fue diseñada para una sociedad tremendamente distinta a la actual. Motivo por el cual la doctrina se ha mostrado proclive y ha reivindicado su necesaria reforma. Varias voces venían resaltando la necesidad de una nueva normativa procesal dada la parquedad de nuestra regulación, en particular, respecto a la intervención de las comunicaciones electrónica ya que la misma, en el tema que nos ocupa, se sustentaba (hasta que se reformó la cuestión en 2015) en un raquítico art. 579 de la Lecrim. En concreto, en esta materia el antiguo art. 579 Lecrim fue calificado por algún sector como MARCHENA GÓMEZ, como un precepto con “insuficiencias históricas” y la situación que se generaba como decimos, hasta hace muy poco tiempo, calificada como de “insostenible situación de interinidad”9.

No obstante, paralelamente, como hemos avanzado, las medidas de investigación tecnológica, entre las que se encuentra la intervención de las comunicaciones electrónicas, cuyo régimen va a ser el centro de nuestra investigación, han adquirido una importancia sin precedentes, viendo amplificada su presencia en los procesos penales; es por ello, que ha afirmado PÉREZ GIL que “son evidentes las mejoras que con vistas a la instrucción de los delitos han propiciado avances técnicos inimaginables hasta hace muy poco (análisis genéticos, sistemas de localización geográfica, datos de tráfico de las comunicaciones, videocámaras, dispositivos de escucha directa, programas informáticos rastreadores, agentes encubiertos en Internet, etc.)”10. De ahí, la necesidad de configurar jurídicamente estas técnicas para cumplir con el espíritu garantista que debe inspirar toda norma procesal. En este sentido, ya se apuntaba desde hace largo tiempo por parte de la doctrina que ese nuevo entorno tecnológico precisaba “expresas y concretas habilitaciones legales, sin que pueda considerarse suficiente la invocación de las de carácter genérico” que se venían utilizando en base al antiguo art. 579 Lecrim. Y a su juicio consideraba “inaplazable”, y no podían hacerse esperar estas reformas “hasta la elaboración de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, la introducción de normas expresas que posibiliten que los jueces autoricen concretas y novedosas medidas de investigación lesivas de la intimidad personal y familiar o del derecho a la protección de datos personales”11.

Afortunadamente, el Derecho Procesal Penal reaccionó a esta imperiosa necesidad en 2015 con la reforma comentada12, no obstante, su tardanza en adaptarse a los nuevos tiempos ha propiciado una rica, sesuda e interesantísima jurisprudencia digna de alabanza que posteriormente se ha visto recogida en las reformas comentadas. En el presente trabajo, hemos creído oportuno recoger esta jurisprudencia y analizar la evolución histórica que ha sufrido esta media de investigación.

Por otra parte, y como frontispicio de nuestra investigación, hemos de tener presente que, el derecho a la prueba en un proceso viene reconocido constitucionalmente en el art. 24.2 de nuestra Carta Magna, el cual dispone que todos tienen derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa. Precisamente al tema de la prueba se le han dedicado numerosas líneas, siendo tradicionalmente objeto central de atención tanto por la doctrina como por la jurisprudencia; no en vano, la prueba de conformidad con BARONA VILA se puede definir como “la actividad procesal, de las partes (de demostración) y del juez (de verificación), por la que se pretende logar el convencimiento psicológico del juzgador acerca de la verdad de los datos allegados al proceso”13, de ahí que haya sido uno de los epicentros del derecho procesal. Ahora bien, es evidente que con el avance de las nuevas tecnologías la actividad probatoria desarrollada por las partes se ha visto profundamente afectada, pues se dispone de nuevas fuentes de prueba. En concreto, en el presente trabajo queremos detener nuestra mirada sobre la prueba electrónica en el proceso penal, ciñéndonos a la intervención de las comunicaciones electrónicas; materia que, a nivel procesal español se sustentó como hemos comentado hasta 2015 en un raquítico art. 579 de la Lecrim que, no obstante, fue el germen de una extensa jurisprudencia.

Sin embargo, hemos de llamar la atención sobre la carencia de una definición legal y sobre la inexistencia de consenso a la hora conceptuar la prueba electrónica. De este modo, se vienen utilizando por la doctrina todo un abanico de expresiones para referirse a la misma. Dicha multiplicidad y ambigüedad ha sido puesta de manifiesto por GARRIDO CARRILLO, entre los términos que han sido empleados para referirse a ella podemos mencionar los siguientes: “prueba por soportes informáticos, prueba instrumental, prueba por medios reproductivos, prueba audiovisual, prueba por documentos electrónicos, prueba por registros, prueba tecnológica, documentos multimedia, prueba documental electrónica y multimedia, documento procesal electrónico, la reproducción de la imagen y del sonido y los instrumentos informáticos, los nuevos medios reconocidos, medios de reproducción audiovisual y medios de archivo y reproducción de la información mediante instrumentos”14. Dentro de esta variedad, el mencionado autor, junto con ABEL LLUCH y SANCHÍS CRESPO15, consideran más correcta la denominación de prueba electrónica, por lo que acogemos dicha terminología16.

Podemos tomar igualmente la definición de DELGADO MARTÍN quien conceptúa la prueba electrónica como “toda información producida, almacenada o transmitida por medios electrónicos, que pueda tener efectos para acreditar hechos en el proceso abierto para la investigación de todo tipo de infracciones penales, y no solamente para los denominados delitos informáticos”17. Por tanto, este tipo de prueba se admite para la verificación de cualquier ilícito.

Dicho esto, trataremos de abordar los fascinantes problemas jurídicos relacionados con la intervención de las comunicaciones electrónicas. En primer lugar, en nuestro capítulo primero plantearemos, como escenario inicial, la delimitación legal y jurisprudencial del derecho al secreto de las comunicaciones, haciendo referencia tanto a la normativa de carácter internacional como de carácter interno que lo regula. Tarea que abordamos, de un modo especial, bajo la óptica del prisma constitucional, pues razones de la insuficiencia legislativa ocasionada por el antiguo art. 579 de la Lecrim, han provocado que la jurisprudencia haya tenido que llevar a cabo un esfuerzo interpretativo titánico resultando en esta materia extremadamente prolija, siendo, por tanto, ineludible su cita.

En el segundo capítulo, abordaremos propiamente la intervención electrónica de las comunicaciones, formulando un concepto de la misma y concretando su ámbito subjetivo, y objetivo. Es decir, sobre qué sujetos puede recaer la medida, qué datos son susceptibles de ser intervenidos (distinguiendo en este último caso dos grandes apartados: las intervenciones telefónicas y las informáticas; si bien, adelantamos ya que, cada vez de un modo más notorio, las fronteras entre ambas tienden a ser más tenues y difuminarse). Igualmente, advertimos ab initio que se trata de una materia muy casuística, lo que nos obligará a referirnos a distintos supuestos, entre los que destacaremos la detección de las claves IMSI e IMEI; el listado de llamadas entrantes y salientes; los SMS y MMS; las videollamadas y videomensajes a través del móvil; visionado directo del número de teléfono de una llamada entrante y rellamada al mismo; la obtención del número de protocolo; los correos electrónicos y, por último las videollamadas a través de ordenador. Se trata de supuestos, todos ellos, muy interesantes que han de ser conocidos por los distintos operadores jurídicos, bien sea para plantear adecuadamente una estrategia procesal de acusación o de defensa, en caso de los letrados, bien para adoptar resoluciones constitucionalmente válidas en caso de los jueces y magistrados.

Para cerrar este segundo gran bloque, atenderemos a ciertas intervenciones específicas que requieren un tratamiento diferenciado, en atención a los interlocutores implicados o bien a las especiales circunstancias que representan. Así haremos referencia a las intervenciones por razones de urgencia; la intervención de las comunicaciones abogado-cliente; la de los internos en centros penitenciarios; las efectuadas por el Centro Nacional de Inteligencia; las previstas en la reforma concursal y, por último, las especialísimas intervenciones efectuadas por la Autoridad gubernativa en los estados de excepción y sitio.

Seguidamente, en el tercer capítulo, estudiaremos los presupuestos que se han de reunir para la adopción de la diligencia de intervención, escudriñando en los conceptos de fin constitucionalmente legítimo, la habilitación legal específica, los requisitos que debe aglutinar la autorización judicial, el principio de proporcionalidad y sus presupuestos materiales y procesales, cuál puede ser la duración de esta intervención y, finalmente, la obtención de la prueba y la ejecución de la medida de intervención, en la que cobra una importancia especial el control judicial, el deber de colaboración de los operadores de redes públicas y expondremos como se lleva a cabo la intervención de las comunicaciones a través de SITEL.

Como colofón, en nuestro cuarto capítulo, abordaremos un tema crucial para los ejercientes del Derecho, las comunicaciones electrónicas como prueba en el juicio oral, cuestión que ha originado una rica jurisprudencia. Se trata del capítulo más práctico de nuestra investigación, en el que analizaremos los diferentes institutos jurídicos que pueden estar relacionados con las comunicaciones electrónicas, esto es: el interrogatorio del acusado, la prueba testifical de voz e informática, la prueba documental pública y privada y cómo se puede llevar al proceso, el reconocimiento judicial, la lectura de las diligencias practicadas, el valor de las transcripciones y, finalmente, la valoración de la prueba en el proceso penal y el destino que han de seguir los registros grabados con la medida de intervención de las comunicaciones tras la finalización del procedimiento.

En definitiva, la presente investigación pretende ser un estudio de cómo ha evolucionado esta medida desde la plasmación en el acervo jurisprudencial hasta la normativa actual y cómo se lleva a cabo en la práctica.

1.Vid. BURGOS GARRIDO, B., “Las nuevas tecnologías en las profesiones jurídicas: una necesidad formativa”, en La docencia universitaria en el ámbito de las ciencias jurídicas y sociales (Dirs.: L. M. García Lozano y J. N. Nicolás García, Coords.: C. Carrillo González e I. Olmos Rubio), Thomson Reuters Aranzadi, 2019, pp. 133 a 142; y BURGOS GARRIDO, B., “La adaptación de la docencia a la enseñanza no presencial. Una experiencia en la Universidad de Granada”, en La adaptación de la docencia a la enseñanza no presencial y semipresencial del Derecho. Una experiencia desde la Universidad de Granada y el Derecho Administrativo (Dir.: F. J. Durán Ruiz, Coord.: A. Navarro Ortega, A), Comares, Granada, 2021 (en prensa).

2.No en vano, según el Estudio sobre la cibercriminalidad en España de 2018, el cual contabiliza los hechos delictivos de los que han tenido conocimiento las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad durante la serie histórica 2015-2018 (excluidos datos de Ertzaintza y Mossos d’Esquadra), en ese periodo “se constata el aumento de los delitos informáticos. De esta forma, podemos apreciar que, en 2018, se ha conocido un total de 110.613 hechos, lo que supone un 36,0% más con respecto al año anterior. De esta cantidad, el 80,2 % corresponde a fraudes informáticos (estafas) y el 10,8% a amenazas y coacciones. Actualmente, la importancia de la Cibercriminalidad va creciendo año tras año, como se demuestra con el aumento del número de hechos conocidos. Pero otro hecho, innegable es el peso proporcional que va adquiriendo dentro del conjunto de la criminalidad […] hemos pasado del año 2011, donde nos situábamos en el 2,1% al año 2018 con el 7,0%”. MINISTERIO DEL INTERIOR. GOBIERNO DE ESPAÑA, Estudio sobre la cibercriminalidad en España, Ministerio del Interior, Secretaría General Técnica, 2018, pp. 20 y 21.

3.Estos anglicismos, ahora frecuentemente utilizados, son definidos por MORALES GARCÍA del siguiente modo: El phishing se refiere a la “pesca electrónica o pesca del incauto; constituye una mezcla de técnicas de ingeniería social, combinada con el uso de las tecnologías de la información tendentes a obtener de los usuarios de Internet las claves de acceso a los productos contratados con la entidad bancaria, con la finalidad de acceder luego a tales servicios y obtener el correspondiente beneficio ilícito”. El pharming: “Consiste en la imitación de la página web de la entidad bancaria (web spoofing). De manera que, una vez tecleada en la barra de herramientas del navegador la dirección de la página web, donde realmente se accede, es a una copia casi exacta de la verdadera página web que, en lugar de solicitar solo el nombre de usuario y la clave de acceso (login y password), solicita, además, la firma electrónica. El sistema funciona incluso cuando el modo de acceder es a través de enlaces (linking) o de favoritos”. Y el Grooming es la “fórmula de acceso a los menores con la finalidad de mantener finalmente contactos sexuales con o sin su consentimiento (viciado o no)”. MORALES GARCÍA, M., “Derecho penal y sociedad de la información”, en Principios de Derecho de la Sociedad de la Información, (Coord.: M. Peguera Poch), Aranzadi, Cizur Menor, Pamplona, 2010, pp. 797, 798 y 818.

4.Convenio del Consejo de Europa sobre la Ciberdelincuencia de 23 de noviembre de 2001, ratificado por España el 20 de mayo de 2010.

5.Directiva 2013/48/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de octubre de 2013, sobre el derecho a la asistencia letrada en los procesos penales y en los procedimientos relativos a la orden de detención europea, y sobre el derecho a que se informe a un tercero en el momento de la privación de libertad y a comunicarse con terceros y con autoridades consulares durante la privación de libertad. Transpuesta por medio de la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales, que entró en vigor el 1 de noviembre de 2016 que vamos a analizar.

6.Directiva 2016/1148/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 6 de julio, relativa a las medidas destinadas a garantizar un elevado nivel común de seguridad de las redes y sistemas de información en la Unión.

7.ORTUÑO NAVALÓN, M. C., La prueba electrónica ante los tribunales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2014, p. 14.

8.Sobre este término apuntar que, algunas son realmente novedosas y otras ya llevan implantadas décadas, por lo que quizás habría que ir pensando otro modo de referirnos a ellas.

9.MARCHENA GÓMEZ, M., “El futuro de las diligencias probatorias relacionadas con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, a partir de los contenidos del borrador del Código Procesal Penal”, en Diario La Ley, núm. 8370, Sección Dictamen, 2014, p. 2.

10.PÉREZ GIL, J., “Investigación penal y nuevas tecnologías: algunos de los retos pendientes”, en Revista Jurídica de Castilla y León, núm. 7, 2005, p. 213.

11.Ibidem, p. 220.

12.Cuestión aparte es que nuestra actual Ley de Enjuiciamiento criminal, al margen de lo comentado, requiera, asimismo, de otras futuras reformas, pero como se dice popularmente eso ya es harina de otro costal y de otra investigación.

13.BARONA VILAR, S., “Proceso cautelar”, en Derecho jurisdiccional III. Proceso penal, AA.VV. Montero Aroca, J., Gómez Colomer J.L., Montón Redondo, A., y Barona Vilar, S., Tirant lo Blanch, Valencia, 2011, p. 300.

14.GARRIDO CARRILLO, F. J., “Las nuevas tecnologías como prueba en los procesos civiles y penales”, Actas I Congreso Internacional de la Sociedad Digital: Oportunidades y riesgos para menores y jóvenes 2014, Comares, p. 274. Disponible en la URL: http://www.congresouniversa.com/actas-2014/ (con acceso el 06/04/2015).

15.Respectivamente, Ibidem p. 276; ABEL LLUCH, X., “Las nuevas tecnologías y acceso al proceso”, en La Prueba judicial. Desafíos en las jurisdicciones civil, penal, laboral y contencio-so-administrativa, (Dirs.: X. Abel Lluch, J. Picó I Junoy, y M. Richard González), La Ley, Madrid, 2011, p. 346; Y SANCHÍS CRESPO, C.: “La prueba en soporte electrónico”, en la obra colectiva Las Tecnologías de la Información y de la Comunicación en la Administración de Justicia. Análisis sistemático de la Ley 18/2011, de 5 de julio, Thomson Reuters Aranzadi, Navarra, 2012, p. 713.

16.Por otra parte, la Decisión 2002/630/JAI del Consejo, de 22 de julio del 2002, relativa a la cooperación policial y judicial en materia penal (AGIS), Diario Oficial L 203, de 1 de agosto de 2002, sí hace referencia de un modo expreso al concepto de prueba electrónica como “la información obtenida a partir de un dispositivo electrónico o medio digital el cual sirve para adquirir convencimiento de la certeza de un hecho; y medios de prueba electrónicos, como los soportes técnicos que recogen la prueba electrónica”.

17.DELGADO MARTÍN, J., “Derechos fundamentales afectados en el acceso al contenido de dispositivos electrónicos para la investigación de delitos”, en Diario La Ley, núm. 8202, 2013, p. 1.

La Intervención de las Comunicaciones Electrónicas, Evolución Normativa y Análisis Jurisprudencial

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