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IV

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¡Que si quieres!… Echamos a andar por aquel pasillo de baldosines rojos, al cual yo llamaría calle o callejón por su magnitud, por estar alumbrado en algunas partes con mecheros de gas y por los ángulos y vueltas que hace. De trecho en trecho encontrábamos espacios, que no dudo en llamar plazoletas, inundados de luz solar, la cual entraba por grandes huecos abiertos al patio. La claridad del día, reflejada por las paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones, túneles o como quiera llamárseles, se perdía y se desmayaba en ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo un doselete de latón.

En todas partes hallábamos puertas de cuarterones, unas recién pintadas, descoloridas y apolilladas otras, numeradas todas; mas en ninguna descubrimos el guarismo que buscábamos. En esta veíamos pendiente un lujoso cordón de seda, despojo de la tapicería palaciega; en aquella un deshilachado cordel. Con tal signo algunas viviendas acusaban arreglo y limpieza, otras desorden o escasez, y los trozos de estera de alfombra que asomaban por bajo de las puertas también nos decían algo de la especial aposentación de cada interior. Hallábamos domicilios deshabitados, con puertas telarañosas, rejas enmohecidas, y por algunos huecos tapados con rotas alambreras soplaba el aire trayéndonos el vaho frío de estancias solitarias. Por ciertos lugares anduvimos que parecían barrios abandonados, y las bóvedas de desigual altura devolvían con eco triste el sonar de nuestros pasos. Subimos una escalera, bajamos otra, y creo que tornamos a subir, pues resueltos a buscar por nosotros mismos el dichoso número, no preguntábamos a ningún transeúnte, prefiriendo el grato afán de la exploración por lugares tan misteriosos. La idea de perdernos no nos contrariaba mucho, porque saboreábamos de antemano mano el gusto de salir al fin a puerto sin auxilio de práctico y por virtud de nuestro propio instinto topográfico. El laberinto nos atraía, y adelante, adelante siempre, seguíamos tan pronto alumbrados por el sol como por el gas, describiendo ángulos y más ángulos. De trecho en trecho algún ventanón abierto sobre la terraza nos corregía los defectos de nuestra derrota, y mirando a la cúpula de la capilla, nos orientábamos y fijábamos nuestra verdadera posición.

«Aquí—dijo Pez algo impaciente—, no se puede venir sin un plano y aguja de marear. Esto debe de ser el ala del Mediodía. Mire usted los techos del Salón de Columnas y de la escalera… ¡Qué moles!».

En efecto, grandes formas piramidales forradas de plomo nos indicaban las grandes techumbres en cuya superficie inferior hacen volatines los angelones de Bayeu.

A lo mejor, andando siempre, nos encontrábamos en un espacio cerrado que recibía la luz de claraboyas abiertas en el techo, y teníamos que regresar en busca de salida. Viendo por fuera la correcta mole del alcázar, no se comprenden las irregularidades de aquel pueblo fabricado en sus pisos altos. Es que durante un siglo no se ha hecho allí más que modificar a troche y moche la distribución primitiva, tapiando por aquí, abriendo por allá, condenando escaleras, ensanchando unas habitaciones a costa de otras, convirtiendo la calle en vivienda y la vivienda en calle, agujerando paredes y cerrando huecos. Hay escaleras que empiezan y no acaban; vestíbulos o plazoletas en que se ven blanqueadas techumbres que fueron de habitaciones inferiores. Hay palomares donde antes hubo salones, y salas que un tiempo fueron caja de una gallarda escalera. Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepa a dónde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras los cuales no se ve más que soledad, polvo y tinieblas.

A un sitio llegamos donde Pez dijo: «esto es un barrio popular». Vimos media docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel, espadas y fusiles de caña. Más allá, en un espacio ancho y alumbrado por enorme ventana con reja, las cuerdas de ropa puesta a secar nos obligaban a bajar la cabeza para seguir andando. En las paredes no faltaban muñecos pintados ni inscripciones indecorosas. No pocas puertas de las viviendas estaban abiertas, y por ellas veíamos cocinas con sus pucheros humeantes y los vasares orlados de cenefas de papel. Algunas mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle.

«Van ustedes perdidos»—nos dijo una que tenía en brazos un muchachón forrado en bayetas amarillas.

–Buscamos la casa de D. Francisco Bringas.

–¿Bringas?… ya, ya sé—dijo una anciana que estaba sentada junto a la gran reja—. Aquí cerca. No tienen ustedes más que bajar por la primera escalera de caracol y luego dar media vuelta… Bringas, sí, es el sacristán de la Capilla.

–¿Qué está usted diciendo, señora? Buscamos al oficial primero de la Intendencia.

–Entonces será abajo, en la terraza. ¿Saben ustedes ir a la fuente?

–No.

–¿Saben la escalera de Cáceres?

–Tampoco.

–¿Saben el oratorio?

–No sabemos nada.

–¿Y el coro del oratorio? ¿Y los palomares?

Resultado: que no conocíamos ninguna parte de aquel laberíntico pueblo formado de recovecos, burladeros y sorpresas, capricho de la arquitectura y mofa de la simetría. Pero nuestra impericia no se daba por vencida, y rechazamos las ofertas de un muchacho que quiso ser nuestro guía.

«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferio opuesto al que habita nuestro amigo—dijo Pez con cierto énfasis geográfico de personaje de Julio Verne—. Propongámonos trasladarnos al ala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación la cúpula de la Capilla y los techos de la escalera. Una vez posesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si no damos con la casa de Bringas. Yo no vuelvo más aquí sin un buen plano, brújula… y provisiones de boca».

Antes de partir para aquella segunda etapa de nuestro viaje, miramos por el ventanón el hermoso panorama de la Plaza de Oriente y la parte de Madrid que desde allí se descubre, con más de cincuenta cúpulas, espadañas y campanarios. El caballo de Felipe IV nos parecía un juguete, el Teatro Real una barraca, y el plano superior del cornisamento de Palacio un ancho puente sobre el precipicio, por donde podría correr con holgura quien no padeciera vértigos. Más abajo de donde estábamos tenían sus nidos las palomas, a quienes velamos precipitarse en el hondo abismo de la Plaza, en parejas o en grupos, y subir luego en velocísima curva a posarse en los capiteles y en las molduras. Sus arrullos parecen tan inherentes al edificio como las piedras que lo componen. En los infinitos huecos de aquella fabricada montaña habita la salvaje república de palomas, ocupándola con regio y no disputado señorío. Son los parásitos que viven entre las arrugas de la epidermis del coloso. Es fama que no les importan nada las revoluciones; ni en aquel libre aire, ni en aquella secular roca hay nada que turbe el augusto dominio de estas reinas indiscutidas e indiscutibles.

Andando. Pez había adquirido en los libritos de Verne nociones geográficas; se las echaba de práctico y a cada paso me decía: «Ahora vamos por el Mediodía… Forzosamente hemos de encontrar el paso de poniente a nuestra derecha… Podemos bajar sin miedo al piso segundo por esta escalera de caracol… Bien… ¿en dónde estamos? Ya no se ve la cúpula, ni un triste pararrayos. Estamos en los sombríos reinos del gas… Pues volvamos arriba por esta otra escalera que se nos viene a la mano… ¿Qué es esto? ¿Nos hallamos otra vez en el ala de Oriente? Sí, porque mirando al patio por esta ventana, la cúpula está a nuestra derecha… Crea usted que ese bosque de chimeneas me causa mareo. Paréceme que navego y que toda esta mole da tumbos como un barco. A este lado parece que está la fuente, porque van y vienen mujeres con cántaros… Ea, yo me rindo, yo pido práctico, yo no doy un paso más… Hemos andado más de media legua y no puedo con mi cuerpo… Un guía, un guía, y que me saquen pronto de aquí».

La Providencia deparonos nuestra salvación en la considerable persona de la viuda de García Grande, que se nos pareció de improviso saliendo de una de las más feas y más roñosas puertas que a nuestro lado veíamos.

La de Bringas

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