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VIII
ОглавлениеTres noches después, el primo repitió el obsequio de las butacas; pero Rosalía vaciló en aceptarlas, porque al pequeñuelo le había entrado una tos muy fuerte y parecía tener algo de fiebre. A todo el que a la casa llegaba, decía la señora: «¿Qué le parece a usted, tendrá destemplanza?». Y a su marido le preguntaba sin cesar: «¿Qué hacemos, vamos o no al teatro?». El amor a las pompas mundanas no excluía en la descendiente de los Pipaones el sentimiento materno, por lo cual, después de muchas dudas, resolvió no salir aquella noche. Pero después de las seis estaba el chiquitín tan despejado que ganó terreno la opinión contraria, y con ingeniosas razones Rosalía la hizo prevalecer al fin.
«Bien, iremos, aunque no tengo ganas de salir de casa—dijo, preparando sus atavíos—. Pero tú, Amparo, te quedas aquí esta noche. No me fío de Calamidad. Quedándote tú, voy tranquila. Se te arreglará tu cama en el sofá del comedor, donde dormirás muy ricamente como aquellas noches, ¿te acuerdas?… cuando Isabelita estuvo con anginas. Fíjate bien en lo que te digo. Le das el jarabe antes de que se duerma y si despierta, otra cucharadita».
No dejemos pasar, ya que se habla de medicinas, un detalle de bastante valor que puede añadirse a los innúmeros ejemplos de la sabiduría vividora de los Bringas. Aquella feliz familia traía gratis los medicamentos de la botica de Palacio, por gracia de la inagotable munificencia de la Reina. Sin más gasto que un bien cebado pavo por Navidad, les visitaba en sus indisposiciones uno de los médicos asalariados de la servidumbre de la casa Real.
Los chicos se durmieron después de mucha bulla y jarana, y a las nueve y media de la noche todo era silencio y paz en la casa. Cansada del trabajo de aquel día, sentose Amparo junto a la mesa del comedor, donde había quedado la lámpara encendida, y se entretuvo en hojear un voluminoso libro. Era la Biblia, edición de Gaspar y Roig, con láminas. Habíala regalado a nuestro D. Francisco un amigo que se fue a Cuba, y constituía, con el Diccionario de Madoz, toda la riqueza bibliográfica de la casa, fuera de los libros de Paquito el orador. Más atendía a las láminas que al texto la fatigada joven; pasaba hojas y más hojas con perezoso movimiento, y así trascurrió algún tiempo hasta que la campanilla de la puerta anunció una visita… Amparo pensaba quién pudiera ser, cuando se presentó Caballero dándole las buenas noches en tono muy afectuoso.
«¿Fueron al teatro?—preguntó con sorpresa sentida o estudiada, que esto no se puede saber bien—. Esta tarde les vi inclinados a no ir. Por eso he venido. ¿Y el nene?».
–Sigue bien; no tiene nada… Me he quedado aquí para que Rosalía pudiera salir tranquila.
–Más vale así. Pues señor…—murmuró Agustín, dejando capa y sombrero—. Este comedor está abrigadito. ¿Qué lee usted?
Amparo alargó sonriendo el libro.
–¡Ah!… buena cosa… Yo tengo una edición mejor… ¿A ver esa lámina? Un ángel entre dos columnas rodeado de luz… ¿Qué dice? Y he aquí un varón cuyo aspecto era como el de un bronce. Bien, eso está bien.
La fisonomía del salvaje era poco accesible generalmente a las interpretaciones del observador; pero el observador en aquel caso y momento se podía haber arriesgado a dar a la expresión de aquel rostro la versión siguiente: «Ya sabía yo que esos majaderos estaban en el teatro y que la encontraría a usted solita».
«Pues señor…».
Y no salía de esto, si bien tenía fuerte apetito de hablar, de decir algo. Solo ante ella, sin temor de indiscretos testigos, el hombre más tímido del mundo iba a ser locuaz y comunicativo. Pero las burbujas de elocuencia estallaban sin ruido en sus morados labios, y…
«¿A ver esa lámina?… Dice ¿Quién es este que viene de Edón?… Pues señor…».
La dificultad en estos casos es hallar un buen principio, dar con la clave y fórmula del exordio. ¡Ah!, ya la había encontrado. Los negros ojos de Caballero despidieron fugitivo rayo, semejante al que precede a la inspiración del artista y del orador. Ya tenía la primera sílaba en su boca, cuando Amparo, con franco y natural lenguaje que él no habría podido imitar en aquel caso, le mató la inspiración.
«Diga usted, D. Agustín, ¿cuántos años estuvo usted en América?».
–Treinta años—replicó el tal, descansando de sus esfuerzos de iniciativa parlante, porque es dulce para el hombre de pocas palabras contestar y seguir el fácil curso de la conversación que se le impone—. Fui a los quince, más pobre que la pobreza. Mi tío estaba establecido en el Estado de Tamaulipas, cerca de la frontera de Texas. Pasé primero diez años en una hacienda donde no había más que caballos y algunos indios. Después me fijé en Nueva León, hice varios viajes a la costa del Pacífico, atravesando la Sierra Madre. Cuando murió mi tío me establecí en Brownsville, junto al río del Norte, y fundé una casa introductora con mis primos los Bustamantes, que ahora se han quedado solos al frente del negocio. Yo he venido a Europa por falta de salud y por tristeza… ¡Oh!, es largo de contar, muy largo, y si usted tuviera paciencia…
–Pues sí que la tendré… Habrá usted pasado muchos trabajos y también grandes sustos, porque yo he oído que hay allá culebras venenosas y otros animaluchos, tigres, elefantes…
–Elefantes no.
–Leopardos, dragones o no sé qué, y sobre todo unas serpientes de muchas varas que se enroscan y aprietan, aprietan… Jesús, ¡qué horror!… ¿Y piensa usted volver allá?—prosiguió, sin dar tiempo a que Caballero diera explicaciones sobre la verdadera fauna de aquellos países.
–Eso no depende de mí—contestó el indiano mirando al hule que cubría la mesa.
–¿Pues de quién ha de depender, D. Agustín?—indicó Amparo quizás con demasiada familiaridad—. ¿No es usted libre?
Caballero la miró un momento, ¡pero de qué manera! Parecía que la abrasaba con sus ojos y la suspendía sacándola del asiento. Después repitió con visible embarazo el no depende de mí y tan quedo, tan inarticulado, que antes fue sentido que dicho.
«¿Es cierto que se va usted a meter monja?»—preguntó luego.
–Eso dice Rosalía,—replicó ella con gracia—. Tanto lo dirá, que al fin quizá salga cierto. ¡Ay!, D. Agustín, dichoso el que es dueño de sí mismo, como usted. ¡En qué condición tan triste estamos las pobres mujeres que no tenemos padres, ni medios de ganar la vida, ni familia que nos ampare, ni seguridad de cosa alguna como no sea de que al fin, al fin, habrá un hoyo para enterrarnos!… Eso del monjío, qué quiere usted que le diga, al principio no me gustaba; pero va entrando poquito a poco en mi cabeza, y acabaré por decidirme…
En el cerebro del tímido surgió bullicioso tumulto de ideas; palabras mil acudieron atropelladas a sus secos labios. Iba a decir admirables y vehementes cosas, sí, las diría… O las decía o estallaba como una bomba. Pero los nervios se le encabritaron; aquel maldito freno que su ser íntimo ponía fatalmente a su palabra le apretó de súbito con soberana fuerza, y de sus labios, como espuma que salpica de los del epiléptico, salpicaron estas dos palabras:
«Vaya, vaya».
Amparo, con su penetración natural, comprendió que Agustín tenía dentro algo más que aquel vaya vaya tan frío, tan incoloro y tan insulso, y se atrevió a estimularle así:
«¿Y usted, qué me aconseja?».
Antes de que el consabido freno pudiera funcionar, la espontaneidad, adelantándose a todo en el alma de Caballero, dictó esta respuesta:
«Yo digo que es un disparate que usted se haga monja. ¡Qué lástima! Es que no se lo consentiremos…».
Arrojado este atrevido concepto, Agustín sintió que el rubor ¡cosa extraña!, subía a su rostro caldeado y seco. Era como un árbol muerto que milagrosamente se llena de poderosa savia y echa luego en su más alta rama una flor momentánea. El corazón le latía con fuerza, y tras aquellas palabras vinieron estas:
«¡Hacerse monja! Eso es de países muertos. Mendigos, curas, empleados; ¡la pobreza instituida y reglamentada!… Pero no; usted está llamada a un destino mejor, usted tiene mucho mérito».
–¡D. Agustín!
–Sí, lo digo, lo vuelvo a decir… usted es pobre, pero de altas, de altísimas prendas.
–D. Agustín, que se remonta usted mucho,—murmuró ella hojeando el libro.
–¡Y tan guapa!…—exclamó Caballero con cierto éxtasis, como si tales palabras se hubieran dicho solas, sin intervención de la voluntad.
–¡Jesús!
–Sí, señora, sí.
–Gracias, gracias. Si usted se empeña, no es cosa de que riñamos. Es usted amable.
–No, no—dijo el cobarde envalentonándose—. Yo no soy amable, yo no soy fino, no, no soy galante. Yo soy un hombre tosco y rudo, que he pasado años y más años metido en mí mismo, al pie de enormes volcanes, junto a ríos como mares trabajando como se trabaja en América. Yo desconozco las mentiras sociales, porque no he tenido tiempo de aprenderlas. Así, cuando hablo, digo la verdad pura.
Amparo, sin dejar de aparentar un mediano interés por las láminas de la Biblia, pareció querer variar la conversación, diciendo:
«Por nada del mundo iría yo a esas tierras».
–¿De veras?… ¡Quién sabe! Mucho se pierde en la soledad; pero también mucho se gana. Las asperezas de esa vida primitiva entorpecen los modales del hombre; pero le labran por dentro.
–¡Ay!, no. No me hable usted de esa vida. A mí lo que me gusta es la tranquilidad, el orden, estarme quietecita en mi casa, ver poca gente, tener una familia a quien querer y quien me quiera a mí; gozar de un bienestar medianito y no pasar tantísimo susto por perseguir una fortuna que al fin se encuentra, sí, pero ya un poco tarde y cuando no se puede disfrutar de ella.
¡Qué buen sentido! Caballero estaba encantado. La conformidad de las ideas de Amparo con sus ideas debía darle ánimo para abrir de golpe y sin cuidado el arca misteriosa de sus secretos. El soberano momento llegaba.
«Pues señor»…—murmuró recogiendo sus ideas y auxiliándose de la memoria.
Porque, al venir a la casa, había preparado su declaración; tenía un magnífico plan con oportunas frases y razonamientos. Los mudos suelen ser elocuentísimos cuando se dicen las cosas a sí mismos.