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I

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Esquina de las Descalzas. Dos embozados, que entran en escena por opuesto lado, tropiezan uno con otro. Es de noche.

Embozado primero.—¡Bruto!

Embozado segundo.—El bruto será él.

–¿No ve usted el camino?

–¿Y usted no tiene ojos?… Por poco me tira al suelo.

–Yo voy por mi camino.

–Y yo por el mío.

–Vaya enhoramala. (Siguiendo hacia la derecha.)

–¡Qué tío!

–Si te cojo, chiquillo… (Deteniéndose amenazador.) te enseñaré a hablar con las personas mayores. (Observa atento al embozado segundo.) Pero yo conozco esa cara. ¡Con cien mil de a caballo!… ¿No eres tú…?

–Pues a usted le conozco yo. Esa cara, si no es la del Demonio, es la de D. José Ido del Sagrario.

–¡Felipe de mis entretelas! (Dejando caer el embozo y abriendo los brazos.) ¿Quién te había de conocer tan entapujado? Eres el mismísimo Aristóteles. ¡Dame otro abrazo… otro!

–¡Vaya un encuentro! Créame, D. José; me alegro de verle más que si me hubiera encontrado un bolsón de dinero.

–¿Pero dónde te metes, hijo? ¿Qué es de tu vida?

–Es largo de contar. ¿Y qué es de la de usted?

–¡Oh!… déjame tomar respiro. ¿Tienes prisa?

–No mucha.

–Pues echemos un párrafo. La noche está fresca, y no es cosa de que hagamos tertulia en esta desamparada plazuela. Vámonos al café de Lepanto, que no está lejos. Te convido.

–Convidaré yo.

–Hola, hola… Parece que hay fondos.

–Así, así… ¿Y usted qué tal?

–¿Yo? Francamente, naturalmente, si te digo que ahora estoy echando el mejor pelo que se me ha visto, puede que no lo creas.

–Bien, Sr. de Ido. Yo había preguntado varias veces por usted, y como nadie me daba razón, decía: «¿qué habrá sido de aquel bendito?».

Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmantelado establecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sin dejar sombra ni huella de sus pasadas glorias. Instálanse en una mesa y piden café y copas.

IDO DEL SAGRARIO.—(Con solemnidad, depositando sobre la mesa sus dos codos como objetos que habrían estorbado en otra parte.) Tan deseosos estamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta al relato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo la delantera o dejar que empieces tú.

ARISTO.—(Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada en una banqueta próxima a la suya.) Como usted quiera.

–Veo que tienes buena capa… Y corbata con alfiler como la de un señorito… Y ropa muy decente. Chico… tú has heredado. ¿Con quién andas? ¿Te ha salido algún tío de Indias?

–Es que tengo ahora, para decirlo de una vez, el mejor amo del mundo. Debajo del sol no hay otro, ni es posible que lo vuelva a haber.

–¡Bien, bravo! Un aplauso para ese espejo de los amos. ¿Pero es tan desordenado como aquel D. Alejandro Miquis?

–Todo lo contrario.

–¿Estudiante?

(Con orgullo.) ¡Capitalista!

–Chico… me dejas con la boca abierta. ¿Es muy rico?

–Lo que tiene… (Expresando con voz y gesto la inmensidad.) no se acierta a contar.

–¡Otra que tal! ¿No te dije que Dios se había de acordar de ti algún día?.. Y dime ahora con franqueza: ¿cómo me encuentras?

(Sin disimular sus ganas de reír.) Pues le encuentro a usted…

(Con alborozo y soltando del inferior labio hilos de transparente baba.) Dilo, hombrecito, dilo.

–Pues le encuentro a usted… gordo.

(Con inefable regocijo.) Sí, sí; otros me lo han dicho también. Nicanora asegura que aumento dos libras por mes… Es que la feliz mudanza de mi oficio, de mi carrera, de mi arte de vivir, ha de expresarse en estas míseras carnes. Ya no soy desbravador de chicos; ya no me ocupo en trocar las bestias en hombres, que es lo mismo que fabricar ingratos. ¿No te anuncié que pensaba cambiar aquel menguado trabajo por otro más honroso y lucrativo?… Tomome de escribiente un autor de novelas por entregas. Él dictaba, yo escribía… Mi mano un rayo… Hombre contentísimo… Cada reparto una onza. Cae mi autor enfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma, y ¡ras!, lo acabo y enjareto otro, y otro. Chico, yo mismo me asustaba. Mi principal dice: «Ido colaborador»… Emprendimos tres novelas a la vez. Él dictaba los comienzos; luego yo cogía la hebra, y allá te van capítulos y más capítulos. Todo es cosa de Felipe II, ya sabes, hombres embozados, alguaciles, caballeros flamencos, y unas damas, chico, más quebradizas que el vidrio y más combustibles que la yesca…; el Escorial, el Alcázar de Madrid, judíos, moriscos, renegados, el tal Antoñito Pérez, que para enredos se pinta solo, y la muy tunanta de la princesa de Éboli, que con un ojo solo ve más que cuatro; el Cardenal Granvela, la Inquisición, el príncipe D. Carlos, mucha falda, mucho hábito frailuno, mucho de arrojar bolsones de dinero por cualquier servicio, subterráneos, monjas levantadas de cascos, líos y trapisondas, chiquillos naturales a cada instante, y mi D. Felipe todo lleno de ungüentos… En fin, chico, allá salen pliegos y más pliegos… Ganancias partidas; mitad él, mitad yo… Capa nueva, hijos bien comidos, Nicanora curada (Deteniéndose sofocado…) yo harto y contentísimo, trabajando más que el obispo y cobrando mucha pecunia.

–¡Precioso oficio!

(Tomando aliento.) No creas; se necesita cabeza, porque es una liornia de mil demonios la que armamos. El editor dice: «Ido, imaginación volcánica: tres cabezas en una». Y es verdad. Al acostarme, hijo, siento en mi cerebro ruidos como los de una olla puesta al fuego… Y por la calle cuando salgo a distraerme, voy pensando en mis escenas y en mis personajes. Todas las iglesias se me antojan Escoriales, y los serenos corchetes, y las capas esclavinas. Cuando me enfado, suelto de la boca los pardiezes sin saber lo que digo, y en vez de un carape, se me escapa aquello de ¡Con cien mil de a caballo! A lo mejor, a mi Nicanora la llamo Doña Sol o Doña Mencía. Me duermo tarde; despierto riéndome y digo: «Ya, ya sé por dónde va a salir el que se hundió en la trampa». (Con exaltación que pone en cuidado a Felipe.) Porque has de saber, amiguito, que hay una mina muy larga, hecha por los moros, la cual pone en comunicación la casa del Platero, vivienda de Antonio Pérez, con el convento de religiosas carmelitas calzadas de la Santísima Pasión de Pinto.

–Vaya que es larga de veras… (Disimulando la risa.) ¡Qué cosas! ¡En qué enredos se ha metido usted! Pero lo que importa es ganar dinero.

–¡Moneda! Toda la que quiero. Ahora me sale a ocho duros por reparto. Despabilo mi parte en dos días. Pronto trabajaré por mi cuenta, luego que despachemos la nueva tarea que se nos ha encargado ahora. El editor es hombre que conoce el paño, y nos dice: «Quiero una obra de mucho sentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien cargada de moralidad». Oír esto yo y sentir que mi cerebro arde es todo uno. Mi compañero me consulta… le contesto leyéndole el primer capítulo que compuse la noche antes en casa… ¡Hombre entusiasmado! Francamente, la cosa es buena. Figuro que rebuscando en unas ruinas me encuentro una arqueta. Ábrola con cuidado, y ¿qué creerás que hallo? Un manuscrito. Leo y ¿qué es?, una historia tiernísima, un libro de memorias, un diario. Porque o se tiene chispa o no se tiene… Puestos los dos en el telar, ya llevamos catorce repartos, y la cosa no acabará hasta que el editor nos diga: «¡ras, a cortar!». (Apurando la copa de coñac.) Francamente, este licor da la vida.

(Mirando el reloj del café.) Es un poco tarde, y aunque mi amo es muy bueno, no quiero que me riña por entretenerme cuando llevo un recado.

(Excitadísimo y sin atender a lo que habla Felipe.) Como te decía, he puesto en la tal obra dos niñas bonitas, pobres, se entiende, muy pobres, y que viven siempre con más apuro que el último día de mes… Pero son más honradas que el Cordero Pascual. Ahí está la moralidad, ahí está, porque esas pollas huerfanitas que solicitadas de tanto goloso, resisten valientes y son tan ariscas con todo el que les hable de pecar, sirven de ejemplo a las mozas del día. Mis heroínas tienen los dedos pelados de tanto coser, y mientras más les aprieta el hambre, más se encastillan ellas en su virtud. El cuartito en que viven es una tacita de plata. Allí flores vivas y de trapo, porque la una riega los tiestos de minutisa, y la otra se dedica a claveles artificiales. Por las mañanas, cuando abren la ventanita que da al tejado… Quisiera leértelo… Dice: «Era una hermosa mañana del mes de Mayo. Parecía que la Naturaleza…». (Con desvarío.) En esto tocan a la puerta. Es un lacayo con una carta llena de billetes de Banco. Las dos niñas bonitas se ponen furiosas, le escriben al marqués en perfumado pliego… y me le ponen que no hay por donde cogerlo. Total, que ellas quieren más la palma que el dinero. ¡Ah!, me olvidaba de decirte que hay una duquesa más mala que la mala landre, la cual quiere perder a las chicas por la envidia que tiene de lo guapas que son… También hay un banquero que no repara en nada. Él cree que todo se arregla con puñados de billetes. ¡Patarata! Yo me inspiro en la realidad. ¿Dónde está la honradez? En el pobre, en el obrero, en el mendigo. ¿Dónde está la picardía? En el rico, en el noble, en el ministro, en el general, en el cortesano… Aquellos trabajan, estos gastan. Aquellos pagan, estos chupan. Nosotros lloramos y ellos maman. Es preciso que el mundo… Pero ¿qué haces, Felipe, te duermes?

(Despabilándose y sacudiéndose.) Perdone usted, Sr. D. José querido. No es falta de respeto; es que con lo poco que bebí de ese maldito aguardiente parece que la cabeza se me ha llenado de piedras.

(Con creciente desazón febril, que rompe el último dique puesto a su locuacidad.) Si esto da la vida… si con este calorcillo que corre por mi cuerpo, tengo yo numen para toda la noche, y ahora me voy a casa y de un tirón despacho sesenta cuartillas… (Saltando de su asiento.) Eres un verdadero Juan Lanas. Bebe más.

(Frotándose los ojos.) Ni por pienso. Me caería en la calle. Vámonos, D. José.

–Aguarda, hombre. No seas tan vivo de genio. ¿Qué prisa tienes?

(Metiéndose la mano en el bolsillo del pecho.) Voy a llevar esta carta.

–¿A quién?

–A dos señoritas que viven solas.

(Pasmado.) ¡Felipe!… ¡A dos niñas guapas, solas, honradas! Sin duda una carta llena de dinero. Tu amo es banquero, un pillo que quiere deshonrarlas.

–Poco a poco… Usted ha bebido demasiado.

–¿Lo ves, lo ves? (Echando los ojos fuera del casco.) ¿Ves como por mucho que invente la fantasía, mucho más inventa la realidad?… Chicas huérfanas, apetitosas, tentación, carta, millones, virtud triunfante. (Gesticulando enfáticamente con el derecho brazo.) Fíjate en lo que digo. ¿Qué apuestas a que te dan con la puerta en los hocicos? ¿Qué apuestas a que vas a ir rodando por la escalera? Capítulo: «De cómo el emisario del marqués le toma la medida a la escalera».

–Si mi amo no es marqués… Mi amo es don Agustín Caballero, a quien usted conocerá.

(Con penetración.) Sea lo que quiera, la carta que llevas encierra un instrumento de inmoralidad, de corrupción. La carta contiene billetes.

–Sí, pero son de teatro para la función de mañana domingo por la tarde. Es que los primos de mi amo, los señores de Bringas, no pueden ir, porque tienen un niño malo.

–¡Bringas, Bringas!… (Recordando.) Amigo Aristóteles, déjame ver el sobre de la carta…

–Véalo.

(Leyendo el sobrescrito, lanza formidable monosílabo de asombro y se lleva las manos a la cabeza.) «Señoritas Amparo y Refugio». Si son mis vecinas, si son las dos niñas huérfanas de Sánchez Emperador…

–¿Las conoce usted?

–¡Si vivimos en la misma casa, Beatas, 4, yo tercero, ellas cuarto! Si en esa parejita me inspiro para lo que escribo… ¿Ves, ves? La realidad nos persigue. Yo escribo maravillas, la realidad me las plagia.

–Son guapas y buenas chicas.

–Te diré… (Meditabundo.) Nada dan que decir a la vecindad, pero…

–¿Pero qué?…

(Con profundo misterio.) La realidad, si bien imita alguna vez a los que sabemos más que ella, inventa también cosas que no nos atrevemos ni a soñar los que tenemos tres cabezas en una.

–Pues ponga usted en sus novelas esas cosas.

–No, porque no tienen poesía. (Frunciendo el ceño.) Tú no entiendes de arte. Cosas pasan estupendas que no pueden asomarse a las ventanas de un libro, porque la gente se escandalizaría… ¡prosas horribles, hijo, prosas nefandas que estarán siempre proscritas de esta honrada república de las letras! Vamos, que si yo te contara…

–Cuénteme usted esas prosas.

–¡Si tú supieras guardar un secretillo!…

–Sí que sé.

–¿De veras?

–Échelo, hombre.

–Pues… (Después de mirar a todos lados, acerca sus labios al oído de Felipe, y le habla un ratito en voz baja.)

(Oyendo entristecido.) Ya… ¡Qué cosas!

–Esto no se debe decir.

–No, no se debe decir.

–Ni se debe escribir. ¡Qué vil prosa!

(Reflexionando.) A menos que usted, con sus tres cabezas en una, no la convierta en poesía.

(Con enérgica denegación.) Tú no entiendes de arte. (Intentando horadarse la frente con la punta del dedo índice.) La poesía la saco yo de esta mina.

–Vámonos, D. José.

–Vamos; y pues tú y yo llevamos el derrotero de mi casa… hablaremos… camino. Luego que desempeñes… comisión, entrarás en mi cuarto. Nicanora se alegrará mucho de verte. Apretón de manos… tertulia, recuerdos, explicaciones… (Con lenguaje cada vez más incoherente y torpe.) Yo… hablarte Emperadoras… tú… de ese amo insigne… preclaro… opulentísimo…

Tormento

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