Читать книгу Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós - Страница 62

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Dando trompicones, entró Ido en una de las alcobas, y apoyando la rodilla en el camastro que allí había empezó a dar golpes con el palillo, pronunciando torpemente estas palabras: «Adúlteros, expiad vuestro crimen». Los que desde el corredor le oían, reíanse a todo trapo, y Nicanora arengaba al público diciendo: «pronto se le pasará; cuanto más fuerte, menos le dura».

«Así, así... muertos los dos... charco de sangre... yo vengado, mi honra la... la... vadita» murmuraba él dando golpes cada vez más flojos, y al fin se desplomó sobre el jergón boca abajo. Las piernas colgaban fuera, la cara se oprimía contra la almohada, y en tal postura rumiaba expresiones oscuras que se apagaban resolviéndose en ronquidos. Nicanora le volvió cara arriba para que respirase bien, le puso las piernas dentro de la cama, manejándole como a un muerto, y le quitó de la mano el palo. Arreglole las almohadas y le aflojó la ropa. Había entrado en el segundo periodo, que era el comático, y aunque seguía delirando, no movía ni un dedo, y apretaba fuertemente los párpados, temeroso de la luz. Dormía la mona de carne.

Cuando la Venus de Médicis salió del cubil, vio que entre las personas que miraban por la ventana, estaba Jacinta, acompañada de su doncella.

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas

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